Epílogo

Acudí a la cita con Martín. Era el reencuentro con mi adolescencia, tan marcada por el desamor, tan insegura, tan dominada por el rencor. Ninguno de esos sentimientos seguía afligiéndome.

Los años habían sido benignos con él. Se conservaba en forma, y sus ojos azules mantenían un cierto brillo de juventud. Algunas canas aquí y allá le daban un aspecto interesante de madurez. Era un hombre guapo.

Me abrazó con afecto, y permaneció observándome como si su vida dependiera de mí. Por fin dijo:

—Todo este tiempo me he preguntado cómo hubiera sido mi vida si hubiera desafiado a mi padre.

Tomó aire y pude comprobar que no era simple nostalgia. En su voz asomaba el arrepentimiento.

—Si te hubiera pedido que te casaras conmigo… Y me desespero, Mayte. ¡Me abruma mi cobardía! ¡Yo que tanto te quería!

Le tomé de la mano, sintiendo su pesar y su angustia, mientras él proseguía:

—En ese momento te quería con toda la fuerza de la juventud, con toda la ilusión del primer amor…

—Pero no fuiste capaz de luchar por él.

Ya lamentaba mis palabras. Yo sabía bien lo que era equivocarse, y el dolor que producía. No hubiera debido ahondar en su remordimiento.

—Mi padre me obligó a un pacto: esperar un año para estar seguro.

—¿Por qué no lo estabas?

—Yo, sí. Él, no.

Ambos guardamos silencio mientras rememorábamos el pasado.

—Luego tú te casaste con Cris, y yo comprendí que te había perdido.

—Yo te quería, Martintxo —volví a darle el nombre de nuestra infancia—, pero tú hubieras tenido que desafiar los conformismos de aquella época. Tú podías hacerlo.

—Yo cumplía mi promesa… ¡Solo un año! Y luego convencería a mi padre que iba en serio. Pero tú te casaste…

—¡Si va a resultar que tuve yo la culpa!

—Ninguno de los dos la tuvimos.

Su tono templado me tranquilizó. De nuevo, un silencio. Entonces me miró con una expresión que nunca olvidaré, y tomó mi mano.

—Mayte, tenemos una nueva oportunidad.

—Ya no es posible, Martín. ¡Han pasado tantas cosas!

—Escúchame un momento: estás sola, tu hija vive en Londres. Sé lo que sufriste con el asesinato de Peter… —Y retomó con inesperado brío—: ¡Déjame que te quiera! ¡Quiéreme un poco!

—No sé si…

Él me interrumpió, receloso, no fuera a oír lo que temía.

—¡No me contestes aún! Piénsalo. Ya sé que no será la pasión que viviste con Peter, pero te quiero… Y tú me quisiste.

—Debo serte sincera, Martintxo. No sé si seré capaz de amar de nuevo.

Él besó las palmas de mis manos, y en contra de lo que yo creía, un renovado sentimiento, leve y dulce, recorrió mi ser.

El tiempo. Tenía que pensar. Dejar pasar los meses. Ahora era yo quien necesitaba tiempo. No dijimos nada más, pero nos despedimos con un beso lleno de ternura.

Al día siguiente, Julia y yo paseábamos por los cuidados jardines del Alderdi-Eder de nuestra infancia. Nos sentamos en un banco a la sombra de un frondoso tamarindo a contemplar la mar. De nuevo la inmensidad del océano me procuraba la calma necesaria para tomar una determinación. A Julia no se le escapaba ninguno de mis estados de ánimo.

—Te noto meditabunda, pochola. ¿Qué te pasa?

—Cuando estuvimos en Londres, Cris me pidió que volviera con él.

—Ya lo sabía.

—¿Cómo es eso?

—Me lo dijo Tina. Está muy ilusionada con que vuelvas y veas crecer a su hijo.

—Por eso nos dejaste solos después del bautizo…

Mi hermana sonreía cuando preguntó:

—¿Y qué has decidido?

—¡Uf! Estoy instalada en la confusión.

Ella esperaba.

