8

John Sinclair se dirigió a la biblioteca a grandes zancadas. Estaba irritado, y no deseaba soportar la compañía de sus amigos aquella noche. Ver a Julia le había enfurecido, pero sobre todo, estaba furioso consigo mismo. En primer lugar, por no haber sido capaz de mantener las manos alejadas de Anna Hurst, y en segundo y principal, por no haber pensado en contarle nada sobre Julia. Pero ¿qué podría haber dicho? ¿Que él ya tenía una amante y que esperaba que Anna ocupara su lugar?

Él apenas había pensado en Julia desde que había llegado a Halston. La casualidad había querido que, de todas las noches posibles, aquella hubiera sido la elegida por ella para hacer su aparición triunfal. Maldita fuera. Hacía tiempo que solo la rutina le llevaba a su cama, y sabía que hacía meses que debería haber roto con ella de una forma educada y agradecida, como un caballero. Y la conocía lo suficiente para saber que ahora todo iba a ser mucho más complicado.

Abrió la puerta de la estancia sin contemplaciones. Su amigo Gareth estaba sentado en la butaca donde él solía trabajar, y Rachel Gall descansaba en el diván colocado a la izquierda de la puerta, girando un abanico en su mano con aparente desinterés. Se detuvo, respirando hondo. Sabía que el viaje había sido cosa de Julia, y ellos no tenían la culpa de nada.

—¡Lisle, viejo amigo! —lo saludó Gareth al verlo, mientras retrepado en el asiento elevaba un vaso hacia él—. Este whisky es excelente.

—Me alegro de que lo apruebes, Trent. —Se acercó a él para darle un apretón de manos. Luego se giró hacia Rachel—. Bienvenidos a mi casa.

—Gracias, Lisle —respondió aquella joven rubia y delicada con una tímida sonrisa de disculpa—. No estaba segura de que hiciéramos bien viniendo de esta manera, pero Julia aseguró que no te importaría. Ha sido muy desconsiderado por nuestra parte venir sin avisarte. Espero que no lleguemos en mal momento.

—Sabes que no necesitáis invitación para visitarme, Rachel —aseveró con sinceridad, consciente de que la bienvenida que les estaba dispensando no era la más cálida que podían esperar. Se acercó a ella y se inclinó sobre su mano con cortesía, mientras le dirigía una sonrisa que ella aceptó con alivio—. Pero desgraciadamente mi madre ya no está, y me temo que no hay ninguna anfitriona que haga vuestra visita socialmente apropiada.

—Yo ya se lo dije a Julia, pero ya sabes cómo es —respondió su amigo con despreocupación, absorto en su vaso—. Y por cierto, ¿dónde está tu invitado? Decker nos dijo que habría alguien más en la cena.

John miró a Gareth con impaciencia. Conocía a aquel joven desde poco después de su matrimonio con Caroline. Era un joven rubio y robusto, con una mirada azul algo bovina. Su físico recordaba a su padre, y en el futuro la fabulosa herencia que recibiría de él acentuaría el parecido. Pero en cuanto a su carácter, los honores correspondían a su madre, como dejaba muy claro la perpetua expresión de placidez que ambos compartían en un rasgo evidentemente familiar. Y, como ella, albergaba tan poca malicia como escaso ingenio. John lo sabía desde el día que le conoció en White’s, cuando Gareth Trent realizó una pasmosa demostración de su habilidad para perder dinero al whist. Aquel día, a diferencia de los demás compañeros de partida y sin saber muy bien por qué, John se había apiadado de él. En realidad, su ayuda fue lo único que le permitió volver a casa sin haber dilapidado en vida de su padre su futura herencia. Desde entonces, pareció considerar a John Sinclair como el más íntimo de sus amigos, y se había aferrado a él de una manera que, al principio, este encontró enervante. Pero a pesar de cierta torpeza social, había resultado ser también un joven afable, servicial y honrado, y un amigo leal. Lo que sucedía, pensó John con un suspiro resignado, era que en manos de Julia era como arcilla.

—No hay ningún invitado, Gareth. Solo estamos nosotros —contestó con impaciencia, procurando controlar su irritación.

—¡Oh! —La confusión se dibujó en su rostro—. Estaba seguro de haber entendido…

—Sí había una invitada —interrumpió Julia entrando en la sala, y acomodándose junto a Rachel con aire lánguido—, pero al parecer ha tenido que irse. Una lástima; no estoy acostumbrada a tratar con lugareños, pero es posible que sea una de las escasas fuentes de entretenimiento que podamos encontrar aquí, después de todo. Podría haber resultado un cambio refrescante, después de la sofisticación de Londres. Tratar con una mujer del pueblo, sencilla y común, tan… sin pretensiones. ¿No crees, John?

La sutil pulla escondida en sus palabras no pasó desapercibida para John, pero sí para su amigo.

—¿A qué te refieres, Julia? —preguntó Gareth mientras cerraba un ojo para contemplar el contenido de su vaso.

—Bueno, a que habría resultado absurdo pretender que la sociedad local nos ofrezca el nivel de entretenimiento elegante al que estamos acostumbrados. Pero aun así, podríamos hacer de la necesidad virtud. —Se detuvo un momento, aparentemente absorta en alguna reflexión—. Sí, estoy segura de que una mujer tan resuelta y franca como ella podría habernos proporcionado una conversación interesante. Desde luego, parecía una mujer de carácter. Aunque es una pena que su forma de moverse resaltara en exceso su falta de refinamiento. El hecho de que sus ropas estuvieran pasadas de moda no debería importarnos. Ya se sabe que en el campo hay una falta de distinción que no pueden evitar.

