10

—¡Pero yo quiero ir a ver los animales ahora!

Un enfurruñado Andrew intentó detenerse en el camino, mientras su hermana tiraba de él hacia delante.

—Ya te hemos dicho que hasta que no se abra la feria eso no es posible. Además —fingió que meditaba la situación, mientras trataba de disimular una sonrisa—, yo prefiero ver primero las figuras de cera.

El niño dejó escapar una exclamación de indignación, mientras se soltaba de su mano y su ceño se acentuaba.

—¡Pero eso es aburrido! Yo quiero ver los leones y el rinoceronte, y el elefante, y…

—¿Cómo sabes que es aburrido si nunca las has visto? —le interrumpió Eliza echándose a reír.

Anna se colocó a su altura y los contempló sonriendo. Andrew estaba nervioso y excitado desde que el lunes les anunció que irían a la Feria de Primavera de Hillbury. Y aunque Eliza intentaba disimularlo, Anna sabía que su emoción no era menor. Ella misma era aún capaz de recordar lo maravillada que se sintió cuando, con doce años, sus padres la llevaron a la feria de San Bartolomé en Londres. Claro que la feria de Hillbury no era comparable, pero a los ojos de un niño seguía siendo un mundo tan mágico como aquel.

—Tal vez sería mejor que no discutierais y que nos apresuráramos —les dijo tomando de la mano a Andrew y comenzando a andar de nuevo con él.

—Pero señora Hurst, ¿podemos ir a ver los animales cuando abran? —le preguntó esperanzado el niño, con los ojos muy abiertos.

—Pues claro que sí, Andrew. —Una carcajada escapó de su garganta al ver la carita expectante que esperaba su respuesta—. Veremos los animales de Wombwell, y también veremos las figuras de cera, y los malabaristas y saltimbanquis, y los magos, y todo lo que podamos ver hasta que caigamos muertos de cansancio. Vamos, ya estamos cerca del ayuntamiento.

Terminaron de subir la empinada y estrecha calle, flanqueada por sencillos edificios de dos plantas, en uno de los cuales, situado al comienzo de la misma, habían dejado a Bess. Allí residía una de sus hermanas, con la que acostumbraba a reunirse durante la feria de primavera. A solicitud de Bess, había tenido la gentileza de hacer que su hijo fuera a buscarles en su carro y las condujera a Hillbury, a pesar de las protestas de Anna cuando Bess le informó del plan. Pero Bess la conocía bien, y las apelaciones a lo bien que les vendría a los Alcott distraerse y pasar un buen rato, después de todo lo que habían sufrido, habían vencido su recelo.

Doblaron la esquina y desembocaron en la amplia avenida central de Hillbury, donde los edificios tenían tres y hasta cuatro pisos de altura y los numerosos locales comerciales existentes se adornaban con llamativos carteles de colores. Una hilera de castaños, en el centro de la calzada, separaba la circulación de los coches que en aquellos momentos rodaban por el camino, amortiguando el sonido de las ruedas en los adoquines. Por las aceras junto a las casas multitud de personas se apresuraban hacia el norte de la calle, donde se recortaba la silueta aún inacabada de la iglesia de St. John’s, y frente a ella, el imponente edificio del Ayuntamiento. La calle bullía de sonidos y voces, y por un momento Anna, acostumbrada a la quietud de Halston, se sintió apabullada. Miró de reojo a Andrew y Eliza, pero ambos tenían la vista fija al frente, los ojos muy abiertos, y las enormes sonrisas que ensanchaban sus expresiones le convencieron de que ellos no encontraban aquello perturbador en absoluto.

Hasta ellos llegó un alegre clamor que hizo a Anna comprender que el alcalde había salido del ayuntamiento para dirigirse a la feria. Echó un vistazo en derredor. Luego señaló hacia la pequeña bocacalle que desde la calle principal se abría a su izquierda.

—Si bajamos por esa calle, podremos rodear el Ayuntamiento y acercarnos a la entrada de la feria. ¿Vamos?

Su sugerencia fue acogida por un grito de júbilo de Andrew, que casi echó a correr en la dirección indicada. Eliza tomó a Anna del brazo, y ambas siguieron al niño, charlando animadamente.

Unos minutos después, la gran explanada del camino de Reigate, donde se instalaba la feria todos los años, apareció ante sus ojos, resplandeciente de colorido. Manteniéndose a cierta distancia de la entrada, Anna apretó con firmeza la mano de Andrew, consciente de que el niño a duras penas contenía las ganas de correr hacia los puestos. El alcalde ya estaba leyendo el pergamino ante las puertas de la feria, y Anna se mantuvo firme hasta que la música de la banda empezó a sonar. Entonces, entre exclamaciones y gritos de alegría y excitación, el alcalde bebió una jarra de ale, y los habitantes de Hillbury se lanzaron a recorrer los angostos pasillos que los puestos y tenderetes dejaban entre sí.

Los puestos de venta de porcelana ocupaban la zona más cercana al pueblo, entremezclados con los de venta de cazuelas y sartenes de hierro, tejidos, o los numerosos puestos de venta de galletas de jengibre, cuyo olor hizo relamerse a Andrew. Pasaron ante un vendedor de hermosas sedas y delicadas gasas, que proclamaba a gritos que acababan de llegar de la India. A Anna le habría gustado detenerse a echar un vistazo, pero nada podría contentar a Andrew hasta que hubiera visto los animales salvajes. Se consoló pensando que, de cualquier manera, no podría comprar nada de aquello. La entrada al espectáculo de George Wombwell no era barata en absoluto, y para afrontar aquel día de feria había renunciado a comprar el sombrero nuevo que había previsto para su viaje a Londres.