—Cuando mataron a Peter, Tina se convirtió en mi único objetivo. Pero la propuesta de Cris me ha abierto un nuevo horizonte.

—¿Y por qué lo dudas?

—Quisiera reparar el daño que le hice, pero tengo miedo a que no funcione, que me las arregle para estropearlo de nuevo.

—Debes pensarlo con detenimiento. Pero hay algo más, ¿verdad?

—Sí, Julia. Para terminar de complicarlo todo, hace un par de días salí con Martín a tomar una copa…

—¿Y? —Su voz sonó llena de inquietud—. ¿Qué pasó, Mayte?

—No sé si sabes que él fue mi primer amor. Nunca llegamos a nada porque su padre se opuso.

—Laura me lo contó entonces. Estaba preocupada por ti.

—¿Es que nadie sabe guardar un secreto?

—Laura y yo te queremos. Acudió a mí, quería que estuviera atenta, en el caso en que confiaras en mí, para que te aconsejara paciencia y determinación.

Una cierta añoranza se apoderó de mí.

—Y entonces yo me casé con Cris.

Vimos acercarse a Laura.

—Estábamos en plena confidencia, Laura —aclaré, y añadí burlona—. Aunque creo que no hay nada que no sepáis de mi vida.

Esta vez mi amiga fue al grano.

—¿Qué te dijo ayer Martín?

—Me pidió que nos casáramos —susurré.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntaron ambas al unísono.

—No lo he decidido aún.

—La oferta que me han hecho —Julia sonreía beatífica— para supervisar Kawangware y el centro de formación que tiene mi orden en Nairobi es muy alentadora.

—La verdad es que me encantaría volver a Kenia —dijo Laura con entusiasmo—. Es extraño que confluyan nuestras vidas para llevarnos a ti, Julia, y a mí a África. —Y permaneció pensativa.

—¿Y por qué me dejáis a mí fuera del plan? Siempre he tomado resoluciones deprisa. Ahora puedo tomarme unos meses para pensar. Vámonos a aquella tierra y determinaré qué hacer con mi últimos años.

Era una oportunidad extraordinaria. Comenzaba el viaje, pausada, serena, acompañada por mi hermana y mi mejor amiga. La libertad de la que gozaba tenía sus ventajas. Por primera vez, sin la premura de la responsabilidad, podía encarar el futuro con calma, gozar del día a día y dejar que la brisa me llevara como a una leve pluma. Sentí que me deslizaba hacia una nueva época de mi vida, sin angustia ni presiones. Era un viaje de tres amigas, tres cómplices. Julia seguiría con su labor de entrega, así como Laura, que también necesitaba replantear su existencia.

Yo anuncié que mi principal objetivo era madurar una decisión. En realidad, iba en busca de mi pasado.

—¿El futuro? —dije en alta voz—. ¡Quién sabe!

Una de mis primeras visitas, al llegar a Nairobi, fue para la casa del árbol de fuego. Años antes, Cris la había vendido para poder comprarnos a Tina y a mí el piso de Ondarreta. Permanecí en la verja, intentado percibir la acogedora entrada, con el balcón donde tantas tardes observé ponerse el sol que acariciaba con sus rayos flameantes las copas de los flamboyanes.

Pero la vegetación había crecido tanto, que era demasiado densa para entrever la casa. Solo pude divisar las ramas más altas. No sé cuánto tiempo estuve allí, recordando. No había querido que me acompañaran. Prefería estar sola. Rememoré la ilusión al entrar en aquel lugar que tenía su propia alma; el olor de la tierra empapada en la estación de lluvias; las alegres reuniones con los amigos, tan diversos, venidos de lugares tan distintos; aquel territorio, que llegué a amar como se ama a una persona; la emoción al sentir a mi hija dentro de mí, y luego… el amor devastador que me hizo conocer la gloria, para precipitarme en el más oscuro de los infiernos. Porque el infierno fue el mundo sin él.

Una voz solícita me sacó de mi nostalgia.

—¿Le ocurre algo? ¿Puedo ayudarla?

