Londres, 15 de abril de 1823
—Esperaba algo más concreto a estas alturas, señor Flint.
Julia Dunn cerró el abanico con un movimiento seco de la muñeca, y comenzó a dar golpecitos de impaciencia en el brazo del sofá.
El señor Flint, un hombre pequeño y delgado que rondaba los cincuenta años, se ajustó las gafas sobre la nariz con calma y apoyó las manos entrecruzadas sobre la rodilla. La apacible tranquilidad con que recibía los comentarios de Julia comenzaba a irritarla, pero se recordó que, a pesar de su aspecto insignificante, le habían recomendado a aquel hombre como uno de los mejores investigadores privados de Londres.
—También su información era poco concreta, milady.
Julia emitió un bufido de desaprobación, mientras su mirada se escapaba de nuevo sin poder evitarlo a los tonos morados y verdes del chaleco de aquel hombre. Llevaba toda la visita luchando contra la morbosa fascinación que aquel horrible chaleco parecía ejercer sobre ella, y cuanto más trataba de evitar fijar su vista en él, menos lo conseguía.
—Pero han pasado ya diez días. No pudo haber tantos oficiales con ese nombre en Bruselas en 1815 —dijo aún mirando de reojo el chaleco.
El señor Flint emitió una risita de suficiencia.
—No se trata de cantidad, milady. Hablamos de un asunto delicado, especialmente si existen esposas de por medio. Y como tal, las indagaciones han de ser discretas.
Julia se levantó con brusquedad y comenzó a pasear ante la chimenea.
—Dígame cuándo podrá tener la información.
El hombrecillo la contempló con una amplia sonrisa que ella prefirió ignorar.
—Espero poder informarle de su identidad y paradero a finales de esta semana.
Julia detuvo su paseo, y lo miró alzando una ceja con ironía.
—¿Esta semana?
—Este sábado, con probabilidad —asintió satisfecho.
—¿Y no podía haberme dicho eso desde el principio y ahorrarnos a ambos esta conversación? —inquirió Julia con un peligroso brillo en los ojos.
—Podría, pero es que no es eso lo que usted me ha preguntado cuando he llegado, milady. Usted dijo, veamos… —Apoyó la barbilla en la mano con aire pensativo mientras recordaba—: «¿le ha encontrado ya?», y luego «pero sabrá al menos su nombre», y también «quisiera saber a qué ha dedicado el tiempo». También dijo…
—Bueno, basta ya —le cortó Julia, apretando los puños a su espalda. Sentía que la paciencia se le estaba acabando. Esperaba que realmente fuera tan bueno como se decía y le enviara pronto el informe, porque no tenía ninguna gana de volver a reunirse con aquel hombrecillo tan insignificante como insolente.
—Fue usted quien me ordenó acudir hoy, milady —respondió como si le hubiera leído el pensamiento—. En realidad sería más útil para todos que yo estuviera investigando.
Julia se quedó mirándole como si le hubieran salido dos cabezas. Volvió a sentarse, meneando la cabeza con irritación.
—Pues no sé a qué espera. Vaya a investigar de una vez.
En pocos segundos, el señor Flint se había colocado el sombrero y el abrigo, desapareciendo por la puerta. Mientras Julia permanecía sentada intentando dilucidar si aquel hombrecillo se estaba riendo de ella, el investigador salió al frío aire de la tarde agradecido por alejarse de aquella mujer. De no ser porque necesitaba la extraordinaria suma de dinero que la condesa iba a pagarle, de buena gana hubiera dejado en paz al pobre mayor William Moore.
El pesado y confortable carruaje se detuvo ante la puerta de la casa de lady Everley con un ligero chirrido. Anna se acercó a la ventana del coche con cierta expectación, pero apenas se inclinó para contemplar la sencilla fachada de ladrillo rojo, supo que nada había cambiado. En realidad era de esperar; habían pasado ocho años desde su última estancia en la casa, y ese tiempo era apenas un suspiro para una propiedad que se había construido a comienzos del siglo anterior.
