3

El desgarro

2000

A los dieciséis años, Cristina se había convertido en una belleza. Era alta y esbelta como mi hermana, y como ella, tenía el rostro fino y ovalado, y la nariz aguileña le daba un innegable aire distinguido. De Cris había heredado unos ojos grisáceos, pero de expresión más viva y decidida que los de su padre. El pelo oscuro y sedoso, y una boca de labios plenos, habían sido mi contribución.

Su carácter sólido y prudente recordaba mucho a su progenitor. Había sido una niña tranquila, que podía también parecerse a su tía Julia, a quien adoraba. Se entendían, razonaban de la misma manera y, sobre todo, poseían la misma visión de la vida, serena y con amplitud de miras. Mi hija había nacido en un país africano, se había educado en España y tenía asimismo raíces inglesas, lo cual le daba un panorama abierto a diferentes culturas. Sin embargo, mi hermana nunca había salido de San Sebastián.

Pese a ello, su mente volaba por encima de lo inmediato, lo cercano. Siempre me había sorprendido su espíritu abierto y respetuoso con la diversidad. Una ternura sutil se instilaba en nuestra relación. La fascinación, teñida de una cierta pelusa, que sintiera por ella durante la niñez se había transformado en un hondo sentimiento de comprensión y profundo cariño.

La delicadeza con que había escuchado el relato de mi vida pasada, tan alejada de sus planteamientos, el afecto con que había consolado mis cuitas, la inteligencia con que había analizado mis perspectivas, habían renovado la gozosa complicidad, que ella se encargaba de alimentar.

El sentido del humor, sobrio e impredecible, de tía y sobrina hacía que nuestras reuniones acabaran muy a menudo con risas saludables. Yo había perdido el amor de mi vida, y esto era para mí un dolor permanente, pero era consciente de estar viviendo con esas dos mujeres una etapa esencial de mi existencia.

El infausto día en que Cristina recibió la noticia de la enfermedad de su padre, se apoderó de ella un contumaz silencio. Yo sabía que Tina acabaría hablando conmigo, pero mi intuición me decía que no me iba a gustar lo que tenía que oír. Por fin, llegó el tan temido momento.

—Madre, quiero que sepas que a nadie quiero en el mundo como a ti.

«Mal asunto si empieza así», pensé. Me armé de valor ante lo que se avecinaba.

—Tina, di lo que tengas que decir. No hagas más dura la espera.

Ella me miró con una pena infinita, pero prosiguió en tono decidido:

—Creo que debo acudir a Londres para cuidar de mi padre.

—Pero será una estancia corta, ¿verdad?

Yo me agarraba a un clavo ardiendo para no ceder ante el vértigo que me invadía.

—Depende de su enfermedad, de cómo evolucione. Cris ha sido un padre cariñoso, un hombre bueno. Y ahora me necesita.

—Es cierto. Su conducta ha sido generosa y comprensiva.

No pude contener unas lágrimas que eran más fruto de la más que segura pérdida de mi niña, que de mi arrepentimiento por lo que había hecho sufrir a Cris. Pero ella lo atribuyó a esto último.

—Mamá… —No me llamaba así desde que era pequeña—. No debes atormentarte por algo que ya no tiene remedio. Sé que mi padre sufrió con tu marcha, pero no te guarda rencor.

Decidí seguir su onda de pensamiento.

—Nunca quise hacerle daño…

—Lo sé, y él también. Deberías venir a verme mientras estoy allí y… podríais encontraros.

Guardamos silencio, hasta que a mí se me escapó un suspiro. Ella preguntó, solícita:

—¿Qué tienes, madre?

—Mi querida niña, ¡cómo te echaré de menos!

El caso es que, ya fuera por los cuidados del médico, o por la presencia curativa de su hija, Cris recuperó su salud y su corazón. La intervención había transcurrido sin problemas, y en adelante podría llevar una vida normal.

—Ni te imaginas la recuperación de daddy… —El timbre de voz de mi hija me emocionaba siempre—. Te lo va a contar él mismo.

Cris se puso al teléfono.

—Mayte, quería darte las gracias por mandarme a Tina. Sé lo unidas que estáis y lo mucho que os cuesta separaros.

—Era necesario que estuviera contigo. En cuanto supo que estabas enfermo, ansiaba ir junto a ti.

—Mil gracias.

Aún se cansaba un poco.

—Además —añadí—, se quedará hasta que estés fuerte. Entonces volverá aquí.

Un silencio denso me agarrotó el alma. Conocía demasiado bien a Cris y a nuestra hija para entender la amenaza que escondía.

—Ahora se pone Tina —dijo él, escabulléndose.

—Madre… —Hizo una pausa—. Hemos… —a mí ya me sofocaba el pánico—, hemos decidido que voy a quedarme.

—¿Quedarte? ¡Pero si tienes tu colegio!

Daddy me ha matriculado en un colegio aquí, en Londres. No perderé nada. Quiero estar con él.

La determinación de mi hija era total. Intenté negociar.

—Bueno, hasta que tu padre esté totalmente curado.

—Iré el fin de semana para estar contigo y explicártelo.

Aunque vino, ningún argumento pudo disuadirla, y yo acabé aceptando la situación.

—Madre, me preocupa que te sientas sola, que estés triste.

—No te agobies —dije sin mucha convicción—. Para mí, lo más importante es que hagas lo que sientes que debes hacer. Me gustaría tenerte a mi lado, pero mi mayor deseo es tu felicidad.

—¡Me duele dejarte!

—Y a mí me aterraría saber que te he impedido crecer, recorrer el mundo, poseer todas tus raíces.

—¡Pero tú has vivido únicamente para mí en todos estos años!

—Hice lo que estimé mejor para ti. Pensé que conocer esa otra parte de tu ser, la española, sería útil y formativo.

—Y lo ha sido. Soy de los tres países. Tener tres culturas me enriquece.

—Siempre he detestado la exclusión. Me ha gustado sumar, no restar. Por eso deseo que tu padre se recupere y disfrutéis juntos. Es un buen hombre. Lo merece.

—¿Le quisiste?

—Sí, aunque con un amor muy distinto al que me unió a Peter. Me dolió en el alma, créeme, causarle tal pena a Cris.

Un mitigado sollozo se escapó de mi garganta. El vértigo de la ausencia comenzaba a asfixiarme.

—Madre, ¡no puedo marcharme dejándote así!

—Ve, hija. ¡Construye tu vida! ¡Vuela tan alto como puedas!

Nos fundimos en un interminable abrazo. La memoria me trajo la voz que puso mi madre al comunicarle mi decisión de casarme y quedarme en Londres. Su quebranto infinito adquiría ahora todo su sentido.

Cristina recogió lo que cabía en dos maletas, y dejó muchas cosas en mi casa.

—Para mi vuelta —dijo.

Yo temía, y sabía, que aquella despedida tenía más envergadura de lo que las dos queríamos reconocer.

En efecto. Tina disfrutaba de su vida en aquella cosmopolita ciudad, y su inteligencia y avidez intelectual apreciaban la calidad y variedad de la oferta cultural. Acabó sus estudios en el colegio con notas espléndidas y luego se matriculó en la London School of Economics. Como su padre, tenía una gran facilidad para los números, y era una universitaria brillante. Yo me resigné a verla algún fin de semana y en las vacaciones.

Al principio me costó aceptarlo, pero su dicha era como un ardiente rayo de sol que disipaba mi tristeza y me transmitía energía hasta su próxima visita. Me negué a dejarme invadir por la melancolía. Viajé, estudié ruso, que siempre me había atraído, y me forcé a buscar en mi actual situación el contento que en ella podía encontrar.

Así pasaron los años, y una mañana sonó el teléfono. Era mi hija. Me impresionó su voz: había en ella una alegría de repique de campanas, un alborozo de descubrimiento, un revuelo de sonrisa y emoción. Lo supe en seguida; estaba enamorada. Una de mis primeras preguntas fue la nacionalidad del afortunado.

