El nacimiento de un ángel
Julio de 1984
Con el nacimiento de Cristina, el mundo entero cambió para mí. Me embargaba una poderosa sensación de armonía y plenitud. Cris, que siempre fue un compañero generoso y dedicado, se enriqueció como ser humano. Su amor nos envolvía como un cálido velo.
La llegada de nuestra hija había significado el milagro que anhelábamos, pero que nunca se realizaba. Mi vida era ahora un círculo mágico. Una isla varada en un mar en calma, bajo un cielo sereno. No echaba de menos nada ni a nadie.
Comencé a dar gracias a ese Dios que había tenido tan olvidado, culpándole, con infantil actitud, de las penurias pasadas. Como si Él hubiera tenido la responsabilidad de la maldad humana.
Un haz de luz dorada entró por el balcón, anunciando un nuevo día. Estaba dando el pecho a mi hija, y el compendio de todas estas reflexiones y la realidad de mi ventura fueron de tal intensidad, que mis ojos se llenaron de lágrimas de gratitud.
Cris se despertó con la claridad del amanecer, y al vernos a las dos, una amplia sonrisa iluminó su rostro. Pero cuando se percató de mis lágrimas, la sorpresa cambió su expresión.
—¿Qué te ocurre, darling? —preguntó con voz afligida—. ¿Te encuentras bien? ¿Le pasa algo a la niña?
—No, no —dije yo, alegre—. Es la emoción, la felicidad…
No pude continuar; el llanto se hizo irreprimible.
—¡Mayte, me preocupas! Dime qué te sucede.
—Es dicha… es amor. Es gratitud por ser tan afortunada —contesté, más serena.
—¿Y esos sollozos?
—Es un llanto que sana, que cura pasadas heridas, incluso el desamor de mi padre, que me ha perseguido en una pesadilla sin fin.
—¡Cómo no me di cuenta de que el dolor era tan profundo! —exclamó Cris, asombrado.
—Nuestra hija tiene mucha suerte de tenerte como padre.
Nos abrazamos con Cristina entre nosotros. Fui consciente de que estaba viviendo uno de esos instantes que no se olvidan jamás.
La venida al mundo de Tina nos había conmocionado a todos. Anne, una chica eficiente y dedicada, me ayudaba a cuidarla. Se había formado en Kianda, y era uno de los seres más responsables que he conocido. En seguida se hizo querer por todos, y respondía a ese cariño con afectuoso respeto.
Mi madre atribuía connotaciones milagrosas a ese nacimiento, y le preocupaba que la niña no fuera bautizada en el seno del catolicismo. Cuando le anuncié que nuestra hija sería cristianada en la Nunciatura, cesaron sus temores.
El nuncio, español, era un personaje entrañable, dedicado a pastorear sus ovejas, pero con una gran simpatía y sentido del humor. Debo admitir que tenía la alegría de los santos.
Una de las más entusiastas al recibir la noticia fue Betty Ashcroft, quien, ante mi asombro, preguntó de inmediato la fecha del bautizo. Deseaba acudir a la ceremonia. Durante nuestros breves viajes a Londres, nos vimos siempre y hablábamos por teléfono con frecuencia.
—Betty, sé cómo te sentirás en este país. Lo que sufriste en Kenia…
—No digas nada más —contestó, resuelta—. Iré al bautizo. Tú dime cuándo.
—Sé lo que significa para ti. Y te agradezco tu intención.
—Mayte, tal vez sea la ocasión para acabar con mis fantasmas.
—Quédate entonces con nosotros, en casa.
—Mil gracias, pero iré al hotel Norfolk. Mi tía es propietaria de unas acciones de esa compañía, y me tratarán con mimo.
—¿Estás segura?
—He iniciado ya mi catarsis.
No sabía en ese momento los terribles sucesos en los que habría de acompañarme.