Era una mujer joven, africana, guapa y muy bien vestida que se había bajado de su coche al verme agarrada a la verja de su casa.

—Estoy bien, gracias —dije, un poco asombrada por la preocupación que percibí en ella—. No me pasa nada.

Entonces noté unos gruesos lagrimones que resbalaban con suavidad por mis mejillas. Las aparté con un gesto rápido y aclaré:

—Discúlpeme. Viví en esta casa unos años muy felices.

—Soy Laika, la actual propietaria. ¿Quiere pasar? ¿Le puedo ofrecer una taza de té?

—No, muchas gracias. Debo marcharme.

—Conozco su historia. Le aseguro que me encantaría que entrase y recordara todo lo que usted quiera evocar.

—Le deseo que conozca la dicha que yo gocé en el que era mi hogar, pero rece para no sufrir mi desdicha.

Me metí en el coche y por el retrovisor pude ver a Laika, observando mi huida con un deje de tristeza. Pero yo no escapaba. Había cerrado una de mis muchas heridas.

La alegría demostrada por Silvia al encontrarnos me emocionó.

—Jimmy —me dijo con orgullo— se ha convertido en un chico responsable. Ahora trabaja en Londres, pero desea formarse para volver a Kenia.

—Quiere decir que lo tendrás contigo muy pronto. ¿Tiene novia? —pregunté.

—Sí, tiene relaciones con una chica de nuestra comunidad… Parece buena, y sobre todo que quiere a Jimmy.

Silvia estaba a punto de jubilarse, y veía con enorme ilusión su futuro. La posible boda de su hijo, y los futuros nietos colmaban su dicha.

Yo sentía su fuerza, su realismo, y me enseñaba todos los días el arte de vivir.

Julia y Silvia se entendieron desde el primer momento. Les unía el sentido común y una inagotable generosidad. Laura, que había sido testigo de la impecable actuación de Silvia en los trágicos sucesos de años atrás, la apreciaba mucho.

En cuanto a mí, conservaba un enorme agradecimiento hacia ella, por el cariño que me demostró, porque la vi sufrir conmigo. Yo, que durante tantos años hui del dolor ajeno, aprendí con ella la grandeza de dar.

Una tarde en que disfrutábamos de una puesta de sol arrebatada de luz, Silvia me preguntó:

—¿Te interesa conocer la tremenda intriga que condujo al asesinato de Peter?

—No sé… No estoy segura…

—Piénsalo. Cuando lo decidas, me lo dices. El gobierno ha cambiado, y aquellos que gozaron de un poder ilimitado están fuera de juego. Ya no podrían hacerte daño.

Pasaron unas semanas en las que Julia, Laura y yo visitamos las misiones para ofrecerles nuestra ayuda. Fuimos recibidas con el entusiasmo lógico del reencuentro y el alivio de contar con tres personas más, para el ingente trabajo que se les acumulaba.

La sequía asolaba el norte del país, y la hambruna originaba desplazamientos de la población hacia el sur, donde nuestros cooperantes no daban abasto. Viajamos a la frontera con Somalia, y en el campo de refugiados contemplamos unas escenas de tremendo dramatismo: niños que morían en brazos de unas madres exánimes; hombres que se apaleaban por una escudilla de arroz; mujeres prostituidas por una botella de agua, para dar de beber a sus hijos…

Trabajábamos tantas horas diarias, y con tal intensidad, que, al caer en el jergón, nos dormíamos sin comentar nada.

Las provisiones escaseaban y decidimos volver a Nairobi, para obtener de instituciones gubernamentales y compañías extranjeras lo necesario para aliviar este drama.

Cada una se empeñó en un sector diverso: Julia con las comunidades religiosas; Laura con las ONG de saneadas finanzas, y yo con el gobierno. Conseguimos la anhelada ayuda, vigilamos que llegara a su destino y fuera repartida entre los refugiados. Una vez cumplido nuestro objetivo, Laura regresó a Turkana y Julia ocupó su puesto en Kawangware. En cuanto a mí, ansiaba visitar a Arabella. Me pidió que pasara unos días con ellos en Naivasha, pues Archie no estaba bien del todo y para ella era difícil acercarse a Nairobi. Temía también ese encuentro. Pero la visita a los Carter me produjo un manso sosiego, como de fina lluvia acariciando la piel.

