La entrada de John Sinclair en la estancia dejó la capacidad de respuesta de Anna a la altura del suelo. No estaba preparada en absoluto para enfrentarse de nuevo a su magnetismo, como comprendió con desmayo al posar los ojos sobre él. Apenas hacía diez días que había salido de Halston, y no habían sido suficientes para que la sonrisa de aquel hombre perdiera el poder de hacer que todo su cuerpo se convirtiera en gelatina.
—Es un placer recibirte en esta casa, Lisle. —Lady Everley tendió la mano hacia él, y tras recibir el saludo de John le indicó que tomara asiento frente a ellas—. Gordon, por favor, tráiganos un poco de vino. ¿O prefieres otra cosa, Lisle?
—Vino está bien.
Mientras el mayordomo salía y volvía con el decantador y unas copas, Anna reunió el coraje suficiente para mirarle a la cara. John tenía la vista clavada en ella, y al encontrar sus ojos, una cálida sonrisa trepó por su rostro, haciendo que el estómago de Anna hormigueara de placer. Sin pensar en lo que hacía, le devolvió la sonrisa con ternura, como si hubiera olvidado que cuando se despidieron por última vez ella se había jurado que nunca volvería a verlo.
Entonces recordó que no estaban solos, y miró de reojo a su madrina; la contemplaba con aire pensativo, pero al cabo de un par de segundos se volvió hacia John.
—Así que has venido a disfrutar de la temporada.
John Sinclair cruzó una pierna, y colocó sus manos sobre la rodilla.
—No.
—Entonces, ¿has venido por negocios, Lisle?
—He venido porque debo aclarar cierto asunto —respondió con seguridad clavando en Anna una mirada elocuente.
—¡Vaya por Dios! —Con una agilidad prodigiosa para su edad, lady Everley se levantó del sofá—. Ahora que me acuerdo necesito encargarle a Gertrude una cosa. Si me disculpáis, solo será un momento. Anna, por favor, encárgate de que nuestro invitado se sienta cómodo.
Anna aún no había sido capaz de articular su primera protesta cuando lady Everley ya había salido de la habitación. Inspiró hondo, alucinada por la desfachatez de su madrina. No había escapatoria posible. Se volvió hacia John y su corazón comenzó a latir más deprisa. Continuaba vistiendo prendas negras de riguroso luto, pero su presencia parecía resplandecer en la sosegada quietud de la sala, haciendo vibrar el aire que los separaba.
—¿Has venido realmente por eso, John? —preguntó con desconfianza, sintiéndose mortificada al recordar lo sucedido en la escuela la última vez que se habían visto.
La sonrisa irónica de John apenas suavizó su gesto serio.
—¿Pensabas que no lo haría, Anna? ¿Pensabas que cuando me dijeras que habías tenido un amante yo saldría corriendo? ¿Que te odiaría? ¿Que no querría saber qué era lo que había sucedido?
Una casi imperceptible nota de dolor se filtró en su serena entonación, pero Anna solo supo encogerse de hombros.
—Tú odias los engaños. Me dijiste que nunca perdonaste a Caroline.
—Sí, eso es cierto, pero nunca te dije por qué, y desde luego no fue porque tuviera amantes. Nosotros no nos amábamos, Anna. Yo no habría considerado justo condenarla a soportar mi compañía cuando ambos sabíamos que nos habíamos equivocado, y siempre que guardara una mínima discreción, yo no pensaba decir nada sobre sus amistades.
—Resulta muy civilizado por tu parte, pero me cuesta creerte. A mí también me acusaste de engañarte… —le reprochó dolorida.
John se pasó la mano por los cabellos, alborotándolos, y con un fuerte suspiro se levantó para tomar asiento junto a ella.
—Lo sé.
—No tenías ningún derecho —murmuró, mientras se apartaba en el asiento, poniendo distancia entre ambos.
—Lo sé, y lo siento. Es solo que, cuando leí aquellas palabras… —Se detuvo escrutando el rostro de Anna, que lo observaba conteniendo el aliento. Luego, con una sonrisa desprovista de humor, prosiguió—: Lo siento, Anna, pero me volví loco de celos. Esa es la miserable verdad. Comprendo perfectamente que no tenía ningún derecho a pedirte explicaciones, y debí escucharte como tenía intención de hacer, pero no pude. Habías rechazado mi proposición sin ninguna explicación, y me sentía herido. No comprendía por qué me desdeñabas de esa manera, y al leer cómo ese tal William hablaba de vuestro amor, sentí una rabia tan profunda…
—William está muerto —cortó con brusquedad, ansiando mantener la distancia emocional que le permitiera salir indemne de aquel encuentro.