Gracias a Dios, el traslado de los Alcott a Hertwood Manor había resultado un éxito. Eliza sería formada como segunda doncella, y Andrew podría ocuparse de los caballos siempre que no descuidara sus estudios, en los que lord Lisle había manifestado un interés personal. Anna cerró los ojos un momento e inspiró hondo; evitaba pensar en él, pero su recuerdo la asaltaba a menudo. Cuando Bess le había descrito lo contentos que estaban los hermanos en la casa, ella pensó en la generosidad y consideración con que les había tratado, y le costó mucho esfuerzo disimular el enorme nudo que se le había formado en la garganta. Cuando la víspera de irse se despidió del reverendo y este le contó que lord Lisle le había comisionado para buscar un maestro, y le explicó con admiración la especie de salario que pensaba dar a los alumnos para fomentar que acudieran a clase, aguantar las lágrimas fue un esfuerzo ímprobo. A menudo recordaba la reconfortante sensación de protección que había experimentado en sus brazos, en la posada de Hillbury, y eso hacía que fuera aún más difícil aceptar que no volvería a verle.
Cuando el cochero abrió la puerta, Anna tuvo que apartar con disimulo una lágrima que había comenzado a rodar por su mejilla. Sabía que la tristeza era inevitable, y se recordó que también sería pasajera; antes o después lo olvidaría. Había logrado olvidar una vez, y en esta ocasión también lo conseguiría. Lo único que suplicaba era que el dolor no fuera tan intenso.
Armándose de valor, descendió del coche para subir los cinco escalones semicirculares de piedra que conducían hasta la puerta principal. Caía una ligera llovizna que le hizo encogerse involuntariamente, mientras uno de los criados abría un paraguas para protegerla. Echó un vistazo sobre su hombro hacia las fachadas de piedra clara que cerraban su vista de Grosvenor Square. A diferencia de la casa, tuvo la sensación de que en ese tiempo Londres sí había cambiado, y mucho. La plaza era aún más cerrada, más compacta de como la recordaba, y en la uniformidad de viviendas de cuatro pisos y piedra clara la casa de lady Everley resultaba aún más insólita, con sus dos alturas de ladrillo rojo y la recargada barandilla de la terraza.
Comparada con las demás posesiones de lady Everley, aquella era la más pequeña y sencilla de sus mansiones. El cuerpo principal de la casa, orientado al parque, tenía dos pisos con altas ventanas de cuarterones y una última planta abuhardillada e iluminada con cinco mansardas. Adyacente a uno de sus laterales, otro cuerpo de una sola altura albergaba la cocina y otras dependencias del servicio. Sin embargo, las líneas rectas y severas de la fachada aparecían matizadas por las cuatro columnas de piedra grisácea que sostenían un dintel semicircular y daban un aspecto de templete griego a la entrada de la casa.
El mayordomo de lady Everley la recibió en la puerta y la condujo a la sala de estar del piso superior, donde la familia estaba reunida. Al verla aparecer, Lucy Stanbrigde emitió un grito de placer, y aquel afectuoso recibimiento hizo que Anna entrara en la cálida habitación con el ánimo más confortado de lo que había esperado. La enorme chimenea de piedra labrada y decorada con hojas de acanto estaba encendida, y Anna se dirigió a uno de los sofás colocados cerca de ella donde su madrina estaba sentada.
—Querida Anna. —Le recibió tendiéndole ambas manos y estrechando las suyas con cariño—. Qué feliz me hace que hayas decidido venir al fin. —Luego hizo que se sentara junto a ella, e indicó con la cabeza el otro sofá, ocupado por su hija y su nieta—. En realidad todas nosotras estamos felices de tenerte aquí.
Ambas asintieron. Conmovida, Anna sonrió a las presentes con verdadero afecto, y se detuvo en la rubia joven que la contemplaba con algo sorprendentemente parecido a la admiración. La recordaba como una joven de mejillas llenas y sonrosadas y alegre sonrisa, pero ahora su rostro se había afilado, su sonrisa era más contenida, y sus pómulos destacaban dotando a su semblante de una sencilla elegancia que resultaba cautivadora.
—Si no llego a saber que eras tú, jamás te habría reconocido, Lucy —exclamó, verdaderamente asombrada—. La última vez que te vi eras apenas una niña, y ¡fíjate ahora!, eres una verdadera belleza.
La aludida no pudo evitar una risita complacida, y sus ojos azules chispearon de satisfacción.