La ternura que experimenté al ver a Archie atrapado por los años fue estimulada por el inalterable dinamismo de Arabella. Parecía que sus actividades, en vez de producirle cansancio, le inoculaban dosis ingentes de energía. Recorrí los lugares en los que había vivido aquellos años inolvidables; me seguía conmoviendo con los paisajes de Kenia, con su magnitud, sus infinitos horizontes… La cercanía de la naturaleza me insuflaba una visión más real de las situaciones.

Yo, que viví inmersa en un torbellino, hallaba en aquellas tierras, poco a poco, la paz que anhelaba. Arabella me sugirió que llamáramos a Cris y a Tina. La placidez de mi voz sorprendió a mi hija.

—Madre, estás feliz, ¿verdad?

—Algo parecido.

—¿Cuánto tiempo te quedarás?

—No lo sé. Depende del trabajo de Julia y Laura. He pedido la jubilación adelantada. Quiero dedicarme a vivir.

—Tal vez te dé una sorpresa y me presente ahí. ¿Te gustaría?

—Nada me haría más dichosa.

Pero un pensamiento recurrente me rondaba: ¿debería aceptar el ofrecimiento de Silvia y descubrir los datos de la intriga que me había arrebatado a Peter? Al tomar la resolución de saberlo, me invadió un sentimiento ambiguo de alivio y temor.

Me reuní con Silvia al día siguiente. Traía un sobre en la mano.

—¿Quieres que me quede contigo?

—No, prefiero estar sola. Gracias por todo, Silvia.

—Llámame si necesitas cualquier aclaración, o si quieres que te acompañe.

Eran unos cuantos folios de apariencia inofensiva, y sin embargo, esas pequeñas letras encerraban un secreto terrible.

Comencé a leer, sin poder controlar un ligero temblor de mis manos.

Querida Mayte:

Creo que es bueno para ti que puedas neutralizar todo el mal que sufriste en el pasado, que abras las puertas que ocultan la verdad.

Al marcharte, me dije a mí misma que no descansaría hasta reunir todos los datos que aclararan el asesinato de Peter, para que, algún día, pudieras concluir ese capítulo de tu vida. A través de personas amigas, que en su momento callaron por miedo, y que aún desean permanecer en el anonimato, he podido recuperar tres conversaciones que ponen luz en las tinieblas. Ahora esta investigación paciente está en tus manos, porque así lo has decidido. Y estoy convencida de que te ayudará a entender.

Con todo mi cariño,

SILVIA

Iba a desvelar, muchos años después, la conversación que tuvo lugar en uno de los despachos del poder, mientras, esa misma noche, yo sellaba mi destino.

Palacio Presidencial,

anochecer de noviembre de 1988

Uno de mis compañeros de mi época en la policía, entrenado para recordar datos con suma precisión y conocedor de mi amistad contigo, decidió contarme esta conversación que oyó en el palacio presidencial. Es de agradecer porque, a pesar de que esos gobernantes ya no tienen ningún cargo político, conservan cierto poder que les hace peligrosos.

Me contó que, un atardecer, tenía que llevar un documento al secretario del presidente. Tras atravesar varias salas, llegó a una que estaba a oscuras. Pero, por la rendija de una puerta, se entreveía una débil luz. Al acercarse, escuchó estas frases:

«En la última reunión en Naciones Unidas —la voz era de un hombre joven—, tanto el primer ministro británico como el secretario de estado norteamericano tuvieron varios apartes con Mboya.»

«¿Sabes de qué hablaron?», oyó decir a un hombre de más edad.

Mi amigo entrevió a dos personas: eran el ministro de Industria y el presidente. Asustado se escondió, por si venía alguien y le sorprendía allí.

Mbott se apresuró a contestar:

«Se lo pregunté a Peter, pero su respuesta fue evasiva…»

Tras un breve silencio, el ministro comentó:

«La trivial conversación que me refirió no puede haber sido la que en realidad mantuvo.»