Cuando por fin dejaron atrás los puestos, el resto de atracciones se hizo presente con aún más colorido y abigarramiento. Enormes carpas de lona de brillantes colores cubrían las zonas destinadas a representaciones teatrales. En la zona central, un alambre sostenido entre dos postes clavados al suelo y colocado muy por encima de sus cabezas les arrancó exclamaciones de asombro. Tras él, una taquilla flanqueada por multitud de carromatos decorados con cabezas de leones y volutas plateadas anunciaba el mejor espectáculo de animales salvajes del mundo.

—¡Ahí está, ahí está! —gritó Andrew, soltándose de la mano de Anna y echando a correr hacia la entrada.

Anna y Eliza le siguieron, más contagiadas por la ilusión del niño de lo que estaban dispuestas a reconocer. Anna sacó de su bolso tres chelines, que entregó a la mujer de la taquilla, y los tres entraron en un espacio rectangular abarrotado de gente, delimitado por los carromatos que transportaban y a la vez, mostraban los animales, y cobijado por una lona sujeta a cuatro gruesos postes de madera que caía más allá de las jaulas. Una cinta colocada ante los carromatos pretendía impedir que los espectadores se acercaran demasiado. Anna creyó aquella protección demasiado insuficiente para el entusiasmo de un niño, y se propuso mantenerse tan cerca de Andrew como fuera posible. Pero el entusiasmo del niño, corriendo de jaula a jaula en aquel ambiente sofocante lleno de acres olores hizo a Anna suspirar de resignación: sabía que el día iba a ser muy largo.

Cuatro horas después, Anna se sentía agotada. A pesar de estar en abril, el día era muy soleado y no corría ninguna brisa que refrescara el ambiente. Habían comido pan de jengibre y salchichas y bebido sidra, pero sentía que necesitaba sentarse a descansar de nuevo. Andrew les había llevado de lado a lado de la feria sin compasión; habían visto a la mujer más gorda del mundo, a dos siameses unidos por la cadera, a unos equilibristas que habían hecho que Eliza pasara toda la representación con los ojos entrecerrados, las figuras de cera de Tussaud, una rocambolesca representación de teatro… Ahora ambos hermanos contemplaban la actuación de un bufón que tocaba una trompeta mientras lanzaba y recogía pelotas con una mano. Unos pasos atrás, Anna los observó con afecto; Eliza ya no era una niña, pero no podía negarse que estaba disfrutando tanto como su hermano. Sin embargo, por mucho que estuvieran disfrutando, estaba segura de que también ambos agradecerían sentarse a tomar un té y descansar un rato. Aún estaba decidiendo dónde ir cuando una voz a su espalda la sobresaltó.

—¡Señora Hurst! —Rachel Gall se acercó con las manos tendidas hacia ella y una amplia sonrisa en el rostro—. ¡Qué alegría verla! Espero que esté disfrutando de su visita a la feria. Es una diversión tan agradable, ¿no le parece?

Anna, que apenas había tardado un segundo en percatarse de que, detrás de la joven se hallaba John Sinclair, se sintió agitada. Alto, moreno, oscuro y tremendamente atractivo, John la contemplaba con aquella deslumbrante sonrisa suya ante la que Anna se encontraba sin defensas. No había esperado encontrarle allí, y temió que, si le miraba, él sería capaz de percibir el nervioso aleteo que se había instalado en su estómago. Convenciéndose de que no debía comprender nunca el efecto que causaba en ella, se dirigió en exclusiva a Rachel.

—Buenos días, señorita Gall. Me alegra que encuentre la feria tan agradable. ¿Llevan mucho tiempo visitándola?

—Menos de lo que yo hubiera querido —contestó con desparpajo, volviéndose hacia John, que se aproximó a ellas—. Hemos tenido algunos problemas con el atuendo de Julia antes de salir, y nos hemos retrasado. Aún no he visto el cosmorama, y tenía particular interés en él. ¿Lo ha visto usted?

—Pues aún no. —La mención de Julia le provocó una punzante sensación de incomodidad que intentó disimular. Con discreción, echó un vistazo alrededor, pero para su alivio no la vio por ningún sitio—. Teníamos pensado acudir esta tarde, pero aún queda tanto por ver que no sé si será posible. Me temo que Andrew estará agotado mucho antes de lo que piensa.

—¿Andrew? ¿Ha venido entonces con algunos amigos?

El matiz de desilusión en su voz sorprendió a Anna.

—Andrew es el hijo menor del fallecido señor Alcott, un arrendatario de lord Lisle —explicó de forma sucinta, ante la mirada expectante de Rachel—. Él y su hermana viven conmigo por el momento.

—Hasta que comiencen a trabajar en Hertwood Manor —aclaró con solicitud John acercándose más, mientras Rachel miraba a ambos. Luego se dirigió hacia Anna con una cálida sonrisa que hizo que el corazón de ella comenzara a latir descontroladamente—. Imagino que Andrew será una prueba para usted, en un lugar así.

—Los niños son quienes más disfrutan de la feria, milord —contestó, esforzándose en que su tono sonara neutro. A pesar de sus esfuerzos, temía no ser capaz de ocultar la extraña emoción que encontrarlo le provocaba—. Pero también para los adultos es como recuperar la ilusión de la infancia.