—Pero eso es aún peor, Anna. Porque después de leer la carta até cabos, y comprendí que era el hombre a quien aún seguías amando.
—Eso no es cierto —negó con fiereza, sin atender la vocecita interior que se reía de sus protestas.
Pero él, como su vocecita, tampoco pareció creerlo.
—¿No comprendes lo difícil que sería luchar contra un fantasma? ¿Contra un recuerdo idealizado que nunca te defraudará? Lo siento, Anna, pero no pude evitarlo. Fue una estupidez por mi parte de la que me arrepentí al momento. Pero ya te habías ido, y después no me diste la ocasión de disculparme. Cuando intenté verte, encontré que no era bienvenido en tu casa.
—Estaba enferma.
—Lo sé. Pero luego te fuiste, sin despedirte ni darme la oportunidad de verte. Te fuiste huyendo, Anna, y quiero saber por qué.
Anna negó con la cabeza.
—Yo no he huido, y no estábamos hablando de eso. Sé que llegaste a odiar a Caroline cuando te engañó, y por algún motivo que desconozco has creído que, a diferencia de ella, soy una persona que nunca te defraudaría. Me has recubierto de virtudes que no poseo. Pues bien, John, yo soy débil y cobarde. Si llegaras a conocerme lo sabrías. Y cuando eso pasara al fin, acabarías odiándome también a mí. No quiero que lleguemos a eso, no podría soportarlo. No nos hagamos más daño, John. Tú podrás casarte con cualquier mujer que elijas y serás feliz.
—Otra vez con eso —la interrumpió con indignación—. Con cualquiera menos contigo, ¿no es así? Pues que te quede clara una cosa, Anna, no acepto tu respuesta ni me voy a alejar de ti.
—Yo ya fui infiel una vez, John —recalcó con frío desapego, mientras trataba de cerrar su corazón a cal y canto a la esperanza que la insistencia de John empezaba a hacer nacer—. Podría serlo de nuevo.
—¿Seguirás insistiendo en eso? No es buena táctica, puesto que no me importa; soy el primero que comprende que en ocasiones la fidelidad es una cárcel imposible de soportar, y el último en condenar a alguien por ello. En fin, supongo que si algún día así lo quieres, me contarás qué sucedió en tu matrimonio. Y no me digas que nada, porque vi tu reacción en la escuela.
Anna se tensó con rigidez.
—No te preocupes, no insistiré. Tú decidirás si lo haces o no, y cuándo y cómo. Pero creo que debo contarte por qué las cosas entre Caroline y yo llegaron a aquel punto, ya que parece que has confundido mis motivaciones. Te dije que hubo una única cosa que no pude perdonarle, pero no te expliqué qué fue. Tú has creído que la odié porque me fue infiel, pero en realidad lo que no pude perdonarle fue que abortara.
Anna ahogó una exclamación de sorpresa, y le miró horrorizada.
—Caroline murió así —continuó él con un brillo extraño en los ojos—. Por supuesto que no fue eso lo que la familia dijo. Para todo el mundo, Caro falleció tras caerse del caballo. Pero la realidad es que la encontré en la cabaña de una partera cerca de Tothill Fields, medio desangrada. Yo había sospechado que estaba embarazada, pero cuando le pregunté lo negó con vehemencia. A esas alturas de nuestra historia, no tenía sentido que me mintiera. Sabía que por entonces andaba con Buscott, y suponía que el padre podía ser él. Aunque podría ser otro, claro está. En realidad, no me importaba, y eso no iba a cambiar mi forma de actuar. Le dije que no iba a divorciarme ni a obligarla a desprenderse del niño. Le dejé claro que podríamos seguir con nuestro aparentemente feliz matrimonio. No le di motivos para que mentir fuera necesario, y cuando insistió en que no estaba embarazada, tuve que creerle.
—¿Así que habrías criado al hijo de otro? —preguntó Anna verdaderamente asombrada; no porque fuera extraño que un hombre criara al bastardo de otro, pero que lo hiciera sabiéndolo sí era infrecuente. Y más aún si se trataba del primogénito, llamado a heredar el título y la propiedad—. ¿Y Hertwood Manor?
