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El árbol de fuego

Al cabo de unos días, Cris me acompañó a la cancillería española. Una mujer de unos treinta años llamada Silvia Dan nos hizo pasar a una sala de espera.

—El señor embajador tiene una visita que se está demorando más de lo previsto, pero ya sabe que está aquí y en breve les atenderá.

Habló en español, con un marcado acento que denotaba su origen indio. Era menuda y tenía el pelo recogido en un austero moño, y unos ojos brillantes en los que afloraba una inteligencia ágil. Cris le contestó en inglés y ella respondió con rapidez en la misma lengua. Entretuvo la espera con discreción y amabilidad. Me gustó al instante esa mujer seria, en la que, sin embargo, adiviné una dulzura latente. Acabaríamos compartiendo una sólida amistad.

El embajador era alto, de complexión fuerte, el pelo canoso y unos ojos muy claros. Nos recibió con cordialidad y se dirigió a nosotros con voz pausada. Se notaba, por su forma de hablar, que estaba satisfecho con la que dijo ser su primera embajada.

—Es una tierra llena de posibilidades —apuntó—. Creo que España no tiene toda la presencia que este floreciente país requiere. Eso es lo que me cuentan los misioneros y cooperantes.

—¿Se refiere a los misioneros españoles?

—Sí, forman el noventa por ciento de nuestra colonia. Ellos, que cubren con su trabajo diversas áreas de la sociedad keniana, como universidades, hospitales, colegios y proyectos de cooperación, están bien informados.

—Le he contado a Mayte —intervino Cris— la multitud de situaciones interesantes y paisajes de una magnitud inimaginable que puede encontrar aquí.

—Es cierto —apunté—, parece una tierra magnífica. Además, sigo impresionada por las masai que conocí ayer en el mercado.

—¿Sabes, Mayte? —Cris hablaba con tal entusiasmo que logró contagiarme—. La leyenda afirma que los masai, tan elegantes y esbeltos, descienden de una legión romana que, tras la derrota de Marco Antonio, marchó hacia el sur, hacia las fuentes del Nilo, y allí se mezclaron con los nativos.

—¡Tienes un buen guía para este misterioso país! —concluyó el embajador—. Os deseo que seáis muy felices, y llamadme cuando lo necesitéis.

Cuando ya nos marchábamos, añadió:

—Si estáis libres el sábado, venid a comer con nosotros a la residencia.

—Muchas gracias. ¿Verdad que podemos, Cris?

—Estupendo. En la residencia, en Ngecha Road. Que pregunte vuestro conductor al mío. Él le explicará. Hasta el sábado.

Ese sábado amaneció con una de esas mañanas tan frecuentes en las Tierras Altas: diáfana, límpida y con un cielo sin una nube que enturbiara su intenso azul. Yo estaba muy intrigada por conocer la embajada, que tenía fama de ser una de las casas más bonitas de Nairobi. De camino, pasamos por unos barrios de mansiones enormes y extensos jardines que me llamaron la atención.

—Es una barriada de indios kenianos —me contó Cris—. En la misma casa vive toda la familia: padres, hijos, nueras, yernos y todos los nietos. Y, a veces, hasta las tías y los primos.

—¿Todos juntos? —pregunté, alarmada—. ¡Menudo lío!

—Es su tradición. La familia tiene mucha fuerza.

—¿Y qué hace aquí gente de la India?

—A principios de siglo, sus antepasados fueron contratados como obreros para construir el ferrocarril. Es evidente que han prosperado.

—¿Quieres decir que llegaron como simples peones?

—Así es. Trabajaron muy duro. Cuando los ingleses decidieron construir el ferrocarril para unir Mombasa, es decir, un puerto importante, con el interior, determinaron hacerlo llegar a Kampala.

—¡Pero es una enormidad! ¡Con ese clima! ¡Y sin aire acondicionado!

—No era eso lo peor. El Tsavo, por donde pasaba el tren, era, y sigue siendo, tierra de elefantes y leones, que hostigaban y mataban a los trabajadores constantemente.

—Qué horror… ¿Y para qué tanto esfuerzo?

—El gobierno inglés sabía que, para atraer a los colonos, tenían que formar una espina dorsal, el ferrocarril, que comunicara el territorio de un extremo a otro.

—¿No lo utilizaban para transportar mercancías?