—Sí, si hubiera alguna ilusión que recuperar —comentó irónico. Por unos instantes, una sombra nubló su expresión, y Anna supuso que recordaba algún momento de su pasado. Pero la sombra desapareció tan rápido como había aparecido, dejando paso a una sonrisa burlona—. Aunque a decir verdad, también para los adultos cualquier lugar podría resultar mágico, si se está en la compañía adecuada: un paisaje hermoso, una granja abandonada…

El casual comentario, formulado en tono ligero, hizo sin embargo que la sangre de Anna fluyera por sus venas como lava derretida. El recuerdo de la granja apareció ante ella, y notó una llamarada de calor que subía por su cuello hacia el rostro. Miró con disimulo hacia el vizconde, y el brillo travieso de su mirada le confirmó que aquella frase no había tenido nada de inocente. Supuso que debería molestarse, pero en el fondo de su alma la idea de compartir con él una intimidad a la que el resto del mundo era ajeno le emocionaba.

Rachel miró a John Sinclair con extrañeza.

—Nunca hubiera supuesto que fueras tan lírico, Lisle.

John se echó a reír.

—Será el ambiente, cuesta sustraerse a la excitación. ¿Y dónde está el pequeño Andrew? —preguntó cambiando de tema, mientras oteaba los alrededores.

Anna, aún acalorada, se volvió hacia el grupo que reía y gritaba a su espalda, agradecida porque aquella distracción le permitiera recuperar el control de sí misma.

—Está viendo esa actuación con su hermana. Espero que cuando este número acabe podamos por fin ir a descansar y tomar un refresco. Creo que a todos nos vendría bien.

—Entonces vengan con nosotros —ofreció Rachel con cariño, tras haber observado de reojo a John—. Estábamos a punto de ir al Green Clover. Mi prima y el señor Trent ya están allí para tomar un pequeño refrigerio. Julia no es muy aficionada a las ferias, y hace unos minutos que ha decidido adelantarse y esperarnos allí. Sería estupendo que vinieran con nosotros.

El ofrecimiento pilló a Anna por sorpresa, y por instinto se volvió hacia John Sinclair. Que Julia y ella estuvieran en la misma habitación no parecía la mejor de las ideas posibles, y supuso que él ofrecería alguna disculpa a la que ella pudiera asirse, pero, para sorpresa de Anna, la idea pareció agradarle.

—Sería un verdadero placer que nos acompañaran —aseguró mirándola a los ojos con calidez—. Además, eso me permitiría comentarle algunas cosas que necesito explicarle sobre la libreta que me trajo. En realidad estaba pensando ir a visitarla, pero esta es una oportunidad estupenda de hablar de ello.

La llegada de los Alcott interrumpió la conversación. Todos se giraron hacia ellos, y Anna se sintió aliviada. Sabía que no era prudente acompañarles, y pensaba hacer caso a su sentido común. Tan solo la pequeña parte de sí misma que no podía evitar que la visión de John Sinclair la privara de aliento permanecía dudosa, pero estaba dispuesta a acallarla.

—¡Milord, qué estupendo que esté aquí! —Andrew se precipitó hacia ellos casi sin respiración, como si acabara de correr un largo trecho, y miró satisfecho a la concurrencia—. No se van a creer lo que hemos visto en la feria. Hay un montón de animales estupendos, aunque a mí el que más me ha gustado es el elefante, pero Eliza dice que el rinoceronte era mejor. Pero yo creo que eso no es verdad, porque el elefante se ha acercado a las rejas y le he dado la comida con la mano, y él la ha tomado con la trompa, y…

—¡Andrew, por favor! —le reprendió Anna con amabilidad—. Sabes que no debes irrumpir de esta manera en una conversación. Espera a que alguien te pregunte algo, y responde de manera educada y breve.

El niño miró a John Lisle y a Anna alternativamente, y a pesar de que asintió, manteniéndose en silencio, comenzó a balancear su peso de un pie a otro, manifestando así su impaciencia por explicar las maravillas que había visto.

—Señorita Gall —continuó Anna, volviéndose hacia Rachel—, estos son Andrew Alcott, y su hermana, la señorita Eliza Alcott. Ambos residen actualmente conmigo, hasta que comiencen su trabajo en Hertwood Manor.

—Comprendo. Ya veo que ambos están disfrutando de la diversión, aunque espero que no les resulte inconveniente prescindir de ella un momento y acompañarnos a tomar un té. Cuando han llegado, estábamos a punto de dirigirnos al Green Clover. Me han dicho que debo probar sus pasteles de crema; al parecer son lo mejor de Hillbury —comentó en tono confidencial a Andrew, que al momento cambió su expresión expectante por una ancha sonrisa.

Anna, consciente de la diferencia existente entre los hermanos y Rachel Gall, y aún más del evidente desagrado que Julia sentiría frente a aquella heterogénea expedición, comenzó a negar con la cabeza, pero Rachel se adelantó solicitando a Eliza y Andrew que la acompañaran y le recomendaran aquellos espectáculos de la feria que más les hubieran gustado. Así que de repente se encontró sola al lado de John Sinclair, y encontró que no podía hacer nada salvo comenzar a andar detrás de aquellos.

—Has dicho que querías hablar de la libreta —comenzó a hablar al ver que John se ponía en marcha junto a ella.

El intento de evitar que la conversación recayera en otros temas no tuvo éxito, y fue sorteado por John con agilidad.

—Así es, pero como la libreta parece haber desaparecido no tengo prisa en tratar ese tema. Antes necesito hablar de otras cosas. ¿Qué pasó el sábado en mi casa, Anna? Es evidente que cuando te fuiste estabas preocupada.

Ella se mantuvo en silencio unos momentos, mientras avanzaban con dificultad entre los puestos.