—Veo que te has fijado mucho en ella —dejó caer John sin volverse, mientras servía un poco más de whisky a su amigo.

Julia entornó los ojos con rabia. John no solo parecía haber encontrado una sustituta, sino que ni siquiera parecía importarle que ella lo supiera.

—No era necesario, ya que todo eso saltaba a la vista. Dinos quién era, John. ¿O jugamos a las adivinanzas? Veamos… —prosiguió con ligereza, ignorando de forma deliberada el gesto de advertencia de John—. Diría que era la señora de compañía de alguna dama del pueblo. ¿O tal vez atiende algún negocio, digamos que el almacén…?

—¡Santo Dios, Lisle! —exclamó Gareth, casi atragantándose con la bebida—. ¿Por qué ibas a invitar a cenar a una tendera del pueblo?

Rachel miró a ambos con reproche.

—¡Qué absurdos sois! —Se volvió hacia John con amabilidad—. ¿Quién era tu invitada, Lisle?

A pesar de su irritación, John inclinó la cabeza hacia ella, agradeciendo su intervención. A veces le parecía imposible que aquella criatura delicada y considerada fuera familia de Julia.

—Es una viuda que reside en Halston, Rachel, y se encarga de la escuela del pueblo, pero no era mi invitada ya que no aceptó quedarse a cenar.

—No sabía que hubiera una escuela en el pueblo —dijo Julia, arrugando la nariz.

—¿Y por qué habrías de saberlo, Julia? Que yo sepa, no tienes ninguna relación con este pueblo.

El tono cortante de John hizo que la mujer frunciera los labios en un mohín de enfado.

—No parece que esta noche estés de muy buen humor.

Ambos se contemplaron un momento en silencio.

—Ha sido un día muy largo para mí y estoy cansado, Julia —replicó con cierta impaciencia, mientras ella le dedicaba una mueca irónica—. Lamento no ser un anfitrión más diligente, pero he descubierto que llevar una propiedad como esta es más trabajoso de lo que suponía. Hay muchas cosas que hacer y que mejorar, decisiones que tomar… Pero no creo que mis preocupaciones os resulten interesantes.

La entrada de Decker anunciando que la cena estaba preparada estuvo a punto de producirle una exclamación de alivio. Ofreció con cortesía su brazo a Julia, a pesar de su aire ofendido, y se dirigieron al comedor seguidos por Rachel y Gareth.

—John —susurró Julia, acercando su cuerpo hasta rozar el suyo. Las risas de la pareja que caminaba tras ellos casi ocultaban sus palabras—, esta noche dejaré la puerta del dormitorio abierta y…

—No lo hagas —cortó él con rapidez. No deseaba enojar a Julia, pero no tenía ningún deseo de soportar ni sus reproches ni sus atenciones—. Esta noche estoy muy cansado, de verdad. Ya hablaremos mañana.

Un estremecimiento de furia recorrió a Julia de la cabeza a los pies, pero supo controlarse. Conocía bien a Lisle y sabía que presionarle en aquel momento solo serviría para que ella quedara en evidencia. Pero al día siguiente iba a calibrar el grado de amenaza que aquella insolente mujer representaba para sus intereses. Y si detectaba el más mínimo peligro, aquella pueblerina podía empezar a prepararse para la batalla. Porque si algo tenía claro era que de ninguna de las maneras iba a permitir que la amenaza de otra mujer en la vida de John Sinclair se tornara realidad.

A la mañana siguiente, John había bajado a desayunar más temprano de lo que acostumbraba, sabiendo cuánto odiaba Julia madrugar. Esperaba encontrar la sala vacía, pero Rachel Gall se le había adelantado, y ambos habían compartido un agradable momento. Rachel se había vuelto a disculpar por aparecer así, y John le había reiterado cuánto apreciaba su compañía.

Y era verdad. Desde que comenzó a cortejar a Caroline, había conocido a su amplia familia, y siempre había sentido predilección por la pequeña de sus primas. Entonces era solo una niña, pero ya había algo muy agradable en Rachel Gall. Posiblemente la mezcla de timidez y sentido común que había en ella, a pesar de que casi pasaba desapercibida, eclipsada por sus decididos hermanos mayores y los revoltosos pequeños. Se había convertido en una bonita joven de piel inmaculada y sonrisa pacífica, aunque su rostro era tal vez demasiado triangular, y sus ojos azules demasiado redondos. Siempre le había recordado a un duende de los bosques.

Tras dar por terminado el desayuno y dirigirse a la biblioteca, aún sonreía recordando las quejas de Rachel, segura de que ni sus hermanos, ni sus padres, ni Julia le tomaban en serio. Avanzaba por el pasillo cuando una voz sarcástica tras él le detuvo.

—Parece que hoy sí estás contento.

«Julia», pensó con cansancio antes de girarse hacia ella. Contempló su apariencia exuberante, que su sobrio vestido de mañana no ocultaba. Claro que el escote era, probablemente, el más bajo que una dama de buena cuna hubiera mostrado jamás en Halston a aquellas horas tan tempranas.

