El mensaje de Orfeo
1989
Laura alternaba sus visitas al dispensario de Turkana con estancias en mi casa. Ella me agradecía que la invitara, pero yo siempre le respondía que su compañía me hacía un bien infinito. Percibía su preocupación ante las decisiones que yo había tomado, y una tarde, mientras Cristina jugaba en el jardín y nosotras la observábamos, se atrevió a hacerme las preguntas que bullían en su corazón.
—Mayte, creo que eres feliz, pero me asustan las dificultades con las que tienes que enfrentarte.
—¿A qué penalidades te refieres?
Bien sabía yo lo que ella pensaba. También a mí me habían asaltado ideas inquietantes, pero las apartaba de inmediato. No quería que nada estropeara mi dicha.
—¿Cuál será tu futuro, Mayte? ¿Y el de Cristina? ¿Te quedarás en Kenia?
—No lo sé, Laura. Peter prefiere que seamos discretos con nuestra relación.
—Bien. Es importante que respetéis la situación de Cris… No os precipitéis, quiero decir, que ambos estéis seguros de lo que hacéis. Pero… ¿os vais a casar?
—Él todavía no me lo ha pedido, pero si lo hace, aceptaré.
—Si tenéis hijos, tendrás que quedarte en Kenia. Vuestra vida sería difícil en Europa.
—Las estructuras sociales han cambiado mucho, Laura. Ya no es como cuando éramos jóvenes. Además, si tuviera que vivir en Nairobi, sería feliz.
—¿Para siempre? Acabarás echando de menos España, tu tierra, tu gente…
—¡Qué equivocada estás! No me falta nada. —Pero no era del todo cierto—. Junto a él, la vida se vive dos veces. Su energía, su bondad y su talento transformaron mi mundo. Convierte cada día en una aventura que vale la pena.
—Es obvio que Peter tiene muchas cualidades. —Laura me sonrió al decirlo—. Pero ¿estás tan enamorada que no le ves ningún defecto?
—Los veo.
—¿Ah, sí?
—Sé que, a pesar de su inteligencia, es ingenuo; sé que se resiste a ver la maldad. Sé que su ansia de cambiar el mundo le hacen soslayar la realidad.
—Ten en cuenta que su «ansia de cambiar el mundo», como tú dices, puede conllevar peligros que acaben afectándote. —Su mirada reflejaba cierta alarma.
Entendí su preocupación. Laura era mi amiga de infancia, y a diferencia de los amigos de Peter, y ahora también míos, que le admiraban por encima de todo, ella barruntaba escollos en nuestra vida en común.
—Es cierto que pueden surgir conflictos, pero no podría ya plantearme la vida sin él.
Guardamos silencio unos instantes.
—En cuanto a Peter, acepto que nunca he sido objetiva —reconocí con humildad—. Le quiero con sus defectos.
—Eres muy generosa. —De nuevo Laura se mostraba burlona.
—Pero las faltas que tiene son aquellas que no me incomodan. ¡Y sus cualidades me gustan muchísimo!
Las dos soltamos una carcajada, y luego Laura exclamó:
—Pase lo que pase, yo estaré siempre a tu lado.
Y no era la única. También Arabella me ofrecía su generoso apoyo en el día a día. Archie lo hacía a regañadientes, según supe por Peter, pues le parecía que su antigua amistad con Cris le demandaba lealtad. Ella le había convencido de que yo era la parte más débil, que no tenía familia a la que acudir, y sí mil dificultades al ser una mujer sola y wazungu. El caso era que ahí estaban los dos, acompañándome en esa época de mi vida, fascinante y un tanto atormentada.
—Estoy asustada, Arabella.
—El viaje no ha podido salir mejor. Es todo un éxito, y Peter ha sido recibido con suma deferencia.
—Eso es precisamente lo que me produce más temor. Los triunfos de Peter pueden producir un resquemor que, al ser manipulado por quien le odia, origine su desgracia.
—Será posible… Pareces una sibila. ¡Aquí me tienes sano y salvo! —exclamó Peter.
Corrí a su encuentro, y me apreté con fuerza a su cuerpo musculoso, como si quisiera protegerle de todo mal. Nos besamos olvidando la presencia de nuestros amigos. Ellos iniciaron su marcha hacia la puerta, sin decir nada, pero yo sentí sus pasos quedos, y me volví a ellos con radiante de felicidad:
—Por favor, no os marchéis. Habéis compartido conmigo la preocupación. Alegraos con nosotros de la dicha. Quedaos a cenar.
Se miraron el uno al otro y aceptaron la invitación. Tomamos unas copas, mientras se cocinaban las patatas para la tortilla española con jamón, que era uno de los platos favoritos de Peter.
Le pedimos que nos contara aquello que no había aparecido en la prensa, todos los pormenores importantes que ansiábamos conocer.
Archie preguntó:
—¿Es cierto que el primer ministro británico tuvo una larga y privada conversación contigo? —subrayó la palabra «privada».
