A la vera del padre
Tina estudiaba en el colegio de La Asunción, no tanto por tradición familiar, sino porque mi hermana había regresado del colegio de Auteil, y era una de las profesoras en San Sebastián. Su labor como educadora en París había sido encomiable y ahora le premiaban con el retorno a los suyos. Parecía como si un cierto orden se fuera instalando en mi vida.
Mi hija resultó ser una estudiante aplicada, en absoluto intimidada por el cambio de lengua. Al contrario, ella lo planteó como un reto que estimulaba su mente. Observé con inmenso placer que no solo se habituaba a las costumbres, clima y mentalidad tan diferentes a las que ella había conocido, sino que las disfrutaba a conciencia. Pronto hizo amigas y buscaba planes que a mí de niña me habían parecido un sueño: meriendas, cine y tenis en invierno; playa, vela y chocolatadas en el monte en verano. Mi hija tenía lo que yo no tuve.
Yo continuaba con un trabajo que siempre me gustó y para el que disponía de una cierta habilidad. Pero, además, el hecho de ocuparme de las personas dolientes, en un momento de necesidad, me procuraba una apaciguante gratificación.
La situación en el País Vasco era muy distinta de la que yo había conocido. El nivel de vida era muy alto, la ciudad estaba hermosa y cuidada, pero aún se producían esos asesinatos que, en el nombre de la libertad, cometen los tiranos de todas las latitudes. Aquellos que no permiten otro pensamiento que el suyo. Porque suya es la verdad.
Unos apuntes de nostalgia se colaban de vez en cuando en lo cotidiano. La primera vez que Tina acudió al colegio le llevé en el coche, y a la vuelta, me detuve en Uran Etxea. La preciosa villa que fue para mí el compendio del refinamiento y la alegría de vivir, yacía desarbolada como un barco en desguace; el que fuera palpitante jardín, asilvestrado; la casa estaba vacía y con las persianas cerradas, para que no pudieran escapar los felices recuerdos de su pasada existencia. A la segunda o tercera visita, la melancolía remitió.
Una tarde, cuando llevaba a Tina a las atracciones del Monte Igueldo, pasamos en el coche por delante de la villa en la que comprendí que jamás me tratarían como a una igual. Porque simplemente, a sus ojos, no lo era. Pero la alegría de Tina y sus dos amigas al descubrir ese mundo de ilusión, comenzó a introducirme en mi nueva vida, en la que no había lugar para el rencor. De ella provenía mi fuerza, y a ella había de destinarla.
Mi decisión de volver a San Sebastián y que mi madre viviera con nosotras supuso, para Marichu, el comienzo de una de las etapas más felices de su difícil existencia. La serena dulzura de su nieta justificaba todos sus desvelos y sacrificios del pasado. Al final, el ejemplo daba sus frutos. Yo también sabía ser una madre consciente.
Doña Solita y Edurne continuaban residiendo en el cómodo piso en el que viviera mi madre, mientras Julia estaba en París y yo en Kenia, pero yo las visitaba a menudo y ellas venían a casa continuamente. Cuando el horario me lo permitía, llevaba a las tres con Tina, a merendar a Otegui, un salón de té a la vieja usanza, donde los cruasanes se fundían en la boca y el chocolate vienés enardecía el paladar. Y ellas adoraban esa invitación.
Una tarde, Tina deseaba que su abuela y doña Solita la acompañaran a ver un vestido. Edurne y yo nos quedamos en Otegui saboreando la merienda.
—Gracias, Mayte.
—No me las des Edurne. Yo también disfruto viniendo aquí.
—No es únicamente por esto. Es por el cariño que me demuestras.
—¡Tú sí que me diste afecto cuando era niña! ¡Tenía tal rabia dentro de mí!
—Te entendía… Yo había sufrido algo similar.
—¿Tú, Edurne?
—Mi padre no quiso casarse con mi madre… Pasamos mucha necesidad. Doña Solita me acogió…
—¡Por eso me protegías, sabías lo que yo sentía…!
Tomé sus manos entre las mías:
—Siempre estaré a tu lado, Edurne.
Laura me había incluido en su grupo de amigos, y salíamos a cenar a los magníficos restaurantes de toda la provincia, con alguna excursión a Francia, o navegábamos en un pequeño velero por esa mar que yo tanto amaba. Poco a poco, las heridas superficiales en mi vanidad se fueron cerrando, y aquellas profundas del arrepentimiento y la ausencia, cicatrizando.
A partir de cierto momento, la relación con Cris se tranquilizó y empezamos a hablar por teléfono con frecuencia. Vino a vernos un par de veces y la actitud de mi madre me dejó asombrada. Le trató como a un hijo, con inmenso cariño, como si deseara compensar el mal que yo le había hecho. Tina pasaba parte de sus vacaciones con él en el cottage de Buckinghamshire, donde habíamos pasado tiempos tan felices. O bien se la llevaba a esos viajes que él consideraba, con razón, que eran la mejor escuela para abrir el espíritu.
En una de esas visitas me dijo que tenía algo importante que consultarme.
—Tú dirás, Cris. —Me sorprendió que quisiera pedir mi opinión—. Te escucho.
