El flechazo
Enero de 1987
La embajadora de Brasil nos había invitado a Carmen y a mí a almorzar en su casa. Era una mujer cálida y divertida, y mantenía muy bien la embajada, cuidando cada detalle. Pero yo no tenía ganas de ir a ningún sitio. Carmen, que se había convertido en una buena amiga, había insistido en que asistiera con ella a ese almuerzo.
—Estás mucho tiempo sola y te vendrá bien. Conocerás a señoras muy agradables. Anda, no te hagas de rogar.
—Estoy triste y conmocionada por el asesinato de Asunción. —No podía remediarlo—. ¡Es tan injusto!
—Vente. La recordemos juntas. ¡Necesito tu compañía!
—Pero si vas a estar rodeada de gente… No te hago falta —aventuré.
—Este almuerzo está planeado desde hace tiempo, y es para atender a la mujer del ministro brasileño de Economía, ya que él está en una reunión de trabajo.
Y allí me encontraba, con una enorme pereza para conversar sobre partidas de cartas o cualquier otra cosa que no me interesaba nada.
La casa resultaba siempre acogedora, y la ligera brisa que refrescaba el jardín, una delicia. Claudia, la mujer del embajador, me presentó a todas las invitadas. Me senté al lado de una indonesia muy simpática, casada con un norteamericano.
—¿Estás también en la embajada? —quiso saber ella.
—No. Estoy casada con un inglés que es asesor del ministro de Finanzas.
—¿No será Cris Woods tu marido?
—Sí, ¿por qué?
—Es amigo de Jim, mi marido. Me ha comentado que hablan a menudo sobre trabajo. Tenemos que vernos los cuatro.
Su conversación alegre e intrascendente me hizo olvidar durante unos instantes mi pena por el asesinato de quien admiraba profundamente. El tiempo había volado, y la embajadora nos hizo pasar a la mesa.
—Falta una persona, pero ha llamado diciendo que empecemos y que se incorporará más tarde.
Las señoras se fueron sentando y quedó una silla vacía a mi derecha. Comenzamos, pues, y al iniciar el segundo plato apareció una mujer pelirroja, que se colocó acto seguido a mi lado. Era dicharachera y hablaba inglés con un fuerte acento. Su melena suelta enmarcaba un rostro de óvalo fino, piel muy blanca, casi lechosa, con muchas pecas, y unos ojos azules chispeantes.
Su conversación era fluida y muy entretenida. Mostraba un acerado sentido del humor y su mente era ágil como una ardilla. Casi no dirigió la palabra a las demás, me hizo un sinfín de preguntas, y tras el postre, sin esperar a que nos levantáramos de la mesa, anunció a su anfitriona que tenía que marcharse.
Yo estaba bastante asombrada por su forma de comportarse, pero ella con toda naturalidad me dijo:
—No acudo a muchos lugares. Invítame a tu casa. Ahí sí que iré.
Se encaminó hacia la puerta acompañada por la embajadora y desde allí se despidió con un saludo general al tendido. Yo, atónita, permanecí en silencio.
—¿Sabes quién es? —me preguntó mi nueva amiga de Indonesia. Ante mi negativa continuó—: Es una de las mujeres más influyentes de Kenia. Está casada con Nicholas Mbott, el todopoderoso ministro de Industria. Tienes suerte.
—¿«Suerte»? —Yo estaba aún más confundida—. ¿Por qué?
—Le has caído muy bien. ¿No te parece bastante? —respondió Lia con un deje de incredulidad en su voz.
—¿De qué país viene? No es británica… Tiene un acento que no logro descifrar.
—Es holandesa. Y es cierto que escoge con gran cuidado aquellos a los que distingue con su atención.
Lia me susurró por lo bajines:
—Cuando la invites, llámame a mí también. Siempre es interesante estar en buenos términos con ella.
En ese momento, Claudia nos invitó a pasar a la baranda para tomar el café y, tomándome del brazo, me llevó a ver los esplendorosos helechos que ella misma cuidaba.
—Ven, te enseñaré la jaula de papagayos que tengo en el otro lado. —Y añadió—: Me ha dicho Carmen que te interesan las numerosas variedades que tenemos en Nairobi.
Yo no había dicho nada parecido, pero comprendí que quería comentarme algo, y en privado.
