La tempestad
No podía soportar la idea de estar enamorada de Peter y vivir con Cris. Necesitaba explicarle que lo sucedido me había pillado por sorpresa; que jamás hubiera imaginado poder vivir semejante confusión; que lo último que yo deseaba era hacerle daño.
Pero todos esos argumentos carecían de fuerza ante el dolor que iba a causar a un hombre bueno. Mil veces procuré iniciar la conversación temida, pero o bien yo no encontraba el valor necesario, o bien Cris estaba demasiado atareado para escucharme. Tuve incluso la sensación de que mi marido me evitaba.
Por fin una noche, a pesar de saber que siempre es mejor no abordar un tema tan delicado a altas horas, me armé de coraje.
—Hace tiempo que intento hablar contigo. —Bajé el tono de voz—. Me esquivas.
—Creo que estás pasando un mal momento. Es mejor dejar pasar un tiempo y entonces, cuando estés más calmada, te escucharé.
—No, Cris. Atiende, te lo ruego. Es serio.
—¿Qué puede ser tan serio?
Había un cierto temblor en su voz.
—He procurado olvidar… ¡Te debo tanto!
Una furia inesperada inundó su ser.
—¡No te atrevas a decir algo así! ¿Insinúas que en todos estos años lo único que sentías era agradecimiento?
Me conmovió su aflicción, pues entonces comprendí que ya conocía lo que tenía que contarle.
—Sabes que no es así. Cris, te quiero, me has hecho feliz, pero…
—¡No sigas! Te lo prohíbo.
No le reconocía; su rostro desencajado mostraba una rabia invencible. Mas yo estaba segura de que, si callaba, no hallaría en mucho tiempo el coraje de decir lo que ya no debía ocultar.
—Te tengo demasiado respeto para continuar mi silencio. Valoro lo que nos une. Cuando nació nuestra hija, pensé que nuestra vida era perfecta. Y así deseaba que siguiera.
—Piensa entonces en Cristina antes de hablar demasiado.
Se había calmado al mencionar a su niña adorada, y me pareció que ese sentimiento le empujaba a intentar la dulzura conmigo. Se acercó y alargó su mano en un amago de caricia.
Vi muy claro que, si cedía, se desvanecería mi valentía.
—Estoy enamorada, Cris.
Un rugido sordo precedió la catarata de invectivas que yo preveía, y me había preparado para ello. Sin embargo, no estaba prevenida para lo que vino después. A la furia, sucedió un llanto quedo y una letanía de preguntas para las que yo no tenía respuesta.
—¿Qué será de mí sin ti? ¿Qué será de nuestra niña? ¿Tendrá que escoger entre el padre o la madre?
Rota por el pesar y el sentimiento de culpa, fui yo quien trató de abrazarlo.
—¡No me toques! —De nuevo la cólera le dominaba—. ¡A saber a quién han tocado esas manos!
Me miraba con un desprecio que nunca le había visto.
—Has traicionado a tu marido, a tu hija… —Empezaba a desbarrar—. Eres una mala hija, una mala esposa y, desde luego, una mala madre.
Me había propuesto no responder. Me oprimía mi culpa, mi deslealtad y mi egoísmo. Pero cuando mentalmente puse en la balanza el amor que sentía por Peter, renové mi decisión de luchar por nuestro futuro.
—Te lo ruego, Cris, escúchame…
—¿Escucharte? ¿Cómo has podido hacerme esto? Óyeme tú a mí. Se acabó. ¡Vete de mi casa! ¡Vuelve a la portería de donde saliste!
No me hirió. Eso lo tenía ya superado. Sí me apenó descubrir una faceta de mi marido que hubiera preferido ignorar. Daba vueltas alrededor de la habitación, murmurando, enloquecido. Por unos instantes tuve miedo; recordaba a esos maridos que asesinan a sus mujeres y luego, en el ápice de su locura, deciden pegarse un tiro.
Pero mi preocupación se centraba en mi hija. Me aterraba que se quedara sola en el mundo.
—Cris, ¡atiéndeme! Me he enamorado de Peter.
