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Por su bien

1992-1995

Al llegar a España, permanecimos tres días en Madrid para que Tina conociera la capital del país que poco a poco iba a descubrir. Le sorprendió la animación de sus calles y restaurantes. Tras la bucólica, y a la vez fiera, sencillez de Kenia, el bullicio de la ciudad le impresionó sobremanera.

En verano, las terrazas de Madrid estaban siempre muy animadas, y llevé a Tina a cenar a una que estaba al lado del Parque del Oeste. Recordaba que muchas veces había algún cantante con su guitarra y me pareció el lugar idóneo para mostrarle la alegría de su tierra.

En efecto, pese a ser temprano, había mucha gente. Turistas venidos de las Américas, Europa y Asia recalaban en la capital en sus viajes por varios puntos del país. En ese año, 1992, el optimismo reinaba en España: la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona habían conseguido dar a España mayor presencia mundial y un gran prestigio. Muchos esperaban los réditos de ese esfuerzo.

Los ojos de niña de Cristina se admiraban ante todas las novedades que descubría. De manera muy diversa, y a otra edad con la que yo me abrí al mundo, comenzaba mi hija a desvelar la infinita variedad de su herencia keniana, británica y española. Se la veía contenta, interesada, dichosa.

Por fin apareció el músico, que, armado de su guitarra, comenzó su repertorio con las clásicas canciones de la tuna, alguna ranchera y unas dulces habaneras.

Sin previo aviso, unas notas traspasaron mi corazón. Con voz melancólica, el cantante entonaba la única melodía que podía herirme, el Orfeo Negro.

A mi pesar, las lágrimas arrasaban mis ojos, incontenibles, quemando, torturando. Tina se asustó.

—¿Qué sucede, madre?

Sujeté mi pena como pude. No quería estropearle su primer día. De vuelta al hotel, ya en la cama, me costó conciliar el sueño, y cuando lo hice, la añoranza me llevó por los caminos que recorrí junto a Peter. Me desperté sollozando. Mis heridas seguían abiertas. Pero no podía llorar por un hombre cuya existencia mi hija no conocía.

Para colmo, pronto descubrí una cierta incomprensión de regreso en el país que me había visto nacer. Mi vida había sido muy distinta a la de mis amigos o mi propia familia.

La soledad era aún más cruel al haber esperado comprensión, tras las dramáticas situaciones que me tocaron vivir. Me querían, sí. Pero no podían entenderme. Tendría que resignarme. ¡A mí también me parecía extraño el anhelo que me había empujado a volver!

Por otra parte, ahora tenía la oportunidad de devolverle el gran tesoro de amor incondicional que me había otorgado Marichu. Por fin incorporaba a mi madre a la vida de su nieta. Mi madre no era muy mayor, pero la encontré abatida por una persistente fragilidad.

Tina, que al llegar conservaba tan solo un remoto recuerdo de su abuela, había comenzado a tejer una preciosa relación con ella. Ayudada por Laura, encontré un piso acogedor en Ondarreta, donde vivíamos las tres. Julia también había prometido visitarnos con frecuencia. Mi amiga también me recomendó en el hospital en que yo había estudiado, y donde empecé a trabajar de inmediato. Cada tarde, de vuelta a casa, me encontraba a nieta y abuela siempre juntas. Tina, aún vestida con el uniforme del colegio, enfrascadas ambas en los deberes del próximo día, en el comentario del último libro leído, o simplemente viendo una película, una vez terminadas las actividades previas. Y yo cada noche me reafirmaba en mi decisión del retorno.

El encuentro con mis primas, y alguna amiga, me había desilusionado. Yo venía de un universo del todo extraño para ellas. Y además, había infringido una serie de reglas que ellas consideraban infranqueables.

Por eso la visita a Julia que había planeado me llenaba de incertidumbre y, al mismo tiempo, lo deseaba con toda mi alma, sin saber muy bien qué esperaba.

Me dirigía hacia el convento donde ella había ingresado años atrás, y el corazón daba saltos de alegría en mi pecho, a la par que una cierta inquietud se amparaba de mi mente.

«¿Me habrá perdonado? —me decía a mí misma—. ¿Habrá olvidado mi ausencia en los momentos difíciles? ¿Habrá sabido disculpar mi ansia de felicidad, mi confusión, mi egoísmo?»

Pedí al taxista que pasara despacio por delante de aquella villa que fuera nuestro hogar. No me pareció tan imponente como en la época que allí habitábamos. Las camelias conservaban sus hojas de un verde luciente, pero, dado que era el mes de abril, ya no ostentaban las esplendorosas flores que me parecían realizadas en noches de luna por hadas expertas.

Detrás, la casita de Hansel y Gretel seguía representando la dicha sin nubes. ¡Qué pena haber sido entonces tan feliz y no haberlo comprendido!

La felicidad es algo tan escaso que, ahora lo sé, no se puede desperdiciar ni un instante. En aquella época, yo estaba demasiado preocupada por «nuestra situación», que yo creía inferior, para ver que tenía lo más valioso: dos amores, mi madre y mi hermana, que serían incondicionales. Pasara lo que pasara.