—Al principio, no. Fíjate cómo sería que algunos miembros del parlamento inglés lo apodaron «el tren de los lunáticos».

—Mira… —le dije—, debe de ser la verja de la embajada.

Era impresionante.

Unos árboles inmensos tendían sus ramas cubiertas de múltiples flores azules, y sus hojas, leves como plumas, de un verde suave, formaban un elevado túnel.

La misma sensación se repetía más abajo, en otro segundo túnel sugerido por unas esferas azules que se erguían como cabezas de guerreros sobre firmes tallos. Estos surgían de una cascada de hojas finas como lanzas y curvadas como alfanjes.

—¡Dios santo, Cris! ¡Qué belleza!

—Estos árboles imponentes son jacarandas. Debajo de ellos han plantado, con gran acierto, agapantos azules, el africanlily.

—Es una bóveda celeste creada por la naturaleza. Y yo que creía que no existía nada como mis robles del País Vasco… —bromeé.

—Cada lugar tiene sus magnificencias, Mayte. Esta tierra te mostrará animales y paisajes prodigiosos.

Cris era feliz cuando sentía que yo apreciaba ese país que él amaba desde niño. Muchiri, al volante, mostraba a través del retrovisor su satisfacción al ver que mi aprecio por su patria era sincero.

Un mayordomo de porte sobrio y con unas extrañas marcas en el rostro nos abrió la puerta.

Jumbosana, sir. Entren, por favor.

Una voz sonó detrás del mayordomo:

—¡Bienvenidos! —Y tras el saludo, el embajador nos presentó—: mi mujer, Carmen. Carmen, te presento a nuestra compatriota Mayte Aldaz, bueno, ahora Mayte Woods.

—Oye, no, que somos españolas —aclaró la embajadora—. En España nunca se pierde el nombre de soltera, ¿verdad, Mayte?

—¿Has oído, Cris? —exclamé—. ¡Si estamos más adelantados que vosotros!

El vestíbulo se prolongaba hasta una cristalera que se abría sobre un esplendoroso jardín. A continuación, a la derecha, un salón blanco, amplio y luminoso, de sofás blancos y blanca chimenea, continuaba hacia una galería de grandes ventanales, que conducía a otro salón de marcado aire colonial. Sujetaban el techo unas vigas de madera oscura y poderosa. De nuevo una gran chimenea presidía la segunda estancia. Los butacones estaban tapizados en telas de algodón de alegres tonalidades, que reavivaban la severidad de la madera de vigas y suelo.

—Hace un día estupendo. ¿Os parece que tomemos el aperitivo en el makuti? —propuso la embajadora.

Yo miré a Cris porque no tenía ni idea de qué era el makuti.

—Por supuesto —respondió mi marido.

Nos dirigimos hacia un porche abierto con un techo de paja y una sola pared que estaba hecha con finos palos unidos por cuerdas trenzadas de manera artística. Estaba situado en un altozano, lugar estratégico, pues la suave brisa refrescaba el ambiente y al mismo tiempo se contemplaba todo el jardín. Era tan agradable que el embajador pidió que sirvieran allí la comida.

—Aquí usan mucho este tipo de porche —me explicó Carmen— porque, al estar abiertos por los lados, es muy fresco.

—El jardín es una maravilla. ¿Te ocupas tú misma, embajadora? —pregunté.

—Sí, me gusta mucho cuidar las plantas. Son seres vivos muy agradecidos. Y en Kenia, un jardín da enormes satisfacciones.

—Pero debe de ser peligroso, con las serpientes y los insectos venenosos —añadí.

—Vienen a desofidizarlo con regularidad, y jamás salgo a arreglarlo sin unos buenos botos de fuerte cuero, de esos, únicos, que hacen en Salamanca.

—¿Y qué plantas se pueden cultivar?

—Mayte, aquí crece todo. Como no hay heladas, puedes tener daturas de inmensas flores colgantes; toda clase de jengibres con su perfume oriental; y por supuesto, rosas.

—¿Rosas? —pregunté, extrañada.

—Los ingleses trajeron muchas variedades —aclaró ella—, pero la mayoría de plantas que verás en Nairobi son de origen americano.

—¿Cómo llegaron hasta África?

—Los españoles las trajeron del Nuevo Mundo a Europa, y tres siglos más tarde, los ingleses las introdujeron aquí. Y llámame Carmen.