—Se dicen muchas cosas…
Me dio la impresión de que Peter mantenía una reserva, que no usaba habitualmente con estos amigos. Entonces Arabella, optimista, pronosticó:
—Peter, estás destinado a un futuro brillante.
—No es eso lo que me impulsa a actuar.
En ese momento entraron Laura y su marido.
—Llegáis en el momento oportuno —intervino Archie—. Hablábamos del resultado del viaje.
—Tenemos una sencilla tortilla de patatas, algo de queso, un buen vino, y una conversación interesante. ¿Os apetece?
Yo había lanzado la invitación con ganas de que Laura y Gorka se quedaran. A Peter le encantaban mi amiga de la infancia y su marido. Se encontraba muy a gusto con ellos, y Gorka tenía siempre información interesante sobre la situación en los apartados pueblos de las distintas regiones del norte, de los que acababan de regresar y adonde habrían de volver en breve.
Cuando hubimos preparado la comida y puesto la mesa, nos sentamos a cenar y recuperamos el tema del aperitivo:
—Yo le auguraba un brillante recorrido a nuestro joven ministro —recordó Arabella.
—Y Peter nos respondió que no era ese su objetivo —añadí—. Pero ya lo sabemos. Eres un idealista.
—Peter, tus ideas son beneficiosas para el progreso de Kenia, y te auparán al cargo más preeminente del país —afirmó Gorka, convencido.
—No lo digas muy alto. Ya tengo bastantes enemigos.
—Peter, cuando hablas así me atemorizas —dije, angustiada—. Por favor, no mientes la desgracia.
—Mayte, este país necesita limpieza. Es necesario que elijamos a políticos que encaren su cargo, como un servicio a la nación —me contestó él, un poco irritado por mis constantes avisos de prudencia.
Entonces intervino Laura:
—En todas partes hay corrupción. También en los países europeos. No debe de ser tan fácil erradicarla.
—Es inherente a la naturaleza humana: avaricia, vanidad, afán de dominio, etcétera —respondió él—. Pero Kenia es una tierra llena de posibilidades, y me apena ver que no las desarrollamos porque algunos dirigentes están más preocupados por su ganancia personal que por el bienestar de sus gentes.
—¿A qué posibilidades te refieres? —preguntó Archie.
—El actual modelo capitalista tampoco ha dado resultado. La adoración del Becerro de Oro ha generado, a mi parecer, una deshumanización que, bajo bellas palabras como «justicia social» y «progreso», acaba abandonando a los más débiles: ancianos, niños, nacidos y no nacidos, y a los enfermos.
Me fascinaba oírle, pues creía en lo que decía. No cabía duda de que trabajaba por un mundo más justo.
—Creo que sé lo que quieres hacer —reflexioné en voz alta—. Y es admirable. Pero tienes que ser astuto.
Arabella, que seguía la conversación en silencio, intervino:
—Lo que es injusto y peligroso es que los poderosos sigan marcando las pautas a los países menos ricos.
—Sé que un mundo ideal nunca será posible —repuso Peter—, pero los africanos, si vivimos libres de influencias externas, podremos buscar el equilibrio entre nuestras tradiciones y el inevitable progreso.
—¿Cuáles son esas tradiciones? —preguntó el marido de Laura.
—Escuchar a los ancianos, el amor profundo a la tierra y el respeto a nuestra magnífica naturaleza.
—Esos postulados serían válidos para cualquier nación —afirmó Laura.
—De acuerdo. Pero es aún más importante para nosotros. No podemos perder el alma africana.
—¿Qué quieres decir? —Esta vez habló Archie.
Peter permaneció un instante pensativo. Entonces, para asombro de todos, yo intervine:
—Laura y yo lo hemos visto en las misiones y proyectos que hemos visitado. —Y ante la mirada inquisitiva de los demás, continué—: Hemos visto a hombres y mujeres trabajando para ayudar, y sin ningún interés crematístico o de influencia. En Kianda, hemos visto a mujeres de otros continentes que enseñaban a las mujeres africanas a creer en su dignidad y en ellas mismas; a conseguir su independencia a través del trabajo; a contribuir a la construcción de su país; a valorar su libertad por medio de la educación…
—¡Bravo! —me interrumpió Peter—. Has definido a la perfección lo que pretendo: un mundo de equilibrio, en el que la mujer se incorpore de pleno derecho a la tarea; donde los que más tienen puedan sentir el sufrimiento y la precariedad de los desfavorecidos. Y lo remedien.
—La labor desarrollada por estas asociaciones es admirable, y muy eficiente —me apoyó Laura—. Peter, ¿conoces Kianda?
—Sí. Fui a dar unas conferencias sobre economía rural. Es un magnífico centro de formación. De allí salen las chicas con esos elementos fundamentales que ha mencionado Mayte: educación, trabajo, libertad, independencia y dignidad.
—¿Y has estado en Kangemi? —preguntó Laura.
—No, pero Mayte me ha contado la visita que hizo contigo. Esos proyectos son vivificantes para Kenia.