—Charlie es inglés, como daddy.

Supe entonces que la había perdido, que su vida se desarrollaría lejos de mí. Me hundí en un pozo sin fondo ni final pero, coherente con mis enseñanzas, la animé a seguir su camino, aunque la apartara de mí. Tras una breve conversación y la promesa por su parte de darme noticias sobre cómo evolucionaría esa relación, se despidió de mí, tan cariñosa como siempre.

El amor de Tina se consolidó y, en una de sus visitas, me anunció el propósito de contraer matrimonio con Charlie.

—¿Estás segura? ¡Eres muy joven y te queda mucho camino por recorrer!

—Quiero recorrerlo con él.

—¿Y dónde pensáis casaros? Podría ser aquí…

—Sabes que adoro esta tierra, pero no conviene que papá sufra tanto ajetreo con viajes de aquí para allá. La ceremonia será en Londres.

—Pero teniendo lugar allí, muchas personas queridas no podrán asistir.

—Los dos queremos algo muy íntimo, muy sencillo. Si os tengo a mi lado a los dos, a tía Julia y a Laura, me doy por satisfecha.

La fecha fue fijada para abril, de nefasto recuerdo para mí. Era como si mi hija, con su dicha, quisiera borrar los jirones de pesar que me envolvían cada mes de abril.

Viajé con mi hermana y nos alojamos en casa de Betty, que vivía en una magnífica residencia y que estaba entusiasmada con el enlace de Tina. La ciudad nos acogió con los narcisos en flor, luminosa y soleada, lo cual era extraordinario. Mi hija tenía un brillo en los ojos que me recordó a su padre la noche en que me hizo su declaración de amor. Pensé que si Charlie no le fallaba, podrían ser de esos seres, muy pocos, afortunados, que se quieren toda una vida.

En efecto fue una celebración sencilla, pero todos los presentes teníamos lazos afectivos intensos con la novia, y la emoción flotaba en el ambiente. Cada palabra, cada gesto tenía un profundo significado.

Las miradas que se dirigían los novios me conmovieron. Mi hija vestía un cándido vestido blanco, muy fluido, que se adaptaba a su esbelto cuerpo, y en la cabeza llevaba una corona de flores frescas que le hacía parecer aún más joven y delicada. Tenía un cierto aire de doncella medieval.

Hice un gran esfuerzo por contener las lágrimas que pugnaban por brotar. Recordaba mi matrimonio con su padre, y mil pensamientos acorralaban mi memoria. Dirigí la mirada hacia Cris, y vi en él a un hombre de edad avanzada —acababa de cumplir setenta y seis años— pero que luchaba contra el paso del tiempo. Se mantenía erguido y seguía conservando el porte distinguido que siempre le hacía sobresalir, sin él intentarlo. Él notó mi atención y sonrió. Fue un regalo. Abría el camino al entendimiento. Mi alma se serenó al compás de un rayo de sol que entró, potente, por la vidriera de la iglesia.

Volví a San Sebastián regenerada.

Todos esos acontecimientos me habían enfrentado a una reflexión sobre mi pasado. Echaba la vista atrás y me preguntaba qué hubiera sucedido si mis decisiones hubieran sido distintas; si hubiera permanecido con Cris; si no hubiera sucumbido a ese amor que inflamaba mi ser… o si hubiera tenido más paciencia y menos orgullo para esperar a Martín.

Cuando comprendí que esas elucubraciones eran estériles, que nada iba a cambiar, y que solo contribuían a aumentar mi desasosiego, tomé una resolución: mirar al futuro, poner calma en mi vida. Había tenido el privilegio de poder cuidar a mi madre en sus últimos años, y de dar a mi hija una relación de amor incondicional, tan rara de hallar, que había sido un regalo también para Marichu.

Decidí dejarme llevar por mi nueva existencia.