Monte Kenia
1988
Mi estancia en San Sebastián fue un bálsamo para mi espíritu desorientado. Al poco tiempo de mi llegada, Julia intuyó que mi visita ocultaba otros motivos, e insinuó, con su delicadeza proverbial, que estaba dispuesta a escucharme. Pero yo me sentía demasiado confundida para expresar lo que me sucedía. Por otra parte, la culpabilidad se me hacía demasiado pesada para enfrentarme a la rectitud de mi hermana.
¿Cómo podía justificar que, teniéndolo todo, me había ido a enamorar de un keniano? ¿Cómo hubiera podido explicar mi traición a un marido que para mí había sido todo bondad? Me quemaba el alma. Una vez más, ella era la buena, y yo, la mala.
La dicha de mi madre al conocer a Cristina fue el mejor premio. Me abandoné al amor puro de esas dos mujeres generosas, que me habían regalado mucho más de lo que yo, en aquel entonces, acertaba a entrever. Mi hija creó unos lazos de afecto, con su abuela y su tía, impensables en tan corto plazo. Había hecho lo correcto, por mi hija y mis familiares, pero no había logrado desentrañar la maraña de mis sentimientos. Así pasaron dos semanas, y ante la insistencia de Cris, volvimos a Nairobi.
Mi determinación de no ver a Peter no era muy realista, pues, al pertenecer al mismo grupo de amigos, habríamos de encontrarnos de nuevo. Y yo temía ese momento. Nunca fui más cariñosa con Cris, ni más dependiente. Me aferraba a él pidiendo en mi interior que me salvara de mí misma. Él tomó mi actitud como el inicio de algo que había esperado durante mucho tiempo. Su dicha no tuvo límites. Y se confió. Tenía que realizar varios viajes, yo le pedí que no se fuera, o que, si lo hacía, me llevara con él.
—Sabes que no puede ser —insistía—. No puedo negarme a ir, y, por otra parte, no es correcto que tú vengas.
Unas semanas más tarde, después de rechazar varias invitaciones donde pensé que Peter también podía estar invitado, mi marido volvió a la carga con que acudiéramos a una cena en casa de Archie.
—Ve tú —le sugerí—. No me encuentro bien.
—Llevas semanas usando la misma disculpa. El médico, tras estudiar las pruebas que te ha hecho, dice que estás en perfecto estado de salud. ¿Qué te pasa?
—No lo sé. No tengo ganas de ver a nadie. Estoy bien en casa.
—No es normal, Mayte. Tendré que hablar con el doctor.
Finalmente, accedí a sus deseos, no fuera a complicar más las cosas con un diagnóstico esclarecedor. Como había previsto, nada más entrar en casa de Arabella, vi a Peter. La separación no había conseguido acallar o disminuir mi amor por él.
Mi pulso se aceleró; sentí mi boca seca como un desierto, pero una alegría casi salvaje invadió mi corazón. Quise mantenerme discreta, distante, pero supe que cada palabra que él profería, con su voz varonil y sugerente, iba destinada a mí.
Le evité durante toda la noche. Evité su mirada y, aunque él lo intentó, no consentí permanecer ni un minuto a solas con él. Observé con aprensión que tenía un largo aparte con mi marido, pero decidí no preguntar ni media palabra cuando llegáramos a casa.
Fue Cris quien, con tono de alarma, me contó el meollo de la conversación.
—Estoy preocupado por Peter —comenzó—. Hemos tenido una charla que reaviva mis temores.
—¿Qué te ha dicho para que estés tan preocupado?
Yo quería parecer distante, pero una voz interior me impulsaba a conocer el asunto. Por otra parte, tenía la impresión de que esas reflexiones de nuestro amigo a mi marido, en realidad iban dirigidas a mí.
—Me dijo: «Cris, conoces mis ideas sobre la imperiosa necesidad de transparencia y corrección en la política.» Y yo le contesté: «Debes ser prudente y no mostrar tus cartas hasta que tu poder se vea afianzado. Tus magníficas opciones, en el futuro, así lo aconsejan.» Pero entonces él añadió: «De eso quería hablarte, porque valoro tu opinión. En el próximo viaje a Londres, me entrevistaré con varios ministros del gabinete británico.» Y yo le aconsejé: «Está bien que lo hagas. Tienes ante ti importantes responsabilidades, pues sabes que en ti han puesto sus esperanzas los que desean una administración transparente y democrática.» Y él contestó: «Ese es el quid del asunto. No desvelo ningún secreto al decirte que una facción, poderosa, ve con recelo mi posición.» «Recelo es una palabra demasiado suave, Peter. Más vale que contemples la realidad en toda su dureza.» «Lo sé, pero no quería dramatizar. Cris, tú que conoces bien la Administración Británica, ¿crees que obtendré su apoyo?» Le animé: «Sin duda. Favorecerán a todo aquel que represente un avance en la senda de la democratización de Kenia. Y en este momento esa persona la encarnas tú. Y sabes que conozco la política local.» Mayte, esa fue nuestra conversación. Peter trató este asunto de manera prudente, sin dramatismos.