La conversación rodó agradable e interesante, pero yo comenzaba a desear la presencia de Peter para mí sola. Laura, que tan bien me conocía, levantó la reunión, y Peter y yo permanecimos en el porche gozando de la noche templada y contemplando el límpido cielo en el que centelleaban mil estrellas. Al cabo de un instante de silencio, a pesar del riesgo de enfadar a Peter, volví a implorarle:
—Peter, ten mucho cuidado. Ya ves cómo todo el mundo habla de tu buen hacer y cómo, día a día, crece tu popularidad.
—Mayte, my tea… —bromeó—. Siempre preocupada… Todo ha ido muy bien en las últimas reuniones. ¡No temas!
—Sé que tú estás confiado, pero siento que nos amenaza un mal soterrado, algo indefinido… pero al mismo tiempo tan real…
—Reflexiona. Mi tío Thomas fue asesinado. ¿Crees de verdad que se puede repetir la historia? Por índice de probabilidades, es muy difícil.
—Pero tú estás haciendo la misma cruzada contra la corrupción. Además, Nicholas teme tu valía y…
—Chisss… Ven aquí.
Y me tomó entre sus brazos, donde permanecí con los ojos cerrados para sentir con más intensidad la fuerza de ese instante.
—Nuestra existencia está plagada de enseñanzas para quien tenga la mente abierta. Aquel que te hiere, te está regalando una inestimable lección.
—Peter, esa filosofía es muy bonita, pero aquí se trata de personas malignas.
—Cada problema, analizado de manera conveniente, puede ser una puerta a una nueva oportunidad.
—Ya lo sé. Tú siempre dices que «la reflexión es fundamental». No todas las dificultades traen desgracias… pero, Peter, convéncete: ni aquí ni en ningún lugar, las cosas son siempre lo que parecen.
—¿No eras tú la que me enseñaste un refrán de tu tierra: «hacer de la necesidad, virtud»?
—Peter, ¡cuídate de aquellos que no soportan tu superioridad! Intenta ser más cauto, esconder tu anhelo, hablar con ellos, y así, estando atento, desentrañar su juego.
—Se pierde tanta energía intentando comprender sus fines…
—Tú ya conoces su debilidad. No la combatas con tanta rotundidad. Espera tu momento.
—He de trabajar por algo positivo, algo que dé frutos para este gran país. Las intrigas me cansan y me roban tiempo que podría emplear en algo más útil.
—¿Será posible que no me escuches cuando solo te pido que seas más cauto? Tu actitud no es nada inglesa, y tampoco africana. ¿De dónde viene esa filosofía tuya?
Vi que apreciaba el cambio de tercio. Quizá mi insistencia le hacía sentirse acorralado, y él era un ser libre, un águila que necesitaba alzarse a las alturas para poder respirar y ser él mismo.
—Mi tío Tom, que, como sabes, era católico, me enseñó algunas normas de su religión que me han servido de reflexión.
—Sí, pero… —intenté interrumpir.
—Déjame acabar, por favor. ¿Te has parado a pensar en las bienaventuranzas? «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.» Si todo aquel que se dedicara a la política lo hiciera con un corazón limpio, para servir a los ciudadanos, el progreso iluminaría los pueblos.
—Seguro que tus amigos indios también te han influido.
—Así es. De niño frecuentaba sus casas y me gustaba estar en ellas. La estructura familiar, unida y sólida, sus reflexiones sobre la existencia, su manera de encarar la vida, me atraían de forma poderosa.
—Peter, ¿a qué hora te vas mañana? —corté así sus reflexiones—. Cuando vuelvas, ¿vendrás aquí, o irás directamente al museo?
—Sabes que, por tu bien, prefiero que llevemos nuestra relación de manera discreta. Es un momento político delicado.
—¿Ves como mi intuición era atinada? ¡«Delicado»! ¡Estás en un momento crítico!
—No exageres. Tenemos que tener cuidado. Eso es todo.
—¿Entonces…?
—Es posible que tenga que ausentarme unos días. Si quieres, te dejo un mensaje en nuestro fiebre amarilla preferido.
Me gustaba que me dejara románticos mensajes en el fiebre amarilla del hotel Stanley. Desde nuestro encuentro en el Monte Kenia, estaban siempre firmados por Orfeo. Yo me sentía una heroína de leyenda, la Eurídice que, si fuera necesario, sería rescatada por mi héroe de las profundas simas del mismísimo infierno.
Necesitaba sentir su cariño, su proximidad, su contacto, su aroma. Comencé a acariciar sus manos, nervudas, grandes, pero con una piel increíblemente suave. Por fin apartó sus pensamientos y dio rienda suelta a su pasión y su ternura, en una manifestación de su amor que me envolvía como un torrente incontenible, como un fuego que abrasa la piel, un hálito de eternidad que me hacía olvidar tensiones y temores, y que me hacía participar en el pálpito de la vida, hundiéndome con placer infinito en la unión de cuerpo y alma.
Nuestros cuerpos se unían en una danza de delirio insondable, y en los momentos de éxtasis, cuando el placer alcanzaba su cenit, me gustaba abrir los ojos y ver su expresión de goce infinito. Entonces me miraba y nuestras almas se anudaban con un amor sin fronteras.
Después, en ese ambiente relajado, volví a la carga:
—Cris y yo no vivimos ya juntos. Tal vez, podríamos…
—Nada me gustaría más que despertarme y tenerte a mi lado. Yo soy soltero pero tú, legalmente, eres aún la esposa de Cris. Hagamos las cosas con respeto para todos: hacia tu marido, tu hija y tú misma.
—¡Quiero estar contigo! No depender de una llamada para verte.
Me miró con expresión intensa y pidió:
—My tea, ¿quieres casarte conmigo?
Así fue su despedida.
Tal como habíamos acordado me acerqué al Stanley, a ver si tenía un mensaje suyo. La habitual animación reinaba en la terraza del Thorn Tree Café, donde el inmenso fiebre amarilla extendía sus largos brazos, como si quisiera amparar a todo aquel que se refugiara bajo su copa. Granjeros con sombreros de ala ancha para protegerse del sol, sólidas botas de cuero para guardarse de serpientes y otros peligros, y unas hermosas mujeres vestidas con ligeros vestidos de algodón charlaban mientras bebían deliciosos gin-tonics, ginger-ale o refrescantes zumos de frutas exóticas.
El tronco ancho y sedoso estaba cubierto de un manto amarillo brillante, que me seguía asombrando después de tantos años en Kenia. Busqué con impaciencia su mensaje. Entre tantos, no me fue fácil.
«¡Cuántas vidas, cuántas historias de amor o desventura habrá contenido este hermoso árbol!», pensé.
Por fin lo vi. Ahí estaba el pequeño mensaje de Peter, escondido en un pliegue de la corteza. El corazón comenzó a latirme con fuerza inusitada. Éramos amantes desde hacía muchos meses, y sin embargo yo sentía la misma emoción cada vez que oía su voz o aguardaba sus noticias.
Leí con avidez:
AMOR DE MI VIDA, ESTA MAÑANA PARTO PARA KISUMU, DONDE ME HAN LLAMADO PARA UN ASUNTO URGENTE. REGRESARÉ PARA LA INAUGURACIÓN. ESTARÁS PRECIOSA Y HABRÉ DE EMPEÑARME PARA QUE MIS OJOS NO TE SIGAN SIN PODER EVITARLO.
ORFEO
Tendría que pasar tres días sin verle ni saber de él. Ese viernes, él estaría en el museo, inaugurando la exposición de jóvenes pintores españoles, como el ministro más prometedor de la Administración. Me miraría con esos ojos inteligentes, llenos de ternura y comprensión. Y yo sentiría una inmensa felicidad, como nunca había sentido en mi vida. En realidad, me seguía pareciendo imposible el hecho de haber encontrado a un hombre tan cercano a mi mente y que colmaba de manera absoluta mi ser. Y haberlo hallado en el corazón de África, tan extraño a mi origen, tan alejado de mi mundo. Con tantas barreras que superar…
Una súbita angustia se apoderó de mí. ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué nos deparaba el futuro? Apartar los malos pensamientos. Aun así, las horas parecían eternizarse. Se deslizaban con una lentitud perversa.
El ansiado día amaneció con un espléndido cielo carmesí y unos jirones de nubes doradas. Hasta el firmamento compartía mi pasión. Pasé la mañana inmersa entre nubes de anticipación, saboreando ya el encuentro. Puse más empeño que nunca al arreglarme.
Elegí un vestido verde esmeralda que realzaba mi pelo oscuro y mis ojos claros. Él me había regalado, como recuerdo del día que nos conocimos, unos sencillos pero maravillosos pendientes de tanzanitas que acaparaban toda la luz que hubiera a su alrededor, prestando a mi rostro fulgurantes destellos.
Mientras me vestía, la canción de Orfeo y Eurídice asaltaba mi memoria, y el recuerdo de Peter me hacía temblar como una hoja. Rememoraba su mirada tan profunda, tan veraz; su voz masculina y tierna. Mi piel revivió sus caricias tan sabias, tan dulces… Recordé tanto y tan bien, que me apresuré para coger mi coche y volar a su encuentro. Peter deseaba ser discreto. No quería que nuestra relación fuera pasto de comentarios. Por tanto, prefería que cada uno permaneciera en su casa, y que incluso acudiéramos a las invitaciones por separado.
—Para protegerte —explicaba—. Este es un país complejo. Muchos wazungus creen que al llegar a África todo les es permitido. Y se equivocan. El respeto es necesario para la convivencia.
Ya dentro del coche, la frase «¿Quiere casarse conmigo?» me daba alas.
Me emocioné tanto al recordar esa frase que casi me equivoqué de camino. Enfilé la avenida Uhuru, que ascendía hacia el museo. Lo conocía bien, había visitado muchas veces sus salas, y siempre me detenía con placer y curiosidad a contemplar las interesantes e instructivas acuarelas de Joy Adamson, que describía admirablemente las distintas tribus y personajes de Kenia. Sin embargo, era la primera vez que llegaba con la ilusión de una adolescente —iba al encuentro de mi primer amor— y con la pasión de una mujer —sabía bien lo que quería.
Los embajadores me recibieron con el cariño de siempre. Muchos de nuestros amigos asistían a la inauguración; no obstante, yo ansiaba que él llegara, que mi mirada se cruzara con la suya, para volver a sentir la vida palpitante recorriendo todo mi ser.
Pero él no apareció. En su lugar, y con bastante retraso, vino el viceministro para proceder a la inauguración.
Tras la ceremonia, en cuanto fue posible, me acerqué a él.
—¿Qué le pasa a Peter? ¿Por qué no ha venido?
—No lo sé. Me ha mandado llamar para que le sustituyera en este acto oficial. Creo que ha encontrado problemas en la finca.
—¿Qué tipo de problemas? —pregunté sintiendo el amargo sabor de la angustia.
—Antes de partir, me dijo que le habían pedido que se acercara a Kisumu, pues habían surgido obstáculos que debía solventar.
—Algo así me escribió en una nota a mí también.
—No te preocupes, Mayte. Mañana tendremos noticias suyas. Ya sabes cómo es Peter. En cuanto pueda, avisará.
Sonreía, pero sus ojos estaban velados por una inquietante expresión. Tuve la impresión que intuía algo que le atemorizaba.
Habían pasado ya dos días y seguía sin noticias de Peter. Yo intentaba tranquilizarme con mil argumentos. Era cierto que se encontraba en un momento de mucho trabajo; que las tensiones por el poder eran numerosas, y los varios candidatos, poderosos; y que a veces no era fácil comunicarnos porque él insistía en extremar la discreción, sobre todo por mi bien.
Necesitaba recordar nuestra última conversación:
—Deseo mantenerte al margen de mis problemas —insistía—. No quiero que, en la carrera por la presidencia, puedan utilizarte para hacerme daño. Estoy decidido a ahorrarte ese sufrimiento.
—No estoy de acuerdo. Debería saber lo que te preocupa. Puedes confiar en mí.
—En nadie confío más que en ti. Sé que mi bien es el tuyo, pero, por tu seguridad, es mejor que ignores ciertos asuntos.
Permaneció cabizbajo durante unos instantes. Luego me abrazó y pareció reanimarse.
—My tea, ¡nos espera una vida fascinante! Ten paciencia.
Y se dispuso a marcharse al ministerio, donde tenía que ultimar unos documentos. Ya en el vano de la puerta, me gritó con entusiasmo:
—Dejaré a mi amada Eurídice una nota de amor en el árbol del Stanley. —Y me repetía una y cien veces—: ¡Nos espera una vida fascinante!
Aunque releía continuamente la nota para darme valor, la inquietud me asaltaba a cada instante. Esa mañana, dieciséis de abril, sonó el teléfono muy temprano. Era Silvia Dan, la encantadora secretaria de la embajada.
—¿Qué sucede, Silvia?
—Desearía verte. ¿Puedo ir ahora?
—¿Le ha pasado algo a Jimmy?
—No, está bien. Querría hablar contigo. Te lo agradecería.
Aguardé la llegada de Silvia con creciente desasosiego. A medida que pasaban los minutos, la certeza de que algo terrible había sucedido iba creciendo en mi interior. La llamada de Silvia Dan, tan escueta pero preocupada, me había hecho comprender que iba a personarse para contarme algo decisivo.
—Por favor, Mayte, espérame. No salgas de casa hasta que yo haya llegado. Te lo ruego. He de hablar contigo —insistió.
—Pero Silvia, ¿no puedes adelantarme de qué se trata? ¡Me estás preocupando!
—Ahora no puedo hablar. Lo que debo contarte es privado. Ten paciencia. No tardaré.
En efecto, al poco tiempo aparecía su coche por la entrada de mi casa. El fiebre amarilla del jardín se engalanaba con sus flores de un rojo esplendoroso; el sol brillaba con fuerza en esa preciosa mañana de abril, y mi corazón se negaba a dejar pasar el temor que se había ido adueñando de mi mente.
Al entrar, acompañada de Carmen, la expresión de ambas me dejó petrificada. Estaban desencajadas y era obvio que la noticia era terrible, y que yo iba a saberla al instante. Me temblaban las piernas y sentí que flaqueaba. Me senté al borde del sofá más próximo, como si fuera un autómata.
—Aquí no… —habló Silvia—. Es mejor que hablemos en un sitio retirado. Donde tengamos total privacidad.
—Seguidme, por favor —dije con un hilo de voz.
Una vez en la biblioteca, cerró la puerta y la ventana con cuidado, comprobando que estábamos totalmente solas.
—Mayte… —Le era difícil comenzar—. Quiero que sepas que lo que debo decirte es de suma reserva. Yo lo he sabido porque mis antiguos compañeros de la policía me lo han contado y he querido advertirte.
—Tú dirás. Continúa… ¡Me tienes en ascuas!
—Son malas noticias, y siento un hondo pesar al tener que dártelas.
En ese instante comprendí que era algo relacionado con Peter, aún secreto y que debía ser tratado con la mayor prudencia.
—Mayte, querida Mayte… —Un hondo suspiro se escapó de su pecho.
—¡Sigue, por favor!
No podía soportar por más tiempo la amenaza que gravitaba sobre mí.
—Han encontrado muerto a Peter Mboya.
Mi corazón estalló en mil pedazos, y una ira irracional me empujó a gritar.
—¡No es cierto! ¡Es imposible! Es el mejor hombre de Kenia… ¡El presidente le había mandado llamar! Por eso no pudo asistir a la inauguración.
Los ojos de Silvia se llenaron de lágrimas mientras Carmen tomaba mis manos y me abrazaba con fuerza. Silvia repitió con inmensa ternura:
—Lo siento. Me duele darte esta terrible noticia. Pero he preferido ser yo quien te lo dijera.
El mundo se detuvo a mi alrededor. Me negaba a admitir semejante horror. Mil conjeturas se formaban en mi cabeza, para desbaratarse de inmediato. Ella me dejó asimilar la muerte, y que fuera yo quien hiciera las preguntas que poco a poco despertaban en mí.
—¿«Muerto»? ¡No puede ser! Hace unos días estábamos juntos en Kisumu…
La miré de nuevo. Su expresión denotaba una gran tristeza. No había duda: era cierto.
—¿Ha sido un accidente? ¿Qué ha sucedido?
—Lo que voy a decirte es terrible. —Carmen me cogió de nuevo de las manos, y haciéndose fuerte ella misma, añadió—: Le han encontrado muerto cerca de su finca de Kisumu. Todo apunta a que ha sido asesinado.
Un rugido de fiera salvaje brotó de mi garganta.
—¡No! ¡Dios mío! ¡No, no! —Y trastornada, añadí—: ¡Mentirosa! ¡Fuera de mi casa! ¡No puede ser verdad!
Dejaron que la tragedia se abriera camino en mi realidad. Yo, por mi parte, me levanté de repente y comencé a recorrer aceleradamente la habitación. Por fin, mirándolas de nuevo, pregunté:
—¿«Asesinado»? ¡No tiene sentido! Un ser tan recto, tan decente… ¿Y por qué? ¿Qué mal había hecho?
—Es muy pronto para saberlo, pero hay varios sospechosos. Puede ser la venganza de Rose, su antigua novia, que le había amenazado; o la rabia de su primo Ngeru, quien le había solicitado un puesto que Peter no quiso darle.
—Pero… ¡Silvia! Esas no son razones para matar a nadie…
—Lo son para algunas personas que no respetan la vida, que no creen en nada y que valoran la venganza como derecho.
El dolor comenzó a adueñarse de mi cuerpo. Roía con fiereza mis entrañas, la cabeza era una amalgama amarga de sangre y pasión, me faltaba la respiración… De repente, la vista se me nubló y en un torbellino imparable, caí al suelo. Recobré el conocimiento en brazos de Silvia, mientras Carmen se afanaba para que yo recuperara el sentido.
Ese día, algo se rompió dentro de mí: la felicidad hallada, al desvanecerse de manera tan brutal, arrancó una parte de mi ser.
Al día siguiente, al ver a Laura en el umbral de la puerta, sentí un momentáneo alivio. Necesitaba un apoyo seguro, pues presentía que la verdad de los hechos resultaría de una despiadada crueldad. La mirada que se dirigieron Carmen y ella me heló el corazón. Quería, y al mismo tiempo rehuía, conocer las circunstancias de la muerte de Peter.
—¿Cómo has dejado a Gorka? —Mi voz sonaba metálica, sin vida.
—No ha podido acompañarme. Era imposible dejar los dos el dispensario. Habíamos reunido a enfermeras locales, para quien esa formación es vital.
—Lo entiendo, Laura. Ese curso puede colaborar a salvar muchas vidas.
Esperábamos a Silvia Dan, que, desde el inicio de esa pesadilla, había desplegado una extraordinaria eficiencia. Su pasada experiencia como policía le procuraba unas magníficas conexiones para indagar la verdad. Tras desaparecer unos minutos volvió acompañada por Paco, el embajador. Tanto él como Carmen se habían convertido en mis ángeles custodios, en este drama que estaba padeciendo.
—No sé si es bueno que conozca toda la verdad —susurraba Silvia a Carmen. Mi fino oído escuchó las últimas palabras.
—¡Quiero saber cómo, por qué y quién mató a Peter! Ha destrozado mi vida.
—¡Es terrible lo que tengo que contarte!
—¡Comienza ya! —ordené con furia.
—El ministro Mboya salió para su finca de Kisumu, el…
—Lo sé —interrumpí—. Me dejó una nota avisándome y concretó que nos veríamos en el museo.
—El viceministro Ngabe esperó su regreso —retomó Silvia—, pero alguien llamó de parte de Peter para decir que se había retrasado y que él inaugurara la exposición en su lugar.
—Así es —comentó Carmen—. Cuando vimos llegar a Ngabe, jamás imaginamos lo que se descubriría después.