John se encogió de hombros, dando a entender que aquel era un tema menor.
—Casi no conozco al primo lejano que heredará la propiedad. A ese niño sí le hubiera conocido. Y en cuanto a los lazos de sangre… bien, con lo que sabes de mi infancia ya habrás comprendido que no los considero garantía de nada.
La fría lógica contenida en su explicación dejó a Anna sin réplicas que oponer. John continuó hablando.
—Bien, como te decía, me aseguró que no estaba embarazada. Pero una tarde llegó un chiquillo preguntando por mí; me dijo que mi esposa había tenido un accidente cabalgando y que tenía que acompañarle. Por su expresión comprendí que pasaba algo grave, e insistí en buscar primero un doctor; pero cuando llegamos a la cabaña, ya había poco que hacer. Por supuesto, el doctor comprendió al momento que Caro no se había caído del caballo. La vieja había desaparecido al vernos llegar, y solo estaba la criada de Caro llorando aterrorizada. Cuando me di cuenta de lo que había sucedido monté en cólera. Caro estaba casi exánime, pero aun así le pregunté cómo había sido capaz, y le grité que no me importaba quién fuera el padre, que yo iba a hacerme cargo de él. Pero entonces ella se rio y dijo que no se trataba de eso. Que ni por mí ni por nadie iba a encerrarse en casa para engordar como una vaca y estropear su figura, ni a sufrir por tener un mocoso que no le importaba en absoluto y del que no pensaba ocuparse.
—¿Y entonces la odiaste? —afirmó más que preguntó, conteniendo el aliento.
—No sabía cómo era realmente. —La voz se le quebró, y permaneció en silencio hasta que recuperó la compostura—. Entonces me fui. Ella me llamó pero yo no quería saber nada más. La dejé allí sola. Me daba igual lo que le pasara, si vivía o moría. Solo resistió un par de horas. Luego el doctor se encargó de que trasladaran su cuerpo a casa. Más tarde supe por su doncella que aquella no era la primera vez que acudía a la partera.
—Y todos estos años ¿te has culpado de su muerte? —exclamó Anna, entendiendo por fin lo que le sucedía—. ¿O de la muerte del niño? ¿Acaso crees que tuviste algo que ver con que murieran? No fue tu decisión y no podrías haber hecho nada.
John se cruzó de brazos, como pretendiendo distanciarse de aquellas palabras.
—No puedes comprenderlo.
Pero Anna le interrumpió con una mueca amarga.
—Créeme, podría dar lecciones sobre culpabilidad. Pero no es posible que te recrimines su muerte, ¿es que crees que podrías haberla convencido de alguna manera?
—No lo sé, Anna, pero de haberlo sabido tal vez podría haberla tratado de otra manera, haber estado más atento… Lo único que sé es que la dejé abandonada como un perro. No creí que yo pudiera comportarme así. Pero estaba deshecho, rabioso… No quiero más engaños ni más mentiras, Anna. Detesto a la persona en que pueden convertirme. Pero eso es el pasado; ni tú ni yo podemos cambiarlo ya, pero podemos vivir el presente. Nuestro presente.
Ella sintió que su cabeza daba vueltas. Una y otra vez aquella idea —«¿y si fuera posible?»— parecía burlarse de ella. Respondió con menos convicción de la que hubiera pretendido.
—No hay ningún presente para nosotros.
—Eso no es verdad y ni siquiera tú lo crees. —Clavó su mirada en la de Anna, que bajó la cabeza—. Por supuesto que hay un presente para nosotros. Lo ha habido desde el momento en que te vi en los establos, con tu absurdo sombrero chorreando agua y el vestido empapado, gritándome y estirándote como si creyeras que así conseguirías intimidarme.
Anna casi sonrió al recordar aquel día y a la pelirroja, pero decidió aferrarse al presente.
—Tú querías ser padre, John. Querías a ese niño, y eso es algo que nunca podré ofrecerte.
—Yo lo que quiero es que me dejes estar cerca de ti —continuó él con ternura—. Y espero que algún día llegues a confiar en mí lo suficiente para contarme qué te atormenta.
Anna elevó los ojos hacia aquel rostro que tanto le fascinaba.
—Pero ya confío en ti —dijo con sencillez.