«Tú le consideras ambicioso, ¿no es cierto?», preguntó el presidente.

«Además de ambicioso, se cree libre de toda mancha. Dice odiar la corrupción… Se cree superior a los demás. ¡Ah! Habrá que ver lo que en realidad trama.»

«Nicholas, es útil que un miembro del gobierno ataque la corrupción en público. —Tras reflexionar unos instantes, el presidente añadió con cinismo—: Siempre que después no haga nada. Nos da buena imagen.»

«¡Pero él en verdad está dispuesto a perseguirla! —Y Mbott continuó furioso—: ¡Se tiene por hombre puro…! Y los puros son peligrosos.»

Entonces el presidente dijo:

«¿Qué sugieres, rafiki?»

«Vigilarle. Averiguar a quién ve, con quién habla, de qué se queja, qué murmura, adónde va… Todo.»

«De acuerdo. Hazlo.»

«Sí, señor presidente. Así lo haré.»

Y el presidente ordenó:

«Escoge policías eficientes, que pasen desapercibidos. Él no debe percatarse.»

«A sus órdenes, presidente.»

El ministro abrió la puerta y la luz se posó sobre él. Mbott parecía satisfecho. Mi confidente sintió gran temor. Era un plan maligno, que acababa de tomar el rumbo deseado. El veneno de la sospecha había sido inoculado.

Comencé a leer la segunda carta. De ella se desprendía que, en aquella época, mientras yo era feliz con Peter, se preparaba nuestra desgracia. Lo que tampoco imaginé es que unos cuantos encuentros me habían proporcionado una ardiente defensora. Silvia ponía, de nuevo, luz en las sombras del pasado:

Una buena amiga, lo era también de Anne Mbott, me refirió las confidencias que le hizo la propia señora Mbott. Según ella, le contó que estaba preocupada por una decisión que su marido estaba calibrando; que podía tener perjudiciales consecuencias y que estaba intentando impedir a su marido llevarla a cabo. Paso a describirte la escena como mi amiga me la relató.

Domicilio del ministro de Industria,

enero de 1989

Anne intuía los designios de su marido y había intentado hablar con él, hacerle razonar. Pero fue en vano. Él se resistía.

Pero esa tarde Nicholas estaba de buen humor. Había estado jugando con su hija de dos años, por la que sentía una especial debilidad. Era el momento oportuno. Cuando los niños se fueron, Anne decidió atacar. Ella sabía que el tiempo apremiaba.

«Nicholas, tengo que consultarte algo muy urgente.»

«Tú dirás —soltó, visiblemente irritado—. Pero ten en cuenta que abarco muchos problemas, ¡y acuciantes! Estoy cansado. No me disgustes.»

Anne buscó las palabras adecuadas. Ella conocía mejor que nadie el carácter violento de su marido y no quería desatar su furia, obteniendo lo contrario de lo que ella perseguía. Por tanto, prosiguió con cautela:

«Nicholas, sospecho qué te causa tanta tribulación, y deseo advertirte que me preocupan, ¡y mucho!, las consecuencias.»

«¿De qué estás hablando, wazungu imprudente?»

«De ti, y de la venganza que puede tornarse en tu contra.»

Al mirarla su marido con curiosidad, comprendió que le daba permiso para hablar.

«Olvida a Peter, ¡te lo ruego! Tu inteligencia es superior y nadie en el gabinete tiene tu poder. Él no es enemigo de tu talla. ¡Déjale en paz!», rogó ella.

«No puedo hacerlo. Ni quiero. Es un arrogante y conspira con nuestros adversarios.»

«Nicholas… —insistió Anne—. Peter está demasiado ocupado con sus recientes amores. No representa ningún peligro.»

«¡Esa es otra! —atacó él de nuevo, furioso—. ¡Una wazungu indiscreta, que habrá metido las narices en nuestros asuntos!»