Luego la vida me llevó de aquí para allá, con sus deseos, ambiciones y necesidades, y dediqué escaso tiempo a la reflexión.

El conductor me sacó de mis elucubraciones.

—Hemos llegado. ¿Te encuentras bien? —preguntó.

En ese momento me di cuenta de que dos gruesas lágrimas resbalaban por mis mejillas.

Bay, eskerrik asko. Sí, gracias.

La tarde se presentaba templada, un sol clemente inundaba el parque que se extendía alrededor del colegio. Me preguntaba cómo la encontraría. Cuál sería su actitud después de esos años de silencio.

Una monja joven me condujo a un reducido parloir, que me produjo de inmediato una reconfortante sensación de intimidad. Al levantar la mirada del suelo impoluto, allí estaba ella: su estatura siempre le había dado un aire de natural elegancia, pero ahora sus ojos inteligentes desprendían bondad y compresión sin límites. Cuando extendió sus manos hacia mí, me abracé a ella como si fuera mi ancla de salvación.

—Mayte, hermana, ¡qué inmensa alegría me da tu visita!

—Julia… —comencé yo—, ¿o debo llamarte madre san Ignacio?

—¡Qué bien me hace que me llames Julia! Toda la felicidad de la infancia se agolpa en ese nombre.

Tomándole de las manos, le pregunté preocupada:

—¿Es dura tu vida? ¿Te encuentras bien aquí, entre estas paredes?

Ella sonrió con dulzura.

—Dios me ha dado la oportunidad de conocer un hogar sereno…

La interrumpí:

—¿«Sereno»? ¿Has olvidado todas las privaciones, y el dolor de nuestra madre al ser abandonada?

—Mayte, querida, la forma en que nuestra madre aceptó la voluntad de Dios, en las circunstancias adversas que nos tocó vivir, fueron la mayor enseñanza que podía recibir. Siendo muy joven, comprendí que la felicidad está en nosotros mismos, en el espíritu que nos empuja a superarnos y a ser mejores.

—Pero Julia… ¿y la ausencia del padre? ¡Ese abandono marcó nuestra existencia!

—Tú eres una luchadora, Mayte. Nuestro Señor te ha dado un carácter fuerte, que aspira a solucionar todas y cada una de las contingencias que se presenten. Yo, en mi debilidad, me abandoné a Él.

Lo dijo con tal entrega que tuve la certeza de que era feliz. Extrañada, pregunté:

—¿No echas de menos el amor humano, las actividades del mundo?

—¿El «amor humano»? Mis alumnas del colegio me quieren y confían en mí. Educar a nuevas generaciones, enseñarles el sentido de la vida, prepararlas para sus avatares, es mi misión. Y las amo en Su nombre.

Me daba la impresión de estar sobrevolando un mundo demasiado espiritual, algo incomprensible para mí. Pero la expresión segura de Julia me indicaba que poseía un secreto desconocido.

Su fino rostro se iluminó; me tomó las manos entre las suyas, y me fijé en ellas. Eran unas manos largas, delgadas y muy blancas, en las que las venas le daban un cierto matiz azulado, muy aristocrático.

La miré. Siempre fue de hermosura particular, pero ahora desprendía un aura de armonía que realzaba sus ojos oscuros, su nariz ligeramente aguileña y sus maneras pausadas.

Entonces, con mis manos entre las suyas, me atreví a hacerle la pregunta que me quemaba el corazón desde hacía tanto tiempo:

—Tu juicio sobre mi vida, ¿es tan negativo como temo?

—Querida Mayte, yo no te juzgo. No soy quién para juzgarte ni a ti ni a nadie. Pero a ti, además, me une el amor de dos hermanas, la complicidad… Conozco tu corazón.

—Es mérito tuyo —respondí—. Tu generosidad hace que me veas mejor de lo que soy. ¡Cuánto me he equivocado, Julia! Si tú supieras…

—Sé de tus ansias de bondad y tu búsqueda de la belleza. Si alguna vez te has equivocado, como nos pasa a todos, has sabido rectificar. Has tenido la humildad de cuestionarte y de volver a empezar.

—Julia… —comencé en un sollozo reprimido—. He destruido mi matrimonio. Cris es un hombre bueno, ¡al que he hecho padecer tanto! He perdido al hombre que amaba, que amo, como nunca creí fuera capaz de hacerlo.

Ella me acarició el rostro.

—Piensa en aquello que has hecho bien; en tu hija Cristina, que es una chica espléndida. Tú tienes parte esencial en esa educación.

—Es verdad. Pero me encuentro perdida, sin norte. No sé qué hacer con mi vida. No quiero volver a Londres; a veces tampoco encuentro sentido en permanecer aquí. No sé qué hacer.

—No te angusties. —Fue su respuesta—. Quédate aquí una temporada. Concédete tiempo para la reflexión. Nos harías tan dichosas…

Abrazada a Julia, le prometí que cumpliría su deseo.