—Estás muy hermosa esta mañana —la saludó, inclinando la cabeza en gesto de reconocimiento.

—Gracias, pero no he venido para que me adules —respondió con sequedad pasando ante él y entrando en la biblioteca—. Parece que ayer querías que habláramos.

—Sí, claro que sí. —John entró tras ella y cerró la puerta. Se dirigió al escritorio y permaneció allí de pie—. Se trata de esta visita.

—¡Oh! —Abrió sus hermosos ojos con falsa inocencia—. Y yo que creí que querías hablar de nosotros.

John suspiró. Ya había imaginado que no iba a ser fácil.

—Toma asiento, por favor. —Le indicó el diván, y él acercó una silla—. Supongo que esta conversación debimos tenerla hace un tiempo, Julia.

Ella le miró a los ojos con frialdad.

—No podré saber si estoy de acuerdo contigo si no acabas tu planteamiento.

John pasó la mano por su cabello. ¿Cómo se decía «Se acabó» sin herir a alguien? Lo intentó de nuevo.

—Creo que sabes cuánto te aprecio, y qué agradecido te estoy de que me hayas ofrecido tu amistad. Estos años que hemos estado juntos he disfrutado mucho de tu ingenio, de tu compañía…

—De mi cama… —añadió ella con sarcasmo.

John calló un instante, pero al reanudar su discurso su voz fue aún más neutra y suave.

—Sí, ambos hemos disfrutado de la pasión y el deseo. —Recalcó la palabra con sutileza—. Eres una mujer extraordinaria.

—Un gran elogio —apuntó con mayor sarcasmo—, pero no estamos aquí para elogiarme, ¿verdad?

—Tampoco para herirte.

Aquello enfureció a Julia.

—No seas arrogante, Lisle —espetó con tono glacial—. Dime ya lo que quieras decirme.

John inspiró hondo. Por supuesto, ella tenía razón; no tenía sentido alargarlo.

—Julia, quiero poner fin a nuestra relación.

Un silencio opresivo descendió sobre ellos. Los ojos de Julia se clavaron en los suyos con dureza.

—Supongo que al menos merezco una explicación, si no tienes inconveniente —solicitó glacialmente.

—Por supuesto, aunque creo que tú también sabías que nuestra relación se estaba agotando.

—No digas estupideces, de haberlo sabido te habría dejado hace tiempo —cortó con malignidad, sin hacer caso a su explicación—. ¿Es por otra mujer?

—No, claro que no.

«Demasiado rápido, demasiado automático», pensó ella entrecerrando los ojos.

Él prosiguió.

—Hace tiempo que debí poner fin a esto. Se trata de mí, Julia. Se trata del vacío que llevaba sintiendo años.

Ella arqueó las cejas y esbozó una sonrisa desprovista de humor.

—Supongo que comprenderás que eso no es muy halagador.

—No he pretendido ofenderte. Tú has sido lo único que me ha salvado del hastío en muchas ocasiones, y quiero que lo sepas. No podré agradecerte lo suficiente todo lo que me has dado.

—Ya —comentó cortante—. Pero eso ya no es suficiente.

—No, no lo es. Tal vez dejó de serlo hace tiempo, pero nunca quise preguntarme por qué me sentía tan aburrido, tan vacío. Llevo tiempo viviendo sin ningún objetivo, Julia, y estoy seguro de que tú lo has llegado a ver. Jugar, beber, discutir de política día tras día… Estaba harto.

Estabas… —murmuró pensativamente—. ¿Eso quiere decir que ya no lo estás?

—En Hertwood Manor puedo sentir que mis días tienen una finalidad. Ahora pienso que tardé demasiado en venir.

—¿Estás diciendo que pretendes instalarte aquí, en el campo, para siempre? —preguntó incrédula, y su voz se volvió ligeramente aguda.

—Tal vez no para siempre, pero sí la mayoría del tiempo. He sido muy negligente con esta propiedad, y voy a dedicarme a devolverle a su debido estado. Viviré aquí e intentaré convertirme en un propietario adecuado. Ese es en parte el motivo por lo que necesitamos dejarlo ahora, Julia; aunque tu marido siempre ha sido tolerante con tus aventuras, sabes que es del todo punto imposible que permanezcas aquí, en Surrey. Ni siquiera él soportaría algo tan abiertamente humillante.

—Así pues, me estás diciendo que la única solución que nos queda es separarnos. Por esta… propiedad.

Lo miró con escepticismo, sabiendo que la propiedad era lo de menos. Otras veces en el pasado él había conocido a otras mujeres, y habían pasado temporadas de distanciamiento. En esos casos, ella había tomado otros amantes. Pero había esperado pacientemente, y siempre que se había cansado de la novedad, Lisle había vuelto a buscarla.

Pero aquello que le estaba diciendo, aquella intención de quedarse en aquel lugar para siempre…

—No te creo —negó con una sonrisa herida, dejando entrever solo parte de la emoción que la dominaba—. Tú adoras los bailes y el coqueteo, las discusiones en tu club sobre política, las partidas de cartas, los conciertos,…

—No —la cortó—. Tú adoras eso, es la razón de que no soportes estar en Sussex. Yo solo lo toleraba porque no había nada que deseara en su lugar.

—¿Y es que ahora sí lo hay? —preguntó con mordacidad.