En ese momento el embajador, que había estado hablando con Cris, me dijo:

—Creo que estáis buscando casa. Por este barrio hay algunas muy agradables, aunque el barrio más elegante no es este, sino el de Muthaiga.

—Es cierto —intervino Carmen—, pero en los alrededores se pueden encontrar viviendas bonitas, confortables y con un estupendo jardín. —Y de repente, acordándose de algo, preguntó a su marido—: ¿No nos dijeron el otro día que nuestros vecinos escoceses volvían a Edimburgo?

—Sí —contestó él—, a lo mejor la alquilan.

—Te buscaré el teléfono —se ofreció la embajadora—. La casa está en esta misma calle, un poco más arriba, cerca del bosque de Karura. Estoy segura de que te encantará.

—Está tan cerca, que a veces se oyen los rugidos de los animales.

Mi expresión de pánico les hizo estallar a los tres en una alegre carcajada.

Con el tiempo, descubriría que no era ninguna broma.

Al poco, acordamos vernos a las doce del mediodía con el propietario. Hacía calor y, después de ver muchas casas que me habían decepcionado, no esperaba mucho de esa visita. Atravesamos la hermosa verja y continuamos hacia la casa. Yo no conseguía verla porque el camino era sinuoso y estaba bordeado por frondosos arbustos que la ocultaban totalmente.

Tras un recodo, apareció de manera repentina: se trataba de una construcción de dos plantas de piedra y con el tejado de teja. La puerta de entrada, que estaba entreabierta, era de una madera sólida y oscura; encima de ella, en el segundo piso, un balcón pregonaba el encanto de la casa.

Me gustó en seguida. Pero lo que la hizo fascinante a mis ojos fueron los dos árboles que flanqueaban el que —lo supe de inmediato— sería mi hogar. Sus troncos lisos y sedosos estaban coronados por un sinfín de ramas que aleteaban con la suave brisa de aquel mediodía. Tuve la sensación de que el fuego encendía con miles de flores sus frescas y ligeras hojas. No necesitaba ver el interior. Era el refugio que había estado buscando.

Por fin, el propietario salió a nuestro encuentro y nos invitó a entrar. El interior no me decepcionó. La entrada era escueta, pero suficiente. A la izquierda se situaba el salón, que abría unas enormes puertas de pequeños cristales hacia un jardín esplendoroso; desde allí pude divisar, al fondo, otro árbol de fuego aún más imponente que los de la fachada. A continuación de esta sala, tras una puerta de madera se accedía a la biblioteca, de considerable tamaño, con librerías de madera rubia que albergaban una ingente variedad de libros.

«Qué lástima… Seguro que se los llevarán», pensé, como si la casa ya fuera mía.

El comedor daba a un amplio makuti. Los tres dormitorios se hallaban en el piso superior; la luz entraba a raudales por los abiertos balcones, y la brisa hacía flotar las ligeras cortinas de algodón. Al asomarme a uno de los miradores, el panorama me entusiasmó: detrás de los setos que marcaban el fin de la propiedad se extendía una selva densa, donde los verdes eran variadísimos, y las diversas alturas de los árboles componían un cuadro que sugería una paz infinita.

En esa planta se encontraba también un pequeño cuarto de estar, que correspondía al balcón de la fachada, aquel que abrazaban las ramas de los dos flamboyanes.

Supe también, al recorrer la casa, que quien la hubiera imaginado era una persona de gran sensibilidad.

—Es una casa espléndida —dije con entusiasmo—. ¿La venden o prefieren alquilarla? Carmen no lo recordaba.

—Me ha surgido una importante oportunidad en Escocia, mi tierra. Pero no sé cómo va a resultar. Por eso alquilamos la casa hasta que sepamos si nos quedaremos allí.

—Así que son ustedes escoceses. Me gustó muchísimo Edimburgo, es una magnífica ciudad —comenté, entusiasmada. Una corriente de simpatía fluía entre nosotros.

—Mi mujer es española, del País Vasco, y dice siempre que el carácter franco de los escoceses se parece mucho al de los vascos —aclaró Cris.

—¡Es cierto! —dijo la dueña de la casa—. Cuando visitamos San Sebastián y Bilbao, me sentí como en casa.