—Como sabes bien —enfatizó el «bien»—, no deseo seguir viajando tanto a Nairobi. Allí los recuerdos me abruman.
—¿Sigues colaborando con el gobierno keniano?
—Hasta ahora, sí. Pero acaban de ofrecerme un puesto, el último de mi carrera, que me permitirá permanecer en Londres.
Guardó silencio. Era consciente de que le costaba continuar con el motivo de esta conversación.
—Dime, Cris… ¿Qué te preocupa?
—No es una preocupación. Me jubilo dentro de un año, y entonces tal vez sería el momento de que Tina viniera a estudiar a Londres.
¡Era eso! ¡Quería quitármela! Intenté mantener la calma.
—No lo creo necesario. La niña practica aquí con sus clases de inglés, y más tarde, cuando sea un poco mayor, ya veremos.
—No te alteres, Mayte. No quiero quitártela. No es una venganza. Es por el bien de nuestra hija.
—Tiene apenas doce años. Es muy joven para vivir lejos de su madre. —Busqué más argumentos—. Además, para mi madre sería una tragedia.
—Bien. Era solo una idea.
El temor de perderla hizo que valorara aún más su presencia. Me prometí gozar de cada minuto.
Paralelamente, las confidencias entre Laura y yo se hacían más frecuentes. Nos necesitábamos. Hablábamos el mismo idioma. Siendo muy diferentes de carácter, o quizá por eso mismo, nos entendíamos a la perfección. La complicidad de la infancia se había transformado en algo aún más razonado, más arraigado.
Su relación con Gorka se había deteriorado en los últimos años. Sus diferencias en la forma de ver la política los distanciaba sin remedio. Era terrible ver cómo el pensamiento podía destruir, de manera insidiosa, una relación antaño tan sólida.
Los avatares sufridos por su familia daban a mi amiga una versión distinta a la de su marido. Yo asistí a una de las discusiones y, en aquel momento, comprendí que no había encuentro posible. Él consideraba los sucesos acaecidos en nuestra tierra como una guerra.
—¡Que no, Gorka! —respondía ella—. No es así. Aquí no ha habido ninguna guerra.
—Sí, es la lucha de dos visiones distintas —insistía él.
—Pero unos han asesinado a más de novecientas personas, y los familiares de esas víctimas no han cedido a la tentación de la represalia.
—¡Faltaría más!
—No, Gorka, no eres justo. Perder de manera brutal a un ser querido es lo más cruel que puede vivir una persona, y es humano que el dolor lleve a la venganza.
—¡Bonito discurso, y muy democrático! —Él ya estaba visiblemente acalorado.
—Pues sí. Las víctimas del terrorismo han dado una lección de máximo respeto a la democracia. Ni uno se ha tomado la justicia por su mano.
—No hay manera de hablar contigo —gritó—. ¡La pérdida de la fábrica os ha trastornado!
—Eso es falso. Todos nosotros tenemos profesiones que nos gustan. Yo no echo nada de menos.
—¡Pues yo sí! —Ya estaba trastornado—. ¡Me falta un poco de sosiego y de paz! Me voy.
—Es curioso que seas tú el que hable de paz… —dije con ironía.
—¡Lo que faltaba! Habla la africana. ¿Qué sabrás tú de aquí? —Y se fue dando un portazo.
Laura rompió el silencio.
—Ya ves que el amor no perdura. Menos mal que te tengo a mi lado.
—En efecto. Aunque mi experiencia fue distinta… —Mi voz estaba llena de recuerdos—. Tal vez el tiempo se hubiera encargado de deteriorar también nuestra relación.
—No lo creo. Quizá tú fuiste una de esas raras afortunadas que encuentran su media naranja.
—Peter cubría todas mis expectativas… —La memoria también podía ser un bálsamo—. Había pasión, que es tan importante, pero también destilaba ternura… Y es una combinación tan difícil… Me abrió un mundo nuevo, en su acepción más espiritual, el ámbito del amor al prójimo, al desconocido. Con él aprendí a valorar el amor.
—¡Sí que has sido afortunada!
—Tú también —seguí mi reflexión—. Cuando mi madre vino a vivir con nosotras, a mi vuelta de Kenia, la vida me dio la oportunidad de devolverle algo parecido a su amor incondicional.
—¿Qué quieres decir?
—Tú gozaste siempre de tu madre. Vuestro entendimiento era envidiable.
—Cierto, cierto. En cuanto a Peter… fue un amor muy sensual, ¿no?
—Y algo más. Con él hallé aquello que decía Stendhal: «De vez en cuando, necesito una conversación inteligente.»
—Pero eso también te lo daba Cris.
No quise entrar en un asunto que siempre me culpabilizaba.
—Laura, ¿sabes lo que he aprendido? —cambié de tercio—. La literatura actual incide sobre el amor carnal, pero el ser humano trasciende con su espíritu y puede tenerlo todo.
—¡Uf! Creo que voy a servirme un gin-tonic. Lo necesito para seguir esta conversación.
—Que sean dos.
—¿Quieres picar algo?
—No sé por qué, pero ahora recuerdo una frase que oí en la película La niña de tus ojos. Cuando le ofrecen en una recepción unos bocaditos, la señora responde: «No tomo nunca comida entre bebidas.»
—Siempre te gustó el cine. Recuerdo cómo escuchabas los relatos de las películas que yo había visto. ¡Los absorbías!
—Para mí, ese mundo irreal era el más auténtico. —Y susurré—: Hacía posible mis sueños.
—Volvamos al amor, Mayte.
—¡Es tan variado! ¡Tiene tantas vertientes!
—Explícate. Luego te diré lo que pienso.
Era una pura delicia conversar con mi amiga. Su inteligencia ansiaba conocer otros puntos de vista que enriquecieran el suyo. Sabía escuchar. Escrutaba las distintas propuestas y entonces entregaba su propia versión.
—Fíjate en el amor de tu madre y el de Marichu.
—En esa época nos parecía tan normal…
—¡Y no lo era! Porque ese amor incondicional es siempre un milagro.
—Conclusión: el afecto y la ternura nos rodean por doquier.
Su síntesis era perfecta, pero faltaba algo más.
—Sí, pero hay que saber reconocerlo y darle la importancia que tiene.
El sol se ponía sobre la mar, mientras nosotras saboreábamos el gin-tonic y nuestro entendimiento construido a través de los años y las vivencias. Una profunda sensación de bienestar sobrevoló sobre nosotras.
De pronto, recordé cómo me había aliviado saber que Cris había decidido permanecer en Londres. Era consciente del acierto. Por fin Tina había recuperado una familia: una abuela a la que adoraba, su tía Julia, con la que se llevaba de maravilla, y su padre, quien, aunque a dos horas de avión, estaba más cerca que si viviera en África.
Mi hija disfrutaba con esas relaciones, se enriquecía con ellas, pues su falta en Kenia le había hecho valorar su situación presente. En cuanto a mí, parecía que mi vida había empezado a tener sentido. Algunas de las heridas habían empezado a sanarse. Veía el pasado de manera distinta, y esa nueva óptica y la relajante naturaleza del norte originaron una serenidad parecida a la felicidad.
Una sola nube gravitaba, amenazadora, sobre mí. Marichu estaba cada vez más consumida, día a día su debilidad aumentaba. El médico, al que visitábamos con frecuencia, descubrió un corazón fatigado, cosa que a sus ochenta años era bastante natural, y le prescribió un tratamiento con el que mejoró. Pero lo que más nos preocupaba era su inapetencia, y un aire a veces ausente, que ella se apresuraba a disimular, en cuanto percibía nuestra inquietud.
Una noche en la que ella ya se había acostado, Julia me dijo que tenía la impresión de que nuestra madre se estaba despidiendo.
—En sus conversaciones abundan los consejos —me dijo—. Y nos repite lo mucho que nos quiere.
—Tienes razón. Dedica más tiempo a Tina, y le brinda su sabiduría, como si tuviera miedo a no alcanzar a transmitirle toda su experiencia.
—¡Está tan delgada! —La voz de mi hermana impregnada de tristeza—. Parece un pajarillo recién caído del nido.
—¡Qué pena, Julia! ¡Es el final!
Unas semanas después, Julia había venido a pasar la tarde, y yo había organizado una merienda para que Marichu no se cansara y mi hermana volviera temprano al convento. Estaba muy animada y con sincera expresión dijo:
—Maytechu, ¡cuánto tengo que agradecer vuestra compañía en estos años!
—Claro, madre —bromeé—. Es la vuelta de la hija pródiga, y Julia ha sido siempre la buena.
—Es cierto que Julia ha sido mi constante apoyo —respondió—, pero tú me has hecho también un regalo extraordinario: me has traído la compañía de un ángel. Eso ha sido Tina para mí.
—Madre… —yo estaba realmente emocionada—, tengo que agradecerle que nos haya dado el mejor ejemplo. Yo he cometido equivocaciones, pero aunque no lo he demostrado, sus enseñanzas me han sostenido en los malos momentos.
—Abuela, no me gusta verte triste… —dijo Tina, quejosa, y le acariciaba el rostro con tal ternura, que se me saltaban las lágrimas.
—Tienes razón —contestó Marichu, animosa—. Tengo que estar muy feliz. He tenido una vida hermosa. Gracias a vosotras. Habéis sido mi mundo.
Se fue a la cama y, al día siguiente, tardaba en aparecer para desayunar, ella que era tan tempranera. Fui a su cuarto y la encontré adormilada. Apenas tenía ganas de hablar y, asustada, llamé al médico, que vino rápido como una centella.
—Se apaga, Mayte, se apaga…
—¿Sería bueno llevarla al hospital?
—Tú eres enfermera. Cuando te di mi diagnóstico, comprenderías que tenía para poco tiempo.
—¿Qué hacemos?
—Rodearla de amor.
Llegó Julia, a quien había avisado mi hija. Cuando Marichu la vio, le pidió que rezara con ella. Julia la tomó de una mano, y yo de la otra, mientras Tina le acariciaba la frente.
Nos miró, sonrió y se fue a la casa del Padre.