—¡Ah! ¡Es él, el maldito cabrón que me ha robado la mujer!
No daba crédito. Ante mí apareció un hombre que yo no conocía: malhablado, mezquino, en absoluto civilizado. Pero, en el fondo, era mejor así. Me facilitaba mi determinación.
—Por el bien de Cristina, hemos de arreglar este conflicto de manera racional —propuse—. Si te parece…
Él arremetió de nuevo contra mí:
—¿«Si me parece…»? ¿Te has preguntado el daño que harías con tu decisión? —gritó—. ¡Qué me va a parecer! ¡Que te has portado como una cualquiera!
Y de nuevo unos angustiosos sollozos silenciaron sus insultos.
—Cris, créeme… ¡Te lo suplico! Mi relación con Peter acaba de empezar, no sé qué sucederá…
Sus ojos mostraron una mirada esperanzada.
—¿Insinúas que no estás segura, que no sabes si de verdad le quieres?
Mi respuesta se convirtió en un susurro:
—Lo que sugiero es que nos demos un tiempo para reflexionar. Es inútil seguir haciéndonos daño. Y no sé qué sucederá. Nunca había amado con tanta fuerza.
—Ahórrame tu literatura romántica barata. No quiero oír una palabra más. —Y de repente—. ¡Me marcho!
Aquello me alteró.
—¿Y adónde irás?
—Eso no te importa.
—No es cierto. Te sigo queriendo…
—¡Ya veo! Menuda manera de demostrar tu cariño.
—Cris, por favor, quizá tenga que ponerme en contacto contigo…
—Te llamaré cuando lo considere oportuno.
Recogió unas cuantas cosas y se fue. La culpa me ahogaba, y para no ceder a la desesperación, intentaba recordar las horas mágicas en los brazos de Peter en el Monte Kenia; su dulzura tan sorprendente, su entusiasmo por conocer todo lo que de mí ignoraba, su afán por entrar en mi mundo, que le fascinaba; su pensamiento ágil y libre como un pájaro… Con él me encontraba protegida, como si nada pudiera hacerme daño.
Unos días más tarde, Cris me llamó. Estaba en el Norfolk, donde permanecería hasta que se aclarase nuestra situación. Añadió que él seguiría haciéndose cargo de los gastos de la casa, que no me preocupara por eso. Su voz tenía un profundo deje de tristeza cuando pidió disculpas.
—A pesar de tu conducta, nunca debí hablarte como lo hice. Estaba fuera de mí. Lo siento.
Ese era el Cris que yo había admirado, y al que seguía queriendo.
—Ven cuando quieras a ver a nuestra hija.
—Lo haré. La echo mucho de menos.
—Quisiera que sufrieras lo menos posible.
—Ya es tarde para eso —comentó, abatido—. Llámame cuando estés segura de lo que quieres hacer con nuestra vida. —Y colgó.
Tenía una sola certeza: amaba a Peter como jamás había imaginado que pudiera amar. Estaba dispuesta a enfrentarme a todas las dificultades que se interpusieran entre nosotros. Ahora bien, amaba con la misma intensidad a mi hija.
¿Conseguiría tener la custodia de mi hija? ¿Intentaría Cris arrebatármela?
Decidí darme un respiro, y al cabo de unos días, a las siete de la mañana, Peter llegó para recogerme. Nuestro destino era su finca en los alrededores de Kisumu. Primero nos detendríamos en Nakuru, y pasaríamos la noche a orillas del lago. Recorrer las carreteras que atravesaban Kenia me producía siempre una sensación de inicio del mundo, de planeta recién estrenado. Me embargaba la misma incontenible ilusión de niña, cuando fui por vez primera al cine y contemplé con asombro las aventuras de hermosas mujeres y hombres valientes en exóticas y lejanas tierras.
Una vez que dejamos atrás las verdeantes colinas de plantaciones de té y de café, comenzó la inmensidad de la sabana, que ensanchaba el corazón. Los fiebre amarilla, las acacias espinosas, extendían sus ramas horizontales para detener la lluvia en sus brazos.
Llegados a Nakuru, nos instalamos en un confortable hotel. Los apartamentos eran sobrios en la decoración, pero cómodos, limpios y con todos los detalles necesarios para una buena estancia.
Peter no me dio tiempo a sacar mis cosas de la bolsa. Me arrastró a la orilla, a un punto preciso desde donde veríamos, según dijo, la variedad más extraordinaria de aves acuáticas.
Estaba en lo cierto.
—Tienes que guardar silencio —me avisó—. Si los pájaros olvidan que estamos aquí, si nos mimetizamos con el paisaje, verás ante tus ojos, a escasos metros, evoluciones aéreas que te dejarán sin habla.
—Prometo estar callada.
Nos sentamos en un banco de madera camuflado en la naturaleza. Agucé la vista. No era necesario. Ante mí, miles de flamencos comían, volaban, se atusaban las plumas o jugaban, correteando, con sus brillantes patas cárdenas hundiéndose en el agua. Su plumaje rosa intenso relucía al sol, repitiendo infinitas veces color y movimiento, pues eran miles de ejemplares los que allí vivían y se reproducían.
—¡Son miles! —exclamé muy bajito, para no deshacer el embrujo—. ¡Qué espectáculo!
—¿Miles? —Peter sonrió—. Se calcula que la población de flamencos en el lago es de uno a dos millones, según la temporada y las condiciones climatológicas.
Me fijé bien; tenía que aprovechar esa situación única. Se oyó un extraño sonido que me transportaba a otras tierras. Era como si alguien estuviera tocando las castañuelas a un ritmo pausado, pero constante. Y que se avecinaba. Entonces apareció ante nosotros un ave de gran porte, cuerpo negro y blanco, patas interminables rojas, negras y blancas, y un largo y poderoso pico que castañeteaba todo el tiempo. En él se repetían el negro y el bermellón. Peter y yo permanecimos quietos, temerosos de que, al notar nuestra presencia, se esfumara en rápido vuelo. Su caminar era cadencioso y rítmico; buscaba algo que para ella había de ser muy precioso.
Con gran celeridad y un movimiento preciso, hundió la cabeza en el agua y sacó un pico triunfante donde una rana reluciente de agua se debatía, impotente, luchando por su vida. No tuvo una sola oportunidad. El potente pájaro la engulló con satisfacción y siguió su paciente recorrido para procurarse el alimento cotidiano.
—Dime su nombre. Parecía un animal de la mitología.
—Jabirú. Es un temible cazador y pescador. Pertenece a la familia de las cigüeñas. Aprecia la soledad, pero a veces se le puede ver en pareja.
Una bandada de curiosas aves surcó el cielo, muy cerca de nuestro observatorio. Lideraban el vuelo cuatro o cinco pájaros pico cuchara, que yo había visto en un libro de cuentos de Cristina. Tenían el cuerpo alargado y muy blanco, las patas rojo fuego, un antifaz del mismo color y un pico largo y rosáceo, que terminaba en forma de cuchara. De ahí su nombre.
Les seguían, en perfecta formación, unos flamencos más grandes que los anteriores, más pálidos, y que, al volar, emitían un sonido como de bocina. Un ruido, espontáneo o provocado, asustó a sus congéneres, que permanecían en el lago y emprendieron todos una huida precipitada entre sonoros gritos de alarma.
Emocionada por ese regalo de la naturaleza, esta visión primigenia de la Tierra en toda su maravillosa espontaneidad, me abracé a Peter en mudo agradecimiento.
Durante el almuerzo quise expresarle mi asombro.
—Contigo disfruto la naturaleza. Qué digo… Me siento parte de ella, en emocionante simbiosis con ella.
—Para, para… ¡Qué fuego, qué pasión! —se reía él—. Ahora podrás entender mejor este continente, la estrecha unión que tenemos con los seres vivos y la madre Tierra.
—Sí, empiezo a comprender vuestro respeto.
—El respeto es necesario para la interrelación de humanos, animales y territorio. Además, es inteligente hacerlo. Sobre todo para nosotros, porque África tiene un futuro como reserva de naturaleza, en un planeta cada vez más contaminado.
Hablaba con convencimiento y me contagiaba un entusiasmo que hacía mi vida más vida, más interesante, intensa, variada, esplendorosa. Le tomé la mano en muda declaración de amor. Debía guardar el decoro, pues estábamos en el comedor.
—La fiesta no ha terminado, Mayte —dijo, y yo me hacía ya ilusiones—. Esta tarde, con la caída del sol, verás a otros formidables pescadores. Abundan también aquí alcatraces o pelícanos y cormoranes, que te asombrarán con sus evoluciones.
—¿Y no podemos tomar una barca y remar hasta el centro del lago?
—Esa era mi sorpresa. Como ves, atiendo a tus preferencias, mi marinera.
Nos retiramos a nuestra merecida siesta, y ahí, entre las crujientes sábanas, mis ilusiones fueron cumplidas más allá de las expectativas.
Al atardecer nos embarcamos rumbo a la otra orilla, donde Peter decía que habitaban las jirafas más bellas de África. El sol declinaba con parsimonia y acariciaba las aguas del lago, que aparecían cubiertas de inverosímiles flores de loto azules, flotando apoyadas en brillantes hojas verdes. Era un delirio para los sentidos: el tenue calor de la tarde en la piel, la visión de las nubes viajeras, el canto de los pájaros deleitando el oído, la densa fragancia de la explosiva flora…
La suave brisa rozaba mi rostro; y recostada sobre la espalda de mi amor, dejé vagar mi pensamiento, gozando de la completa dicha que me envolvía.
Un rumor sordo precedió a un torbellino imparable que agitó las aguas. Sobresaltada, miré hacia el lugar de donde provenía el tumulto. Un surtidor de agua, pleno, erecto, se alzaba desde las profundidades. Bajé la vista, y en ese instante sacó la cabeza un inmenso hipopótamo al que se unieron tres o cuatro más, removiendo el lago con sus resoplidos y movimientos.
Era grandioso.
—¡Qué maravilla, Peter!
Le miré. Él no estaba tan entusiasmado. Sin hacerme ni caso, instruyó al barquero:
—¡Haraka, deprisa! Peligro, hatari sana! —Y este bogó, como alma que lleva el diablo, de vuelta a la orilla.
—Pero Peter… —protesté—, era el paraíso en la tierra. ¿Por qué nos vamos?
—Los animales casi siempre avisan. —Estaba muy serio—. Dijeron alto y claro que estábamos invadiendo su territorio.
—¡Parecían tan pacíficos y simpáticos!
—La mayoría de muertes en Kenia son provocadas por estos «pacíficos» animales. Son competentes y velocísimos nadadores.
Al salir de Nakuru, me sorprendió una insólita visión. Sobre un árbol corpulento, recostado sobre una de sus sólidas ramas, había un león.
—¡No puedo creerlo! Un león encaramado en lo alto de un árbol…
—Sí, es algo curioso. Cuentan que, a pesar de la eterna rivalidad entre esos felinos, un leopardo se enamoró de una leona, y…
—¿Cómo es posible? —le interrumpí.
—… Él le enseñó a su pareja a trepar. La leona vio las ventajas de hacerlo: desde las alturas podía observar sin ser vista, aumentando así las posibilidades de una buena caza.
—¿Y él?
—A su vez, ella le mostró a sus cachorros cómo hacerlo. Por eso los leones de Nakuru son los únicos que escalan las atalayas.
—Y así, cada vez que lo hacen, recuerdan sin saberlo una historia de amor.
—¡Ven aquí, mi romántica empedernida! —Y me tomó entre sus brazos.
La fábula o realidad de esa narración, no quise indagar, me impresionó. En el fondo, hallé similitudes con nuestra historia de amor. Infinidad de motivos nos separaban: el país, la raza, un continente… Y, sin embargo, yo había hallado la dicha en aquel hombre tan alejado de mis orígenes.
Me acurruqué de nuevo junto a mi leopardo, aspirando el aire de la tarde y gozando del momento. De pronto, me asaltó una idea descabellada.
—¿Y si esto acabara un día? —casi grité—. ¿Qué haría yo sin ti?
—No digas tonterías. Siempre estaremos así, enamorados. Envejeceremos juntos.
No olvidaré jamás la inmensidad de los paisajes africanos. Bien fuera en la espléndida sabana, en el invitante océano o en las colinas interminables cubiertas de relucientes plantas de té o café, la naturaleza me sobrecogía por su magnitud y serena belleza. Siempre me asaltaba la sensación de asistir a los primeros días de la creación; la emoción inundaba mi ser, mientras aumentaba mi amor por ese hombre que sabía hacer que el día a día se convirtiera en una insólita aventura.
Peter deseaba que conociera «el lago».
Para él, «el lago» por antonomasia era el Victoria. Las diferentes leyendas que a su propósito contaban no hacían más que aumentar mi curiosidad: las míticas expediciones de Burton y Speke, en busca de las Montañas de la Luna; la epopeya de las legiones romanas, que, tras la derrota de Marco Antonio, se encaminaron al sur, hacia las fuentes del Nilo… Todas esas narraciones se agolpaban en mi mente, nimbando de misterio el lugar.
—Mayte, my tea, tienes que saber que es el lago más grande de la Tierra.
—¡Qué ignorante soy! —bromeé—. ¡Y los americanos, que creen que el suyo, el Superior, es el mayor del mundo!
—Es que cuando digo la Tierra, me refiero a África —aclaró—. En efecto, en tamaño, es el segundo en el planeta. ¡Pero no me negarás que es el más bello!
Yo estaba extasiada. A aquella hora de la tarde, el sol de poniente espejeaba en las tranquilas aguas, dotándolas de intensos reflejos dorados. Las poblaciones ribereñas eran un hervidero de barcas que iban y venían; de gentes que se despedían o se encontraban con el bullicio propio de las poblaciones africanas. ¡Y la sonrisa de los africanos!
Aquella risa espontánea ha quedado grabada en mi retina y su sonido cantarín retumba en mis oídos cada vez que entorno los ojos para poder recordar. Cuando la oscuridad comenzó a teñir el cielo de un azul profundo, partimos de la mágica laguna en dirección a la finca de Peter. Nos esperaba una cena frugal y el descanso, pues al día siguiente él quería enseñarme aquellas plantaciones de las que estaba tan orgulloso. Eran unas ochenta hectáreas, pero recorreríamos —eso sí, palmo a palmo— las doce que reservaba para el cultivo de rosas para la exportación.
Me despertó un intenso aroma de rosas. Ante mí, tenía una bandeja con un apetitoso desayuno de frutas recién cogidas del huerto, y un pequeño jarrón, con las perfumadas flores de variados rojos, bermellón, carmesí, escarlata o púrpura. Tras el café, me levanté de un salto dispuesta a dejarme sorprender por aquel hombre de tantas y tan variadas facetas. Y todas ellas me gustaban.
—No puedes caminar con esas deportivas —aconsejó con una caricia—. Es mejor que te pongas unas botas. ¡Te vas a ganar el almuerzo!
Él me había hablado del proyecto que llevaba a cabo en esa propiedad, pero lo que iba a descubrir me dejaría atónita.
—¿Cuántos operarios tienes aquí?
—En total, son doscientos cincuenta…
—¡Caramba! —interrumpí—. ¡El tamaño de un pueblo!
—Pero incluidos los que trabajan en toda la explotación, y en la gerencia y administración de las rosas.
La noche anterior, con las sombras no pude adivinar el espectáculo que me aguardaba. Esa mañana el sol abrazaba el campo. Un océano de rosas, colocadas por colores, y dentro de ellos por variedades, se movía al suave viento como una marea ondulante. Permanecí sin habla. Cuando reaccioné me ardía en la mente una pregunta:
—Es inmenso… ¿Cuántas hectáreas tienes dedicadas a este cultivo?
—Son solo doce —respondió, modesto—. Pero producen unos catorce millones de flores al año.
—¿Cómo puede compaginar el exigente trabajo de ministro y este, que requiere tanta dedicación?
