12

La ausencia

Una tarde, mientras esperaba a que Tina regresara del colegio, oí unos gritos destemplados que provenían de la entrada de la casa. Salí a averiguar el origen del jaleo, me encontré con una joven africana a la que Muchiri impedía el paso. Esta, al verme gritó:

—Soy Rose, la amante de Peter.

—¿Qué quiere? —dije.

—Hablar con usted —respondió ella, más tranquila.

Al hacerla pasar al saloncito que daba al jardín, noté la inquietud de mi fiel ayudante, que decidió esperar junto a la puerta.

—Está bien, Muchiri. No te preocupes. Si te necesito te llamaré.

Ante mí estaba una mujer africana de notable hermosura. Era alta —podía pertenecer a la tribu luo— y de formas generosas, acentuadas por un ligero vestido de algodón de color rosa muy claro. El tono de la piel era oscuro, la nariz, muy recta y los labios, carnosos y sensuales. Un turbante de la misma tela envolvía su cabeza, con la gracia especial que tienen las africanas para los tocados. Le daba un aire de reina. Sus ojos despedían chispas, no sé si ante la humillación previa, o de rabia hacia mí y lo que yo representaba. Creo que mi aparente sosiego aumentaba su irritación.

Tomó posesión del sillón, como si quisiera establecerse allí para toda la vida.

—Quería conocerla. Saber por quién me había abandonado Peter.

—Él no me dijo eso. Me contó que ustedes ya no se veían.

—Es cierto, pero si usted no hubiera aparecido, seguro que él hubiera vuelto a mí.

—Eso es difícil de saber. —Me fastidiaba asistir a esa escena de rivalidad femenina—. Por desgracia, no podemos rehacer el pasado.

—Y que lo diga… —añadió, otra vez enardecida—. ¡Usted, con su ignorancia, le puso en peligro!

El corazón me dio un vuelco.

—¿Qué insinúa?

Apenas pude contener las lágrimas.

—Usted es wazungu. No sabe de nuestras costumbres, de nuestros ritos y rivalidades. Yo hubiera sabido aconsejarle.

—Él no lo quiso así. —Intenté mantener el control—. Le he recibido porque creí que buscaba el recuerdo de Peter, o algo positivo. Pero veo que no tenemos nada más que decirnos.

—Sí que queda algo. Escuche bien, wazungu. —Esta vez lo dijo con expresión de sumo desprecio—. ¡Ya ha colaborado a que maten a un hombre bueno! ¡No añada otro mal con su soberbia!

Muchiri entró en el salón al escuchar ese grito.

—La señora ya se iba. Por favor, acompáñala a la puerta.

Ella se levantó, muy digna, y desde el umbral amenazó:

—Te maldigo, estúpida extranjera. ¡Corres peligro, y tu hija contigo!

Aquella escena me había sumido en una honda desesperación. Yo podía haber tomado decisiones arriesgadas, pero la seguridad de mi hija tenía que estar por encima de todo. Sentí que el pavor me invadía y llamé a Silvia para contarle lo ocurrido y pedir consejo. Acudió con Carmen y fui en seguida al grano. Tras contarles la deplorable conversación, ambas permanecieron pensativas.

—Mayte, creo que deberías venirte unos días a la embajada —ofreció Carmen con generosidad—. Hasta que se aclaren estos extraños sucesos y los que me ha contado Laura.

—Te lo agradezco en el alma, pero la vida de Tina ha sufrido grandes convulsiones. Necesita su casa, sus amigas, que su padre venga a verla cuando quiera… En fin, normalizar su vida.

»Además —añadí—, tengo la compañía de Laura y de Gorka.

—Yo pienso —indicó Silvia— que, en efecto, es bueno que la niña esté en un entorno conocido. Sin embargo, podemos pedir unos askaris, o sea, unos antiguos policías, que cuiden la casa noche y día.

—De acuerdo. Me parece bien, aunque tanto Muchiri como Anne se están portando con una increíble dedicación.

—Sí, pero ellos salen y entran, van a hacer recados o a buscar a Tina —apuntó Silvia con acierto—. Necesitas que alguien experimentado controle la casa durante todo el día.