—Estaba cansada, eso era todo —respondió con suave firmeza, pretendiendo zanjar la conversación.

Pero aquello no pareció surtir el efecto deseado.

—No, no lo estabas —rebatió John sin arredrarse, mientras le tomaba del brazo para ayudarla a sortear un conjunto de telas que habían caído al camino desde un mostrador—. Sé que estuviste con Julia, ¿te dijo algo que te molestó?

—No.

Pero a pesar de su intento de aparentar firmeza, John captó el titubeo de su voz, e insistió en obtener una respuesta.

—¿Qué te dijo?

Anna apretó los labios, molesta consigo misma. Aquella insistencia era irritante, así que ella debería sentirse irritada. Y lo estaba, claro. Pero también se sentía halagada por su interés, y eso reflejaba la debilidad de su determinación. La idea de que Phillip tenía razón pasó fugazmente por su cabeza, pero la desechó con rapidez. Phillip estaba muerto, y no pensaba permitirle volver a su vida.

—Solo me habló un poco de ti… y de Caroline —explicó con reticencia.

—Ya…

De forma perceptible, la mandíbula de John se tensó, y su paso se hizo más lento. Anna le miró con disimulo desde debajo del sombrero, y observó cómo su semblante se había endurecido. Un pequeño latido de pulso se revelaba junto a su boca, y fascinada, sintió un loco impulso de acariciarlo. La voz de él la sacó de aquel extraño ensueño.

—Conociéndola, y aunque no alcanzo a comprender qué interés podía tener en hacerlo, estoy seguro de que te contó cómo fue nuestro matrimonio.

Anna no respondió de forma inmediata. La amargura que destilaba la voz de John Sinclair hablaba a las claras de heridas aún no cerradas, y ella supo que debía ser muy cautelosa al tratar aquel tema.

—Lo hizo.

—Por supuesto.

Caminaron en silencio unos metros más. John la ayudó de nuevo, rodeando esta vez un charco que se había formado ante uno de los puestos de venta de cerveza, y tomaron el camino más amplio que conducía a la entrada de la feria. A pesar de que su parte racional le recomendaba seguir en silencio, se sentía intrigada por aquel hombre. Era poderoso y era rico, y por ello podía tomarse libertades que la sociedad nunca le permitiría a ella. No eran iguales en absoluto. Pero Anna había descubierto un aspecto, un solo aspecto, en el que sí se asemejaban: él, como ella, había sufrido. Eso sí podía comprender Anna. En eso, sí podía intentar ayudarle. Observó su mirada endurecida.

—Puedo comprender el dolor que sentiste mejor de lo que crees, John. Incluso alcanzo a imaginar por qué no has deseado volver a casarte. Pero no todas las mujeres son iguales. Tal vez si…

—No me compadezcas, Anna —le cortó con brusquedad—. Eres demasiado inteligente para eso.

—No es compasión, es la realidad.

—No quiero hablar de ello.

Anna observó los signos de tensión alrededor de sus ojos, mientras él mantenía la mirada fija en el frente. Era evidente que no le iba a contar nada, así que decidió callar. Además, habían alcanzado a Rachel y los Alcott, que se habían detenido bajo una carpa roja adornada con estrellas doradas, y no tenía intención de hacerles partícipes de aquella conversación. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos callaron antes de llegar a la altura del pequeño grupo, del que procedían exclamaciones de regocijo. Una mujer morena, vestida con una llamativa falda anaranjada y con sus muñecas adornadas por multitud de tintineantes pulseras, sostenía la mano de Rachel, sentadas a una pequeña mesa cubierta por una tela oscura. Cuando llegaron a su altura, la joven se volvió hacia ellos entusiasmada.

—¡Madame DuPont me está diciendo cómo va a ser mi futuro!

—Esplendoroso, imagino, dada tu alegría —apuntó John con escepticismo.

—Es que esta joven dama está bendecida por la fortuna, milord —intervino la zíngara con aire complacido, sin inmutarse por la evidente desconfianza de aquel hombre—. Le esperan largos años de dicha y felicidad. Conocerá a un hombre importante, y su matrimonio será muy afortunado. Le permitirá viajar y conocer muchos mundos. Los hijos llegarán tarde, pero serán niños hermosos y sanos. Veo tres niños y dos niñas, y mucho amor en su casa.

—¡Qué maravilla! —La risa de Rachel ante aquella predicción ejerció un efecto contagioso sobre Anna, que se encontró riendo con ella a pesar de que no creyera en nada de aquello.

La zíngara se dirigió a los recién llegados.

—¿Quiere que le lea las cartas, milady? —dijo observando a Anna con cierto detenimiento.

—No, muchas gracias —respondió sonriente, pero sin poder evitar un pequeño escalofrío—. No deseo conocer mi futuro.

Pero Rachel, entusiasmada ante la predicción recibida, no estaba de acuerdo con el plan de Anna.

—¡Claro que debe hacerlo, señora Hurst! —intervino, con los ojos aún brillantes de emoción.

—No, no, de ninguna de las maneras —negó Anna con vehemencia—. Estoy segura de que no hay nada en mi futuro tan interesante como para que perdamos el tiempo escuchándolo.

En aquellos momentos una trompeta a sus espaldas anunció el comienzo de un nuevo espectáculo. Todos se volvieron hacia el sonido, y Andrew palmoteó entusiasmado al percatarse de que un espectáculo de equilibrismo estaba a punto de comenzar. Anna le dio permiso para acudir a verlo, y su hermana Eliza y Rachel le acompañaron.