Tomamos un corto aperitivo, y empezamos a hablar del alquiler.

—¿No quieres pensarlo, Mayte? —me susurró mi marido—. Podemos ver otras opciones…

—Claro —dijo el propietario—. No hay ninguna prisa.

Su esposa había comprendido que me había enamorado de su casa, y que la cuidaría con cariño.

Entonces ella añadió:

—Hay un solo problema.

Aguardé, expectante.

—No podemos entregárosla hasta dentro de veinte días. Empiezo la mudanza la semana que viene.

Respiré aliviada. Ya era mía.

En menos de quince minutos, el trato estaba cerrado.

—Os deseo que seáis tan felices aquí como lo hemos sido nosotros —me dijo ella al despedirme con un abrazo.

A esta siguieron varias visitas para determinar qué muebles, libros y demás enseres se llevaban y cuáles habían decidido dejar. Era fácil entenderse con esa mujer directa y práctica. Sentí haberla conocido cuando ya se marchaban.

Las semanas sucesivas fueron de gran actividad, para comprar aquello que faltaba, cambiar algunas cosas y refrescar otras. Carmen me ayudó en esa tarea con su conocimiento del lugar. Sabía dónde ir, cómo regatear y, al mismo tiempo, ser simpática con la gente. Con ella aprendí ese arte del regateo que tanto aprecian los africanos.

—Me ha dicho mi marido que has estudiado enfermería en España y en Londres —me dijo un día—. ¿No te gustaría acompañarme en alguna de mis visitas a las misiones españolas?

La verdad es que me daba bastante pereza. Esos últimos años, mi vida había sido cómoda y un tanto frívola, de modo que ahora me costaba enfrentarme con la dureza de algunas situaciones. Pero en los ojos de la embajadora percibí la ilusión de incorporarme a alguno de sus proyectos. Teníamos más o menos la misma edad y nos entendíamos de maravilla.

Acepté. Quedamos en ir a Kariubangi al cabo de tres días.

La mañana acordada amaneció radiante. Carmen era una mujer animosa que aureolaba todo lo que emprendía de un entusiasmo singular.

—¡Ya verás qué gente más extraordinaria vas a conocer! No te arrepentirás, te lo aseguro.

—Yo voy feliz contigo, pero, si te soy sincera, no es que el plan me fascine.

—Mayte, puedes ayudarles. Tu conocimiento de enfermería es un tesoro.

—Bueno, veamos hoy. Ya lo pensaré —contesté sin mucha convicción.

Lo que veía a través de los cristales del coche reclamó toda mi atención. Acabábamos de entrar en un barrio de una pobreza extrema. Las calles eran muy estrechas y no estaban asfaltadas; aquí y allá, aparecían oscuros charcos por donde se hundían las ruedas de los coches, dificultando el tráfico. Las chozas, mínimas, a menudo enarbolaban unas grandes hojas verdes colgando al lado de la puerta.

—¿Qué anuncian esas hojas que se ven allí? —pregunté.

—Quiere decir que ahí venden bangi, droga.

—¿Droga? Pero ¡qué dices! ¿Dónde me has metido? —dije, enfadada.

—Mayte, no te asustes. Vamos bien protegidas. Mira, esa es la misión. Ya hemos llegado.

Me quedé anonadada. La misión consistía en una casita con un porche abierto al exterior, donde unas monjas vestidas de blanco impoluto curaban a todo aquel que se acercara pidiendo ayuda. Una multitud de mujeres, muchas muy jóvenes, esperaban con sus niños sentadas en la tierra del patio. Dos religiosas atendían a los pacientes, mientras otra se afanaba repartiendo un guiso que sacaba de unas enormes cacerolas. En aquella sórdida atmósfera, las tres «madres blancas» parecían irreales, y la casa, muy vulnerable. Las ventanas estaban parapetadas tras sendas rejas, pero la puerta era tan endeble que una patada bastaría para derribarla.

Al vernos, madre Asunción dejó sus pucheros y nos dio la bienvenida:

—Carmen, guapa, ¡qué alegría verte! Ya te echaba de menos…

—Mira, Asunción, te traigo a una amiga española.

—¿Y viene a ayudar como tú?

—No corras tanto, que la vas a asustar —advirtió mi amiga.

—Bueno, bueno. Iré despacio. No me riñas —contestó.