—Julia, por favor. —La detuvo, alzando la mano con aspecto cansado—. Seguir con esto no tiene sentido.

La compasión que percibió en su voz provocó en ella una oleada de cólera aún mayor de la que había provocado su revelación.

—¿Es ella, es la mujer que te acompañaba ayer? ¡Oh, John, por favor, qué vulgaridad! —Los celos tiñeron su voz de amargura—. Si me hubieras dicho que te atraían las mujeres corrientes y pueblerinas, podía haberme disfrazado de pastora o de lechera.

—Basta, Julia —cortó con aspereza, levantándose del asiento—. Esto no tiene sentido. Ya te he dicho que no hay nadie. No nos hagamos más daño.

El impasible desapego que percibió en él le advirtió de que esta vez hablaba en serio. «Voy a perderlo», comprendió conmocionada. «No, no, no…». Tenía que haber algo que ella pudiera hacer. No iba a dejar que él la abandonara de esta manera. Se obligó a mantener la cabeza tan fría como pudo. Tenía que ganar tiempo. Ya gritaría después.

—Tienes razón, pero es que me cuesta entenderlo. Nunca he visto en ti la intención de ser un hacendado, y además, John, otras veces también nos hemos separado y al final… —probó.

—Lo sé, Julia, pero esta vez es diferente.

—Sigo sin comprenderlo. Si estás interesado en esa mujer, sabes que nosotros nunca hemos tenido exclusividad, y si es eso no me importaría…

—No —interrumpió con impaciencia—. No se trata de eso, y he intentado explicártelo. No puedo decirte nada más, nada que ayude a que lo entiendas si no lo has hecho ya. Estamos dando vueltas en círculos una y otra vez… No quiero herirte, Julia.

—Por suerte o por desgracia para ti, tu capacidad de herirme solo depende del poder que yo te conceda sobre mí —señaló con forzada indiferencia, defendiéndose así del dolor que sí era capaz de causarle. Se detuvo intentando recuperar su sangre fría. Tiempo. Necesitaba tiempo—. Bien, parece que no hay mucho más que decir, entonces. Siempre he tenido algunas proposiciones para sustituirte, y al parecer tendré que sopesarlas antes de lo que pensaba.

John asintió en silencio.

—En fin, habría preferido ser yo quien pusiera fin a lo nuestro, pero de todas formas, no puedo estar enfadada contigo —continuó con voz forzada—. Siempre hemos sabido que esto acabaría algún día, y en estos casos solo queda desearse suerte y salir con elegancia. Espero que podamos seguir siendo amigos, sin embargo.

—Claro que sí. —El alivio de John se hizo patente en su voz—. Siempre serás muy importante para mí, y me sentiré honrado de contar con tu amistad.

—Bien, así pues, parece que esto es el fin. —Se levantó del diván y se encaminó a la puerta—. Aunque hay un último asunto. Supongo que sería lógico que partiéramos cuanto antes a Londres. Sin embargo, una vuelta tan precipitada daría lugar a rumores que preferiría evitar. Si no tienes inconveniente, creo que sería mejor que mantuviéramos la apariencia de que hemos recibido una invitación tuya para pasar unos días en el campo, como creen nuestros amigos en Londres. Ya que las cosas están claras entre nosotros, supongo que eso no será demasiado problema.

Los labios de John se tensaron de una forma apenas perceptible; no quería mantener aquella situación, pero si eso era lo único que ella pedía, podía ser generoso. Así que, a pesar de su recelo, respondió con perfecta cortesía:

—Por supuesto, Julia. Estás invitada a permanecer en Hertwood Manor hasta que consideres oportuno.

Sin demostrar ni un ápice de complacencia, Julia aceptó el ofrecimiento con una ligera reverencia, y abandonó la estancia. Al cerrar la puerta tras ella, John soltó con alivio el aire que inconscientemente había estado conteniendo. Bien, ya estaba hecho. Ahora le esperaba la gestión de su propiedad, las obligaciones que había decidido asumir voluntariamente. Primero vería a Jenkins, y luego saldría a cabalgar con Thor. Y en cuanto ordenara sus pensamientos iría a buscar a Anna; necesitaba verla y conseguir que le perdonara por haber sido demasiado cobarde para hablarle de Julia. Y pensaba lograrlo incluso aunque para ello tuviera que ponerse de rodillas antes ella.

Anna rodeó las rodillas con los brazos, y apoyó la barbilla sobre ellas. No tenía ningún sentido estar decepcionada, pero no lo podía evitar. Cualquier sueño sobre John era una estupidez, ya que nada podría existir entre ellos, con independencia de que aquella mujer hubiera acudido a visitarlo. No solo porque sus situaciones fueran diferentes; hacía años que había decidido que en su vida no volvería a haber un hombre.

Introdujo la mano derecha en la fría corriente, sintiéndose desdichada. La sombra de la enorme haya bajo la que se encontraba creaba extraños efectos en la cristalina superficie del remanso que se extendía ante ella. Aquel lugar siempre le generaba sosiego y le ayudaba a pensar, pero hoy no estaba surtiendo efecto. Deseó poder introducir sus pies en el agua, incluso bañarse. Una inmersión en agua helada que le ayudara a aclarar sus ideas. Pero no era posible, se resignó, y se contentó con deslizarse sobre la gran piedra en la que estaba sentada, inclinándose más hacia la superficie y dejando que el agua acariciara también su muñeca y su antebrazo.

No, no tenía sentido. En primer lugar, porque ella se había jurado no volver a depender de un hombre jamás. Había diseñado una vida apartada, tranquila y confortable. Con poco dinero, pero con sosiego y seguridad. Nada de miedos, nada de aprensión mirando el rostro de quien vivía junto a ella para descubrir cualquier cambio de humor que la pusiera sobre alerta. Ahora su casa era suya de verdad. Su hogar. Ya no le sobresaltaba cualquier ruido a destiempo, ni su respiración se paralizaba al escuchar un juramento. Y si para conseguir su tranquilidad tenía que renunciar a otras necesidades, aun así merecía la pena.

Y lo cierto era que desde que se había trasladado a Halston, no había sentido la necesidad de recibir miradas de admiración de ningún hombre, ni su cuerpo había temblado al imaginar el roce de unos labios sobre él. Había vivido tranquila sin ello, y por eso ahora sus sentimientos le resultaban tan confusos.

Hasta hacía un mes, lo único que sabía de John Sinclair era que el heredero de Hertwood Manor vivía en Londres y apenas pisaba la propiedad. Por el hecho de que nunca se ocupara de ella, y por algunos comentarios hechos en voz baja por habitantes de Halston que tenían relaciones en la ciudad, llegó a la conclusión de que era un noble ocioso dedicado a las fiestas, las cartas y las mujeres. Y su primera imagen de él, casi desnudo junto a aquella pelirroja exuberante, le dejó bien claro que aquella descripción no estaba desencaminada en absoluto. Eso debería haber hecho que volviera la espalda y evitara una conexión tan indeseable. Pero para su total sorpresa no había sido así. Había tolerado que se acercara a ella, había consentido que la besara y acariciara. Había permitido que despertara su deseo, pero lo que de verdad la mortificaba profundamente era que le había dado la oportunidad de adivinarlo. Y por si fuera poco, la punzante sensación de celos que la invadió al comprender la naturaleza de su relación con lady Holbrook aún le irritaba.

En su fuero interno Anna se había vanagloriado de su fortaleza al salir adelante sola y sin necesidad de ninguna figura masculina en su vida. Y, sin embargo, ahora su mente volvía una y otra vez al recuerdo del rostro de John Sinclair, a sus palabras, al rastro de su boca y sus manos sobre su piel; y ella descubría que no era tan diferente al resto de mujeres que querían un hombre en su vida. Bien, ella podía aceptar con entereza aquello; lo que no lograba entender era que su deseo se despertara por un hombre tan poco conveniente como aquel.

El recuerdo de sus caricias la hizo sonrojarse de nuevo. Cómo era posible aquello, se preguntó. Cómo a su edad y después de haber sobrevivido a su marido, podía acalorarse de aquella manera al recordar los momentos vividos en la granja de los Alcott. Si su naturaleza lasciva tenía que despertar ahora, al menos podía haberlo hecho con algún viudo discreto y decente de la comarca, y no con aquel noble libertino y consentido, capaz de pedirle que fuera su amante un rato antes de recibir con total tranquilidad a otra amiga sin perder la compostura.

Al menos podía dar gracias al cielo de haber dicho que no. Eso era lo único que le había permitido levantarse aquel día con la cabeza alta. De haber sucumbido, para luego encontrar a aquella… lo que fuera, mirándola con su odiosa sonrisa, no habría sido capaz de salir de su casa en mucho tiempo.

Unas gotas de agua salpicaron su falda, y sacó la mano de la corriente. Se reclinó con cuidado sobre la piedra, observando el cielo a través de las ramas que sombreaban su cabeza. Anna no tenía por costumbre engañarse; y a pesar de todo lo que acababa de decirse a sí misma, lo que debía aceptar —por mucho que le molestara—, era que estaba más celosa que mortificada. Resultaba absurdo y estúpido; no tenía ningún derecho a sentirse así y además, aquella fascinación no podía traerle nada bueno. De haber tenido diecisiete años tal vez podría entenderse algo así; pero a los treinta y cuatro años solo demostraba que era más débil de lo que siempre había creído.

Un escalofrío la recorrió por completo mientras se sentaba otra vez, inquieta y molesta consigo misma. Solo daba vueltas y vueltas a la misma idea, y no resolvía nada. Estaba intentando convencerse de que lo único que funcionaría sería alejarse de él antes de ponerse más en ridículo, cuando el ruido de unos cascos de caballo la puso alerta. Se incorporó casi de un salto, y a punto estuvo de caer al agua al resbalar sobre la roca. La conocida voz de John Sinclair llegó a ella desde el camino.

—¡Ten cuidado o te caerás!

Estremeciéndose, Anna se dirigió hacia la orilla, pero antes de poder pisar la tierra, John ya había atado su caballo a un árbol y se encaminaba hacia donde ella estaba. Se irguió con tanta dignidad como pudo.

—Deténgase ahí —ordenó, y dio otro paso cauteloso hacia la tierra—. Si los dos estamos sobre las rocas será cuando haya verdadero peligro de caer al agua.

—Solo pretendía ayudar —se disculpó él con poca convicción, tendiendo una mano que Anna ignoró. Prefería ocuparse de que sus faldas no rozaran el suelo, y cuando alcanzó tierra firme, pasó junto a él sin levantar la cabeza.

—Si su idea de ayudar a una mujer es asustarla de esta manera, quiero que le quede claro que prefiero que me deje sola con mis dificultades.

—Pero sé perfectamente que no es fácil asustarte. Y por lo que veo, tampoco ayudarte —replicó con seriedad, pero la risa bailaba en sus ojos.

Anna hizo un vano intento de permanecer reservada y mantenerse distante, pero acabó rindiéndose ante la atracción que su imponente presencia ejercía sobre ella.

—Simplemente no esperaba a nadie, y me ha sobresaltado —replicó algo apaciguada—. ¿Cómo me ha encontrado?

John se encogió de hombros, y comenzó a andar por el saliente de rocas.

—Andrew ha ido a visitar a Thor y me ha dicho dónde estabas.

Se agachó junto al agua, y permaneció en cuclillas unos momentos, con las manos cruzadas ante él y el semblante ausente. Anna lo contempló en silencio, desarmada como siempre que se encontraba en su presencia. Observó absorta la forma en que la chaqueta se ceñía sobre sus anchos hombros, y sintió unos absurdos deseos de apoyarse en él.

—Un sitio muy hermoso. Lo recordaba de cuando era un niño.

John comenzó a incorporarse.

—¿Solía venir aquí? —preguntó Anna, intentando no fijarse mucho en la forma en que sus musculosos muslos tensaban la tela del pantalón al levantarse.

Una enigmática sonrisa iluminó su faz, y el encanto que desprendía hizo que Anna se sintiera hipnotizada.

—Alguna vez. Más de las que mis padres consideraban adecuadas y menos de las que yo hubiera querido. ¿Sueles bañarte aquí?

Anna ahogó una risita de sorpresa ante aquella posibilidad, pero intentó componer una fachada de dignidad.

—Una dama no se baña en ríos. Y si lo que sucedió el otro día le ha hecho creer que suelo comportarme de un modo indecoroso e inadecuado de manera habitual, debo asegurarle que no es así y pedirle que lo olvide cuanto antes. Por mi parte, no volveré a beber ese maldito brebaje en toda mi vida.

John echó a reír, y ante el estupor de Anna, sus ojos recorrieron lentamente su cuerpo, sin pretender disimular en absoluto lo que estaba haciendo.

—Solo te lo he preguntado porque yo sí que lo hacía de pequeño. Dejaba las ropas en la orilla, donde estás tú ahora, y me bañaba desnudo en este remanso. —Con dos grandes zancadas, abandonó las piedras y se colocó junto a ella—. En cuanto al tema del otro día, sé perfectamente que eres una dama a pesar de lo que sucedió. Espero que nada en mi comportamiento te haya hecho creer que te veo de otra manera. Mi única queja podría ser que no te comportes conmigo así más a menudo. —Interrumpió con una mueca divertida la protesta que Anna comenzaba a emitir—. Pero no hablaremos de ello si no quieres. Solo he venido para disculparme. Me gustaría que me permitas acompañarte hasta tu casa, si vas a pasear de vuelta.

Anna bajó la vista hacia la tierra e inspiró hondo, intentando reunir las fuerzas para negarse. Sabía que las insinuaciones que lanzaba aquel hombre eran absolutamente inapropiadas, pero lo realmente grave de su situación era el placer que ella experimentaba al escucharlas. Supuso que su sentido común se había ausentado por fin, cansado de intervenir sin ser atendido.

Entonces la mirada fría y desdeñosa de la mujer que había llegado la víspera apareció en su mente. Se giró y echó a andar sin contestarle.

—Lo tomaré como un sí, ya que no te has negado. —Tras soltar su caballo John la alcanzó con facilidad y la detuvo colocando la mano en su brazo—. Anna, en realidad he venido para hablar contigo de los invitados que llegaron ayer a mi casa. Sé lo que pudo parecerte, pero yo no tenía…

—No necesito ninguna explicación —le cortó con vehemencia, soltándose y apretando el paso—. Unos invitados llegaron a su casa, y eso es todo.

—No, no lo es. No les esperaba, ya que de otro modo te lo habría contado antes. —Volvió a colocarse junto a ella con rapidez—. Quiero explicarte quién era ella.

Todas las alarmas se encendieron en la cabeza de Anna. No necesitaba escuchar de sus labios quién era ella. Lo había comprendido perfectamente. Y, desde luego, no quería saber ningún detalle de la unión que mantenían.

—No creo que nuestra relación permita que ese tipo de confidencias resulten adecuadas, y con seguridad no es necesario. —Sin detenerse, elevó una mano fingiendo proteger sus ojos del sol. Quería evitar que él pudiera leer en su rostro los celos que aquella mujer le había hecho sentir.

Pero John no pareció compartir su opinión.

—Como parece que has adivinado, Julia Dunn y yo hemos mantenido durante un tiempo una amistad especial.

—Es una forma de llamarlo —murmuró entre dientes, pero al momento se arrepintió de mostrar tan a las claras cuánto le molestaba aquello.

—Bueno, quiero creer que así ha sido, al margen de que otro tipo de cosas también haya sucedido entre nosotros —replicó John con humor—. Pero la cuestión es que ya hace un tiempo que lo que había entre nosotros estaba agotado. Necesito que sepas que la llegada de Julia no afecta en absoluto a todo lo que te dije en la granja.

—Es evidente que no afecta, porque ya le dije que no podía aceptar esa oferta mucho antes de que ella apareciera. Que tenga invitadas «especiales» es algo que no me incumbe.

—En realidad yo no la invité, a pesar de que pude haberlo hecho —le respondió, picado en su orgullo por la frialdad que ella demostraba.

—Sigue sin tener que ver conmigo, salvo por el hecho de que ahora que ella está aquí, ya no necesitará hacerme proposiciones de ningún tipo.

John se paró en seco y la agarró del brazo para detenerla. Anna dio un respingo, y retrocedió un paso. La mirada que la observaba era fría y dura.

—Si solo hubiera querido satisfacer mis apetitos sexuales habría acudido a Hillbury o incluso a la posada del pueblo —explicó en tono cortante—. Lo que te dije en la granja era lo que sentía. No sé cuántas veces ya me he disculpado por haberte ofendido, a pesar de que fuiste tú quien dijo que no era necesario. Y lo seguiré haciendo, si es lo que hace falta para que me perdones. Pero de ninguna de las maneras voy a dejar que nos insultes a los dos insinuando que solo pretendí aplacar contigo mi deseo insatisfecho. Lo que hay entre nosotros es otra cosa, aunque te empeñes en negarlo.

—Yo no me empeño en negarlo. —Se sentía sofocada por sus palabras—. Es que entre nosotros no hay nada.

—¿Nada? ¿Sueles besar a menudo a hombres con los que no tienes nada?

La boca de Anna se abrió en una muda exclamación de incredulidad. Antes de saber lo que estaba haciendo, el sonido de una bofetada rompió la tranquilidad del bosque.

—Eres odioso —dijo sin aliento, conmocionada por lo que acababa de hacer.

Para su sorpresa, en el rostro de John apareció una sonrisa irónica, mientras su mano acariciaba con suavidad la mejilla golpeada.

—Bien, si este es el precio para conseguir que vuelvas a hablar conmigo, lo pago gustoso.

—¿Qué quieres de mí? —Echó a andar de nuevo con grandes zancadas, sintiéndose desesperada. El golpe le había hecho ser plenamente consciente de cuánto le había perturbado encontrar a su amante la víspera, y no pensaba permitir que él también lo comprendiera.

—Solo que me escuches, Anna. —La siguió—. Es cierto que Julia y yo éramos amantes en Londres, pero no tenía ni idea de que pensara venir aquí. De haberlo sabido, te lo habría contado antes. Si recuerdas, intenté decírtelo cuando llegamos a la casa.

—Bien, pues ahora ya lo sé. Y ya te he dicho que no me debías ninguna explicación.

—Pero hay algo más que quiero que sepas. Esta mañana he terminado mi relación con ella.

Anna mantuvo el paso firme, y consiguió mantener su apariencia de impasibilidad. Aquello no cambiaba nada, se dijo sin querer pararse a considerar por qué su corazón se sentía reconfortado.

—Tú sabrás qué es lo que debes hacer. Solo espero no haberte dado en ningún momento la impresión de que eso era algo que yo quería.

—Detente, por favor.

John la tomó por los hombros, haciendo que parara bruscamente. El corazón le latía con violencia, en parte por la velocidad a la que caminaban, pero sobre todo porque aquel era el efecto que aquel hombre provocaba habitualmente en ella. La consciencia del tacto de sus manos a través de la tela del vestido le provocó un estallido de calor en el vientre, y con brusquedad dio un paso atrás que hizo que él la soltara.

La voz de John sonó seria y decidida, mientras Anna intentaba serenarse, con la vista fija en el suelo.

—Anna, la realidad es que no he roto mi relación con Julia por ti. Podría intentar halagarte diciendo otra cosa, pero no sería verdad. Nuestra relación había perdido sentido mucho antes de que yo viniera aquí. En cuanto al por qué no rompí antes… bien, digamos que tal vez me dejé arrastrar por la inercia. Lo que quiero que quede claro es que no estoy pretendiendo convencerte para que tú ocupes su lugar. Es verdad que me hubiera gustado conocerte de manera más… íntima, pero te has tomado muchos esfuerzos por dejarme claro que tú no deseas ese tipo de relación conmigo, y yo lo he admitido. Pero no creo que por eso debamos abandonar nuestra relación de amistad.

—No creo que pueda decirse que seamos realmente amigos —se excusó con poca convicción, y ni un gramo del alivio que supuso debería sentir al saber que el vizconde desistía de convertirla en su amante.

—Pero podemos serlo.

El desconcierto reinaba en la mente de Anna. Aunque él dijera que podían ser amigos, sabía que estar cerca del vizconde era una imprudencia, si no algo peor. Pero era como si las palabras que debía pronunciar se resistieran a formarse en sus labios. Debería decir «no». Debería despedirle y caminar sola. Pero no era capaz de hacerlo. Comenzó a andar.

—Me siento halagada, de veras, pero ¿qué sentido tiene pretender ser amigos? Nosotros no tenemos nada en común —respondió, cada vez con menor convicción.

—Claro que lo tenemos, Anna. A ambos nos importa la gente de esta propiedad. Ambos estamos solos…

Anna dejó escapar un bufido de indignación, y un brillo de diversión asomó a los ojos de John, pero cuando habló su tono tuvo un deje de melancolía.