—Los empleados están representados en el comité de gestión, lo que ha espoleado su participación y su responsabilidad. Llevan el negocio a la perfección.
Percibí el orgullo que sentía al ayudar a sus paisanos a producir esos preciados bienes, por los que obtenían sustanciosos beneficios y con los que daba una vida digna a sus familias.
—Veo muchas mujeres recogiendo las flores.
—Mi madre siempre me animó a considerar a la mujer en términos de igualdad. ¡Y en aquella época, era una temeraria!
—Le agradezco que te diera una educación tan abierta. —Y busqué sus brazos.
—Debo añadir —su voz era terminante— que son unas magníficas trabajadoras. Manipulan las rosas con delicadeza y eficiencia, y son minuciosas y metódicas en el embalaje.
—¿Dónde las enviáis? ¿A qué países?
—En su gran mayoría, a Suiza. También a Holanda, que se encarga de distribuirlas por toda Europa.
Intenté abarcar aquel mar de color. Se perdía tras unas elevaciones.
—¿De dónde sacas el agua para regar tantas plantas?
—Hemos construido una canalización, que la trae del lago. Además, tenemos un sistema innovador que recupera un treinta por ciento de las aguas utilizadas en el riego.
—¿Y en la temporada seca?
—Fíjate en los tejados de los barracones. Todos tienen depósitos para recoger el agua de lluvia que se necesitará en la estación seca.
Nos acompañaba el encargado de la explotación, pero todos trataban a Peter con una asombrosa mezcla de admiración, respeto, agradecimiento y, a la vez, camaradería. Creo que eran conscientes de la labor que realizaba su jefe, y de cómo se había preocupado en proporcionarles un modo de vida.
Esa noche cenamos en el porche, al resplandor de una inmensa luna. Cuando nos quedamos solos, bailamos al son de la que ya era nuestra canción: Orfeo Negro.
Me invadió tal dicha que tuve miedo. Miedo de que la envidia intentara destruir a mi amado. Pero también tuve miedo de que alguien se sintiera ofendido por nuestro insólito amor: una antigua amante, un defensor de la ortodoxia racial o cualquiera a quien nuestra pasión resultara insoportable. O simplemente, que la vida me pasara factura por todo aquello que me había regalado.
—Desde que te atacaron en la universidad, tengo miedo, Peter. Tienes enemigos —dije.
—Claro que los tengo. Todos los que intentan eliminar la corrupción, se topan con unos pocos poderosos que no consienten en perder sus mezquinos privilegios. Es inevitable.
—Ya lo sé. Pero, te lo ruego, ten cuidado en tu próximo viaje. Me han dicho que también irá Nicholas Mbott. Tú mismo me advertiste lo peligroso que es.
—Este país ha sufrido muchas dificultades: para empezar, la ocupación británica; en la década de los setenta, la amenaza del poder soviético, en nuestra frontera con Etiopía; padecimos la locura expansionista de Idi Amin de la vecina Uganda… Gracias al valor y a la astucia de nuestros políticos, Kenia se ve libre del peligro exterior y es una lástima que…
Yo le interrumpí, impaciente:
—Kenia prospera. Ten calma y tómate tu tiempo para realizar aquello que debes cumplir. No te precipites y… ¡sobre todo no pongas en riesgo tu vida! Te lo ruego…
—Sin embargo, yo creo que es urgente que eliminemos la corrupción. Corroe el sistema.
Permaneció pensativo, y yo creí, ingenua de mí, que estaba considerando mi súplica. Por el contrario, se había afianzado en su determinación.
—No son tantos los que degradan su cargo con su ambición. No puede ser tan peliagudo librar a la administración de esas sanguijuelas.
—Peter, son poderosos y se mueven en la sombra. Es posible que tú no tengas toda la información: aquellos a quienes les escandaliza tu proceder, bajo cuerda están de acuerdo con ellos. ¿Y si te tienden una trampa?
—¡Qué desvaríos se te ocurren! ¡Qué imaginación!
—Peter, no te vayas. Pon cualquier excusa.