—Sí que hace muchos años, por lo menos seis o siete, ¿no es cierto?
—Ocho —corrigió Anna con seguridad.
La contundencia de su respuesta hizo que lady Everley la mirara con cierta precaución, pero el rostro de Anna no había perdido la sonrisa, y no encontró nada que le hiciera necesitar preocuparse.
—Vamos a disfrutar de una temporada estupenda, Anna —intervino lady Antwood, la madre de Lucy—. Hoy hemos planeado un día tranquilo; solo hemos aceptado la invitación a una velada musical. Pero te prometo que, tan pronto como descanses, tendremos muchos más compromisos de los que has creído posible.
—Muchas gracias, Gertrude —contestó con una sonrisa desmayada, sin poder evitar un ligero estremecimiento. La sola idea de pasar la noche de baile en baile le provocaba una sensación de agotamiento—. Lo que sucede es que me temo que el viaje me ha fatigado, y hoy no sería una compañía muy agradable. Esta noche creo que prefiero quedarme a descansar en casa.
—Claro que sí —aseguró lady Everley antes de que hubiera otra intervención, dándole confortadores golpecitos en la mano que aún sostenía—. Es perfectamente comprensible. De hecho, yo también preferiría quedarme hoy en casa…
—¡Madre!
—… pero no me dejan hacerlo —terminó lady Everley con una mirada de reproche a su hija, hacia quien se volvió—. ¿Satisfecha?
Gertrude cerró la boca, mientras Lucy y Anna disimulaban una sonrisa.
Como al resto de hijos de su madrina, Anna apreciaba mucho a Gertrude Stanbridge, su hija mayor, si bien los nueve años de diferencia que se llevaban no les habían permitido compartir demasiadas ocasiones en su niñez. Desde que Anna podía recordar, Gertrude había sido una joven cuya preocupación principal tenía más que ver con peinados y vestidos que con sentarse en el suelo para jugar con sus hermanos menores. Por edad y carácter, Anna siempre se había sentido más cercana a la pequeña, Catherine, e incluso al travieso Henry. Aprovechó la ocasión para inquirir acerca de la salud y la situación de todos ellos, y fue recompensada por algunas de las historias sobre la pequeña Eleonora, la hija de Catherine que, siendo la nieta menor de su madrina, era además su verdadero ojito derecho.
Entre historias familiares y cotilleos londinenses, transcurrió casi media hora antes de que Anna pudiera retirarse para descansar un poco. La constatación de que se alojaría en la misma habitación de la vez anterior le hizo sentirse algo nostálgica, pero al entrar en ella comprobó que los paneles de madera se habían lacado en tonos blancos, y la habitación disponía de un nuevo papel pintado, de delicadas flores cremas y verdes sobre un suave tono azul. También la gran alfombra ocre y azul era nueva, pero el resto seguía tal como lo recordaba: la mullida cama cuyo dosel se sostenía sobre cuatro estilizados postes de madera, el tocador de palisandro junto a la puerta, y la ventana desde la que se obtenía una espléndida vista de los jardines ante la casa. Sus maletas ya habían sido deshechas y su ropa guardada. Una criada bajita y pelirroja, que dijo llamarse Jane y ser su doncella, le ofreció su ayuda para desvestirse y tomar un baño con el que deshacerse del polvo del viaje. Anna no pudo evitar un suspiro de agradecimiento mientras dejaba que la ayudara con su ropa. Luego la condujo al baño, donde una humeante bañera la aguardaba. El aire olía a lavanda y a azahar, lo que le pareció el colmo del lujo. Anna se introdujo en el agua caliente sin poder evitar una exclamación de placer al sentir el contacto del agua cálida y perfumada sobre su piel. Con una reverencia, Jane pidió permiso para retirarse, lo que le fue concedido de inmediato, y Anna se quedó a solas con sus pensamientos. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la toalla que su doncella había colocado en el borde de la bañera. El silencio era total a su alrededor, y las volutas de vapor que ascendían desde el agua llenaban su pecho, su rostro y su pelo de diminutas y cálidas gotitas. Se deslizó en la bañera hasta que el agua cubrió toda su cabeza. Sus músculos, algo doloridos después del viaje en carruaje, comenzaban a relajarse y sintió una agradable somnolencia. En aquel momento, todo parecía fácil, cálido, posible. Y ella no había tenido que acarrear el agua, pensó con ironía al darse cuenta de lo fácil que le sería rendirse al lujo y al confort de una mansión como aquella.
Entonces, el rostro del vizconde, con su media sonrisa y sus ojos expectantes aguardando su respuesta, se apareció en su mente, y todo el placer que estaba experimentando decayó de golpe. Sacó la cabeza del agua, abrió los ojos, y contempló inexpresivamente el blanco techo profusamente decorado con abigarradas molduras. No pensar en él iba a ser una tarea difícil, que iba a requerir un supremo esfuerzo de voluntad por su parte. Pero nada comparado con pensar en toda una vida lejos de él sin que su corazón se desgarrara. Algo que, en aquellos momentos, se le antojaba imposible, reconoció mientras apartaba con furia una lágrima solitaria y llamaba a Jane para que le ayudara a salir, desvanecido ya todo el placer de la ocasión.
Poco después, Anna volvió a bajar a la sala. Aún faltaba un rato para la hora de la cena pero a pesar del cansancio no se había sentido capaz de quedarse a solas en la habitación. Estaba decidida a no pensar en él, y para ello necesitaba ocupar su mente. Supuso que en la sala podría encontrar algo para leer, pero al entrar descubrió que lady Everley se le había adelantado y ya había bajado, vestida para la cena.
Su madrina no pareció sorprenderse al verla, y tan solo elevó hacia ella sus impertinentes, para observarla con detenimiento.
—Estaba pensando en ti —fue su forma de recibirla mientras continuaba su escrutinio. Luego bajó los cristales, aparentemente satisfecha de su inspección—. Tienes un aspecto estupendo, Anna. Ese tono rosado favorece tu tez, y el corte del vestido es magnífico.
—Gracias, madrina —contestó cerrando la puerta, sintiéndose a la vez incómoda y complacida al recibir un desacostumbrado halago—. En realidad es uno de los vestidos que encargué en Bruselas. Usted misma fue quien me aconsejó decantarme por esta seda italiana.
—¿Ese vestido es de Bruselas? —preguntó, francamente sorprendida—. Recuerdo que compramos varios vestidos, pero no lo reconozco. Parece tan… actual.
Anna asintió con cierto orgullo, mientras balanceaba con una mano la falda para mostrar su movimiento.
—Es porque las hermanas Wentworth han hecho un magnífico trabajo —explicó con satisfacción, dirigiéndose al sofá para sentarse con ella—. Han añadido el fajín de seda para bajar la cintura, y estos festones de satén. También añadieron el ribete de gasa al ruedo.
—Claro —afirmó aún sorprendida—. Es evidente que han hecho un buen trabajo. —Se detuvo, vacilante—. Parece que te las has arreglado sola muy bien, Anna. Yo esperaba ir de compras mañana.
Anna comprendió sin dudas lo que su madrina no había llegado a expresar, y negó con la cabeza mientras le sonreía con afecto.
—Si es lo que quiere, me agradará acompañarla mañana, pero tengo todo lo que necesito. No voy a comprar vestidos nuevos, ni zapatos ni guantes —repuso con determinación, al ver que su madrina intentaba interrumpirla—. Debo confesarle que nunca habría aceptado venir, si no hubiera podido arreglármelas sola.
Lady Everley la observó desalentada.
—Pero eres como una hija para mí, Anna, ¿cuándo vas a aceptarlo? —preguntó con resignación.
Anna tomó su mano y la apretó con suavidad, intentando hacerle comprender todo el cariño que le profesaba.
—Y yo le quiero como a una madre, pero de veras que no necesito nada. Invitarme a venir ya ha sido suficientemente generoso por su parte.
—No ha sido nada —negó lady Everley, y una sombra parecida al arrepentimiento cruzó su mirada—. Creo que debí hacer más por ti…
Anna cerró un instante los ojos e intentó controlar el malestar que aquel tema le producía. Sabía que en algún momento aquella conversación tendría que producirse, pero ella prefería dejar el pasado donde estaba. Volver sobre él solo le generaba angustia.
—Hizo cuanto pudo, más de lo que yo merecía —contestó al fin, en un tono monótono que esperaba desalentara aquella conversación.
Pero su madrina no pareció querer dejar aquel tema con tanta facilidad.
—No empieces otra vez, Anna. Sabes que podía haber impedido que volvieras con él.
—No, no podría haberlo hecho, puesto que era mi marido. Cualquier otra decisión estaba fuera de consideración.
—Si él hubiera tenido la décima parte de la consideración que tú tuviste… Pero, en fin, supongo que tienes razón y nada se arregla hablando de ello, aunque a veces aún me pregunto por qué no te hice embarcar conmigo. Debo reconocer que al salir de Bruselas estaba convencida de que volverías conmigo.
—En Bruselas todo parecía diferente —repuso evasiva—. Pero era mi obligación, y nada podía hacer que cambiara de opinión.
—No estoy segura de que eso fuera así. En cualquier caso, hace seis años pudiste venir, y sin embargo decidiste irte a ese pueblo de Surrey.
—Pero no pensará que lo hice porque tenía algo que reprocharle —se sorprendió Anna.
—Bueno, debo reconocer que sentí un gran alivio cuando por fin aceptaste mi oferta.
Anna dejó escapar una exclamación sorprendida.
—Pero, madrina, yo jamás he tenido nada que reprocharle. Al contrario, no sé qué habría sido de mí si no me hubiera llevado a Bruselas. Recuerdo que prácticamente me obligó a ir, sin atender ninguna de mis excusas. Yo me sentía destrozada y gracias a usted pude recuperarme. Esos meses me dieron fuerzas para empezar de nuevo y tomar mis decisiones. Y volver con Phillip fue una de esas decisiones, porque era mi deber. Nadie me obligó. Tampoco nadie me había obligado a aceptar su proposición años atrás. Decidí casarme, y luego decidí cuidarle. No puedo responsabilizar a nadie por mis propias decisiones.
—Pero él te había…
—Ya no tiene importancia —cortó con brusquedad antes de que su madrina dijera cosas que no quería recordar—. Está muerto.
Lady Everley le contempló con compasión.
—Querida niña, pero tú no lo estabas y sin embargo decidiste enterrarte en ese pueblo.
—¡Por supuesto que no me enterré en ningún sitio! —rebatió acaloradamente, recordando que Bess solía decir algo similar—. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? Sabe que después de pagar las deudas de Phillip no me quedó casi nada.
—Podías haber vuelto con nosotros. Podías haberte quedado en el entorno al que perteneces. Podías haber vivido en mi casa.
—Sabe que eso no era posible.
—Yo no sé nada de eso. Ya te he dicho muchas veces que ese orgullo tuyo me resulta absolutamente fuera de lugar. Deberías haberte quedado aquí; podrías haber conocido algún caballero interesante, volver a casarte…
—¿Eso cree? —dejó escapar una risa burlona que pretendió encubrir la angustia que aquel tema le provocaba—. ¿Y qué podría ofrecer yo a un caballero interesante? No tengo dinero, no soy joven, no puedo tener hijos…
Lady Everley agitó una mano con energía y cortó su frase con impaciencia.
—Deja de autocompadecerte, por favor. Eres una mujer de buena familia, inteligente, luchadora y hermosa. Podrías haber encontrado otro marido, o también podrías haberte quedado aquí conmigo como mi invitada, como ya te he dicho. Pero tenías otros motivos para encerrarte en Halston.
Anna alzó la cabeza con brusquedad. Su madrina le devolvió una aguda mirada cargada de significado.
—Sí, Anna. Puede que sea vieja pero no soy tonta. Sé que nunca te has perdonado lo que le pasó a William.
El silencio que se hizo en la habitación fue roto por la llegada de Gertrude y Lucy. La interrupción proporcionó a Anna la ocasión de recomponerse, y fue capaz de acoger con serenidad la conversación que las mujeres introdujeron en la sala. Ninguna de las recién llegadas pareció notar nada raro en ella, y continuaron su relato de todos los cotilleos que consideraron de imprescindible conocimiento para una recién llegada a Londres. Para su fortuna, aquella lluvia de información no requería de ella más que sonrisas de comprensión y ligeros asentimientos. La aparición del mayordomo, anunciando que la cena estaba preparada, la llenó de alivio. Pero la perspicaz mirada que su madrina le dirigió al salir le hizo comprender que sería difícil ocultar a aquella mujer la verdadera razón de su presencia en Londres.
Julia se apartó de la ventanilla y se recostó en el asiento con sonrisa satisfecha. Puede que el señor Flint no hubiera sido lo rápido que esperaba, pero no podía negar la exactitud y meticulosidad de su informe. Desde el comienzo de Cork Street, donde había indicado a su cochero que se detuviera, pudo contemplar a lo lejos la atlética figura del mayor Moore saliendo de su casa, exactamente a la hora que el informe indicaba como habitual. Con un golpe en el techo, y sin prestar atención a la mirada sorprendida de Minnie, Julia indicó a su cochero que se pusiera en marcha, atravesando Bond Street para alcanzar el extremo de Burlington Arcade opuesto a aquel en que se encontraban.
Sabía por el informe que el mayor acudía paseando a su club a diario, siempre por el mismo camino. Encontrarse con él no sería complicado. Cuando el coche se detuvo, Julia y su criada se apearon y entraron en la galería comercial, dirigiéndose a la sombrerería de Madame Deveraux. El día anterior Julia había acudido al establecimiento y había comprado tres sombreros sobre los que solicitó algunos arreglos, y para extrañeza de madame Deveraux, que se ofreció a hacérselos llegar a su casa, había indicado que ella misma los recogería al día siguiente.
Ambas entraron en el establecimiento y les llevó tan solo un par de minutos volver a salir. Mientras Minnie buscaba la forma más cómoda de portar las sombrereras, Julia permaneció de pie ante la tienda, ajustando un botón del guante en la muñeca, y contemplando con aire distraído el otro extremo de la galería. Aún no había rastro del mayor, así que comenzó a pasear sin prisa en aquella dirección, contemplando las hileras de escaparates, levantando de vez en cuando la cabeza esperando obtener un atisbo del hombre. Se detuvo ante un establecimiento que exhibía delicados encajes procedentes de Bruselas y Malta, cautivada por un pequeño rollo negro de puntilla veneciana con figuras de pájaros, cuando por fin distinguió a lo lejos la figura masculina cuya llegada aguardaba. Una sensación de excitación la recorrió por dentro, pero continuó de nuevo su lento deambular sin que nada en su expresión delatara aquella emoción.
El informe que había recibido contenía una descripción física del mayor bastante detallada, lo que le había permitido identificarlo sin dudas al verlo salir de su casa. Un hombre de complexión más atlética que robusta, de estatura media y con el cabello rubio corto y ordenado. Su mirada resultaba severa, con cejas rectas y marcadas que casi velaban sus ojos. El informe decía que eran verdes, aunque eso era algo que ella no podía corroborar a aquella distancia. Su nariz era afilada y recta, y su mandíbula cuadrada. Un hombre cuyo aspecto podría describirse como confiable y sólido, de no ser por una cicatriz que desde el pómulo derecho bajaba por su mejilla y cortaba el labio superior. Ese rasgo distintivo era el que le había hecho reconocerle al instante, pero ni mucho menos le confería el aspecto desagradable que ella esperaba. Más bien al contrario, pensó mientras un ligero cosquilleo se extendía por su interior; aquella marca daba a su correcta y sólida apariencia un toque salvaje que resultaba muy atractivo.
Caminaba con decisión pero sin prisa, y Julia pensó que no habría imaginado que aquel hombre que irradiaba calma y seguridad pudiera haber tenido una aventura con la mujer de un compañero de armas bajo sus mismas narices. Con un imaginario brindis mental, tuvo que reconocer que el gusto de Anna Hurst en cuestión de hombres no era muy diferente al suyo.
El mayor estaba a punto de cruzarse en su camino, cuando Julia dejó escapar una exclamación de dolor, trastabillando hacia un lado y apoyándose en la pared. Con un gritito ahogado, Minnie dejó caer los paquetes y se llevó las manos a la boca, pero tal y como Julia había previsto resultó incapaz de moverse en su ayuda. Fue el mayor Moore quien se precipitó hacia ella, sosteniendo con firmeza su brazo.
—¿Se encuentra usted bien, señora? —inquirió con solicitud, inclinándose hacia ella.
Julia se hallaba apoyada en la pared, con la vista fija en el suelo, respirando de manera entrecortada, pero elevó hacia William Moore una trémula sonrisa.
—Estoy bien, solo he tropezado, o tal vez he pisado mal —respondió con cierto temblor en la voz pero manteniendo la sonrisa con valentía—. Ha sido muy amable al ayudarme, señor…
Alzó hacia él una brillante mirada esmeralda, dejando que por una décima de segundo un atisbo de admiración se revelara en ella. Luego bajó de nuevo la mirada hacia el suelo con aparente confusión. Cuando de nuevo posó los ojos en él, observó satisfecha el fugaz brillo en la mirada del hombre que reveló que el truco había conseguido su objetivo: despertar su interés.
—William Moore, señora —contestó enseguida con una leve reverencia, liberando con suavidad el brazo de Julia que había sostenido, mientras esta seguía apoyada en la pared.
—Le estoy muy agradecida por su ayuda, señor Moore. Tan solo he perdido el equilibrio un instante, pero ya me encuentro bien.
Se irguió y separó el cuerpo de la pared, e intentó caminar unos pasos.
—No parece que esté completamente recuperada —intervino él acercándose de nuevo a sostener su brazo, al observar su mueca de dolor mientras cojeaba.
Julia se apoyó en la pared y le dedicó una sonrisa apenada.
—Creo que me he torcido el tobillo, pero estoy segura de que se me pasará en unos instantes. No es necesario que se moleste por mí, señor Moore. Mi coche ha de estar cerca, y Minnie puede ayudarme a caminar.
La criada, que se hallaba agachada recogiendo las sombrereras, se giró hacia ella, sobresaltada al oír su nombre, dejando caer de nuevo una de las cajas. Ambos la miraron, y Julia dejó escapar un suspiro de resignación, mientras William Moore contemplaba pensativo a aquella delgada y asustadiza criatura.
—No creo que su criada pueda ayudarle a caminar con tantas cajas, señora. Creo que lo más conveniente será que ella avise al cochero de que acerque su carruaje a la entrada, y yo la ayudaré a caminar hasta él.
—¡Qué amable es usted, señor! —exclamó con una cálida mirada desde debajo de sus pestañas, la cabeza ligeramente inclinada hacia él—. Pero no puedo abusar de su amabilidad de esta manera.
—Será un honor poder ayudarla.
Julia mantuvo la mirada en él una décima de segundo más de lo necesario, sonriendo con coquetería.
—En tal caso, no puedo negarme a aceptarla. Minnie, busca el coche y di a Wilkins que se acerque a la entrada. Date prisa.
—Sí, milady.
La joven, que por fin había recuperado el control de las sombrereras, hizo una reverencia asustada y se fue apresuradamente.
Julia tomó el brazo que el mayor le ofreció y se irguió, apoyando con delicadeza su peso en él. Ambos comenzaron a caminar con mucha lentitud, Julia cojeando ligeramente, y William procurando sostener su peso de forma que apenas se apoyara en el tobillo dolorido. De vez en cuando, se detenían para que Julia pudiera descansar.
—Espero no estar apartándole de sus obligaciones —expresó en uno de los altos del camino, a modo de disculpa.
William sonrió y le ofreció de nuevo el brazo.
—En absoluto. Solo estaba dando un paseo hasta mi club.
—Por supuesto. Como todos los hombres. Déjeme adivinar… —se interrumpió con aire especulativo—. Yo diría que Brook’s antes que White’s.
Con una sonrisa de diversión él negó con la cabeza.
—United Service.
—¡Oh! —Se detuvo asombrada y lo contempló con fingida confusión—. ¿Entonces es usted oficial de nuestra armada? Al verlo sin uniforme no supuse…
William se inclinó hacia ella a modo de saludo.
—Mayor Moore, del regimiento 95, de permiso por motivos personales. Aunque —reflexionó con una sonrisa en la que Julia creyó leer un atisbo de tristeza— eso es algo que va a cambiar en breve.
Julia asintió con gesto comprensivo.
—Va a reingresar a su regimiento, supongo.
—Al contrario, voy a dejarlo.
—No parece muy convencido.
William negó con la cabeza, y la sonrisa desapareció de su rostro. Dejó pasar varios segundos antes de responder.
—Estoy convencido. Simplemente, todavía no me he acostumbrado a la idea.
Julia dio un respingo al fingir un traspié, y apoyó su cuerpo contra el brazo de él. William sujetó su codo con más fuerza y la miró con gesto de preocupación, pero Julia le devolvió la sonrisa con valentía.
—Imagino que debe ser extraño abandonar su forma de vida después de tanto tiempo —ofreció con simpatía, tras haber recuperado el equilibrio.
—Lo es. Pero las responsabilidades familiares así lo requieren.
—En tal caso, supongo que debo ofrecerle mis condolencias.
William se volvió hacia ella con sonrisa extrañada.
—¿Por qué dice eso?
—Porque es evidente que cualquier responsabilidad familiar que en este instante requiera de usted que abandone su regimiento ha de derivar de algún suceso luctuoso.
—¿Cómo lo ha sabido? —inquirió algo sorprendido—. Acepto sus condolencias, aunque en este caso se trata de un tío con el que apenas he mantenido trato.
Julia inclinó la cabeza con elegancia en un gesto de reconocimiento, y continuó su lenta marcha.
—Entonces deduzco que es usted heredero de alguna propiedad cuyos asuntos le necesitan. Y que es una herencia que no le satisface especialmente. ¿Tal vez alguna tía o primas que dependan de su buena voluntad?
William dejó escapar una carcajada.
—Es usted sorprendentemente perspicaz. Una tía y dos primas. —Luego pareció pensar en ellas, y su rostro se volvió repentinamente serio—. Mi primo murió hace un año, y mi tío no se recuperó nunca de su muerte. Falleció hace cuatro meses, y supongo que no es fácil aceptar que la vida pueda cambiar tan completamente. Mi tía no solo ha perdido a su hijo y a su marido en un corto espacio de tiempo, sino que ha pasado a depender casi por completo de la benevolencia de un sobrino al que prácticamente no conoce.
—Imagino que no será fácil para nadie. Tampoco para usted.
—Lo cierto es que voy a tener que aprender rápido acerca de la gestión de una propiedad rural, cosa sobre la que ahora no tengo ni idea, pero peor es la situación de ellas, por supuesto.
Julia le dedicó una mirada alentadora y él le sonrió. Habían llegado a la entrada de la galería, y el cochero aguardaba ante la misma, mientras ayudaba a Minnie a colocar las sombrereras.
—Bien, ya hemos llegado. De nuevo le doy las gracias por su ayuda, mayor Moore.
—Ha sido un placer, señora…
Julia emitió un leve sonido de regocijo.
—Oh, Dios mío, ha sido una presentación de lo más irregular, ¿no es cierto? Ni siquiera le he dicho mi nombre. Soy Julia Dunn, condesa de Holbrook. —Tendió la mano, y William se inclinó sobre ella.
Con una sonrisa resplandeciente, Julia retiró la mano antes de girarse hacia el coche. William dio un paso hacia delante y sostuvo su brazo mientras ella subía con precaución. Mientras Minnie le ayudaba a acomodarse en el asiento, se volvió hacia él con expresión afectuosa.
—Ya que no ha de volver a su regimiento, y por lo que le he entendido, va a estar todavía unos días en Londres, espero tener el placer de recibir su visita en Berkeley Square, mayor. No es que yo sepa gran cosa sobre la gestión de una hacienda, pero puedo ponerle en contacto con personas adecuadas que sí lo conocen.
A pesar de la sorpresa que el ofrecimiento le produjo, William le agradeció su ayuda, prometiendo que pasaría a verla. Acto seguido, Julia dio orden al cochero de ponerse en marcha, y cuando el coche hubo recorrido unos metros, aún se volvió para observarlo. William continuaba de pie ante la entrada de Burlington Arcade, siguiendo con la vista el coche que se alejaba. Con aire de triunfo, Julia se recostó en el asiento. Quién hubiera pensado que su venganza iba a adoptar tintes tan placenteros, pensó reprimiendo un escalofrío de satisfacción.