4

El bautizo

Tomamos el avión para acompañar a Tina en el nacimiento de su hijo. Ella estaba muy tranquila y su marido Charlie la cuidaba con fervor. El pequeño Christopher trajo una inmensa alegría a mi familia. En el bautizo, al recibir el agua, rompió a llorar, marcando ya con fuerza su entrada en el mundo de la luz.

Tina estaba radiante y Cris enarbolaba una expresión de ternura, que me devolvió a tiempos pasados. Julia mostraba la emoción contenida tan propia de ella. Laura no había conseguido venir, pues estaba inmersa en el papeleo de su separación de Gorka.

Cris no había permitido que Julia y yo nos alojáramos en un hotel, y tras la celebración en casa de mi hija, volvimos a la casa de Carlisle Place. En el momento en que entró Cris en el salón, mi hermana se retiró y nos dejó solos. Vi entonces la ocasión para intentar cerrar otra herida del pasado.

—Cris, nunca podré perdonarme lo que te hice sufrir. Te quise mucho.

—Puede ser. Pero no lo suficiente para permanecer a mi lado.

—Tuve que escoger entre dos amores. Y no puedes imaginar la dura lucha que hube de entablar contra mí misma.

—Yo intuía algún peligro, pero mi amor por ti era tan fuerte que superaba la vanidad herida. Hubiera preferido que hubieras callado.

—No va con mi carácter. No quería engañarte.

—¿Ni tan siquiera a aquel que quiere que le engañen?

—¿Tanto me querías? —dije yo, asombrada—. ¿Tan grande ha sido tu nostalgia?

—Me has faltado todos los días desde aquel aciago abril del 1989.

Permanecí en silencio, confusa, asombrada por la franqueza de ese hombre sensible, pero también abrumada por mi culpa, al oír su triste confesión.

—¿Qué vas a hacer, Mayte? —Su voz era suave—. Estás sola en España.

—No es cierto. Tengo a Julia.

—Mayte, no me lo pongas más difícil. Tu hija y tu nieto están aquí. Hace tiempo que te he perdonado. Vuelve.

—Querido Cris… —La generosidad era siempre la llave de mi corazón—. ¿Es posible que me quieras de nuevo a tu lado?

—No lo dudaría ni un instante.

—Mayte, ¿recuerdas cuando leíamos a Valle-Inclán? En la Sonata de verano, el marqués de Bradomín asegura que el rencuentro de los viejos amores es digno de ser vivido.

—Cris, ¡ya somos mayorcitos!

—El corazón se mantiene joven cuando pervive la ilusión. Quiero volver a tener una familia.

—Eres admirable. ¡Te hice sufrir y todavía me quieres!

—Los años en Kenia antes de… —Pero se detuvo.

Respeté su silencio y aguardé.

—Aquellos años contigo y con Tina fueron los más felices de mi vida. Ahora te ofrezco que recorramos juntos el camino…

—Cris, no sé qué decir… Nunca pensé que me perdonarías.

—Eres tú quien no te has perdonado. Yo, sí.

Le acaricié la mano que me tendía, y él se estremeció como aquella vez primera que bailamos en Annabel’s.

—Piénsalo. Tenemos una hija que nos quiere, y a quien los dos adoramos; y un nieto que verías crecer.

—Tienes razón. Tu ofrecimiento me da mucha paz.

Sin haberlo imaginado, la vida me daba otra oportunidad. Paseé la vista por aquel salón. Recordé la noche perfumada de un verano. ¡Hacía ya tanto tiempo! En el jardín de esa casa… en el dormitorio… cuando había comenzado mi experiencia de mujer…

¿Valdría la pena recomenzar?

De vuelta a San Sebastián, me asaltó otra vez aquella paralizante sensación de vértigo. Me sentía extraña. No podía entender lo que me estaba sucediendo. Era como si mi vida se hubiera vaciado de recuerdos. Y, sin embargo, podía ser el momento de dedicarme a lo que de verdad necesitaba.

Hasta entonces, había destinado gran parte de mi energía a restañar las estocadas del pasado; a mostrar a los demás que yo era tan o más importante que ellos; que a pesar de adúltera, era una buena madre… Ahora tenía la oportunidad de ser yo misma, sin falsos ropajes, desnuda de ambiciones y criterios ajenos. Un ser humano en posesión de su destino.

Mi corazón palpitaba con un anhelo desconocido; se infiltró en mi alma un deseo, que a veces quemaba, y otras instilaba una dulzura sin límites; un afán de bien y de bondad que parecía ser lo único que me daría la paz tan ansiada.

Hasta entonces, mi felicidad había sido mi meta principal, y por tanto el bienestar de aquellos que yo amaba. Pero mi experiencia africana, el conocimiento de tantas existencias desventuradas; de las dificultades cotidianas vencidas con alegría; de ideales valerosos pagados con la propia vida… Poco a poco, todo había penetrado mi corazón. La semilla había germinado, y mandaba un mensaje que yo no lograba descifrar.

La propuesta de Cris, en vez de aclarar mi voluntad, la había confundido. Me debatía entre varias opciones, sin poder decidir cuál era de verdad la que yo prefería. Y de manera inesperada, una luz se dejó entrever en mi confusa mente. Dios gravitaba sobre mi incierto futuro. Percibía su aliento en un mundo que ya no entendía. Tenía que dedicar una parte de mi tiempo a paliar el dolor que estaba en mis manos remediar. Decidí hablar con mi hermana Julia. Ella lo comprendería.

Mi hermana me acogió como cuando de niña me turbaba alguna pesadilla. Sus manos de tierna caricia cogieron las mías; su mirada profunda que todo lo disculpaba siguió mi explicación sin dejar de mirarme.

—He buscado la felicidad sin temor. Como sabes, me casé con Cris sin estar enamorada. —Hice una pausa, recordando la advertencia que me hiciera mi madre, tan clarividente—. Pero creía que la situación tan placentera, con el tiempo, me proporcionaría algo más que seguridad.

Recordé la estrechez de mi casa, la inseguridad en la que vivíamos, en casa ajena, en una sociedad machista donde una mujer sola lo tenía todo en contra… Al cabo de unos instantes, proseguí:

—Y me encontré con una sociedad abierta, liberal, donde una mujer podía estudiar, trabajar, comer en un restaurante o ir al cine sola, sin que nadie pensara que era una Mata Hari o una peligrosa feminista.

Julia sonreía.

—Tu inclinación a la independencia se vio mimada durante tu estancia en Londres —dijo, y me animó con un gesto a que continuara.

—Así fue. Acabé mis estudios de enfermería, hice prácticas y me sentí útil. —Suspiré—. Aquellos años aprendí deprisa a vivir en el mundo activo y refinado de Cris. Le estaba agradecida. Me había abierto las puertas de una existencia confortable, rica, elegante.

Mi hermana seguía atenta a mi discurso. Los recuerdos se agolpaban.

—Creí ser feliz. Julia, te lo prometo. Cris era cariñoso. Su amor por mí era tan generoso que suplía la falta del mío por él.

La mirada de mi interlocutora se hizo más intensa.

—Lo decía muchas veces —recordé—: «Yo amo por los dos.» —Tomé fuerzas—. Y la estima por mi marido aumentaba día a día, hasta que se transformó en un profundo afecto, que yo deseaba acabara en amor.

Callé, al agolparse los recuerdos y reflexionar sobre el mal que le hice a mi marido.

—¿Y bien? —me animó Julia.

—Tuve que asimilar tantas novedades… Nuestro traslado a Kenia me llenó de temores. Veía peligros por doquier: las revueltas del mau-mau…

Ahí me interrumpió mi hermana:

—Lo entiendo. La revolución de 1982 preocupó mucho a nuestra madre. No conseguía conciliar el sueño.

—No fue tan grave, ya lo sabes. Pero sí una seria advertencia.

Pero yo no quería distraerme del hilo de mi reflexión.

—Como te decía, me aterraban las revueltas, las serpientes, la malaria, las fieras… ¡Todo!

El recuerdo de mi hija me envolvió en una oleada de ternura.

—Cuando nació Cristina, ella se convirtió en la razón de mi existencia. Pensé que, en adelante, todo sería pleno, perfecto, sereno, inmutable. —No pude reprimir las lágrimas—. Pero entonces apareció Peter. ¡Quién me hubiera dicho que un ser de otra raza, de otro mundo, iba a desmoronar mi castillo tan sólidamente construido…!

—Era un castillo de naipes, Mayte. No se puede edificar solo con el deseo.

—Tú no puedes entenderlo, Julia. En un instante todo cambió. La vida no valía la pena si no podía compartirla con él.

—Lo entiendo. A mí me pasó lo mismo.

—Sí. Viste de manera clara que Él era tu felicidad.

Me abrazó.

—¿Sabes, Julia? Yo había vivido centrada en mí misma hasta que nació mi hija. Entonces empecé a pensar en su bien. Y su bien era el mío.

—¿Y con Peter?

—Con Peter fue como si yo saliera de mí misma. Fue, es, un amor que ocupa mis días. —Tras una pausa, continué—: Él me enseñó a pensar en la gente que sufre, sus carencias; la que necesita un inmenso coraje para encarar cada amanecer…

—¿Y los misioneros españoles? ¿Su dedicación, su amor? ¿No te inspiraron nada? —preguntó mi hermana.

—Ahí voy. Ya conocía su trabajo en Kenia, por las visitas que hice a varias misiones. Pero Peter me hizo ver su sentido profundo, la esplendorosa belleza que encierra darse a los demás. Comprendí lo que es el amor con mayúsculas.

—Mi humilde entender me dice que has recibido la llamada del Amor de Dios —aventuró Julia, mirándome fijamente.

Asustada, respondí:

—¡Oye, oye! ¡Que no quiero ser monja!

—Dios tiene muchos caminos para hacer el bien. Tú tendrás que buscar el tuyo.