—La señora Mboya, madre de Peter, es muy anciana —continuó Silvia—, y su hijo suele llamarla todos los días. Al cabo de dos días sin tener noticias de él, alertó a los parientes y al ministerio, e incluso intentó hablar con el presidente.
No pude contener un gemido; entendía el dolor de la madre.
—Esa anciana señora —aclaró Silvia— había dicho a la policía que estaba muy preocupada, pues no era usual que su hijo no la telefoneara.
—Y yo me tranquilizaba pensando que en las últimas semanas acumulaba trabajo y preocupaciones —susurré—. Que estaría ocupado…
Tomé fuerzas y pedí:
—Silvia por favor, cuéntamelo.
—El encargado de la finca estaba con Peter el once de abril, cuando unos hombres vinieron a buscar al ministro.
—¿Quiénes eran esos hombres? —pregunté.
Carmen y Laura guardaron silencio.
—El ayudante dice no conocerlos, pero no sabemos si miente; tal vez por miedo a represalias, si los delata.
—Pero Peter se fue con ellos de buen grado, ¿no? ¿Le forzaron a seguirlos?
—No mostró ningún recelo y se fue con ellos.
La angustia trepaba por mi garganta.
—Y esa noche, ¿a qué hora volvió?
Silvia estaba desolada. Seleccionaba las palabras a fin de mitigar el horror de su relato.
—A la mañana siguiente, el doce, al comprobar que no había dormido en casa —respiró con dificultad—, fueron a casa de su antigua amante, Rose, por si estaba allí.
Me miró para comprobar si yo conocía esa historia.
—Sigue —animé a Silvia—. Conocía esa pasada relación.
—Durante horas, le buscaron por todas partes. Pero no hubo suerte. Cuando despertaron el trece de abril, encontraron una nota que mostraba un apartado lugar, que decía simplemente: «Es de su interés.» Por supuesto, era anónima, y la habían deslizado bajo la puerta.
Se me heló el corazón, pero tenía que saber.
—No les fue difícil encontrarlo. Estaba en una hondonada recóndita, pero bien a la vista.
—La venganza había de ser ejemplar —musité—, para aviso de otros…
—Su cuerpo estaba… —Un sollozo mío cortó el relato de la ex policía.
—Si quieres descansar, sigo en otro momento —propuso Silvia.
—No. Tengo que pasar por esto. Que sea cuanto antes.
Había recuperado cierto valor.
—Su cuerpo mostraba signos evidentes de tortura. Habían querido arrancarle una confesión…
—¿«Una confesión»? —interrumpí—. ¡Si no ocultaba nada!
—Lo sabemos, pero quien instigó el crimen necesitaba un pretexto.
—¿Para qué? —Laura estaba perpleja.
—Peter, con su popularidad y su preparación, representaba un peligro —aclaré—. Yo misma se lo advertí en muchas ocasiones, pero él siempre minimizó el asunto.
Silvia retomó el macabro relato:
—Tenía la mano derecha amputada, varias cuchilladas en muslos, brazos y vientre. A consecuencia de estas heridas, hubiera muerto desangrado.
—Pero no se limitaron a esa crueldad, ¿verdad?
Por entonces, yo intuía ya el alcance del poder al que Peter se había enfrentado. Y la crueldad con la que ejecutaban sus venganzas ejemplarizantes.
—Le hicieron cortes en la cara, pero no tan profundos, para que fuera reconocido.
—Pero con toda la sangre que perdía —mi mente razonaba sobre lo inexplicable—, las fieras… que abundan en ese paraje…
Silvia y el embajador se miraron.
—Necesito saber la verdad para calibrar a qué me enfrento —dije. En realidad, estaba aterrorizada.
—Las bestias salvajes no le tocaron.
—¿Cómo es posible? Yo las he visto allí, y al olor de la sangre…
Un relámpago de la felicidad vivida durante nuestro viaje a Kisumu me conmovió. Paco se sentó a mi lado y me cogió la mano.
—Mayte, le prendieron fuego…
Un grito ahogó la explicación. Vi el sufrimiento que dicha descripción proporcionaba también a mis amigos. Ellos también le querían. Pero tenían sus vidas. Yo debería continuar con esa ausencia insuperable. Una pregunta me quemaba por dentro.
—¿Está irreconocible?
—No.
—¡No es posible! —exclamé—. El fuego destruye.
Silvia susurró entonces:
—El estudio del cadáver muestra que, mientras aún vivía, le prendieron fuego, y luego lo apagaron.
—¡Dios santo! ¿Por qué?
—Lo quemaron para aumentar su dolor y mostrar un castigo ejemplar.
—¿Y por qué extinguirlo?
Estaba confundida.
—Para dejar patente el horror, y que quedara testimonio de la atroz represalia y el poder de quienes le destruyeron.
Laura y Carmen lloraban desconsoladas. Yo hubiera querido hacerlo, pero mi cuerpo era un ente que habitaba las tierras heladas de la pérdida del ser amado. Pensé que estaba muerta y sentí entonces un gran alivio. Me reuniría con él. En la lejanía oí palabras sueltas: «Hija», «Vida», «Sigue».
Me deslicé por un oscuro túnel, esperando que Peter se hallara al final.