El dolor, tanto tiempo contenido, estalló en una tormenta de lágrimas que no fui capaz de contener. La angustia de poner a mi hija en peligro me carcomía. Me culpaba de todo lo que había hecho, y también de lo que Rose me adjudicaba. Estaba deshecha. Al verme así, Laura, que acababa de entrar, me cogió en brazos, como se consuela a una niña, acunándome en silencio.

—Se me ocurre otra cosa. —Silvia sonreía al hablar—. Si te parece, puedo venirme yo con Jimmy unos días. La gente sabe que fui policía y que mis conexiones son aún buenas. Algo es algo, ¿no?

—Mi buena y generosa Silvia… Cómo te lo agradezco…

La compañía de Silvia era el mejor bálsamo para mis tribulaciones. Conocía su país, la idiosincrasia de sus gentes, y poseía un innato sentido común que le hacía poner cada cosa en perspectiva. Una mañana, mientras desayunábamos sin prisa, pues ese día era fiesta en la embajada, me dijo:

—Te veo preocupada por las amenazas de Rose. —Parecía muy segura—. No le hagas ningún caso. Ella no sabe nada. No es más que la venganza de una mujer despechada.

—Ya, pero tú misma dijiste que tuviera cuidado con Kiki.

—Puedes estar tranquila. Hemos hecho circular por todo Nairobi que, al ser wazungu, Peter no te contaba nada.

—Entonces, ¿por qué siguen los registros en mi cuarto y en el de Laura?

—No logro entenderlo. No sé qué buscan. Hay que estar atentos.

Contemplamos el jardín, donde Tina y Jimmy jugaban como dos hermanos. De repente, Jimmy vino muy acalorado hacia su madre, seguido por mi hija.

—Mamá, ¡unos monos han entrado por el balcón del cuarto de Mayte!

En cuanto subimos al piso de arriba y cuando abrimos la puerta, vimos a dos monos colubus revolviendo con fruición en los cajones de mi cómoda. Se miraban el uno al otro como pidiendo aprobación sobre la lencería escogida. Palpaban el tejido con sus deditos y emitían pequeños gruñidos de satisfacción. Al vernos, salieron disparados por la ventana en una algarabía de chillidos, llevándose aquello que habían logrado atrapar. Ante mi estupor, Silvia soltó una alegre carcajada.

—¡Misterio aclarado! ¿A que Laura y tú dejáis las ventanas abiertas todo el día?

—Sí, para airear las habitaciones —respondí, perpleja.

—Pues acabas de sorprender a tus misteriosos atacantes, a aquellos que registraban vuestras pertenencias.

El único faro que debía dirigir ahora la travesía de mi vida era el bienestar de mi hija. Alejarme de Kenia suponía una suerte de traición a Peter, un deseo de abandonar aquella tierra que me había dado lo que tantos anhelan y nunca encuentran: el amor verdadero.

Pero las circunstancias me producían serios temores. El trágico asesinato de Peter, la insistencia de Kiki, las llamadas a la prudencia de Silvia —que conocía su tierra—, la inminente marcha de Cris a Londres, y de Laura a San Sebastián, me convencieron sobre la posibilidad, o tal vez conveniencia, de mi vuelta a España.

Además, Kenia sin Peter ya no era el mismo país. Lo que antaño me pareciera brillante, lleno de vida, fascinante y poético, ahora, sin él, se me antojaba apagado, triste, aburrido y banal. Cris volvería a Londres, para distanciarse del lugar que tanto amaba, pero que le había dado, además de años felices, días de dolor profundo.

Yo me sentía responsable de haberle hecho penar, pero, por más vueltas que daba a los acontecimientos en los que me vi envuelta, o que yo misma provoqué —para qué vamos a engañarnos—, sabía que nunca hubiera podido renunciar a ese amor avasallador.

Una única duda martilleaba mi cerebro: si hubiera entendido la dimensión de la tragedia que se avecinaba… Si hubiera obligado a Peter a abandonar el país antes de que acabaran con su vida… Pero el tiempo no vuelve atrás. Solo tenemos una oportunidad para tomar las decisiones que pueden trastornar nuestras vidas.

Y ahora tenía que resolver mi futuro, priorizando el bien de mi hija. Mi desconsuelo por la pérdida de mi amante me hacía anhelar el afecto de mi hermana, de los amigos de la infancia y de mi tierra, que creía olvidada y sin embargo me llamaba con insistencia.

Sentía nostalgia de su mar bravío y noble; de sus colinas verdes y luminosas; de sus bosques frondosos; del aroma fresco de sus campos y de la vida sencilla y feliz que fue mi infancia, sin que yo supiera valorarla.

En mis conversaciones con Cristina se deslizaba ese mundo ideal, que yo transmitía a mi hija sin darme cuenta de que ese universo habría cambiado tanto como yo misma. Un buen día, Tina me sorprendió preguntándome:

—¿Por qué no me llevas a San Sebastián? Era muy pequeña la última vez que estuve, y no me acuerdo de nada.

—¿De verdad te gustaría? ¿No echarás de menos tu colegio, a tus amigas?

—No creo. —Ella era siempre prudente en sus respuestas—. Muchas niñas se han ido ya a Inglaterra a estudiar y lo que tú me cuentas de España me da ganas de conocerla.

—Aquí gozas de libertad en estos espacios abiertos, grandiosos. España es mi país, pero para ti es un lugar desconocido. ¿No temes sentir nostalgia?

—Sé que tendré que adaptarme, pero siento mucha curiosidad.

—Necesitarás hacer un gran esfuerzo para estudiar en español.

—Madre, tengo que descubrir esa otra parte de mí.

—Lo entiendo, hija.

Reconocí en Tina esa voluntad de abrir las páginas del libro de la vida que yo, años antes, había seguido. Esa personita que yo adoraba reunía las mejores cualidades de Cris —sentido común, tenacidad, prudencia—, y alguna de las pocas que yo tenía, como el coraje y el entusiasmo por la vida.

Fue entonces cuando decidí darle aquello que era suyo: su país, España.

Laura y Gorka se habían marchado una vez terminada su misión en Kenia. Me apresuré a escribir a mi amiga contándole mi intención de regresar. Ella me contestó entusiasmada, ofreciéndose para buscarme una casa cerca de la suya, trabajo en el Policlínico, colegio para Tina y todo aquello que pudiera ayudarme a volver.

Hablé con Cris y le encontré bien dispuesto hacia nuestros deseos.

—Estaréis más cerca, y yo podré ver a Tina con más frecuencia.

—¡Qué alivio, Cris! —exclamé—. Temía que no te gustara.

—Me parece una gran idea. Tina lo necesita.

Mi sensato y generoso Cris, siempre pensando en el bien de su hija. Sentí de nuevo el remordimiento que me afligía cuando pensaba en él. Lamentar el dolor que le causé era el leitmotiv de mi vida. Permanecí unos instantes callada, y él entonces continuó:

—Quiero que vivas en Donosti con la misma comodidad con la que acostumbrabas en Nairobi. Y seguiré pasando la misma pensión, a menos que ese presupuesto no sea suficiente en Europa.

—Cris, Tina ya es mayor. Yo puedo trabajar… De hecho, Laura me está ayudando a buscar empleo. Así podría mantenerme.

—No quiero que mi hija sufra con el cambio. Al contrario, deseo que le sea provechoso.

Le agradecía su desprendimiento y su señorío en la forma de comportarse. Era el hombre que yo conocía. La mezquindad y el resentimiento, de nuevo, no tenían cabida en su alma.

—¡Dios te bendiga, Cris! ¡Qué buen padre eres!

—Sí, pero no supe ser el marido que tú necesitabas.

La frase se hundió en mi carne como la más afilada de las dagas. Y un sollozo se escapó de mi garganta, sin que yo pudiera contenerlo.

—Mayte, ¿estás bien? —interrogó su voz ansiosa—. Lo siento, no era mi intención…

—No eres tú, Cris. Es mi remordimiento por haberte hecho sufrir.

—Bueno… Cuando estéis en España, nos veremos más a menudo y podremos hablar con la calma que proporciona el tiempo transcurrido.

—Tina está deseando ponerse al teléfono. ¿Quieres que te la pase?

—Sí, por favor. Ya me dirás fechas, cuenta de banco y todos esos detalles prácticos y necesarios.

Nos despedimos con afecto y dejé que mi hija conversara con su padre. Me senté en el saloncito donde las dos trabajábamos en nuestras respectivas tareas. Las ramas de los flamboyanes se entrelazaban como dos amantes, acariciando los cristales de mi ventana.

De pronto, sentí una punzada de nostalgia. Aún no había partido, y ya me dolía dejar esa casa que había acunado mi felicidad y confortado mi desgracia. Adoraba su luz, su intimidad, su magia poderosa. Las casas tienen alma, y la de esta estaba henchida de vivencias que permanecerían adheridas a sus paredes.

Me asomé al balcón para ver el jardín. Una atmósfera tamizada flotaba sobre mi rosaleda, creada con tanto mimo por Arabella y por mí. Una súbita angustia se apoderó de mí. ¿Y si me equivocaba? ¿Nos aclimataríamos a la vida en San Sebastián? ¿Cometía un error al marcharme?

En uno de mis últimos días en Nairobi, quise organizar una despedida simbólica a la esplendorosa naturaleza que nos había regalado tantos momentos de gozo. Así que me fui con Tina, Jimmy y Silvia al centro de acogida de jirafas en Langata. Aquellos bellos animales, tan elegantes en sus movimientos, de dulce mirar y celosos de su privacidad, eran también unos golosos impenitentes.

Llevaba conmigo sus barritas de cereales favoritas. Ese día, un miércoles, había pocos turistas y pudimos instalarnos pegados a la barandilla de tosca madera. Sacamos las codiciadas golosinas, y al oír el chasquido del papel al abrirlas, acudieron tres o cuatro jirafas, las más osadas. Como si se tratara de un rito, coloqué la barrita entre mis labios y esperé.

Una de ellas acercó su potente cabeza y me miró con sus ojos aterciopelados. El manto sedoso que cubría su cuerpo relucía al sol, y poco a poco, con insólita suavidad en un animal de tal envergadura, tomó con sus suaves belfos el dulce obsequio, posando en mi boca un delicado beso.

Los niños aplaudieron y se prepararon para hacer lo mismo. Entretanto, el éxito de su compañera había provocado el interés de otras y nos vimos rodeados. Tina y Jimmy no mostraban el menor recelo y disfrutaron de lo lindo. Una atmósfera de armonía reinaba entre nosotros. Mas la nostalgia roía ya mi memoria.

—Imagino lo que estás pensando. —Silvia me acariciaba la mano—. Debe de ser duro tomar una decisión así.

—¡No te imaginas cuánto me cuesta!

—Tú te marchas a una vida nueva, a un proyecto, pero yo pierdo algo insustituible, una amiga.

—¡No digas eso! —Abracé a Silvia—. Volveremos a vernos. Tú vendrás a España, y yo volveré.

—Nunca será lo mismo.

—Os esperaremos en San Sebastián. —La pena me abrumaba, pero quería ser fuerte—. Te encantará la mar…

Callé sin más argumentos. Unos brazos me rodearon, sacándome de mi abstracción.

—¡Soy muy feliz! —Al oír la palabra «mar», Tina reaccionaba—. Estaré cerca de papá y veremos la mar todos los días. Como a ti te gustaba cuando eras pequeña…

Las dudas desaparecieron. Habíamos de volar.

Cuando lo tuve todo más o menos organizado, llamé a mi hermana. Su explosión de alegría me conmovió.

—¡He rezado tanto para que tomaras esta decisión!

—¿Qué quieres decir?

—Estaba preocupada con el deterioro de la situación en esa zona del mundo. Me parece que has escogido un buen momento para volver.

Me extrañó lo bien informada que estaba mi hermana dentro del convento. Asombrada también por su clarividencia, le pregunté:

—¿Por qué he de regresar?

—Por el bien de tu hija. —Fue su lacónica respuesta. Ante mi silencio, ella añadió—: Tu llegada me produce una inmensa alegría. Me pondré en contacto con Laura para prepararlo todo.

—Querida Julia, ¡siempre pensando en los demás!

—Bueno, pochola, que te va a salir muy cara la conferencia. Avísame del día y hora. ¡Qué ilusión volver a veros! Besos a Tina.

Esperé a que mi hija llegara del colegio en el jardín, impaciente por comentarle todas las ideas que me bullían en la cabeza. El esplendoroso atardecer de África nos encontró aún paseando entre mis amadas rosas, haciendo planes para abandonar esa tierra que había sido nuestro hogar durante tantos años.

Ya no albergaba ninguna duda. Tenía que ayudar a mi hija a volar.