—Asunción, te presento a Mayte. Es vasca y acaba de llegar a Nairobi, donde su marido trabaja como asesor del ministro de Finanzas.

—¡Qué importante! Tal vez podemos pedirle a tu marido que nos ayude. Siempre estamos a falta de comida y medicamentos.

—Tengo una sorpresa para ti —le dijo Carmen—. Es enfermera.

—¡Ángel de la Guarda! Esa sí que es una noticia, ¡y de las buenas!

Entonces me presentó a sus compañeras:

—Madre Bianca y madre Luisa se ocupan de la enfermería, y yo de intentar paliar el hambre de estas criaturas.

Acto seguido, nuestros dos guardianes sacaron del coche dos grandes sacos y uno más chiquito. De los primeros tomaron las monjas arroz, azúcar, latas de leche y bollos de chocolate para los niños, y de la bolsa pequeña medicinas, analgésicos, antiinflamatorios y apósitos para curar heridas.

Las monjas recibieron todo aquello como si fuera un tesoro, y nos pidieron que repartiéramos nosotras las chucherías de chocolate.

Al reparar los niños lo que tenían delante, se apelotonaron a nuestro alrededor con las manos tendidas hacia nosotras.

Creo que no olvidaré mientras viva las caras de los niños africanos. La alegría que muestran con el brillo de sus ojos, la sonrisa abierta y blanquísima, y el agradecimiento una vez obtenido el codiciado bien fue, es y será siempre la mayor lección de vida que he recibido. Y su alegría fue la mía. Un sentimiento de respeto, y hasta de admiración, me invadió con una dulzura desconocida.

Carmen me miraba y callaba.

Mientras las monjas trajinaban, curando, alimentando y prodigando consuelo, yo observé lo que sucedía detrás de la verja. Unos hombres de horrible catadura miraban hacia el patio donde estábamos nosotras, con expresión torva. Creo que analizaban si valía o no la pena asaltar la misión. Tanto Muchiri como el conductor de Carmen no perdían ripio de la escena. Al cabo de un rato, los maleantes se cansaron y se fueron.

Asunción pidió a sus dos compañeras que se hicieran cargo de los que quedaban, y nos invitó a pasar al interior. Era de una austeridad extrema: una mesa, varias sillas, un sofá que había conocido mejores tiempos, y un par de lámparas formaban todo el mobiliario.

—No es muy bonito, ¿verdad, Mayte? —me preguntó Asunción con una sonrisa—. Pero no lo cambiaría por ningún otro lugar.

Bebimos unos refrescos, que estaban más bien tibios, mientras madre Asunción se disculpaba:

—Ya perdonaréis, pero el generador se nos ha estropeado y no tenemos dinero para arreglarlo.

—Me lo hubieras dicho… —intervino Carmen—. Mañana mismo te mando a alguien para que lo arregle.

Al cabo de un rato de conversación sobre nuestras respectivas familias en España, cuando yo creía que nos marcharíamos, la monja preguntó:

—¿Queréis que hagamos el recorrido de mis parroquianas?

—No, Asunción —respondió Carmen—. Es demasiado para el primer día. No asustes a Mayte. Vamos a ir poco a poco.

—Bueno, como tú digas. ¿Cuándo volverás?

—Pronto. Intentaré encontrarte los medicamentos que no he podido traer hoy. Y haremos juntas las visitas.

—Y tú, Mayte, ¿también vas a venir? —me preguntó.

—No sé, madre Asunción. Depende del día que venga Carmen. —Una pregunta me quemaba los labios, después de lo que había observado—: ¿No tiene usted miedo?

—¡Claro que siento miedo! —Y añadió, castiza—: ¡No fastidies!

—Quizá su hábito le protege —contemporicé.

—Sé que no es así —respondió ella con dulzura—. Sería una inconsciente si no entendiera a qué me arriesgo.

Por fin se sonrieron las dos y se despidieron con un abrazo.

De nuevo unos hombres mal encarados estaban apostados en la puerta.

—Carmen, ¡mira cómo esos hombres esperan en la entrada!

—Son muy peligrosos. Saben que las monjas aconsejan a los jóvenes que se aparten de las drogas, y las detestan. Piensan que les obstruyen el negocio.

—¿Son camellos?

—Me temo que sí.