—Quiero avisarte, Mayte. Creo que la simpatía que te ha demostrado era auténtica, pero tanto él como ella son personas muy peligrosas.
—¡Parecía tan divertida, tan natural!
—Y lo es. —Claudia bajó la voz—. Su marido es muy ambicioso y, mientras las cosas vayan en su beneficio, pueden ser una estimulante compañía. —Miró a su alrededor para comprobar que nadie la escuchaba—. Dicen que hacen magia negra…
Y me observó para ver qué efecto me producían esas palabras.
—¿«Magia negra»? Claudia, ¿tú crees en esas cosas? ¡No puede ser! —Estaba más perpleja que antes.
—Ten cuidado. Si les frecuentas, pon atención en lo que dices. Y escucha bien lo que ellos te digan.
Ya en el coche, le conté a Carmen la conversación y, ante mi asombro, corroboró los temores de la brasileña.
—De verdad, Carmen… En Brasil, esas creencias son habituales, pero que me lo digas tú… —solté.
—No me refiero a las sesiones de magia negra, que se rumorea son ciertas. Ni a sus consecuencias, en las que no creo.
—Entonces, ¿qué quieres decir?
—Que seas prudente con ese matrimonio. Que midas tus palabras y no confíes en lo que ellos te digan.
—¡Me inquietas!
—No es esa mi intención, pero aquí, como en otros lugares, la cautela no daña a nadie.
—Está bien. Andaré con pies de plomo.
Tal vez mi amiga tuviera razón. A menudo las cosas no eran lo que parecía, como yo misma iba a descubrir.
Al poco tiempo, recibí una carta desde San Sebastián. La letra me era familiar. La abrí llena de curiosidad y miré la firma. Era de Laura y me anunciaba que ella y su marido llegarían en breve a Nairobi, donde tenían que desarrollar un proyecto con Médicos Sin Fronteras, para la prevención de enfermedades endémicas.
La noticia me produjo una alegría sin límites. Mi dulce y tímida amiga de la infancia se había convertido en una mujer resuelta y de sólidas convicciones. Como médico en el Policlínico de San Sebastián, realizaba una labor que llenaba su vida. Su marido Gorka era cirujano, no tenían hijos y, para ambos, su profesión era una vocación a la que dedicaban todos sus esfuerzos. La preocupación social les había inspirado la decisión de tomarse un año sabático para mitigar los problemas que asolaban a los niños africanos. «¡Y qué mejor lugar que Kenia, donde está mi querida Mayte!», me escribía en su carta.
A pesar de la diferencia horaria, me precipité al teléfono para hablar con ella. Quería transmitirle la impaciencia y el gozo que sentía con su anuncio.
—Laura, ¡qué ilusión! No puedo creerlo… ¿Cuándo aterrizáis?
—Dentro de tres semanas, Maytechu, en el vuelo de Iberia. Lo que sí te pido es que me aconsejes un buen hotel. Luego ya veremos si decidimos instalarnos en la casa que nos proporciona la organización.
—¿Cuánto tiempo os quedaréis?
—De momento un año, pero ya veremos.
—No vale la pena que montéis una casa para tan poco tiempo. Podéis vivir con nosotros.
—No queremos causaros ninguna molestia.
—Laura, venid al menos a casa para empezar. No puedes negarte. Es mucho más agradable para vosotros, y por supuesto también para Cris y para mí, que nos acompañéis.
—Pero… —intentó argumentar mi amiga.
—No hay pero que valga. La habitación de invitados está al otro extremo y tiene salida al jardín. Tendréis vuestra independencia, si es eso lo que te preocupa.
—Bueno… Mil gracias… será estupendo. Pero luego buscaremos un lugar donde vivir y no daros la lata.
—Agur, Laurita. ¡Me has puesto de buen humor! ¡Un abrazo a los dos y buen viaje!
Habituada a vivir en un mundo muy distinto al de mi origen, tener a Laura a mi lado y recuperar mi infancia significaban volver a la complicidad, a los recuerdos y a aquella niñez que siempre había considerado desgraciada. Con el paso de los años, había descubierto lo equivocada que estaba.
Preparé todo con sumo cuidado. Pinté el dormitorio de nuevo, en un color verde muy claro que era el favorito de mi amiga, y renové las cortinas del baño. El día previo a su llegada, puse un jarrón con flores tropicales en su cuarto, y antes de salir para el aeropuerto, encendí unas barritas de sándalo en el quemador, para que su perfume sugerente les diera la bienvenida.
Salimos de casa al amanecer. La bóveda celeste apenas se despertaba de su letargo nocturno. Unos jirones de sombras desvaídas se resistían a abandonar el firmamento y se destacaban sobre un resplandor ambarino que, poco a poco, se fue tornando bermellón.
—¡Los cielos de Kenia dan la bienvenida a mis amigos! —exclamé.
Cris se reía observando mi entusiasmo. Mi marido conservaba un magnífico recuerdo de los Irigoyen, que tan cariñosos habían sido con nosotros en ocasión de nuestra boda.
Los últimos minutos se me hicieron eternos. Miraba a uno y otro lado intentando descubrir entre la abigarrada multitud los rostros de mis amigos. La espigada figura de Laura apareció junto a un hombre de anchas espaldas, alto y con unas facciones como talladas en la roca. Al verme, ella corrió hacia mí. Nos fundimos en un abrazo entrañable.
Miles de pensamientos afloraban a mi mente: en todos esos años, Laura había sido una amiga fiel. No podía recordar un solo momento en el que ella no se hubiera comportado con generosidad, eficacia y dulzura.
—Cris, aunque Mayte ha insistido mucho en que nos quedemos con vosotros, no quiero molestaros. Estaremos unos días hasta que…
—¡Ni se te ocurra! —interrumpí—. ¡Lo que hay que oír!
Mi marido, que había observado divertido nuestro encuentro, creyó que era el momento de intervenir:
—Si os dejo marchar, mi mujer no me dirigirá la palabra. Deberéis quedaros para contribuir a la buena marcha de nuestro hogar. —Hizo una pausa y añadió—: Ahora en serio… nos encanta la idea de teneros entre nosotros.
Cuando llegamos a casa, lo primero que pidió Laura fue conocer a Tina. La niña la recibió como si la conociera de toda la vida. Le hizo toda serie de mimos y carantoñas y Laura la miraba embobada, como si fuera un milagro.
—Sé lo que estás pensando —le dije—. ¡Es un milagro!
Dejé que descansaran del largo viaje, y al atardecer preparé un copioso té en una mesa del jardín y les avisé para que vinieran a merendar. Después de dar buena cuenta de él, Gorka se marchó a dar un paseo y nos quedamos las dos solas. Teníamos que recuperar el tiempo perdido.
—Mayte, de verdad que no queremos ser una molestia…
—No digas tonterías, Laura. Cuando nuestro padre nos abandonó y el mundo se nos vino encima, tu familia fue la única que nos acogió.
—Mi madre siente un sincero afecto hacia vosotras. No necesitas agradecerme nada.
—No es eso. Tú eres mi amiga, mi hermana… ¿No te das cuenta de la inmensa alegría que supone tu presencia?
Nos dimos otro abrazo y tras unos instantes de silencio, dijo:
—¿Quién iba a decirnos que África nos reuniría de nuevo?
—Es cierto —contesté, perpleja—. Cuando paseábamos por La Concha, o jugábamos en el jardín de tu casa… ¿Cómo íbamos a imaginar que un día estaríamos aquí charlando?
—¡Es un paraíso! Y esta casa, con esos árboles envueltos en llamas… Qué feliz debes de ser.
—Y a ti, Laura, ¿cómo te va?
—Gorka es un hombre inteligente, íntegro y generoso. Aunque esa integridad a machamartillo produce a veces actitudes un poco rígidas.
—Sí. Es difícil tener una cualidad y su contraria —reflexioné.
Laura rio con ganas.
—¡Siempre me ha gustado tu sentido práctico, Mayte! Las cosas son como son.
Yo ansiaba conocer el cometido de mis amigos, el ideal o proyecto que les había traído conmigo, al corazón de África.
—Quiero que me cuentes vuestra labor aquí, donde viviréis, cuál es vuestro objetivo… ¡Quiero saberlo todo!
—En principio, tenemos que dar cursos de formación a médicos y enfermeras rurales, para combatir enfermedades endémicas como la malaria y la bilarcia.
—¿Quién iba a sospechar que te decidirías por la medicina?
—¿Por qué dices eso, Mayte?
—¡Todavía recuerdo el día que hubo que curar a tu hermano Pello! —Ella se reía—. Apartabas la vista de dos gotas de sangre. ¡Y mírate ahora! La doctora Irigoyen.
—Sí, poco a poco, fui venciendo mis temores. Y aquí estoy.
—¿Sabes por fin cuánto tiempo os quedaréis?
—Un año, pero nuestro trabajo puede acortarse o alargarse.
—¿Y os quedaréis siempre en Nairobi?
—Es posible que tengamos que trasladarnos al norte, para evaluar la situación de Turkana y mandar ayuda en consonancia a sus necesidades.
—Pues entonces, con ese trajín, no entiendo que queráis montar una casa. ¡Quedaos con nosotros, no te hagas de rogar!
—¡Me rindo! ¡Nos quedamos! —dijo sonriendo, y luego añadió, con tono serio—: Gracias, Mayte. Nada me apetece más que estar con vosotros, en esta lugar idílico, arropados por vuestra compañía y disfrutando de vuestra experiencia.
—Tienes que conocer la impagable labor de nuestros misioneros. Te llevaré a Kangemi primero, y luego a Kianda… —Al permanecer de pronto callada, mi amiga comprendió que algo me encogía el corazón.
—¿Qué pasa, Maytechu? ¿Qué tienes?
—Estaba a punto de decirte que te llevaría a Kariubangi, pero me temo que todavía no estoy preparada para afrontarlo.
La pena oscurecía mi expresión y Laura, asustada, quiso saber el motivo de mi congoja.
—Algo grave te ha sucedido… ¿Fue allí?
—A mí no me pasó nada, pero mataron a una monja a quien conocía y apreciaba… Fue horrible… La violó, la apuñaló…
Y me eché a llorar con desconsuelo, en un llanto reprimido durante semanas que me ahogaba por dentro.
Unos brazos amigos me rodearon. ¡Qué alivio poder abandonarse a un afecto seguro, a la complicidad de la infancia, sin tener que explicar nada, sin excusas…!
El calor de la amistad me envolvió en su cálido velo hasta que las sombras de la noche nos rodearon. Nunca antes me había permitido aceptar cuánto echaba de menos a mi gente y a mi tierra. Ahora, todo sería distinto.
El recuerdo de madre Asunción me perseguía todos los días, y a ella se añadía la creciente necesidad de contribuir a su obra de generosidad y amor. Era extraño. La evocación de esa persona a la que había visto una sola vez me perseguía para que realizara lo que no supe darle en vida. Laura, con su caudal de determinación y energía, no solo contribuía en ese afán, sino que lo consideraba una obligación.
Su trabajo había desplegado ante sus ojos las miserias humanas, y su corazón compasivo le empujaba a intentar remediarlas como si en ello le fuera la salvación. Nuestro buen Muchiri nos acompañaba siempre, pero un reproche implícito se dibujaba en su semblante cada vez que acudíamos a las misiones. Le parecía que yo corría un peligro innecesario, pues ya estaban las monjitas para ocuparse de esa pobre gente.
Íbamos a encontrarnos en Kangemi con Silvia Dan, pues ella era, desde el principio, una fiel colaboradora de ese proyecto.
Cuando llegamos allí, nuestra sorpresa fue mayúscula a medida que recorrimos el poblado. Nos habían recibido la directora de una ONG catalana, que era quien me había invitado, y el padre Miguel, un salmantino simpatiquísimo que era comboniano, un «padre blanco» de la misma orden que Asunción.
Unos niños vestidos con sus mejores galas, el uniforme del colegio, nos esperaban a la puerta con unos alegres y movidos bailes nativos. Les dimos las gracias por su brillante actuación y comenzamos a repartirles las chucherías que Laura había traído de España. Como siempre, los ojos de esos africanos me traspasaban el alma. Había tal agradecimiento en su mirada… El gozo por recibir tales naderías iba a iluminar toda su jornada. Durante años, aquellos ojos permanecerían en mi recuerdo.
Algunos de los pequeños se abrazaron a Silvia, agradeciéndole sus numerosas visitas.
Al entrar en la escuela, una cara venida de mi pasado atrajo mi atención:
—Padre Agostino, ¿qué hace en África?
—Mayte, ¡qué maravilloso encuentro!
—No sabía que estaba aquí. ¿Cómo no nos ha avisado?
—Sin embargo, yo sí sabía que iba a encontrarme con la encantadora señora Woods que conocí en Londres.
Él había acudido a la capital británica para dar unas conferencias sobre planificación y economía para países en desarrollo. El departamento de Cris patrocinaba esos seminarios, y de ahí que durante unos meses nuestras reuniones fueran frecuentes.
—¿Y Cris? ¿Sabe que está usted en Nairobi?
—Así es. Le llamé de inmediato y al decirme que hoy visitaría Kangemi, decidimos convertirlo en un encuentro inesperado. ¡Un poco de magia, mia cara!
De pronto me percaté de que no había presentado a mi amiga, que contemplaba la escena con expresión divertida.
—Laura, te presento al padre Agostino, profesor de la Universidad de Georgestown. Padre, esta es mi amiga de la infancia, Laura Irigoyen, que es médico y está en Nairobi para dar a conocer una campaña de prevención de enfermedades endémicas.
—¡Qué eficaz es la providencia! —exclamó el buen padre, y tomándonos por el brazo, prosiguió—: ¡una doctora y una enfermera, justo lo que necesitábamos para iniciar el dispensario!
Laura aceptó con entusiasmo. Yo les escuchaba a los dos hasta formular la pregunta que flotaba en mi mente:
—Pero ¿qué hace un importante profesor de Georgestown —dije, llena de asombro— en una misión de África?
—¿Y qué hacían los jesuitas en el Alto Paraná? Tú, como española, deberías saberlo —respondió con cierta chunga.
—Sí, claro, comprendo a qué ha venido, pero no entiendo cómo puede haber dejado un trabajo que requiere años de experiencia para hacer algo que muchos podrían hacer.
—Te equivocas, Mayte. Espera a ver lo que esta gente ha conseguido realizar, y ya me dirás si no es extraordinario. Son ellos los que me han enseñado a mí.
Callé y continuamos la visita. En la sala que hacía de aula, se alineaban los pupitres en perfecto orden. Los lápices de muchos colores, como gustan allí, trabajaban con rapidez en las oscuras manos de aquellos alumnos. Su atención era total mientras la maestra deletreaba las palabras que los estudiantes convertían en signos sigilosos. Los siguientes dos cuartos alojaban a chicos y chicas de más edad, y el último servía de guardería. Me contaron, y luego pude comprobarlo, que algunas madres cuyos trabajos lo permitían, llevaban a sus hijos con ellas.
En efecto, aún no había visto nada. Nos enseñaron el taller de costura donde se realizaban los uniformes que usaban en Kangemi. La labor estaba hecha con tal esmero, que les encargaban también la confección de los uniformes de los colegios más importantes de Nairobi.
Los pequeños se entretenían con retales e hilos de colores, mientras sus madres trabajaban serenas, sabiéndolos a su lado, fuera de los peligros habituales en las shambas, las chozas en medio del campo.
La herrería, pequeña pero bien organizada, proporcionaba las vigas de los edificios; en otro taller, se confeccionaban los ladrillos con la maravillosa tierra roja del lugar; el economato vendía, a precios reducidos, lo que se cultivaba en las huertas que se extendían más allá de las casas, y que labraban con mimo.
La enfermería, nuestro próximo deber según padre Agostino, era pulcra y bien ventilada, pero les urgía, nos dijeron, medicamentos de primera necesidad: analgésicos, antitérmicos y vacunas contra la malaria, pues la población de ese increíble proyecto crecía por momentos. Se respiraba una atmósfera de paz, de convivencia y de amor al prójimo que nos tenía, a Laura y a mí, mudas de estupor. Silvia observaba, complacida.
El jesuita, percatándose de nuestra falta de reacción, nos tomó el pelo:
—¿Qué, Mayte…? Cualquiera puede hacer todo esto, ¿verdad?
—Padre, estoy fascinada…
—¡Estupefactas! —añadió Laura—. Es la fiel réplica de una misión jesuita del siglo XVII.
—Sí —respondió Montse, la directora de la ONG—. El pueblo es autosuficiente. Ellos construyen las casas y todos los edificios que albergan dispensario, economato, etcétera.
—Y los materiales se producen también aquí, con la consiguiente reducción de costes —intervino el padre Miguel.
Una vez terminado el recorrido, nos invitaron a un almuerzo a la benéfica sombra de un porche.
—¡Qué árboles más frondosos! —apuntó Laura señalando un bosquecillo vecino—. ¡Debe de ser delicioso comer bajo su sombra!
—Mientras no te caiga una serpiente encima… —contestó riendo padre Agostino—. Quedarse quieto bajo un árbol es una de las cosas más peligrosas que puedes hacer en África.
—¡Vamos, chicas…! —Montse nos invitaba con un gestó de la mano—. Ya está todo preparado. ¿No tenéis hambre?
Nos sentamos a una mesa de gruesa madera con unos hermosos dibujos en círculos concéntricos.
—Esta mesa la ha tallado Horatius. Mirad qué perfección, cómo la ha pulido… Cómo brilla la madera encerada con cuidado y paciencia…
Tras esas palabras, el padre Miguel se mostraba tan orgulloso como si fuera un hijo suyo quien hubiera hecho tal proeza.
—¿Conoce usted a cada artesano y lo que ha realizado?
—Sí, Mayte. Esta es una familia muy numerosa, y entre todos han llevado a cabo lo que creían imposible.
De nuevo el orgullo se leía en su semblante. Sin lugar a dudas, aquel era un experimento iniciado con muchas dudas, pero que estaba siendo coronado con el éxito.
—Padre Agostino… —inició Laura con cierta timidez—. A mí también me extraña que alguien con un puesto tan relevante en una de las mejores universidades del mundo lo abandone todo para venir a misiones.
—Cara Laura… —respondió con voz mansa—. Estoy cumpliendo mi más preciado sueño…
—¿Qué quiere decir? —intervine, intrigada.
—Devolver la esperanza a gentes que la habían perdido. —Ante nuestro gesto de desconcierto, continuó—: Este era un barrio sin posibilidad alguna de prosperar. Charles Rubia, un notable personaje de la ciudad amigo del padre Miguel, dio ejemplo viniendo a vivir aquí, en una zona depauperada. No había más que chozas y cabañas.
—Así es. Charles es católico y quiso con su gesto animarnos a establecer aquí un proyecto que ayudara a esta gente —apuntó el padre Miguel, y añadió—: comenzamos a pedir fondos, y uno de los donantes fue la Universidad de Georgestown.
—Cuando supe de esta portentosa utopía —metió baza padre Agostino—, recordé la prodigiosa labor de los jesuitas en el Alto Paraná, y decidí apuntarme a esta obra de amor.
—Y en cuanto a ti, Montse… ¿Cuál es tu historia? —pregunté con curiosidad a la directora.
—Es muy parecida —dijo ella—. Miguel me contó su ideal: transformar una zona deprimida, con alto riesgo de droga y criminalidad, y dar a sus gentes una opción de vida y de dignidad.
—Por lo que decís, se trata de una colaboración, ¿verdad?
Laura y yo estábamos completamente fascinadas por esos tres personajes que habían abandonado sus cómodas y prestigiosas existencias para dar su energía y afecto a unos desconocidos.
—Jesuitas, combonianos, la población de Kangemi… somos todos uno. Harambe! ¡Todos a una! —La voz de Montse denotaba orgullo y felicidad—. Este país se ha hecho al unísono. Harambe! Pues es lo que Jomo Kenyatta exhortó a los kenianos que hicieran, sin distinción de raza, clase o religión.
Observé que Muchiri escuchaba desde otra mesa. Su expresión decía con claridad que aprobaba esta visita. Nos sacó de nuestras reflexiones la invitación de padre Agostino:
—¡Vamos, basta de cháchara! Todavía queda la misa, y no quiero que os retraséis. Si no, vuestros maridos protestarán.
La iglesia no era para nada lo que yo había imaginado. Los muros de sólido ladrillo se alzaban a una altura respetable, y un airoso campanario parecía anhelar el cielo con los alegres tañidos de su campana. Los habitantes acudían, presurosos, comentando entre risas los acontecimientos del día. Aparecían limpios y arreglados; las niñitas, con lazos de brillantes colores entre sus negras trenzas, y un ambiente de fiesta flotaba como una dulce promesa.
Al entrar, Laura y yo nos miramos atónitas. El altar, cubierto por un paño bordado en hilos de varias tonalidades de rojo y verde, tronaba en el centro de la vasta nave, cuyo techo era sostenido por unas vigorosas vigas de hierro. Unos bancos de una madera clara, preciosa, se alineaban alrededor del ara con estudiada precisión, aprovechando el espacio al máximo. Tras acomodarnos en el primer banco, el oficiante dio comienzo a la ceremonia.
Por el pasillo central entraron unas mujeres ataviadas con sus típicos tejidos africanos de fino y puro algodón. Se movían acompasadamente al son de una música que contagiaba las ganas de bailar. Hacían sonar sus maracas kayambas de tallos de bambú, todas a una, en perfecta sincronización de pasos e instrumentos. Avanzaban ondulando sus cuerpos flexibles bajo las finas kangas, y elevando sus brazos hacia lo alto, sosteniendo en bandejas de paja frutas maduras que perfumaban el ambiente con su exótico aroma.
—¡Hacia el Padre, hacia el Padre! —repetían cantando con entusiasmo.
Sentí que una viva emoción se enroscaba en mi garganta. Una vez que llegaron junto a los sacerdotes, depositaron sus canastas en las gradas del tabernáculo formando con ellas un curioso mosaico de la naturaleza. Muy compuestas y formales, se instalaron en el lugar reservado para el coro.
A medida que progresaba la misa, los cantos se hacían más dulces y modulados; el recogimiento de los asistentes, más intenso, hasta llegar a la consagración, momento en el que el silencio fue como una caricia de alas de ángeles etéreos.
Laura y yo recorrimos en silencio el camino de vuelta. Ni siquiera Muchiri osó romper la magia que acabábamos de vivir.
Éramos conscientes de haber conocido un mundo mejor, construido con inteligencia, voluntad de bien y amor.
Pocos días después me arreglé con esmero. Una blusa de seda roja, una falda de hilo del mismo color, y unos tacones bien altos alargaban mi silueta. Dos o tres collares de coral iluminaban mi rostro. Me gustaba sentir su tacto un tanto frío, que mi piel se encargaría de entibiar. Había quedado con Betty para almorzar en el restaurante del hotel Norfolk.
—¡Vestida para matar! —me alertó—. Tenemos que dar buena impresión. Todo el mundo estará allí.
Al llegar, pregunté por nuestra mesa. Tras indicármela el camarero, y comprobar que Betty todavía no estaba, preferí esperarla en el bar, pensando que mi amiga no tardaría. Cuando terminé mi bebida, miré la hora.
«Menudo retraso… —pensé—. Más de cuarenta minutos. Me voy.»
Una vez fuera, el sol me cegó y no pude reconocer a la persona que tenía delante, pero su voz puso en alerta mi corazón. Era Peter.
—My tea… —bromeó—. ¡Qué agradable sorpresa! Pero… ¿te vas?
Le expliqué mi espera inútil, y él ofreció de inmediato:
—No te vayas. No es posible que una mujer tan guapa coma sola. Yo iba a tomar algo rápido, pero creo que estoy de suerte… ¿Puedo invitarte? ¿No lo creerás inconveniente?
Y de la manera más natural, me senté a la mesa que me habían adjudicado antes.
El enfado por el plantón de mi amiga desapareció en cuanto Peter empezó a contarme su infancia en Kenia. En realidad, agradecí tener una amiga con cabeza de chorlito. Mi nuevo amigo sentía pasión por su patria. El hecho de haber tenido que defender la postura de Kenia en los foros internacionales, le había procurado una segunda piel de caballero andante que protege su territorio.
—Quiero hacerte una pregunta. ¿Eres keniano de parte de padre y madre?
—¿Qué quieres saber realmente? —dijo divertido—. ¿Por qué no soy tan oscuro?
—No es eso —respondí, confundida—. Pero…
—Sí, Mayte. No te atreves a preguntar por qué no soy tan negro.
—¡Peter, por favor! Sabes que yo no pienso así. Para mí hay personas, no colores.
—Buena respuesta. Pero lo aclararé: mi madre era inglesa.