Anne me contó que tuvo miedo. Pero sentía simpatía por esa española enamorada de un keniano. Le recordaba a ella misma, cuando había tenido que enfrentarse a los prejuicios y traspasar fronteras raciales. En su país, con los suyos. Y también al llegar a Kenia. Era la extranjera, la wazungu.

En un intento más, dijo ella a su marido:

«¡Dadle un buen susto! ¡Que aprenda! Y espera a ver cómo se desarrolla vuestra próxima visita a Gran Bretaña.»

«El aviso ya ha sido dado. Veremos cómo se comporta en ese viaje oficial…»

Ella le interrumpió:

«Es por ti, Nicholas, por el futuro de tus hijos. La venganza genera venganza.»

Anne estaba segura de que, aunque no le gustaba oírlo, él sabía que el argumento era válido. Había presenciado muchos ajustes de cuentas para recordar lo arriesgado de esas situaciones.

«No sé…»

Anne me dijo que entonces aprovechó las dudas de su marido para insistir e intentar proteger a Mayte.

«Ella no sabe nada. Es solo una mujer enamorada, sencilla, sin ambiciones. No le hagáis daño. No vale la pena. Además, es española. Podríais tener problemas…»

«¿Es una amenaza? —interrumpió su marido, colérico—. ¡Haré lo que tenga que hacer! ¡Pese a quien pese!»

Anne percibió que su observación había hecho diana. Mezclar a otro país sería una complicación innecesaria. Decidió rematar el argumento:

«¡Este odio te aniquilará!»

«¡Te equivocas! ¡Muerto el perro se acabó la rabia!»

En ese terrible año 1989, yo intuía que, en la sombra, se movían fuerzas oscuras. Lo que no había imaginado es que conseguirían destruirnos. Pasaron los años, volví a Kenia y el poder había cambiado de manos. Ahora tenía en mi poder el tercer documento.

Mayte:

Ahora que vas a leer este último informe, quiero que sepas que esta conversación de Peter con su adversario Mbott le fue narrada por el propio Peter, su amigo y compañero, al viceministro de Planificación. Este último sufrió sutiles, y no tan sutiles, amenazas de muerte y calló durante años.

Hace unos meses, me refirió este enfrentamiento, que aclara de manera definitiva el drama en el que estuvisteis inmersos.

Peter no quiso que tú lo supieras, pues sabía que tu intuición había sentido el peligro que os acechaba, y no deseaba preocuparte más aún.

Creyó firmemente que podía controlar las temibles fuerzas que se agitaban a su alrededor.

Ministerio de Industria, marzo de 1989

Los ministros de Industria y Planificación se habían reunido para ultimar algunos detalles del viaje oficial a Gran Bretaña. Al inicio, todo iba bien, pero al disentir Peter del parecer de Nicholas, este se mostraba contrariado y hacía esfuerzos para contener su ira.

«¡Peter, exageras! Esta obsesión tuya por la democracia, la transparencia… Acabará trayendo problemas.»

Al parecer, Peter intentó calmarle:

«Nicholas, escúchame, es la única manera de conseguir el progreso.»

«¡Te equivocas! Crees que esas utopías que acaricias se pueden hacer realidad. —Se ahogaba en su propia furia. Tomó aire y continuó—: Este país sufre un peligro latente: la diversidad de las tribus, y el reparto de poder entre ellas, origina tensiones que pueden resultar nocivas, si no se controlan con mano férrea.»

«Nicholas, esta tierra no es la que heredó Kenyatta. Los jóvenes son instruidos y no les engañarás con tanta facilidad. Debemos cortar la corrupción…»

No le dejó continuar.

«¡Ah! Con que ahora soy yo el corrupto…»

Peter intentó explicarse pero Nicholas no escuchaba y sus palabras surgían a borbotones, casi como si las escupiera.

«¡Claro! Tú eres el puro, ¡el in-so-bor-na-ble!»

«No es eso, Nicholas. Te repito que creo que el gobierno debe permanecer como está constituido, pero que es necesario que hagamos unas reformas que nos acerquen a la plena democracia.»

«Yo creo que lo que tú buscas es una bandera de enganche que te proporcione el apoyo de tus amigos británicos y americanos, ¿verdad? ¡Y que ellos te sitúen en la cumbre del poder!»