—Ambos queremos que las cosas sean diferentes, aunque no sepamos bien cómo las queremos.

De repente, Anna elevó la mirada hacia él, alerta. Comenzó a negar con la cabeza, pero él desechó su gesto con una sonrisa breve y desprovista de humor.

—Lo veo en ti, Anna. Veo tu espíritu intentando acomodarse a esta vida que dices que deseas, pero está enjaulado. Esta quietud no es para ti. Ambos podemos ayudarnos.

Anna volvió a negar, pero no habló. Su silencio fue interpretado por John como la confirmación de que estaba en lo cierto.

—Quiero que aceptes esta relación. Estoy convencido de que juntos podemos hacer grandes cosas. Ese es otro de los motivos por los que necesitaba hablar hoy contigo. He pensado que deberíamos tratar el tema de la escuela. ¿Crees que podríamos hablar de ello tomando un vaso de esa sidra que preparas?

Aún confusa e indecisa, Anna ralentizó su paso y él la imitó. El día era muy hermoso, con una suave y cálida brisa que invitaba a disfrutar de la tarde ante una taza de té, sentados en el jardín. Pero la presencia de John Sinclair aún alteraba demasiado sus sentidos para fingir con tranquilidad que nada pasaba. En otro momento, tal vez más adelante, una charla desenfadada sería algo completamente inocente, pero aquel día no. Ella aún no estaba preparada para mirarle con la serenidad que la amistad requería.

—Me temo que hoy me encuentro un poco cansada. Debe haber sido este sol —se excusó sin poder evitar sonrojarse por la mentira—. Tal vez otro día…

John Sinclair la miró con una expresión indescifrable y Anna comprendió que no la creía.

—¿Tanto te importa la relación que mantuve con Julia?

—¡En absoluto! —replicó con vehemencia, sintiendo que sus mejillas ardían—. No es de mi incumbencia a qué dedicas tu tiempo.

—Entonces ¿por qué me evitas? ¿Tan despreciable te resulta mi moral?

—No se trata de moral —negó con rotundidad—. Créeme, soy la persona menos indicada para emitir juicios morales. Es solo que no quiero crear falsas expectativas. Cualquier día te irás a Londres, y la escuela dejará de importarte. No quiero soñar con algo que en cualquier momento se puede destruir.

—Entonces, ¿se trata de eso? —La contempló unos instantes, como si estuviera sopesando su respuesta—. ¿No estás molesta por lo de Julia?

Anna vaciló un instante antes de contestar.

—No soy quién para molestarme por tus relaciones.

—¿Y de veras tu miedo es que me vaya y la escuela deje de funcionar? —La observó con intensidad mientras un músculo latía en su mandíbula tensa. Anna bajó la vista y no respondió—. Bien, entonces todo está claro entre nosotros. Si de veras estás cansada, creo que será mejor que lo dejemos para mañana. Tengo varias ideas sobre cómo conseguir que la escuela funcione semanalmente, y pienso llevarlas a cabo antes de irme. Y a menos que tu miedo a soñar te impida volver a preocuparte por la escuela, en cuyo caso supongo que no me quedaría más remedio que recabar la ayuda del reverendo, me gustaría compartirlas contigo.

—¿Acaso no es cierto que te irás? —preguntó con resquemor, molesta por la forma en que él parecía haberla acusado de cobardía.

—Qué más da eso, Anna —contestó cansadamente—. Si así fuera, me ocuparé de que la escuela continúe. Pero no creo que las dudas sobre el futuro deban estropear el presente. Somos amigos, y quiero ayudarte con la escuela. Eso debería ser lo único importante.

Anna disimuló el nudo que se le había formado en la garganta. No había negado que acabaría por irse. Tendría que recordarlo cada vez que, como una estúpida, se permitiera soñar con él.

—Iré mañana para entregarte la libreta —le informó con sobriedad. Aquello era cuanto podía comprometerse en aquellos momentos—. Tal vez entonces podamos hablar de tus planes.

Aceptando que aquello era mejor que nada, John asintió, tocó con levedad el ala del sombrero y se inclinó para despedirse. Luego se giró hacia su montura y subió con un ágil salto. Anna lo vio picar las espuelas y lanzarse al galope con elegancia. Suspiró confundida. Había conseguido que el vizconde asumiera su negativa a mantener una relación con él. Era evidente que no pensaba renovar su ofrecimiento, y eso debería hacerla sentir aliviada. Sin embargo, solo sentía unas tremendas ganas de llorar. Golpeó el suelo con fuerza, en un intento de descargar la zozobra que sentía. Una voz familiar se burlaba de ella: «¿Ves como tenía razón? Solo eres una furcia».

El cuerpo le tembló con violencia, y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caerse. No, se dijo con decisión, él no tenía razón. No la había tenido nunca, y no la tendría ni aunque ella decidiera acostarse con John Sinclair. No sería de la incumbencia de nadie, y menos de un muerto. No pensaba concederle de nuevo el poder de hacerle daño.

Iría a casa de John al día siguiente. La escuela le importaba, era algo real, y por el bien de todos iban a hablar de ello como amigos. Él había aceptado su no, y ya no la perseguiría. Y ella sabría vencer la sensación de profunda decepción que aquella idea le provocaba.