La nacionalidad inglesa de su madre no le había supuesto ningún conflicto. Su sentido realista de la vida le había hecho ver la oportunidad de ser un puente entre dos mundos que habrían de encontrarse. Es más: supo comprender que la educación a la que había tenido acceso podría contribuir al desarrollo de su adorada Kenia. Su visión de la vida, además de práctica, era optimista y vital. Él me hizo sentir que su país, que hasta entonces me había parecido hermoso, tenía que realizar un plan trascendental, y que él quería formar parte de ese proyecto.
—Me ha obnubilado el entusiasmo por contarte cosas sobre mi tierra y lo que puede y debe llegar a ser. No te he preguntado por tu patria, que debes amar como yo amo Kenia. ¿De qué parte de España eres?
—Mi familia es de Castilla. ¿Conoces España?
—No, aún no. Cuéntame cómo es.
—Mis padres se fueron de Zamora al norte, a San Sebastián, donde me crie. Es una bellísima ciudad, acunada por una mar brava y tierna…
Y le conté mi infancia, mis dificultades y mi voluntad de cambiar de vida; el matrimonio con Cris y la felicidad al tener a mi bebé… A medida que avanzaba mi relato, él me preguntaba una y mil cosas.
Un rasgo de su carácter me dejaba perpleja: gozaba de una cualidad y la contraria. Era muy astuto, y al mismo tiempo inocente como un niño; respetuoso con las opiniones de los demás y testarudo con las suyas; ilusionado con su país y con verdadera curiosidad hacia los demás; alegre en la superficie y profundo en su reflexión; osado en las ideas y prudente en la ejecución de las mismas. Escuché aquella mente que vagaba por campos de profunda libertad. Era un ser libre.
El tiempo pasó deprisa. Su conversación era tan interesante, tan amena, que no me había percatado de la hora. Detrás de mí, una voz femenina y conocida me saludó:
—¡Señora Woods! Veo que hace usted amigos muy rápido. —Y enfatizó la palabra «amigos».
Peter, que la había visto llegar, la saludó con un tono neutro:
—Hola, Kiki, ¿qué tal? Y Lio, ¿está de viaje?
Saludé a la recién llegada con una leve inclinación de la cabeza, pero no dije nada.
—No. Está en aquella mesa, junto al ventanal.
Miré hacia la dirección indicada y vi a Lio enfrascado en una conversación muy animada con un señor que parecía importante. No le conocía.
—Veo que estáis en compañía del poder —dijo Peter.
—Sí, ya lo ves. Lio no solo domina sus tierras, sino que el ministro más influyente del gobierno aprecia su consejo.
—Te felicito. En unos años, os habéis vuelto indispensables para la buena marcha del país. —Y subrayó la palabra «indispensables».
Molesta con la ironía, Kiki esbozó una falsa sonrisa y se marchó.
—¡Uf, qué mujer más insoportable! —exploté.
—Peor aún: es peligrosa y se rodea de gente todavía más temible.
—¿Quién es el hombre que almuerza con ellos? —pregunté.
—Es el ministro de Industria, Nicholas Mbott —me aclaró Peter.
—¡Es el marido de Anne! La conocí el otro día. Cuando ella se fue, me contaron cosas absurdas sobre el matrimonio.
—No son absurdas, Mayte. Debes tener mucho cuidado en general, y con ellos en particular. La vida en Kenia no es lo que parece a primera vista. Todo es tan relajado, la tierra es de tal belleza que parece el paraíso… pero puedes encontrar el infierno.
—¡Me asustas!
—No era esa mi intención. Cris y tú sois buena gente. Huye de personas como los Harden y los Mbott. Tarde o temprano morderán. Son serpientes, y en la naturaleza de las serpientes está el morder.
—Entonces… ¿qué dirán de este encuentro fortuito?
—Por eso no he dicho nada al respecto. Si hubiera dado una explicación, le hubiera servido en bandeja la certeza de que ocultábamos algo.
—Peter, gracias por una comida deliciosa, pero no sé si he hecho bien al aceptar tu invitación. ¡Imagina qué contará esa bruja!
—Cuando llegues a casa, cuéntaselo a Cris. No le des más vueltas. Gracias por tu compañía, Mayte.
Al cruzar el comedor para salir, sentí, pegada a mi piel, la mirada burlona y maligna de aquella mujer.