John la contempló en silencio. Luego se puso en pie y le tendió la mano. Anna la miró hechizada, con el corazón retumbando en el pecho. Lentamente, extendió su mano derecha y la depositó sobre la de John. Con una sonrisa de agradecimiento, él tiró de ella con delicadeza, y Anna se puso en pie, mientras John la tomaba por la cintura sin soltarla. Tuvo que echar la cabeza ligeramente hacia atrás para poder contemplarlo. La mano derecha de John se alzó para acariciarle la mejilla con dulzura. Anna se apoyó con suavidad en ella, y John la deslizó hacia su nuca, atrayéndola hacia sí. Cuando sus labios se encontraron con suavidad, Anna sintió que una vibración recorría todo su cuerpo. Notó las piernas temblar, pero John apretó el brazo que la sostenía, y el beso se volvió más posesivo, más profundo. Sus dientes atraparon el labio inferior de Anna, y su lengua se abrió paso acariciando la delicada piel con maravillosa lentitud. Ella se aferró a su cintura con ansia, como si él fuera lo único que le hiciera conservar el equilibrio. La mano que se apoyaba en su costado ascendió poco a poco, trazando pequeños círculos sobre su espalda, hasta que llegó al cuello. Entonces, con una maldición, John detuvo el beso bruscamente y con ambas manos separó el rostro de Anna unos centímetros. Desorientada por el abrupto fin, ella lo observó a su vez: respiraba de manera agitada y tenía los ojos entrecerrados. Un mechón de pelo caía sobre su frente. Anna elevó la mano con suavidad para colocarlo de nuevo, y John dejó escapar un gemido de frustración.
—¿Qué sucede?
—Me temo que si alguien decidiera entrar en estos momentos me encontraría en un estado de gran… apuro.
Anna abrió los ojos como platos y acabó riendo.
—¡Oh, Dios mío! Consigues que me olvide hasta de dónde estoy. —Meneó la cabeza, y recuperó la seriedad—. John, lo que has dicho ha sido muy hermoso, pero una vez tomé la determinación de no volver a casarme nunca. Por favor, necesito que me prometas que no volverás a pedírmelo. No lo necesitamos para estar juntos, si es lo que ambos deseamos.
John la contempló un largo momento. Un músculo latió en su mandíbula y Anna comprendió que estaba reprimiendo alguna emoción desconocida para ella. Lo observó con serenidad, algo temerosa de su respuesta.
—Comprendo —aseguró al fin. Pero rectificó al momento, con un gesto de frustración—. No, no lo comprendo en absoluto, Anna. Mi experiencia del matrimonio fue un desastre, y no hay ningún motivo por el que necesite casarme, ni por un heredero ni para calentar mi cama. —Desechó con un gesto de la mano la ahogada protesta de Anna ante aquella vulgaridad, y continuó con firmeza—. Pero a pesar de ello, estoy dispuesto a hacerlo si esa es la única forma en que puedo asegurarme de que no saldrás corriendo de mi vida ante cualquier contratiempo.
—Yo no salgo corriendo, y eso no es motivo para casarse —protestó ella entre dientes, molesta por la acusación de cobardía.
—¿No? ¿Cuál sería un buen motivo para casarse, según tú? Si no me cuentas tus motivos, tendrás que aceptar que ese es tan bueno como cualquier otro. —Permaneció expectante, pero ante el obstinado silencio de Anna continuó con la misma firmeza, como si hablara con un niño irrazonable—. Ya has oído todo sobre mi matrimonio, Anna. Yo no sé nada del tuyo, y por ello no puedo comprender tu aversión a él. Tendrás que ofrecerme alguna explicación razonable, si quieres que desista de intentar que accedas a casarte conmigo. Mientras tanto, no pienso aceptar tu rechazo.
—Yo no te he rechazado —replicó con obstinación—. Acabo de decirte que estoy dispuesta a que seamos amantes, ¿recuerdas?
—Pero yo no —cortó con arrogancia—. He tenido suficientes amantes para saber que de ti quiero y espero otra cosa.
Anna emitió un sonido de pura frustración. «Engreído», pensó con una punzada de celos. Para su sorpresa, John comenzó a sonreír, y ella contuvo la respiración ante aquel encanto arrasador, mientras su disgusto se desvanecía como por arte de magia.
John avanzó un paso y tomó sus manos sin que ella se opusiera.
—No tiene sentido que discutamos. No voy a resignarme, pero estoy dispuesto a esperar. Mientras tanto, pienso visitarte y disfrutar de tu compañía tanto como pueda. Tal vez así llegues a comprender el buen partido que soy —declaró con un guiño y una reverencia, antes de dirigirse a la puerta en busca de su sombrero y sus guantes—. Eso sí, puedes ir pensando dónde te gustaría que fuera la ceremonia. Solo por si acaso, por supuesto.
La puerta se cerró tras él, pero el recuerdo de la irreverente sonrisa que le dedicó al salir permaneció aún largo tiempo calentando el corazón de Anna. Aquello no podía ser, no debería, y no pensaba ceder. No se pondría de nuevo en manos de un hombre ni permitiría que John llegara a despreciarla al saber lo débil que podía llegar a ser. Y cuando por fin creyó que estaba convencida de ello, no supo encontrar una razón que explicara por qué su corazón latía con una ligereza que no había vuelto a sentir desde hacía muchos años.
—Está aquí.
Sarah Johnson dejó el bordado que la mantenía ocupada sobre la silla. Aunque intentó mantener la compostura, el alivio reflejado en su semblante no pasó desapercibido para su acompañante, que no pudo evitar fruncir el ceño al dejar la ventana y sentarse de nuevo a su lado.
—Muchas gracias, Nora. —Colocó las manos sobre las sienes, como si pretendiera aplastar los rizos que escapaban de su peinado. Nunca lo conseguía—. ¿Qué tal estoy?
—Muy elegante, niña.
La joven sintió un latigazo de decepción, pero se sobrepuso con rapidez. Ser elegante estaba bien, pero le habría gustado escuchar por una vez «arrebatadoramente bella» o «irresistiblemente adorable». O simplemente, «muy hermosa». Sin embargo, como a menudo le solía recitar su bienintencionada acompañante, no eran esas sus armas para conseguir una adecuada proposición de matrimonio.
Escuchó la campanilla de la puerta, y voces en el vestíbulo. Inspiró hondo y soltó el aire poco a poco, controlando la cadencia de los latidos de su corazón. Al fin y al cabo, como Nora decía, la solidez y el sentido común eran sus mejores cualidades. Bueno, eso y la fabulosa dote con que contaba, se dijo con tan solo una pizca de ironía, justo cuando la puerta se abrió y el mayordomo introdujo en la sala a William Moore.
William… Sarah le dedicó una tímida sonrisa, y el mayor acudió a saludarla, depositando un casto beso en su mano. Luego tomó asiento frente a ellas, y Nora comenzó una conversación llena de tópicos sobre el tiempo, la última obra de Covent Garden y la reapertura de Vauxhall Gardens. Sarah toleró con su habitual tranquilidad aquella avalancha de nimiedades, pero sintió un gran alivio cuando William comenzó a hablar de sus planes para Rosehill Abbey.
Se sentía mucho más cómoda tratando temas domésticos. Sabía que en eso sí podía hablar con conocimiento de causa; era una hábil y diligente anfitriona, acostumbrada a llevar la casa de su padre y comandar el ejército de criados que él se había empeñado en contratar. Tras la muerte de su madre en su hogar de Castle Accre, siendo ella casi un bebé, se habían trasladado a Halifax, y todos los esfuerzos de su padre se habían dedicado a levantar un emporio textil que los había convertido en una de las familias más ricas de la zona. Pero cuando pudo delegar parte del negocio en las manos de su competente abogado, su padre había decidido vivir de nuevo en Norfolk, y comprar una propiedad que cortara la respiración de los empobrecidos terratenientes de la zona para los que en el pasado había trabajado. Sarah hubiera preferido una casa y un personal menos ostentoso, y desde luego vivir en algún lugar diferente, donde no les consideraran vulgares advenedizos que, con la prosperidad lograda en Yorkshire, habían contribuido a la decadencia de sus vecinos.
Una vez comprada la casa, nada podría hacer más feliz a su padre que disponer de su enorme riqueza para conseguir la felicidad de su hija. Consideraba que nada era lo bastante bueno para ella; ni las mejores modistas, ni las más deslumbrantes joyas… Mucho menos el montón de pretendientes que se habían acercado a su puerta deslumbrados por aquel montón de oro, de procedencia vulgar e ignominiosa, pero oro al fin y al cabo.
Suponía que tampoco habría aceptado a William, de no ser porque ella le había dicho con timidez pero sorprendente firmeza que le gustaba. Lo cierto es que no le había dicho toda la verdad: en realidad, se había enamorado como una loca de William la primera vez que se había dirigido a ella en la Asamblea de Norwich donde se habían conocido. Sarah había oído hablar del nuevo heredero de Rosehill Abbey; conocía su situación familiar y el estado en que se hallaba aquella propiedad, y cuando él se acercó para solicitarle un baile no se hizo ilusiones de que fuera su belleza o su encanto lo que le habían atraído hasta ella.
Se preparó para ser inmune a los predecibles halagos y lisonjas que habría de escuchar, pero las cosas no sucedieron así. William no le había lisonjeado, sino que le había explicado con sencillez la situación en que se encontraba, su amor por la vida militar y la necesidad de buscar una esposa cuya dote le ayudara a cumplir con las obligaciones que voluntariamente había asumido.
El carácter sólido, pragmático y sereno de aquel hombre la había cautivado, y nadie debió aleccionarla para que alentara sus atenciones, a pesar de que su timidez le hacía sonrojarse cuando él se dirigía a ella o la miraba. Una tarde, por fin, él le había hablado sobre lo sensata que aquella unión podría ser para ambos. Nunca había pretendido engañarla sobre sus sentimientos, pero le había garantizado, mirándola con aquellos ojos graves y sinceros, que haría todo cuanto estuviera en su mano para que ella no lamentara su decisión. Y Sarah le había creído.
Le observó, aún conmovida y casi incrédula porque aquel hombre maravilloso, honorable y fuerte fuera a ser su marido. Debió observarle demasiado fijamente porque él se interrumpió un instante. Sarah se ruborizó y Nora aprovechó para sugerir melifluamente que aquella noche debía acudir a cenar con ellas. Sin embargo, William fijó la vista en la chimenea y con cierta incomodidad alegó un compromiso previo para excusarse.
Sarah sonrió, pero no consiguió mantener la firmeza de su expresión como pretendía, mientras luchaba valientemente contra el acceso de dolor que aquella negativa le había causado, y tuvo que bajar la mirada hacia su falda.
Cuando William por fin abandonó la sala, Nora miró a Sarah ceñuda.
—No le has dicho nada.
—¿Qué podría decir?
—Si no le pides que venga más a menudo a verte, no es de extrañar que se crea libre para frecuentar esa casa como lo está haciendo.
Sarah apretó los labios y ocultó la angustia que aquello le producía tomando de nuevo su labor y concentrándose en ella.
—Imagino que hoy también estará con ella. Te está descuidando demasiado, niña.
Sarah bajó la mirada, porque su barbilla había temblado ligeramente. Desde hacía varios días, le habían llegado rumores sobre la estrecha amistad que parecía estar tejiéndose entre William y la condesa Hoolbrok. Y aunque nunca había prestado oído a los cotilleos, sabía bien qué tipo de reputación tenía aquella mujer. Ahora parecía que se había encaprichado de William, y a pesar de que la idea de que él contemplara a otra mujer con ojos brillantes de pasión se clavaba en su corazón como un cuchillo, tenía que ceñirse a la realidad de su vida.
—Está casada, Nora. Y yo confío en William.
Sarah no temía que él se echara atrás; era demasiado caballero, y la obligación que parecía haber asumido hacia aquella ruinosa propiedad no le dejaba ninguna otra salida. Dependía de aquel matrimonio incluso más que ella. No, Sarah no tenía miedo de que no cumpliera su palabra. Lo que le aterraba era pensar que, cuando por fin accediera a su cama la noche de bodas, el afecto de William pudiera estar muy lejos de su lecho; que se hubiera enamorado, que amara a otra a pesar de saber que se casaría con ella; y que mientras su cuerpo cubriera y poseyera el de Sarah, sellando el prosaico compromiso adquirido, su corazón llorara lágrimas de sangre porque la mujer a la que amaba no era aquella que se retorcía bajo su peso, aferrada a su espalda, desgarrada porque ella sí, a diferencia de él, le había amado desde el primer momento en que se habían conocido con desesperación, sabiendo desde ese primer momento cuán superior y merecedor de amor era él, y cuán indigna de su amor se sentía ella, que lo había atrapado en su vida con dinero, y nada más.