—No. Es una visita oficial a un país aliado. Es importante para Kenia y es vital para mí. Tendré encuentros que serán fundamentales para mi futuro.
—¿Y qué futuro me espera si a ti te sucede una desgracia?
Ni yo misma sabía por qué la conversación había tomado ese giro tan dramático, pero él, al ver mi desesperación, me tomó entre sus brazos y me besó una y otra vez mientras me repetía:
—¡Vamos! No seas niña… Siempre estaré a tu lado para protegerte.
Hubiera querido que el mundo se detuviera en ese momento. Me sentía segura a su lado. Pensaba que, estando juntos, no le pasaría nada. No quería que aquella angustia que crecía en mi interior se apoderara de nuevo de mi alma.
Pero su destino no estaba en mis manos.
Las noticias que leía en los periódicos no podían ser más halagüeñas. El presidente y su séquito eran recibidos con todos los honores, y con sumo interés hacia la evolución del país. Tras la independencia, Kenia había sido la nación con la transición más estable, y todos abogaban para que así continuara. Las comisiones de trabajo se sucedían la una a la otra, y siempre con óptimos resultados.
La cartera que Peter presidía, Planificación y Desarrollo, era vital para el progreso de una tierra que él amaba con pasión. Había tenido un prolongado coloquio con el primer ministro y todos los medios se hacían eco de su importancia.
Pero los diarios nacionales no reflejaban un aspecto del mismo que, a todas luces, era trascendental, y que aparecía ampliamente comentado en los británicos.
Hablaban de Peter como la gran esperanza de la política keniana, el hombre que representaba la apertura hacia una mayor democratización del país, y la garantía de transparencia en el gobierno. Recordaban la figura de su tío Thomas Mboya, su honestidad y limpieza, y su asesinato, que había conmocionado a la sociedad de su tiempo.
Cuando Arabella me trajo el Financial Times, leí el artículo con inmensa aprensión.
—Tu expresión de espanto —me dijo sorprendida— no se corresponde con la realidad. El papel de Peter ha sido muy brillante. Le han distinguido entre todos los ministros.
—Es eso precisamente lo que me asusta. Yo le rogué que mantuviera un perfil bajo.
—No dependía de él. Los británicos apostaban por una sucesión serena y transparente dentro del proceso democrático, y Peter encarna esos valores.
—Arabella, tú conoces esta tierra mejor que yo: dime que mi preocupación es infundada.
—Mayte, quizá tú tengas una información que yo no poseo.
—¿Te refieres a si Peter me ha hecho alguna confidencia?
—Bueno, sí, pero también puedes saber algo por otras fuentes: la embajada, las misiones…
—Nuestro amigo es de una rigurosa discreción, más aún en cuanto a la política interna del gabinete. Creo que también lo hace para protegerme.
—¿Protegerte? ¿De qué? ¿De quién?
—No me lo ha dicho, pero yo me hago suposiciones, y me angustian.
—Tienes que ser positiva. Él te necesita fuerte. Piensa que tenéis un futuro prometedor.
—Ay, Arabella, a veces me atenaza el miedo…
Ella me abrazó con cariño.
—¿Qué te pasa? ¡Reacciona! Tienes a tu lado a un hombre extraordinario. Disfruta este momento dulce.
—Soy consciente de todo ello. Pero me siento tan feliz que temo que la vida me pase factura.
Estuve pendiente de la llegada de la comitiva oficial al aeropuerto de Nairobi. Al verlo por televisión, observé que las muestras de contento del presidente y la deferencia hacia el ministro de Planificación eran tan evidentes, que tranquilizaron mi ánimo. Una breve y cariñosa llamada de Peter contribuyó a calmarme.
—La visita ha sido un éxito. —Su voz sonaba enérgica—. El presidente me ha felicitado ante toda la misión.
Yo ansiaba verle, tocarle, besarle; sentir su presencia adorada. Su amor era como un volcán que generaba un fuego abrasador, una pasión devastadora que no me dejaba tiempo para pensar. ¡Ojalá lo hubiera hecho! No pude prever la tormenta de increíbles proporciones que asolaría nuestras vidas.