—¿Crees que existe una amenaza real? —pregunté.
—Sé que Peter es consciente del riesgo que corre al enfrentarse a las oscuras fuerzas de Mbott.
Yo había recibido el mensaje. Y en efecto, me alarmé. Cuando Peter me telefoneó, sus argumentos ya me habían convencido.
«No desperdiciemos el tiempo de la felicidad. El futuro es incierto. Ven a mí —me suplicó—. No me rechaces.»
Le odiaba por utilizar a Cris como mensajero. Pero una fuerza invencible me empujaba hacia él. Yo era la única que había de salvarme a mí misma, del huracán que amenazaba con trastocar mi vida. Nadie más tenía capacidad de socorrerme en ese trance. Pero mi voluntad se había ido debilitando. Y además, no poseía el valor necesario para luchar contra mi dicha.
Al oír su voz, supe que la tormenta se acercaba.
Unos días más tarde, Cris salió de viaje por unos asuntos del ministerio. Así que no pude resistirme al ofrecimiento de Peter, y me fui con él al Monte Kenia. Conocía el acogedor hotel donde Peter había reservado un bungalow. El actor William Holden, que tanto encendió mi imaginación juvenil, había creado una fundación en un rancho al pie del Monte Kenia, para la protección de los animales y la conservación del medio ambiente. Años más tarde, había sido convertido en un hotel para disfrute de los afortunados que recalaban en él.
Al principio del viaje en coche, me asaltaron mil dudas: ¿qué estaba haciendo? ¿Iba a tirar por la borda mi vida con Cris, tan perfecta desde la llegada de mi hija? ¿Se merecía mi marido semejante traición? Peter comprendió y redobló su ternura e intentó distraerme contándome mil historias de los pueblos y parques que atravesábamos.
Cuando llegamos, nos acompañaron directamente al bungalow que él había reservado. Estaba un poco apartado y desde sus ventanas podíamos admirar el portentoso monte que se alzaba hacia el firmamento. El apartamento era amplio y confortable; dado que la temperatura descendía por la noche, nos habían preparado un fuego chisporroteante.
Allí, acurrucados junto a la chimenea, y disfrutando del paisaje incomparable a través de los amplios ventanales, la conversación fluía sin esfuerzo.
Su gran curiosidad, su espíritu libre, con un punto de fantasía para hacer posible lo increíble, hacían que el mundo fuera más brillante, más claro y limpio. Era feliz con él. Los remordimientos que me asaltaran antes de dejar Nairobi, y en el camino hacia el Monte Kenia, se habían desvanecido. Ahora estaba segura. Además, a la pasión que me provocaba, él había decidido conquistar mi alma.
Además, él era el amor de mi vida. Valía la pena enfrentarse al mundo entero por ese amor que llenaba mi ser de luz, de frenesí, de curiosidad hacia su existencia y su entorno. Y, sin embargo, sin poder evitarlo, un pensamiento negativo asaltó mi mente, y unos recuerdos, que en ese momento me parecieron absurdos, cobraron una fuerza insospechada.
Peter me miró asombrado ante el súbito cambio en la expresión de mi rostro.
—¿Qué te ocurre, my tea?
—Estaba pensando que, desde que te conozco, ha cambiado mucho mi visión de África. Y más aún, desde que te quiero. El amor todo lo cambia.
—¿Cómo veías nuestra tierra antes de conocerla?
—No tenía una gran idea. Alguna película que vi en mi juventud me enseñó una Kenia revolucionaria y terrible. Más tarde, cuando me casé con Cris y vivía en Londres, Betty Ashcroft… ¿La conoces?
—Creo que sí.
—Pues ella me contó la historia de su familia. Aquí, cerca de Nairobi, tenían una granja que fue asaltada por los rebeldes del mau-mau.
—Fue un triste periodo, pero necesario para conseguir la independencia. Los ingleses siempre creían tener la razón, y no supieron escuchar las nuestras.
—Según ella, los asesinatos fueron salvajes, a machetazos…
—Cuando prende la mecha del odio, es muy difícil parar las venganzas, incluso en los proyectos más idealistas.
Yo revivía las escenas de la familia Ashcroft, y me inflamaba el pavor sufrido por toda aquella gente.
—Lo entiendo. Pero una niña tuvo que ver cómo degollaban al padre de su amiga, que, en un acto de generosidad, había venido a prevenirles del inminente ataque.