El paso de las semanas agudizó el dolor de la pérdida. Un temor difuso, y a veces concreto ante algunos sucesos extraños, añadía confusión al tormento que me afligía.
Cris, olvidando el mal que le había hecho, vino a casa para consolarme en la tragedia que estaba padeciendo. El tiempo y las circunstancias había conseguido mitigar sus heridas, y ahora lográbamos hablar con serenidad. Pensé que, en un futuro, cabría entre nosotros la amistad.
Se ofreció a llevarse a nuestra hija hasta que yo pudiera mitigar la pena y continuar con nuestra vida. Todos mis amigos repetían esa frase que para mí no tenía ningún sentido, pues la tremenda noticia del asesinato de Peter había destruido mi energía.
Vinieron a visitarme algunas personas que nunca hubiera imaginado que me tuvieran afecto, como Kiki Harden. Debo admitir que fue sensible y cariñosa, y yo le agradecí las palabras de admiración y cariño que dedicó a Peter.
Aturdida por los terribles acontecimientos, no me fijaba en los detalles cotidianos. Sin embargo, Laura y Gorka, que ya habían regresado ambos de Turkana y vivían en casa, parecían preocupados. Yo lo atribuí a mi situación, pero, una mañana, Laura me pidió que la escuchara con atención, pues observaba que a veces ocurrían hechos extraños.
—Hace una semana me percaté de que alguien había revisado mis cartas y papeles.
—Habrá sido cuando te limpian el dormitorio —dije. No tenía ganas de pensar.
—No es eso solo. Ayer mi cuarto estaba revuelto.
—Le diré a la chica que ponga más cuidado —insistí. Quería solventar ese fastidioso asunto.
—Mayte, por favor, pon atención. Me da la sensación de que inspeccionan la casa cuando salimos al jardín o nos ausentamos.
—¡Es absurdo! ¿Con qué objetivo?
—No pierdes nada por estar atenta. Ahora Cristina está con su padre, lo cual me tranquiliza. Gorka y yo no te dejaremos en un cierto tiempo, pero tenemos que asegurarnos de que nadie te espía.
—¿No me decíais que tenía que reconstruir mi vida? ¿Que mi hija necesita calma y sosiego? ¿Por qué te empeñas en alarmarme?
—No quiero asustarte. Nada más te pido que estés alerta.
—¡Menos mal que Tina aún está con su padre! —me quejé—. Estos vaivenes no son recomendables.
Todo aquello me parecía un dislate, una paranoia sin sentido. El asesinato de Peter nos estaba confundiendo a todos.
Silvia estaba pendiente de mí como si fuera una hermana. Junto a Laura conseguían no dejarme sola un segundo. También Kiki intentaba consolar mi soledad con frecuentes visitas y una dulzura constante que jamás hubiera imaginado.
Silvia, sin embargo, no veía con buenos ojos esa creciente amistad. Yo notaba que deseaba decirme algo, pero luego dudaba y callaba. Un buen día, tras muchos circunloquios, por fin se explayó:
—No te fíes de ella. La aparente mansedumbre es un arma que le he visto emplear otras veces para sus oscuros fines.
—Creo que tus sospechas son exageradas —intervine—. Comparte mi dolor por la pérdida de un amigo, que ella admiraba y quería. Mi sufrimiento ha tocado su corazón y quiere ayudarme.
—Te equivocas. Es fría y ambiciosa. Oculta un temperamento violento que puede convertirla en peligrosa. Lo siento, pero tenía que advertirte.
—Me sorprende que tú, siendo siempre tan generosa, la juzgues de forma injusta —recriminé.
—Mayte, reflexiona. Seguro que ha admitido las muchas cualidades de Peter. ¡Faltaría más!
—No tenía por qué molestarse en venir —interrumpí—. Quizá sentía que yo necesitaba ayuda en este calvario.
—¿Acaso te preguntó por tu vida con Peter, qué hacíais, dónde ibais?
—Sí, y yo le contesté. Me hizo bien recordar los momentos felices.
—Y aprovechando tu pena y tu necesidad de rememorar, ella esperaba recabar información.
—¿A estas alturas? ¡Qué disparate! ¿Qué le puede interesar de nuestras actividades?
—Saber hasta qué punto estás al corriente de los asuntos oficiales, las luchas por el poder, etcétera. En breve: quiere saber lo que Peter te contó.
—Él jamás me habló de esos temas. Decía que era mejor que ignorara lo que se cocía en el gobierno.
—Ella tiene que asegurase que ese desconocimiento no es una treta.
—¿Y a Kiki qué le importa lo que yo sepa?
—Es muy posible que alguien situado en las altas esferas se lo haya encargado.
—¡Dios mío! Mbot era su rival.
Un fogonazo de pánico me estremeció.
—Tendremos que comentar, como quien no quiere la cosa, la discreción de Peter, lo reservado que era para sus asuntos oficiales… —aconsejó Silvia.
—¡Pero si no sé nada! Me mantuvo en la más completa ignorancia.
—Puede que esa ignorancia te salve la vida.