—¿Y no se puede hacer nada? Esas monjas viven sobre un volcán. Cualquier día las atacarán…

—Lo sé. Es terrible, Mayte. Ellas son conscientes de que pueden ser violadas y contagiadas del sida, o sufrir una muerte violenta. Les hemos ofrecido mil veces alquilarles un piso en la ciudad y que vengan solo de día a socorrer a esta gente.

—Me parece sensato. Tiene que ser espantoso vivir aquí todos los días.

—¿Sabes? Madre Asunción es la hija única de una familia muy rica de Salamanca, y como habrás imaginado, ha tenido que ser muy atractiva. Pues bien, no hay quien la saque de aquí.

—Sí, antes ha dicho que no cambiaría este lugar por nada. ¿Qué puede impulsar a una persona a enterrarse así en vida?

—Cada vez que se lo digo, me contesta que la necesitan a todas horas. Que la enfermedad, el peligro o el dolor, no espera al día siguiente, que…

—¡Vaya locura! —interrumpí a mi amiga—. Tenemos que sacarlas de ahí.

—Eso pensaba yo. Ahora vengo cada vez más a menudo.

—¡Se han trastornado! ¡Y te han contagiado! ¿Qué les impulsa a semejante chifladura?

—Creo que se llama Amor —contestó Carmen con voz queda.

Por el retrovisor alcancé a ver dos figuras en penumbra que montaban guardia ante una choza, cuya puerta ofrecía bangi. Cada uno tenía al cinto una enorme panga.

Un escalofrío me recorrió la espalda, dejando una intensa sensación de peligro.

Una vez instalados, por fin llegó el día en que pude tomarme un descanso y salir al jardín a respirar el aromático perfume que empapaba el aire.

El cielo estaba sereno y, sin embargo, como sucede con frecuencia al atardecer durante la estación de las lluvias cortas, de repente el ambiente se hizo denso e irrespirable. Aparecieron unas nubes cargadas de agua, y sin dar tiempo a la retirada, descargaron su líquido tesoro con furia denodada.

No hui. Por el contrario, miré alrededor, y como no vi un alma, improvisé una danza ritual que puso mi piel en estrecho contacto con mi elemento favorito. Dejé que las gotas resbalaran sobre mi cuerpo, como una caricia, y que su frescor me inoculara toda su vivificante energía. Giraba sobre mí misma una y otra vez, observando aquel espectáculo de inusitada fuerza, y tomando parte del mismo. Rusty, mi mastín de Rodesia, acompañaba mi baile con sus ladridos, agradecido por la inesperada diversión. De manera tan súbita como comenzó, el aguacero se detuvo.

Las últimas gotas de lluvia se habían quedado prendidas en las hojas de los árboles y arbustos. Eran como perlas transparentes que se diluían por la superficie nítida del jardín. Un rayo de sol penetró violentamente la densidad del parque, haciendo brillar los vivos colores de las numerosas flores. Traspasaba las gotas de agua, que espejeaban en su lenta caída hacia la tierra, que, empapada, desprendía un denso olor. Aspiré con fruición. Adoraba la estación de las lluvias cortas. Un chaparrón tropical, potente y decidido, limpiaba en unos instantes la cargada atmósfera, para dejar una estela de etéreos cristales de agua que se posaban sobre tierra, troncos, hojas, piedras y flora, ennobleciéndolos con su manto.

Estaba ensimismada en mi comunión con la naturaleza, cuando, en uno de mis giros, me paré en seco. Dos pares de ojos me observaban con asombro infinito.

Cris, atónito, y a su lado Carmen me miraban sin decir palabra.

—Yo, la lluvia, el olor de la tierra… —intenté justificarme.

La sonora carcajada de mi marido me hizo recuperarme.

—No necesitas disculparte. Supe que te gustaría Kenia, pero nunca pude imaginar que te convertirías en un chamán y que dominarías la lluvia, haciéndola caer a tu voluntad.

—Mayte, he venido a traerte un regalo para tu «puerto de refugio», como tú lo llamas. Pero entra en casa y sécate. ¡Estás empapada! —me animó Carmen.

Y riendo, fuimos los tres hacia la entrada del salón. En efecto, Kenia empezaba a formar parte de mí. No sabía entonces que aquella casa sería el escenario de los acontecimientos más felices y los más desgraciados de mi vida.