—Por desgracia, alguien tuvo la responsabilidad de despertar las pasiones ancestrales, el odio al otro, el miedo y la venganza por errores del pasado —meditó él, contrito. Y luego prosiguió—: ¿Cómo consiguieron salvarse?
—El padre de Betty, previendo que la situación iba a deteriorarse, había construido con ayuda de algunos amigos una salida secreta, tras un panel de la biblioteca, que daba directamente a un cobertizo disimulado en la maleza…
—Pero la casa estaría rodeada —interrumpió él, interesado en el relato—. Era la forma en que se atacaban las fincas.
—No les fue fácil correr entre la densa vegetación, mientras oían los gritos de terror de algún sirviente y los aullidos sanguinarios de los atacantes.
—Si los servidores gritaban atemorizados, quiere decir que habían sido leales a sus señores, ¿no? —me preguntó.
—Sí que lo eran —contesté, sin saber adónde quería llegar con esa pregunta.
—Y los Ashcroft no hicieron el más mínimo intento para salvarlos, ¿no es así? —Ante mi silencio, prosiguió—: No soy partidario de venganzas, y menos cuando se tiene la enorme responsabilidad de construir un país. Pero no me negarás que el procedimiento de esos amos no fue muy heroico, ni noble.
—¡Tenían que salvarse! —exclamé sin mucha seguridad.
—¡Ah! La supervivencia, claro. ¿O tendrá que ver con que los torturados eran solo unos africanos?
—¡Qué duro eres a veces!
—Creo que fue Oscar Wilde quien dijo que los ingleses han estado dispuestos a considerarnos como iguales, siempre que nosotros admitamos que son superiores.
Y esperó el efecto que tendría en mí esa demoledora frase.
Mi silencio le hizo continuar en un tono mucho más serio.
—¿Puedes comprender el mal que ha hecho a Kenia la leyenda que difundieron los ingleses sobre el mau-mau?
—¿«Leyenda»? —dije, a punto del enfado—. Hubo una revolución, y cruenta.
—¿Conoces los datos? En ese atroz conflicto murieron sesenta y tres europeos de las fuerzas de seguridad, más treinta y dos colonos británicos.
—¿Estás seguro?
—La represión fue brutal: perecieron veinte mil kenianos rebeldes de los cuales once mil quinientos eran kikuyus; noventa mil civiles fueron retenidos en campos de concentración, y más de mil presos políticos fueron torturados y ejecutados. Los hechos hablan por sí solos.
Me abracé a él. No podía decir nada. Él comprendió. Nuestras mentes estaban en armonía. Era ya tiempo para la intimidad de los cuerpos.
La conversación había surtido el efecto que mi amante buscaba. Estaba relajada, deseaba amarle, y él ya había tenido bastante paciencia. Bailamos de nuevo aquella samba, lenta y cadenciosa, con la que me tuvo por vez primera entre sus brazos. Luego me llamó Eurídice —yo temblé como una hoja— y puso mi música favorita, aquella que él sabía que me transportaba a la morada del alma.
Lo había planeado todo con esmero para que el rito de la seducción contara con los elementos que harían ese encuentro inolvidable.
Preparó dos gin-tonics —los dos lo preferíamos al consabido champán— y, sorbo a sorbo, dejé que sus dedos recorrieran mi piel.
Despacio, disfrutando de cada etapa y de cada minuto, fue desabotonando mi blusa. Primero, acariciando mi pecho con una sabiduría que me hizo estremecer; y entonces comenzó a besarme muy suave, a poquitos; en los párpados, como si besara a una niña; y luego creciendo en ardor e intensidad, primero en los labios y luego en la boca, que, como yo había intuido en Manda, cubría la mía ahogando voluptuosos suspiros. La pimienta rosa que aromaba la bebida perfumaba su boca.
Las notas de la ópera Orfeo y Eurídice entraban en mis oídos y se enroscaban en mi cuerpo, que palpitaba en una plenitud de vida que me hizo olvidarlo todo. Solo él contaba.
Entrelazaba mi nombre con el de Eurídice, añadiendo símbolos a ese amor que nacía y que yo aventuraba eterno. Las suaves llamas de la chimenea acariciaban mi cuerpo, haciéndolo más receptivo al calor del cuerpo del amado.
El contacto de su piel, suave y cálida, con la mía me hizo enloquecer. La pasión, junto al ser que se ama de veras, es un sentimiento inefable, total, electrizante… Me envolvió una espiral de placer, de turbación, de locura, de vuelo en la noche infinita entre estrellas para ser en el otro, para existir en razón del otro.
Guardo para mí otros detalles de aquella noche de amor. En mi vida, he vivido y sufrido con intensidad, pero esos recuerdos son mi tesoro secreto. Comprendí entonces las historias de aquellos amantes que, transportados por la pasión, se juraban amor eterno y desafiaban a los mismos demonios.