—¿Temes lo que el futuro pueda depararte, Anna? —preguntó en tono burlón John, cuando se quedaron solos.

—No, milord. No lo temo en absoluto. —Sostuvo su mirada con firmeza—. Simplemente no espero ninguna variación que pueda ser interesante.

—¿No será entonces eso lo que temes, que no suceda nada?

Una exclamación de indignación escapó de la boca de Anna, pero John volvió a reír.

—Venga, Anna, demuéstrame de qué pasta estás hecha —le desafió—. Demuéstrame que no temes al futuro.

Irritada por ser objeto de un reto tan estúpido, Anna extendió la mano hacia la zíngara con decisión. Pero en vez de tomarla, esta tendió hacia ella un mazo de cartas.

—He leído la mano de la señorita, pero creo que a usted prefiero leerle las cartas. Siempre dan una información más exacta que la mano.

—No necesito exactitud —protestó Anna. La mirada de John seguía fija en ella, burlándose de sus miedos, y con un suspiro irritado tomó el mazo y se sentó—. Esto no tiene sentido —murmuró—. De tener que hacer esto, preferiría que me leyera la mano, como a los demás.

Pero madame DuPont no pareció atenderle.

—¿Hay algo en concreto que quiera que intente ver?

—No quiero ofenderla, pero no creo que nadie pueda ver el futuro.

—Entonces, será a mi manera. Por favor, mezcle bien las cartas y entréguemelas.

A pesar de su reticencia, Anna se concentró en el mazo antes de devolvérselo, con los sentidos a flor de piel. Por supuesto que ella no creía en aquellas tonterías, pero aquel ambiente la sugestionaba. La gitana representaba su papel a la perfección, extendiendo concentrada una fila de cartas sobre el tapete, frunciendo el ceño como si de veras pudiera leer algo en aquellas figuras. Luego repitió la operación con una segunda línea de cartas.

Anna tragó saliva. No creía en aquellas bobadas, pero una especie de morbosa fascinación hacía que le resultara imposible apartar la vista del movimiento de aquellas manos llenas de anillos.

Cuando por fin la zíngara rompió el silencio, Anna no pudo evitar un escalofrío que no disipó la inquietud que sentía.

—Veo, milady, cosas enfrentadas en su pasado. Veo mucho amor y también mucho dolor. Y un cambio radical que trastocó todo, ¿ve? La muerte lo cambió todo. —Señaló una carta que representaba un esqueleto con una guadaña a cuestas, y Anna sintió que el corazón se le paraba. Un violento estremecimiento la recorrió por completo. La mujer paseó la mano sobre unas cartas que contenían espadas—. Ah, sí, era un guerrero. Usted le amaba, y veo cuánto sufrimiento causó la batalla que se lo arrebató. Cuánto deseó usted que el resultado hubiera sido diferente. Y cuánto se castigó, y aún se castiga, por ello; pero milady, usted no pudo hacer nada diferente a lo que hizo, ¿por qué no puede aceptarlo? No fue culpa suya.

La mujer clavó en ella una mirada comprensiva, y Anna sintió que la sangre abandonaba su rostro de forma súbita. La gitana le dedicó una breve sonrisa de compasión, y volvió de nuevo a las cartas. Las observó unos momentos, pero se quedó callada. Frunció el ceño, concentrada.

—Pero algo no encaja en todo esto.

—¿Qué es lo que no encaja? —preguntó Anna con un hilo de voz, demasiado impresionada para mantener la fachada de incredulidad.

La mujer giró una carta que representaba una rueda y la colocó junto a la que simbolizaba la muerte.

—Algo no estuvo correcto, veo falsedad, engaño… Las cosas no fueron como debían ser… Sin embargo, ahora ese pasado vuelve, y tiene la posibilidad de poner todo en orden. Necesita hacerlo para ser feliz, milady. Si no lo resuelve…

La zíngara meneó la cabeza con aire de tristeza, y Anna sintió que estaba a punto de desmayarse. Le parecía que el aire ardía y le costaba respirar.

—¿Cómo podría eso ser? —murmuró con pretendida indiferencia, mientras intentaba evitar que las lágrimas afloraran a sus ojos. Los recuerdos le habían asaltado con demasiada viveza—. Tal vez deseé que hubiera sido diferente… pero la muerte no tiene solución.

De repente, la necesidad de respirar aire fresco le resultó insoportable. Aunque no confiaba en que las piernas le sostuvieran, alisó la falda de su vestido para darse tiempo a recuperar la entereza, y elevó la mirada hacia aquella mujer. Debía ser muy buena en lo suyo, se dijo con cinismo, para haber encontrado ese flanco débil en ella.

—Bien, creo que ha sido muy impresionante, madame DuPont —reconoció, adoptando el tono más impersonal que fue capaz de lograr.

La mujer la miró con extrañeza.

—No me cree —dijo al fin. Su voz traslucía una decepción que Anna encontró insólita.

—Bueno, supongo que nadie lo hace en realidad —intentó sonar despreocupada, mientras apoyaba las manos en la mesa para incorporarse—. Pero ha sido una gran representación. Una excelente representación, realmente. La felicito.

La zíngara cruzó los brazos ante el pecho. Parecía ofendida, y por un momento Anna temió que le lanzara una maldición gitana. Entonces apuntó a su espalda con decisión, y Anna volvió la cabeza. Había olvidado que John estaba junto a ella.