Peter intentó defenderse:

«¡Qué disparate, Nicholas! Créeme si te digo…»

«No solo no te creo, sino que te advierto: recuerda cómo murió tu tío. ¡También él pensaba estar en posesión de la verdad!»

Cuando acabé de leer la carta, se apoderó de mí una profunda tristeza. De nuevo la realidad me aclaraba el que había sido mi fatal destino. Ya no quedaban sombras en mi pasado. Había regresado para poner esperanza en mis días.

La misma alegría, la misma visión optimista del mundo, envolvía a aquellas gentes. Los niños seguían sonriendo con determinación, el mismo esfuerzo era compartido por todos ellos para hacer un mundo mejor. Allí no era una utopía de país rico. Era una realidad.

Me sentí muy pequeña. Sentí que mis problemas, mis desdichas, no debían anclarme en el pasado; que tenía que mirar a mi alrededor, para ofrecer la ayuda que yo pudiera conceder. Y una brisa fresca me rodeó, elevándome a las alturas, donde creí ver el rostro de Peter, animándome a hacerlo, a ser parte de ese milagroso mundo del olvido de sí y la aceptación del otro. Y el espíritu de Peter entró en mí. Supe que siempre permanecería conmigo.

Ante mí tenía de nuevo aquella tierra roja, símbolo de vida y fertilidad, que tanto me impresionara a mi llegada a Kenia.

La existencia me había ofrecido seguridad junto a un hombre cuyo anhelo era dármela. Pero yo había preferido la incertidumbre de un amor devastador, de un amor que me insuflaba energía e ilusión de vivir, de un amor por el que hube de romper costumbres y barreras. No me arrepiento. Conocí el Amor con mayúscula, aquel que me hizo vibrar con toda la esencia de mi ser, que me hizo generosa, porque me producía tal plenitud que la necesidad de dar era total. El amor que traspasa el corazón como un rayo, produciendo el fragor de mil tormentas, porque es vida palpitante, más necesaria que la propia vida…

Ahora lo sé: lo más importante en la existencia es el amor.

Ya no está aquel que me hizo sentir ese sentimiento embriagador, esa locura como de hechizo que es la pasión.

Y esa separación fue el mayor dolor que he tenido que soportar.

Pero he aprendido a valorar las pequeñas cosas de cada día. ¡Qué grandes resultan a veces! El aroma del café recién hecho; el beso a un hijo; el avistar el alma candorosa de un nieto; la contemplación del paisaje enmarcado por dos castaños dorados, tras los cuales la niebla desdibuja contornos y colores mágicos; el rumor cantarín del agua que brota de la fuente; el sentir la creación que Dios ha dispuesto en nuestro entorno.

No sabía lo que me depararía el futuro.

¿Permanecería en esa tierra roja y fecunda de penetrantes aromas y gentes sonrientes? ¿O volvería a Londres junto a mi hija y mi nieto?

¿Entraría de nuevo Cris en mi vida? ¿O acudiría a la llamada del recuerdo de mi juventud, personificada en Martintxo?

Una suave lasitud se apoderó de mí. No quería hacer planes. Me dejaría llevar. Miré los flamboyanes de la entrada de mi antiguo hogar. Una suave brisa estremeció sus hojas. Me sentí flor, tierra, hoja, árbol, cielo… y comprendí que yo era también brisa. El alma de África habitaba en mí, y me hacía ver la naturaleza circundante como una extensión de mí misma.

Amaría a Peter el resto de mis días; recordaría el inmenso regalo que me hizo con su presencia, con su pensamiento, con sus caricias, con su pasión. Pero me encontraba serena, tenía que apreciar y aceptar el presente. La existencia se encargaría de enseñarme el camino. Me dejaba llevar.

No era feliz, pero me encontraba bien conmigo misma. Estaba donde quería estar. Hacía lo que debía hacer. Un rayo de sol me acarició la cara. Había hallado la paz.

Terminado el 27 de junio en El Quejigal.

Día de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro