The Lunatic Express
1986
Había esperado tanto tiempo a esa niña, que durante meses no consentí separarme un minuto de esa hija que, para mí, era un auténtico milagro. Apenas había salido de su cuarto, volvía para comprobar que seguía respirando, que tenía la carita sonrosada y que disfrutaba de un sueño placentero.
Mi marido, al principio, estaba encantado, pero cuando comencé a rehusar acompañarle a sus cenas y compromisos, empezó a echar de menos a la compañera que yo había sido para él. Tras varias conversaciones, me convenció de la necesidad de normalizar nuestra vida. La verdad era que Anne se había convertido en la ayuda perfecta para criar a mi hija.
Por fin Cris había logrado convencerme, y me llevaba, en un romántico viaje a Mombasa, a celebrar el nacimiento de Cristina.
—¡No lo olvidarás jamás! —me dijo.
Viajaríamos en ferrocarril desde Nairobi hasta la costa, atravesando la llanura de los kikuyu y el Tsavo. Todas las leyendas sobre la construcción de esa vía férrea se me agolpaban en la mente. Las penalidades sufridas por los trabajadores a causa de la dureza del clima, tórrido y húmedo, y el acoso mortal de elefantes y leones, se me antojaban un suplicio.
Nos adjudicaron un compartimento decorado a la antigua, como los ingleses desearon que fuera, para recordarles su confortable vida de Inglaterra.
Pero esa decoración resultaba un despropósito en esas latitudes. Un terciopelo granate cubría los asientos que por la noche se convertirían en camas. Daba agobio solo mirarlos.
El tren se adentraba con lentitud en aquel territorio cercano al mito. Nos dirigimos al vagón restaurante para cenar. El menú anunciaba una comida deliciosa y excesivamente abundante: consomé al jerez, tilapia a las hierbas, solomillo de impala y sorbete de mango.
Apenas levanté la vista de la carta, una divertida escena me hizo sonreír: una mujer esplendorosa, morena, de intensa mirada oscura, y con un escotadísimo vestido de seda roja, hacía monerías a un hombre pálido y rubio que la miraba embobado. En la mesa de al lado, un obispo anglicano, con su hábito púrpura y la cruz sobre el pecho, seguía comiendo, impertérrito, mientras su discreta esposa no atinaba con los cubiertos, azorada por la osadía de la libertina de colorado.
Era tal el contraste entre las dos parejas, que hice una seña a mi marido para que viera el espectáculo. Cris, con un ligero gesto, me indicó que estuviéramos a lo nuestro. ¡Era tan inglés!
Volví a fijarme en la mesa; la vajilla de porcelana blanca, muy elegante, llevaba grabadas unas iniciales, «E. A. R. & H.», que me produjeron curiosidad.
—¿Qué significan estas letras?
—Son las siglas de la East African Railways and Harbours. Estos platos datan de la época colonial.
—¡Este tren es una delicia! Cómo cuidan todos los detalles… Gracias, Cris.
Tomé su mano y pensé que era un hombre maravilloso, que sería un padre extraordinario para Tina, y que yo era una mujer afortunada. Sabía que le complacía al demostrar mi entusiasmo por Kenia. Así que añadí:
—El compartimento está impecable, y las sábanas de hilo crujen de bien planchadas.
—Kenia tiene un enorme potencial con el turismo. Las autoridades lo saben y harán que la exigencia de calidad sea cada vez mayor —me aclaró con indisimulado orgullo.
—No me extraña —le seguí la corriente, pero también lo pensaba—. Es un país de variados paisajes. Una fauna asombrosa, que es difícil de encontrar en otras partes del mundo, y un clima benigno en gran parte del territorio. Lo tiene todo para triunfar.
—No solo eso. Cuenta con una sociedad multirracial, y con unas etnias cuyas habilidades son diversas y complementarias. Y enriquecedoras.
—¿Qué quieres decir? —Mi interés era sincero.
—Los kikuyus son excelentes oradores y administradores; los luo, honrados políticos; los indios, hábiles comerciantes y brillantes editores; los blancos aportamos tecnología y, como deseaba Kenyatta, harambee, todos juntos seguiremos construyendo este país.
Disfrutaba hablando de su tierra. Volver había sido un sueño, reprimido durante años, que al fin se había hecho realidad. Y además coincidía con su mayor anhelo: tener una hija.
Todo ese caudal de gozo lo derramaba sobre mí. No era muy expresivo, más bien un hombre de pocas palabras, pero yo sabía que su mundo empezaba y terminaba en mí. Y ahora, también en Tina.
Aspiré el perfume de unas flores blancas que embalsamaba el ambiente con su opulenta esencia.
—Son frangipani, Mayte. ¿Te gustan? Podríamos plantarlas en el jardín.
—¡Me encantaría! Son sensuales, carnosas…
El camarero interrumpió mi perorata. Nos traía la anunciada tilapia preparada con una hierba de aroma fresco y punzante.
—¡Qué bien huele! ¿Qué clase de condimento es este?
Cris lo conocía todo sobre lo que él consideraba su país.
—Es hierba limón. Se cultiva en todas partes y los kenianos lo usan continuamente, pero sobre todo con el pescado y para hacer una tisana después de cenar, que contribuye a una buena digestión.
Unas velas anchas que desprendían un aroma de vainilla favorecían la intimidad en cada mesa.
—Gracias —le dije a mi marido—. Hace tiempo que deseaba hacer este viaje.
—¿Ves cómo tienes un continente fascinante por descubrir? Creo que Betty fue muy negativa y te transmitió sus propias obsesiones.
—No eres justo. Cuando Betty me contó en Londres los terribles sucesos que ella vivió en este país en los años cincuenta, también me describió la magnificencia de Kenia.
—Bien, bien… —zanjó él—. Mayte, no te alteres. Sería bueno que nos fuéramos a dormir temprano, pues al amanecer atravesaremos el Tsavo. Merece la pena que madruguemos.
—¿Y qué más veremos?
—No seas impaciente. Disfruta de cada día, y verás que cada amanecer te trae algo nuevo.
Antes de acostarme eché un vistazo: la luna iluminaba los campos y sembrados otorgando a la tierra una calidad mágica y serena.
Me despertó una leve caricia en la mejilla.
—Vamos, Mayte. Dentro de poco entraremos en el parque.
No pude reprimir un escalofrío al recordar la terrorífica historia leída en The Lunatic Express. Un capitán, enamorado de África, como sucede con muchos ingleses, en uno de los primeros viajes de este tren, al pasar por este mismo paraje, sacó la cabeza por la ventanilla entusiasmado ante lo que contemplaba.
Un enorme león macho, que increíblemente estaba al acecho, le arrancó la cabeza de una sola dentellada. Cris, ajeno a mis pensamientos, intentó abrir la ventana de nuestro compartimento.
—¡No, Cris, por favor!
—Pero Mayte… el aire fresco de la amanecida nos hará bien.
—¿Y los leones? ¿También estarán preparados? ¿Te acuerdas del relato de Charles Miller en The Lunatic Express?
Mi marido se reía con ganas.
—Eso fue hace mucho tiempo. Cuando ocurrió el ataque del león, el tren estaba parado y nosotros en movimiento. Además, por desgracia, la caza furtiva e indiscriminada ha diezmado la población de felinos.
—Entonces, ¿no veremos leones?
—Si tenemos suerte, sí. Es muy probable que aparezcan elefantes. Como recordarás, esta es su tierra.
Un suave toque en la puerta nos recordó que estábamos en el tren. Cris abrió y un mozo con una túnica blanca impoluta, y un chaleco rojo, nos pasó una bandeja con un té humeante y mis galletas favoritas. Yo agradecía lo detallista que era Cris. Siempre preparaba una sorpresa que podía gustarme. Recordaba siempre aquello que me hacía ilusión. Pensaba en mí. Estaba enamorado.
«¿Llegaré algún día a quererle?» Me sentía culpable por no poder devolverle ese sentimiento potente que yo veía crecer en él.
Su voz me sacó de mis pensamientos:
—¡Mayte, mira!
Una manada de nueve o diez elefantes había entrado en un sembrado de maíz, y bien porque no hallaron lo que buscaban o porque no les gustó, la emprendieron a trompazos con todo lo que encontraron y pisotearon con sus inmensas patas las plantas que quedaron arrasadas en un santiamén. De una casa cercana salieron dos hombres seguidos por varias mujeres y algunos niños.
Al ver el desastre que los paquidermos habían provocado en tan breve tiempo, las mujeres sujetaron a los pequeños junto a ellas, mientras los hombres, armados de lanzas, intentaron expulsar a las fieras. El más joven, y quizá más inexperto, se aproximó sin cuidar su retaguardia, momento en que uno de los machos de la manada le atacó por detrás. Lo envolvió con su trompa, le elevó a las alturas, y desde allí con una fuerza titánica arrojó al aterrorizado chico contra el suelo. Terminó el animal su proeza aplastando al chico indefenso con una de sus patas. Todo había ocurrido a una extraña velocidad. Allí quedaban los campos desolados, las dos familias sin sustento y un muchacho muerto. Todo en un instante.
Mi marido me abrazó con fuerza.
—África es así: magnífica y peligrosa, mágica e impredecible, tierna y cruel. Nunca puedes bajar la guardia. Esta gente ha perdido su cosecha, su pan, y, lo que es peor, alguien a quien amaban.
No tardamos en llegar a Mombasa. El calor húmedo se pegaba a la piel como un sudario. Acostumbrada al clima de Nairobi, ese calor se me hacía insoportable. Nunca había estado en un lugar en el que fuera tan difícil respirar.
A ambos lados de la carretera se extendían unos interminables campos de sisal punteados de vez en cuando por unos extraordinarios baobabs. Sus potentes troncos aparecían lobulados, como si la tierra se hubiera encargado de bordar su madera en un sólido festón. A unos tres metros de altura, alzaban unos brazos escuetos y desnudos que parecían implorar la lluvia. Las primeras ramas se elevaban tímidas y horizontales; más arriba, buscaban, decididas, el cielo.
Llegados a la ciudad, el coche avanzó con lentitud porque al tráfico, anárquico y denso, se superponía un desfile abigarrado de gentes diversas: mujeres con espesos velos negros; africanas con sus kangas de colores y cestos en la cabeza, erguidas como juncos; hombres de largas túnicas blancas y chalecos cortos bordados en seda; jóvenes muchachos esperando una oferta de trabajo, y viejos charlando con sus amigos. Todos ellos formaban un cuadro que mostraba la diversidad de Mombasa.
Por fin conseguimos encontrar el lugar donde recogeríamos nuestro barco. El puerto era, de nuevo, un hervidero, un exponente de la intensa actividad local, como correspondía al puerto más importante de África Oriental. Servía también de salida al mar de los países cercados por extensas tierras, a veces inhóspitas o lejanas. Uganda, Ruanda, Burundi, el sur del Sudán y el este del Zaire, utilizaban las instalaciones portuarias de Mombasa para su comercio con el mundo exterior.
Una vez en el Dhow, un barco típico del Índico que Cris había alquilado, la brisa de la mar me hizo sentirme mejor. La embarcación estaba reformada y tenía todas las comodidades; incluso disponía de aire acondicionado en nuestro camarote. El mar lucía el color de las turquesas, la arena de la playa era blanca y parecía casi de seda. Entonces quise tomar mi primer baño en el océano Índico. Después del parto, al quedarme un poco débil, había llevado una vida muy tranquila, exclusivamente pendiente de esa hija que tanto me había costado concebir. Mi mundo empezaba y acababa en Cristina. Ahora sentía que volvían a renacer mi curiosidad y mi interés por el mundo que me rodeaba.
Me lancé al agua anticipando el frescor vivificante de la mar. No fue así. Era como si me hubiera lanzado a una enorme sopera, repleta de un caldo denso y caliente.
—¡Te has anticipado! —gritó Cris—. No te preocupes. Más al norte, cerca de Lamu, estará mejor. Venga, sube.
Avistamos Lamu. A la luz del atardecer, todo parecía de oro. Las casas estaban construidas con una mezcla de piedras y tierra de diversos ocres y los tejados se cubrían con tejas de un color Tierra de Siena intenso.
De vez en cuando, una casa blanca rompía la monotonía, poniendo en valor los tonos cálidos. Esbeltas palmeras que cimbreaban sus ramas gráciles con la brisa surgían desde patios íntimos y secretos, que se alzaban tras altos muros, siguiendo la usanza árabe. Las puertas del exterior estaban talladas sobre espléndidas maderas, en complejos diseños florales y geométricos.
La cercanía de Zanzíbar, con su magnífica tradición de ebanistería, había ejercido una notable influencia en el gusto de toda la costa. La ciudad, tranquila y somnolienta, adquiría con el anochecer un inquietante encanto.
Continuamos navegando y, cuando estábamos a punto de llegar, descubrimos un vestigio del glorioso pasado de la región. El fuerte Siyu, en la isla de Pate, observaba el paso lento de nuestra embarcación con los ojos ciegos de sus derrotadas torres. Un infinito aire de nostalgia mecía las palmeras, que se empeñaban en dar vida a las piedras de la orgullosa ruina. La calma plácida del mar reflejaba lo que otrora fue escenario de aventuras dignas de Simbad el Marino o las Noches de Arabia.
El último rayo de sol acariciaba la cercana isla de Manda, donde nos esperaban nuestros anfitriones, unos italianos de desbordante simpatía. Nos anunciaron que en la cena conoceríamos a sus otros invitados: una pareja de ingleses, una italiana casada con un suizo y un joven y prometedor político keniano. Me disgustó saber que no estábamos solos. La vida social de Nairobi, que tanto me deslumbró a nuestra llegada, me parecía ahora frívola e insípida. Tras el nacimiento de mi hija, mi existencia había cobrado un nuevo sentido, más auténtico y real. El agradecimiento a Cris por darme aquello que yo más ansiaba colmaba mi ser. Mi marido era la contrafigura de mi padre: cariñoso y pendiente de mi felicidad, no de la suya. Yo deseaba atardeceres tranquilos y ver crecer a mi hija. Nada más. Acababa de dejar a mi dulce niña y ya quería volver a casa y a su tierna sonrisa. Di gracias al cielo por la serenidad que me otorgaba.
En ese estado de ánimo, no me apetecía el insustancial chit-chat y las vacuidades repetidas en veladas interminables.
Las habitaciones de los invitados estaban situadas en unas cabañas, aparentemente sencillas, pero con todo el confort que uno podía desear. Las ventanas filtraban la intensa luz de la luna, y unos tejidos nativos de ligero algodón alegraban con sus colores decididos cortinas y colchas. La brisa del mar se colaba, fresca, y movía con suave arrullo la vegetación en torno a cada bungalow. Me hubiera gustado quedarme ahí a solas con Cris.
Me preparé para la cena con desgana, lamentando no poder escapar a la fastidiosa reunión con gente desconocida.
Jana y Bruno, los anfitriones, nos esperaban en un inmenso porche de madera circular, muy africano, iluminado por grandes velas. Parecía una isla flotando en un mar de oscuridad. La otra pareja de ingleses, recién llegados a Kenia, conocían a mi marido y le recibieron con muestras de aprecio. Me presentaron luego a la italiana. Se llamaba Kiki y era alta y desgarbada, muy rubia y con unos ojos increíblemente azules, un tanto saltones, fríos y amenazadores. Me analizó de arriba abajo y no debí de gustarle porque apenas me dirigió la palabra, y cuando lo hizo, fue sumamente desagradable. Su marido, Lio, presumía todo el tiempo sobre su rancho, su extensión y riqueza, con una vulgaridad que contrastaba con la afabilidad de los propietarios de la isla.
«¡Qué noche me espera!», pensé.
Cris me había leído el pensamiento y ya estaba junto a mí, apoyándome con su presencia.
—¡Por fin! —dijo Bruno a mi espalda.
Al volverme y observar al recién llegado, me sacudió un extraño temblor. Un hombre joven, de unos treinta y cinco años, se acercaba despacio hacia nosotros con un caminar felino. Era alto y delgado; su piel oscura de africano, que brillaba con reflejos azules a la luz de la luna, emergía de una impoluta camisa blanca. El rostro alargado lo dividía una nariz recta y potente que, junto con el poderoso mentón, denotaba su fuerza de carácter. Se mantenía erguido, en actitud que podía parecer orgullosa, pero esa sensación era desmentida de inmediato por una sonrisa cordial. Me fijé en sus labios. Eran carnosos y sensuales. Un pensamiento me cruzó la mente como un relámpago: «¡Qué cálidos deben de ser sus besos!»
Abandoné, de inmediato, esa absurda divagación e intenté mostrarme indiferente cuando Jana me lo presentó. Su mano, al estrechar la mía, me transmitió una energía impactante.
Sabía, por lo que me había contado Jana antes de cenar, que Peter Mboya era sobrino del famoso político Tom Mboya, quien había logrado, junto a Jomo Kenyatta, la independencia de su país. En la actualidad, muchos kenianos confiaban plenamente en aquel hombre joven, educado en Oxford y con un máster en Georgestown y en la London School of Economics. Para todos ellos, Peter representaba la Kenia del futuro.
En ese momento era el ministro de Planificación Económica, y mi amiga le auguraba una carrera aún más brillante. Acababa de regresar de una visita a la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, donde al parecer había desarrollado una magnífica intervención.
Peter tenía una voz masculina y hablaba de manera convincente. Cautivaba de forma suave, y él lo sabía. Era imposible no dejarse seducir por sus planteamientos serenos pero llenos de fuerza. Pensaba lo que decía.
Sus amigos ingleses plantearon la situación política del momento y la inevitable apertura democrática, que estaba en boca de todos. Mientras los demás se enzarzaban en una discusión sobre quién, en el futuro, sustituiría al presidente Ongkoe, yo me dediqué a observar a Peter.
Al hablar, adelantaba su torso hacia su interlocutor, como si quisiera asegurarse de que le había convencido. Entretanto, su cabeza conservaba una postura digna de un rey tribal. Sus ideas eran prooccidentales, cargadas de pragmatismo, pero al mismo tiempo defendía con ardor el respeto a las tradiciones de su pueblo.
—Es más: la absoluta necesidad de conservarlas para no perder nuestro espíritu —afirmó.
—Buscas un difícil equilibrio, Peter —le respondió Lio con deje irónico—. El progreso del país sin mancharse las manos.
—Sí, Lio, sí. Aunque no lo creas, es posible. Lo cierto es que África necesita a políticos limpios, que trabajen para mejorar la vida de su gente.
El resto de los asistentes desapareció de mi mente: solo veía y oía a Peter… La voz de mi marido me sacó del encantamiento.
—Mayte, ya es hora. Si no, mañana estarás muy fatigada para sumergirte en las barreras de coral.
—Señora Woods… —Peter pronunció mi nombre—. La inmersión vale la pena. Estas barreras de coral son portentosas.
Le miré al despedirme. Su cuerpo estaba derecho como un sable, sus ojos tenían un brillo inquietante y sus labios, cuando besaron mi mano, eran, en efecto, cálidos.
Esa noche, en nuestra cabaña de la playa, Cris y yo hicimos el amor con una pasión que me dejó sin respiración.
«¿Será el embrujo del océano Índico, la luna llena o la magia del lugar?»
En estas cavilaciones me hallaba, cuando de pronto percibí, de forma inequívoca, el aroma de Peter, esa mezcla de colonia y piel limpia, esa fragancia peculiar de otro ser humano que muchas veces, sin ser conscientes, nos hace enloquecer.
Él acababa de pasar por delante de nuestra tienda.
Cuando llegué a la playa después del desayuno, ya estaban todos preparándose para lo que, dijeron, sería una magnífica experiencia. Kiki Lucatti, enfundada en un bikini mínimo, revoloteaba alrededor de Peter, utilizando su cuerpo como arma de ataque. Me sorprendió la flema con que su compañero, Lio Harden, contemplaba el espectáculo. Parecía divertirse. No supe muy bien por qué, pero me estremecí.
Bruno, tras comprobar que en las dos barcas llevábamos todo lo necesario para la inmersión, y para posibles desencuentros, dio la orden de partir, poniéndose él mismo al timón de una de las embarcaciones.
El mar era de un intenso azul, el color de las aguamarinas del Brasil, y ahí, en la primera barrera de coral, nos zambullimos provistos de gafas, aletas y cinturones de pesos. Arrojaron al agua un neumático ancho, como de camión, al que llamaron «delfino», y del que salían cuatro tubos que nos suministrarían el aire una vez que estuviéramos bajo el agua. Bruno nos dividió en grupos de cuatro, y saltamos a la mar.
La sensación de bienestar al nadar en las tibias aguas, el silencio que dominaba las profundidades, me produjo una sensación ambigua de abandono. Cerré los ojos y gocé del momento. La mano de Cris sobre mi brazo me sacó de mi letargo. Con la otra me indicaba unos fastuosos corales amarillos, donde decenas de pececillos azules entraban y salían, buscando alimento. Un poderoso pez loro, con sus vibrantes colores brillando bajo un rayo de sol, pasó caviloso mirándome con sus ojos de coral.
Las gorgonias mecían sus dúctiles brazos al compás de las mareas, y un sinfín de pececillos diminutos, peces payaso, doncellas y peces mariposa, pasaron en bandadas silenciosas, formando un extraordinario cortejo.
Dentro de un estupendo coral aparecía una morena leopardo, que permanecía con la boca abierta, enseñando sus poderosas fauces pertrechadas con afilados dientes. Ante mi asombro, quisquillas y peces pequeños se adentraban con toda tranquilidad en la amenazadora cavidad, entrando y saliendo de ella con total libertad.
Luego supe que llevaban a cabo una labor de limpieza para la terrorífica morena. Los diversos azules hacían de las profundidades un entorno fascinante. Bien porque nos halláramos en un lugar de aguas menos profundas, o bien porque el sol brillara con más intensidad en ese momento, una luz vibrante se coló en la mar. El destello, intenso como un espejo, me dio la impresión de estar en un mundo especial, luminoso, silencioso, donde mi ánimo había hallado la dicha.
En el fondo pude observar un inmenso coral blanco, que surgía de una sólida base y poco a poco se alzaba para extender sus rugosos brazos, adquiriendo una forma perfecta. De repente, un enorme pez estrella se aposentó sobre el coral y comenzó a comer tranquilo, con pausa.
Unos preciosos peces ángel se deslizaban pavoneándose con sus bellos colores, amarillos, azules, negros y naranjas, armoniosamente distribuidos en geométricas rayas.
Subimos de nuevo a la barca y nos llevaron a la tercera barrera. Allí los peces eran de mayor tamaño y las rocas estaban colonizadas por espléndidos corales de las formas más variadas, pero todos ellos en distintos tonos de gris. Una bandada de peces loro exhibían sus brillantes escamas.
Y de repente, de las madréporas, surgió una pareja de peces puercoespín que iniciaron una coreografía en la que batían aletas y púas, acompasando su movimiento con tal sincronización, que permanecí inmóvil contemplándolos. Parecían bailarines que usaran sus etéreas alas para celebrar una danza ritual.
Olvidé la existencia de todo y de todos en aquel silencio azul y misterioso que me rodeaba.
Cris tocó mi brazo devolviéndome a la realidad, y por señas me indicó que le siguiera. Recordé entonces que me habían advertido que aquellos espléndidos ejemplares eran terriblemente venenosos.
Ya en la cuarta barrera, el fondo se hacía más oscuro, y las grutas dentro de las madréporas, más profundas. Me acerqué, siempre acompañada por Cris, a una de ellas. Un mero de respetable tamaño se escondió a toda velocidad en su náutico refugio.
Con la celeridad propia de su especie, unos elásticos tiburones leopardo aparecieron en escena y, en sus evoluciones, nos observaban con curiosidad, valorando si representábamos un peligro o bien éramos inofensivos. Me asombró la armonía de sus movimientos, las sinuosas formas que tomaban sus cuerpos al nadar, y la estela sutil que marcaban en las aguas. El ocre de su piel, moteada de puntos oscuros, les vestía con gran elegancia.
Navegando hacia el quinto arrecife, todos estábamos expectantes porque sabíamos que allí se encontraban las tortugas. Esa vez, Peter insistió en venir en nuestra lancha. Allí, en las profundidades, las madréporas estaban invadidas por unos corales rojo intenso que alargaban sus brazos hacia la superficie. Un inmenso abanico de mar fluctuaba con parsimonia, meciéndose con la suave corriente, que transportaba el nutritivo plancton.
Las anémonas rosa fuerte, verdes o azules flotaban en las plácidas aguas, y tuve que recordar la advertencia de Cris sobre lo venenosas que eran esas hermosas criaturas para no tocarlas. Un extraño pez azul pasó a mi lado. Brillaba como si su cuerpo estuviera cubierto por diminutos diamantes.
Fijé la vista y detrás del abanico creí percibir algo que se acercaba acompasadamente. A esa forma se unió otra y, ante mis ojos admirados, aparecieron dos majestuosas tortugas. Sus cabezas erguidas salían de unos imponentes caparazones. Parecía mentira que pudieran desplazarse tan gráciles acarreando tal volumen. Utilizaban sus aletas anteriores y la pequeña cola, con un movimiento lento y preciso, que las hacía moverse como se desplazan los seres en un sueño, indiferentes a nuestra presencia. Entre las gorgonias, numerosos peces payaso y peces mariposa buscaban con ahínco el diario alimento.
Las estrellas de mar rojas lucían como alhajas sobre la arena. Una de ellas intentaba escapar de un molusco depredador, que la había elegido como almuerzo.
Ante mi asombro, Peter se agarró con suavidad al caparazón de una de las tortugas, y nadaron juntos, unidos en perfecta armonía. Era un mundo tan rico, variado, esplendoroso y vital, que deseé convertirme en sirena y permanecer allí el resto de mi vida.
A una indicación de Bruno, subimos a las lanchas y nos acercamos a la última barrera. Ahí el agua era más oscura, y el plancton, tan denso que, al cabo de unos minutos, la piel comenzó a picarme sin piedad. Creí que podía ser una reacción alérgica, pero al decirme que era normal, volví a mi elemento.
Mientras buceaba mi mente estaba tan solo pendiente de toda aquella fauna y flora marinas, de indescriptible riqueza y variedad.
«Es curioso —pensé—. Este coral parece un baobab marino. Su tamaño es mucho más reducido, y el color, vivísimo, pero su forma es la réplica marina de su pariente terreno.»
Al salir del agua, miré el reloj: ¡eran las doce y media!
—¡No es posible, Cris! Hemos estado dos horas buceando…
Bruno se reía con buen humor:
—No eres la única. Le pasa a mucha gente. Creen haber estado treinta minutos y han pasado dos horas bajo el agua. ¡Es el hechizo del Índico!
En la otra barca, Peter acababa de subir y buscaba una toalla para secarse. El mar, todavía pegado a su piel oscura, la hacía brillar como una escultura de bronce bruñido. Su cuerpo joven, y sin duda bien trabajado en el gimnasio, era musculoso, perfecto. Sus movimientos eran acompasados y un tanto felinos.
Volvió la mirada hacia nosotros y yo sentí una gran confusión cuando sus ojos se cruzaron con los míos. Distinguí en ellos un interés que me intrigaba y desazonaba a partes iguales. Temí que él adivinara mis pensamientos.
Durante el resto del trayecto, observé con insistencia el contorno de la isla, sus esbeltas palmeras y el azul de piedra preciosa del agua. Pero mis ojos escapaban de mi control y nuestras miradas se encontraron varias veces.
La cena, como la noche anterior, transcurrió agradable y tranquila. Al marcharnos, Jana nos recordó:
—La linterna, Cris. Ayer se te olvidó. Sabes que es necesaria.
—Es verdad —agradecí—. ¡Para no dar traspiés!
—Mayte, olvidé comentarte que en la isla hay unas serpientes que conviene evitar. Mira el suelo con atención, pues, aunque no son muy agresivas, se mueven tan lentamente que, si las pisas, no consiguen escapar. Además, como todas las serpientes, se defienden mordiendo.
—Cris, ya podías habérmelo dicho…
—Lo siento, Mayte. No me acordaba.
Desde el makuti, Peter me miraba divertido.
De pronto, me sorprendí pensando que hablar con él era fascinante. Era un hombre curioso, todo le interesaba; sabía escuchar y hacía deducciones atinadas.
El día siguiente transcurrió espléndido, y durante el almuerzo Peter se dirigió a mí en varias ocasiones. Cuando me fui a la orilla del mar a ver la puesta de sol, lo encontré allí. Tenía una expresión concentrada, como si quisiera desentrañar el misterio de aquellos cielos dorados, rasgados de púrpura e iluminados por un destello de luz clarísima. El astro ya casi hundía su benéfico calor en la mar, para convertirla en oro, y el espectáculo ocupaba toda su atención.
Creo que no me oyó llegar. Así pude observarlo con detenimiento.
Estaba sentado en la arena de la playa, con la barbilla posada sobre las manos y los codos apoyados en las rodillas. Su perfil tenía la nobleza de los pueblos nilóticos: frente ancha, ojos un tanto rasgados, nariz ligeramente aguileña y un mentón poderoso que anunciaba determinación. Los hombres de la tribu luo, a la que él pertenecía, eran hombres muy masculinos, de apariencia poderosa y porte de reyes.
Tras unos minutos, reparó en mi presencia.
—Jamás me canso de contemplar el atardecer en el Índico —dijo a modo de disculpa.
—No me extraña —respondí—. Su país tiene una belleza extraordinaria.
Guardamos silencio durante unos minutos.
—La paz que envuelve este océano nos devuelve al inicio de la creación.
Creí ser yo quien lo dijera, pues era exactamente lo que estaba pensando, pero, ante mi asombro, eran sus palabras. No pude contenerme.
—¡Qué curioso! —exclamé—. Estaba pensando lo mismo.
—Para ser wazungu, no es usted tan insensible a nuestra naturaleza formidable y salvaje.
Sentí que me estaba tomando el pelo, que intentaba pincharme, ver mi sentido del humor. Y contesté:
—Ahora yo podría decir que usted no es tan fiero como quiere aparentar, pero no lo haré porque quiero preservar la belleza y la serenidad que nos ofrece la madre naturaleza.
—Mmm… Touché! Tiene razón, he repetido un cliché absurdo. Perdóneme, señora Woods —se disculpó Peter.
—No sea tan formal. Me llamo Mayte.
—My tea? ¿Qué clase de nombre es ese?
Y se partió de risa, como un niño, con el juego de palabras. Esa cualidad innata de los africanos, la alegría a flor de piel, me parecía un don del cielo. Hacía que la vida pareciera más fresca, más amena.
—Los vascos hablamos una lengua antigua, y en ella «Mayte» significa «Amada». Estamos muy apegados a nuestras tradiciones.
—Así debe ser —respondió él, muy serio—. Nuestra tribu es como la suya. La tradición es vital.
A Peter le sorprendió mi hilaridad.
—¡Nunca se me hubiera ocurrido que los vascos fuésemos «una tribu»!
Volvimos a contemplar la mar.
—¿Qué observa con tanta atención? —le pregunté.
—Pienso en este océano, que ha sido protagonista de un comercio centenario entre sus dos orillas.
—¿Fue Lamu tan importante como centro de intercambio?
—Sin duda. Con el monzón del oeste, llamado kaskasi, este mar se poblaba de unos barcos dhows que transportaban en sus vientres las refinadas porcelanas, rutilantes sedas de China, o el incienso para adornar y aromar los palacios que aquí se construían en aquella época.
—Imagino que, al retorno, cargaban sus naves con productos de esta tierra.
—Al llegar el monzón del sur, el kusi —respondió él—, navegaban hacia su lugar de origen con la bodega repleta de marfil, pieles de leopardo, chui en swahili, para reyes ansiosos de mostrar su fuerza, oro para aumentar su riqueza y, por desgracia, la carga humana, los esclavos que fueron arrancados durante siglos de este dolorido continente.
No había amargura en su voz cuando prosiguió:
—La esclavitud es la gran vergüenza de la humanidad, y el continente negro ha sufrido durante siglos esa tiranía.
—Sin duda —respondí—. La esclavitud revela el abismo de la miseria humana.
Me miró sorprendido por la intensidad de mi expresión.
—Mayte, ¿dónde estás?
Era Cris, que me llamaba para la cena.
—Aquí, Cris. Ya voy…
Peter y yo nos levantamos al unísono para unirnos al grupo, que se hallaba en la terraza saboreando los gin-tonics tan habituales en Kenia.
La cena estuvo animada y las diferencias de país, origen y vivencias, enriquecían la conversación. Cuando llegué a la isla, deseaba que el tiempo volara y pudiera regresar cuanto antes a Nairobi. Ahora quería permanecer en ese lugar mágico, donde la luna lucía más brillante y las estrellas eran numerosas; donde la charla fluía sin esfuerzo, amena, cautivante.
Durante las siguientes semanas, coincidí con Peter en varios lugares, y siempre su actitud era positiva, y aquello que contaba, sugestivo. Sin embargo, una extraña sensación me impedía ser natural. Era absurdo. Me imponía. De manera inconsciente, deseaba llamar su atención, y lo deseaba con tal fuerza, que llegaba a bloquearme.
¿O sería que la fascinante personalidad de nuestro nuevo amigo y el peligro que implicaba su proximidad me mandaba serias advertencias?
En una de mis visitas a la embajada para ultimar unos papeles me entretuve unos instantes con Silvia Dan, la secretaria de la embajada. Me parecía una mujer interesante, alguien que tenía una historia que contar. Su discreción era proverbial, pero la expresión de sus ojos tenía una intensidad particular, que incitaba mi curiosidad.
Me habían contado, en los días de la revuelta, que era viuda, que ella sola había criado a ese niño, Jimmy, que estudiaba con afán, y al que ella se esforzaba por dar la mejor educación.
—¿Qué tal va Jimmy? —pregunté con interés—. Sé que es buen estudiante.
—¡Es una bendición! Cómo desearía que viviera mi marido para verlo tan bueno y formal…
—No ha debido de ser fácil para ti: el trabajo, un hijo… ¡Tiene mucho mérito!
Un profundo agradecimiento restallaba en su expresión. Me dio la sensación de que no solía escuchar a menudo palabras de ánimo y reconocimiento.
—Ahora, en la embajada, estoy bien. Antes trabajaba en la policía y el horario era muy exigente. Vivíamos con mis suegros, siguiendo nuestras costumbres, y me ayudaban mucho con mi hijo, pero, al morir James, mi esposo, ellos decidieron que debía tener mi propia casa.
Un deje de tristeza subrayó sus últimas palabras. Comprendí que no era la preocupación por la independencia de su nuera lo que había motivado esa decisión, y que ella había tenido que arreglárselas sola.
—Eres una mujer de coraje. Y ya has descubierto que la libertad tiene grandes compensaciones.
—Sí, ahora estoy feliz. Echo de menos a James, y siempre lo haré, pero el futuro de mi hijo centra toda mi energía.
—En fin, tengo que irme —dije—. Pero quiero que sepas que si necesitas cualquier cosa, y está en mi mano, me tendrás a tu lado.
Me pareció que iba a decir algo, pero decidió callar.
—¿Qué pasa, Silvia? ¿Sucede algo? Dímelo, confía en mí.
Un suspiro marcó el comienzo de su explicación.
—Se trata de Jimmy. Su formación será vital para su futuro. Hay un magnífico colegio inglés donde me gustaría mandar a mi hijo. Pero es muy caro y está fuera de mi presupuesto.
—Seguro que otorga unas becas de estudio para los buenos estudiantes —la animé.
—Sí, pero hay muchas peticiones, y yo carezco de parientes y de influencia.
—Hablaré con mi marido. —Ya estaba yo resuelta a deshacer el entuerto—. Verás cómo entre todos se consigue.
Un brillo de esperanza aureoló su rostro.
—Muchísimas gracias, Mayte. Nunca podré agradecerte…
—¡Espera! ¡Todavía no he hecho nada! Pero no sufras, lo intentaré.
Al día siguiente la llamé ilusionada.
—Silvia, dice el director del colegio que debes mandar el expediente de Jimmy, y que lo analizará con el mayor interés.
No obtuve respuesta. Un sollozo contenido me alarmó.
—Silvia, ¿te ocurre algo?
—Mayte, ¡estoy emocionada! Apenas me conoces y quieres ayudarme.
—No ha sido más que una gestión —minimicé—. Ahora hay que lograrlo.
Pasadas unas semanas, tuve la enorme satisfacción de poder anunciarle que su hijo había obtenido la ayuda. La gratitud de la madre parecía no conocer fronteras.
—Era mi deber —afirmé—. Hace años leí una frase que me impactó: «Desperdiciar una mente es un grave error.»
—Jamás olvidaré lo que has hecho por nosotros.
¿Cómo podía yo imaginar en ese momento que el destino nos iba a unir en uno de los acontecimientos más trágicos de mi existencia?
Por otro lado, el recuerdo de Asunción y la promesa que le hice de ayudarle en el dispensario me perseguía todos los días. Así que una mañana me dije «De hoy no pasa», y llamé a Carmen por si quería que nos acercáramos.
—¡Buena idea! Yo también me estaba acordando de ella. La llamo y te cuento.
Esa misma tarde la embajadora me avisaba:
—Mayte, hemos quedado en ir pasado mañana. Dice que tiene que resolver un par de asuntos, y que entonces estará más libre para poder charlar un rato tranquila. Me ocuparé de las medicinas y algunos alimentos.
—¡Muy bien! Yo compraré el arroz y las chucherías para los niños.
—Pasaré a recogerte a las nueve y media.
A las ocho de la mañana del día indicado, sonó el teléfono. Era Carmen.
—Mayte, tengo que darte una mala noticia. —Un silencio espeso se produjo en el teléfono, mi amiga debía de estar buscando las palabras—. Madre Asunción…
—¿Qué le ha pasado? Carmen, ¡por Dios! ¡Dímelo!
Al otro lado del teléfono, oí un lamento contenido.
—¡Ha muerto, Mayte! ¡La han matado!
—¿Qué? ¡No puede ser!
—Han avisado a Paco hace una hora. La policía está allí desde las seis. No sé todavía cómo ha sucedido. Si quieres, vente y esperamos noticias juntas.
Cris, que nos había oído, me miraba desolado.
—¿Cómo es posible? —murmuraba yo—. Un ser tan generoso, que ayudaba a todo el mundo con una alegría contagiosa… ¿Quién puede haberle hecho eso?
Mi marido intentó consolarme, pero yo tenía prisa por ir a la embajada, y albergaba la inútil esperanza de que allí me dijeran que había sido un error. Pasé por el cuarto de mi hija y le recomendé a Anne que no la perdiera de vista. Besé a Tina antes de irme.
El breve trayecto se me hizo eterno. Corrí al encuentro de mi amiga y busqué de inmediato su mirada. Sus ojos tenían la expresión sombría de quien ha recibido las peores noticias. Intentaba mantener una apariencia serena, pero cuando nos abrazamos su cuerpo temblaba como una hoja. Pidió un poco de té para ambas, en un intento de recuperar las fuerzas.
Empezó a hablar con voz plana, metálica, que parecía proceder de un remoto confín.
—La pasada madrugada, una niña, estremecida por el pánico, vino a buscar a las «madres blancas» porque su padre estaba golpeando a su madre. Quiso la mala fortuna que no estuviera la madre Bianca, pues se había quedado en la ciudad, en el convento de las Combonianas.
—No me digas que Asunción salió sola…
—Sabes lo expeditiva que era. Se vistió, y antes de que madre Luisa pudiera comprender lo que sucedía, su compañera se había perdido en la noche. —Tomó aire y prosiguió—: Desorientada por la oscuridad, con la sola luz de una linterna, Luisa buscó a Asunción. Corría desesperada, aguzando el oído, intentando descubrir dónde había acudido su compañera. Pero entonces unos gritos aterradores que venían de una choza cercana…
Un sollozo cortó su relato.
—Carmen, ¡es terrible! —grité, anticipando el horror—. ¡Es demasiado duro, relájate un instante! —E intenté confortarla con un abrazo.
—… Entró en la cabaña. A la luz de un candil contempló una escena dantesca…
Lo que había de narrarme la dejaba exhausta.
—… Una mujer somalí estaba inerte en el suelo con signos evidentes de haber sido golpeada brutalmente…
—¿Y Asunción estaba allí?
—Un hombre, más bien una bestia, le desgarraba con furia los hábitos, mientras ella se defendía con patadas y puñetazos…
—¡Dios mío! —grité sin poder contenerme.
—Luisa se abalanzó sobre él para intentar ayudar a su compañera, pero este, soltando un momento su presa, propinó tal golpe a la pobre monja que la lanzó contra una esquina, dejándola sin sentido.
Nos abrazamos de nuevo, sintiendo el suplicio de nuestra amiga. Pero Carmen necesitaba contar lo sucedido, vaciarse de aquel horror.
—… Cuando Luisa recobró el conocimiento, la escena le heló el corazón. La mujer somalí gemía abrazada a su pequeña, mientras que el cuerpo de Asunción, apuñalado varias veces, violado y torturado, yacía rodeado de su propia sangre.
—¿Y el asesino?
—Había escapado. Luisa intentó reanimarla, pues aún respiraba, pero Asunción sufría varias heridas profundas.
—Luisa seguía corriendo peligro. ¿Qué hizo entonces?
—Volvió a la misión para avisar a su comunidad y para que ellos mandaran un médico y la ambulancia.
—Llegaron acompañados de la policía, pero no hubo nada que hacer. Asunción falleció camino del hospital.
Se cumplía mi peor presagio.
Permanecimos abrazadas, llorando a esa amiga valiente que había perdido la vida por defender la dignidad de otra mujer.