—Ustedes dos son personas atrapadas por su pasado, querida —dijo, señalando a ambos, y volviendo a mirarla fijamente a los ojos—. Usted va a tener que elegir, y mucho antes de lo que cree. Deje de esconderse, y asuma cómo fueron las cosas. Si no lo hace, el pasado la apresará de nuevo. Y eso sería una estupidez, cuando tiene la felicidad al alcance de la mano.

Y diciendo eso, se puso en pie y se alejó de la tienda, sin importarle que ella continuara allí, pasmada. Tuvo que dejar que trascurrieran unos instantes, hasta que se sintió por completo dueña de sí misma de nuevo.

—Increíble —reflexionó en voz alta con sarcasmo, cuando por fin pudo hablar—. He ofendido a una adivina.

—¿Aún le quieres? ¿Es eso?

Anna dio un respingo. La voz de John Sinclair le había sobresaltado, y se volvió hacia él intentando sonreír. Pero él la contemplaba con atención, y no se reía. No se reía en absoluto.

—¿A qué te refieres? —preguntó mientras se sonrojaba con violencia.

John la contempló con calma, y algo parecido a la ternura en la mirada.

—Tu marido. Tú me dijiste que era soldado. Un guerrero, ¿no es cierto? Ella ha dicho que sufriste por su muerte. ¿Todavía le amas, a pesar del tiempo que ha pasado? ¿Es por eso por lo que vives tan sola?

Anna parpadeó confusa. «Mi marido…». Bajó la mirada; no quería que John captara el alivio que su suposición había provocado en ella.

—Prefiero no hablar de ello —dijo comenzando a andar—. Será mejor que nos apresuremos. Julia y tu amigo estarán preocupados.

Sin esperar su respuesta, llamó a Andrew, y cuando los hermanos y Rachel se unieron a ellos, comenzaron de nuevo a andar hacia la posada.

—¿Ha sido interesante, señora Hurst? —preguntó Eliza con alegría, mientras de nuevo caminaba junto a Rachel y Andrew ante ella.

—Bueno, supongo que mi futuro es bastante corriente —respondió Anna intentando sonar despreocupada—. No ha visto herencias ni tesoros ocultos.

Aunque las jóvenes la observaron con curiosidad, nadie volvió a preguntarle nada. Solo cuando abandonaron la zona de la feria y enfilaron la calle que conducía al Green Clover, John rompió el silencio.

—Tu marido era un hombre afortunado. De haber sabido que aún le amabas, el otro día…

—Lo del otro día no tiene nada que ver con mi marido —cortó con determinación, poco dispuesta a aclarar nada más.

—¿No? ¿Estás segura? —John se detuvo y la tomó con suavidad del brazo, obligándola a pararse frente a él—. Verás, lo que he visto del mundo no me anima precisamente a creer en el amor. Si Julia te contó algo de mi matrimonio, entenderás por qué. Sin embargo, cuando pienso que aún amas a tu marido, no puedo dejar de reconocer lo admirable que es una devoción así. Y aunque reconozco que intentaré convencerte, egoístamente, de que la vida sigue, no por ello dejaré de admirar tu fidelidad a su recuerdo.

Anna tragó saliva, paralizada. John estaba muy cerca de ella, con la mano aún en su brazo. Sus ojos oscuros la observaban con aquella calidez especial que le hacía sentir que estaba viva, y todo era posible. Ella no podía dejarle creer aquello.

—Estás equivocado —negó con vehemencia—. No sabes cómo fueron las cosas, no tienes ni idea…

—Pues entonces explícamelo. Te confieso que lo envidio, Anna. Debo reconocer que envidio ese tipo de fidelidad. Supongo que todos soñamos ser objeto de una devoción así.

Pero Anna no se sentía capaz de hablarle de Phillip, y cuando al doblar la esquina divisó el cartel que coronaba la verja de entrada a la posada, se sintió llena de alivio. Rachel y los Alcott les esperaban ante la puerta, charlando con animación. El adoquinado patio estaba lleno de gente que iba y venía, elegantes carruajes y mozos que atendían los caballos de los visitantes. John se adelantó para dirigirse al posadero, y pronto el grupo fue conducido hacia el comedor privado donde se hallaban Julia y Gareth Trent.

Cuando entraron en la sala, Julia estaba de pie vuelta hacia el gran ventanal desde el que se observaba el patio y Gareth, ante la mesa, parecía desconcertado. Anna comprendió que les habían visto llegar y pudo intuir la reacción de Julia al ver quiénes eran los acompañantes de John.

—Por fin llegáis —les recibió Gareth, con una sonrisa insegura, mientras echaba un preocupado vistazo hacia Julia—. Ya pensábamos que os había sucedido algo.

—¿Qué nos iba a suceder, hombre? Nos hemos entretenido al encontrarnos con la señora Hurst y los Alcott. Pero será mejor que ordenemos que nos sirvan cuanto antes, ya que al parecer este hombrecito está impaciente por volver a la feria.

John guiñó un ojo a Andrew, y con la cabeza le indicó que tomara asiento. El niño le miró con adoración, y obedeció. Luego John apartó una silla para que Rachel se sentara. Gareth le imitó y ofreció asiento a Eliza, que no pudo evitar sonrojarse, antes de sentarse con timidez. Por fin, Julia se volvió y se dirigió a la mesa, y entonces Anna hizo lo mismo.

—Ha sido una gran desconsideración por vuestra parte. Estábamos desfalleciendo de hambre —observó Julia en tono irritado mientras tomaba asiento. Luego se dirigió al posadero, que había permanecido en la puerta—. Ordene que nos traigan el té cuanto antes.

El hombre asintió y abandonó la estancia. Una vez que la puerta se cerró, Julia se volvió con una tensa sonrisa hacia Anna.

—¡Qué sorpresa encontrarla por aquí, señora Hurst! Aunque supongo que no debería sorprenderme. Imagino que esta es una de las pocas ocasiones de diversión que tiene la gente de la comarca.

—Así es, milady. Esta es una ocasión muy especial para todos, especialmente para los niños.

En ese momento sonó una llamada a la puerta, y entró una camarera portando una bandeja con tazas, una tetera, una jarra de crema y dos bandejas de pastelitos. La muchacha les sirvió con celeridad, como si la concurrencia la pusiera nerviosa. John contempló a Andrew, que tenía los ojos muy abiertos ante la bandeja de pasteles. En cuanto la muchacha salió de la habitación, ofreció un pastel al niño, que lo devoró en un instante, y aunque tras hacerlo pareció dudar, la comprensiva sonrisa de John Sinclair le animó a tomar otro.

—Y dígame, señora Hurst —prosiguió Julia, mientras servía el té en una taza y se la entregaba a Anna—, ¿ha encontrado diversión de su agrado en la feria?

—Pues sí —respondió esta con calma, colocando la taza sobre la mesa—. Aunque resulta agotador circular entre tanta gente, hay algunas actuaciones realmente asombrosas.

—Precisamente, cuando nos hemos encontrado con la señora Hurst acabábamos de ver a unos funambulistas que ponían la piel de gallina, te lo aseguro —interrumpió Rachel.

—Nosotros también los hemos visto, y eran fabulosos —intervino Eliza con timidez. Cuando la fría mirada de la condesa se posó sobre ella, la muchacha se sonrojó y tomó su taza de la mesa, dedicándose a observar el ambarino líquido con concentración.

Julia volvió a dedicar su atención a Anna.

—Puede que tenga razón, señora Hurst. Yo, sin embargo, he encontrado la feria algo enervante. Por ese motivo decidí adelantarme y esperar aquí a Lisle y a mi prima. Tengo que reconocer que no estoy acostumbrada a ambientes tan… pintorescos.

Anna respiró hondo, dispuesta a que nada de lo que dijera Julia le estropeara el día. No tenía dudas de que consideraba aquel lugar vulgar, y por extensión a sus habitantes. Tampoco le importaba. Para ella era mucho más valioso ver disfrutar a los Alcott que pretender distinción. Cierto que ella era la primera que estaba más que atenta al ambiente que les rodeaba; era muy consciente de que aquellas ferias atraían a gente de toda condición y no era raro que las jornadas acabaran con desórdenes públicos. Por eso, su intención era volver a casa temprano por la tarde. Pero mientras tanto, iba a hacer todo lo posible por que Eliza y Andrew se divirtieran.

—Tal vez tenga razón, milady —aceptó con sencillez—. Pero mi caso es diferente. Es una ocasión tan especial para los niños que para mí, y a pesar de que el ambiente resulte abrumador, es un placer venir. Aunque de estar yo sola es posible que no lo viera de esta manera, por supuesto.

Los ojos de Julia brillaron con rabia, y Anna se preparó para alguna respuesta agresiva; pero en ese momento, Andrew dejó escapar un suspiro de aburrimiento, y todos se volvieron hacia él.

—¿Qué te pasa, Andrew? ¿No quieres más pasteles? —le preguntó John observando con una sonrisa cómo el niño se removía inquieto en la silla.

—No, milord —el niño negó con la cabeza. Convertirse en el centro de atención le había hecho enrojecer, pero una vez que se había atiborrado a pasteles, lo que sucedía en aquella sala no le interesaba demasiado. Señaló el patio exterior que se contemplaba desde la ventana—. Prefiero ir a ver su carruaje. ¿Puedo hacerlo? —preguntó dirigiéndose a Anna.

Esta observó a John, quien consintió con una ligera inclinación de cabeza.

—Está bien, pero no salgas del patio. Pronto nos iremos y espero no tener que andar buscándote.

El niño asintió con alegría, y salió de la sala andando, pero una vez cerrada la puerta, el sonido de una carrera y una exclamación de triunfo arrancó una sonrisa a todos los presentes, salvo Julia. Anna la contempló con cierta curiosidad. Era evidente que no le gustaban los niños, al menos los de otros. Había oído que tenía hijos, y se le hacía difícil comprender que una mujer prefiriera las diversiones de Londres a la crianza de sus hijos. Aunque Anna no sabía nada sobre la vida de Julia; tal vez sus hijos estuvieran en un colegio, o tal vez no podía vivir junto a su marido, a pesar de lo mucho que les amara a ellos. No sabía nada y, por mucha antipatía que sintiera por ella como persona, no iba a prejuzgarla como madre. De manera inconsciente, depositó su mano sobre su regazo, como solía hacer cuando pensaba en la maternidad.

—¿Regresan entonces a casa, señora Hurst? —preguntó Julia con frialdad.

Anna parpadeó. Se había distraído con pensamientos sobre aquella mujer, y el gesto de sus delicadas cejas alzadas, al hacerle la pregunta, le hizo comprender que había permanecido observándola con fijeza. Aquello la hizo sentirse mortificada.

—Todavía no, milady. Hay muchas cosas que aún no hemos visto en la feria, y no deseo que Andrew insista en que quiere volver otro día. Será mejor que contemplemos hoy tantas cosas como nos sean posibles.

—Bien, en ese caso, supongo que será mejor que vayan cuanto antes.

—Pero nosotros también queremos volver, Julia —apuntó Rachel, que había permanecido callada todo aquel tiempo.

Por toda respuesta, Julia la fulminó con la mirada.

Pero Anna, consciente de que acudir a la feria con Julia enturbiaría en parte el ánimo de los Alcott, se levantó de la silla, dispuesta a poner fin a aquella reunión, y los hombres la imitaron.

—No queremos que interrumpan su descanso por nosotros. Además, en breve tenemos que encontrarnos con los amigos que nos han traído para volver, así que tal vez sea mejor despedirnos ahora.

—Iré a buscar a Andrew —ofreció Eliza, visiblemente aliviada de que aquella reunión hubiera llegado a su fin, pero Anna la detuvo antes de que saliera.

—Iré contigo, Eliza. Ha sido una agradable reunión, muchas gracias, señorita Gall. Lady Holbrook. Lord Lisle. Señor Trent.

Todos correspondieron a su saludo, y Anna y Eliza salieron al pasillo.

—Por fin —susurró Eliza con alivio.

—Sí. Por fin —corroboró Anna, tan aliviada como la joven.

No se lo podía creer. El maldito crío estaba allí, delante de sus narices, como si no pasara nada. Acababa de salir de la taberna, donde había pasado buena parte de la mañana revisando las cartas que el idiota de Jones le había traído de casa de la arpía. Al principio se había indignado con él; nada de libros de cuentas, libretas o anotaciones. En su lugar, le había traído un paquete de ¡cartas! El idiota se disculpó diciendo que no había encontrado nada más. Había tenido que apurar su jarra de un trago para evitar arrojársela encima. Menudo inútil. Había estado a punto de echar todo al fuego, y aún no sabía por qué no lo había hecho. Tal vez porque estaba algo bebido y el paseo hasta la chimenea podría ponerle en evidencia. Pero eso había sido una gran suerte; de ninguna de las maneras esperaba que la intachable viuda Hurst tuviera un pasado oscuro a sus espaldas, pero había descubierto que así era. Meneó la cabeza con satisfacción; tal vez aquella arpía quisiera recuperarlas a cambio de dinero. Y si no, al menos iba a darse la satisfacción de demostrar a la comunidad que aquella mosquita muerta no era quien decía ser. Eso era lo único bueno que le había pasado en los últimos tiempos. Y ahora tenía ante sí a uno de los culpables de su nueva situación. Si los malditos Alcott se hubieran ido con su hermana, nadie habría hablado nunca de las obras. Pero entre ellos y los manejos de la arpía, lord Lisle había decidido jugar al hacendado. Y aunque también se había encargado de eliminar la libreta, su situación se había vuelto insostenible. Sabía que tarde o temprano, alguien diría algo que le comprometería irremediablemente. Por eso, una vez que se había asegurado de que no quedaban pruebas, había decidido que lo mejor era presentar la dimisión y largarse donde no le pudieran localizar.

Salió de las sombras que proyectaba el cobertizo que se utilizaba como baño. Había decidido aliviarse, pero no había llegado a entrar en él. Tal vez estaba algo más bebido de lo que pensaba. El crío estaba de espaldas a él, reclinado junto al muro que cerraba el patio de la posada, al parecer embelesado con una camada de gatitos que había descubierto. Maldito mocoso. Se tambaleó un poco y dio un traspié hacia un lado, golpeándose en el hombro con la pared. El ruido hizo volverse a Andrew, que se volvió y lo contempló con el ceño fruncido, arrodillado en el suelo.

—¡Mira dónde me encuentro al pequeño Alcott! El pordiosero que no sabe dónde está su lugar y ha decidido que quiere ser amigo del vizconde.

—Voy a cuidar su caballo —espetó el niño con seguridad.

—Oh, oh… Seguro que sí, rufián. Seguro que yo te iba a dejar que pisaras los establos.

—No le tengo miedo —dijo con valentía, incorporándose.

—Como tu padre, ¿verdad? Un digno hijo de tu padre, aparentando siempre estar por encima de los demás. Terco y obstinado, pero totalmente estúpido.

—¡No diga eso de mi padre! —gritó el niño, con el rostro congestionado por la furia, y los puños apretados con fuerza junto al cuerpo—. ¡No hable de mi padre!

—Uy, qué miedo me das —rio con torpeza—. ¿Y cómo me vas a obligar a callarme? Hablaré lo que me dé la gana, estúpido mocoso. Y te volveré a decir que tu padre fue un majadero, creyendo que podría encontrar pruebas para incriminarme, escondiéndose de noche para encontrar Dios sabe qué… Le estuvo bien empleado, por cretino.

Con un grito de rabia, el niño se lanzó contra el administrador, que se tambaleó ante aquel ataque por sorpresa, pero a pesar de que el alcohol hacía torpes sus movimientos, se deshizo de él de un fuerte empujón, arrojándole al suelo sobre los gatitos.

Unos metros atrás, Anna ahogó un grito al ver cómo caía Andrew. Ella y Eliza habían salido a buscarle, y mientras la joven se dirigía a la zona de los carruajes, Anna había oído voces y se había acercado a la esquina más alejada del patio. Vio cómo el niño, en su intento de evitar aplastar a los gatitos, había caído boca abajo. Entonces, horrorizada, percibió que el señor Hubbard había echado mano a su costado y tomado el látigo que llevaba en el cinturón. Andrew seguía mirando a los gatitos y no percibió el movimiento del administrador. Anna comprendió que no podría apartarse a tiempo. Sin pensarlo, corrió hacia ellos y saltó sobre el cuerpo de Andrew, mientras escuchaba la voz rabiosa del administrador.

—¡Estúpido mocoso! Cómo te atreves…