Nairobi
Noviembre de 1981
El vuelo de noche, con un cielo oscuro y sin estrellas, había alimentado los temores que yo escondía a Cris, para no chafarle la ilusión que él sentía por reencontrar el África de su juventud. Una extraña opresión me hacía imaginar grandes dificultades en mi futura vida en Nairobi.
Me había costado adaptarme a Londres, a la frialdad de sus gentes y del clima, y cuando parecía que ya me iba acostumbrando, mi vida daba un giro incomprensible. Aterrizamos al amanecer, en un revuelo de nubes grises, jirones azulados y destellos de luz dorada. Ese sol que pugnaba por nacer me infundió un optimismo que necesitaba.
El espectáculo del aeropuerto Jomo Keniatta me dejó anonadada. Eran las siete de la mañana y parecía que toda la actividad del mundo se hubiera concentrado en ese lugar: indios de piel cobriza —unos con grandes turbantes y túnicas escuetas, otros seguidos por mujeres con saris de espléndidas tonalidades, amarillos del azafrán, verdes esmeralda e intensos rojos de fuego— se intercalaban, mezclaban y charlaban con africanos de piel muy oscura que brillaba con reflejos azulados, y en los que el rostro se iluminaba a menudo mientras hablaban, con una amplia sonrisa de dientes blanquísimos. También había europeos contenidos, algunos con aspecto británico. Uno de ellos se acercó, decidido, hacia mi marido.
—Christopher, viejo amigo, ¡bienvenido! ¡Ya era hora de que llegaras! El jefe te espera impaciente.
—Johnny, te presento a Mayte, mi mujer.
—O sea que esta es la mujer que ha realizado el milagro: ya era hora de que te casaras de nuevo. ¡Enhorabuena a ambos!
Yo no tenía ganas de formalidades. Después de una noche en el avión, deseaba llegar al hotel, darme una buena ducha y deshacer el equipaje.
Johnny nos sacó de aquella extraña Babel tan rápido como pudo y nos condujo hasta un amplio coche donde me dejaron al cuidado de un chófer sonriente, mientras ellos iban a recoger las maletas. Seguramente por el cansancio acumulado, el tiempo se me hizo eterno.
—Querida, siento haber tardado tanto —se disculpó Cris.
—Ya te acostumbrarás, Mayte —sentenció su amigo—. Aquí no existe la prisa. La regla es «pole, pole», «despacio, despacio».
Las calles eran un hervidero de seres humanos de la más variada condición. ¡Y qué decir de los coches! Unos autobuses pequeños y pintarrajeados de todos los colores del arcoíris, pero no carentes de sentido artístico, circulaban a velocidad endemoniada. El gentío era tal que desbordaba por las puertas y parecía que, al doblar las esquinas, más de uno iba a caer rodando por la calzada.
—Cris, ¿cómo les consienten ir así? Es muy peligroso.
—No está permitido, pero esto es Nairobi. Los matatus tienen que aprovechar y embarcar al mayor número de clientes. El combustible es caro.
—¿Quiénes son los matatus? —pregunté con curiosidad.
—Matatu, en swahili, significa autobús. Es el sistema de transporte más popular del país.
—¡Qué palabra más musical! Casa muy bien con la imaginación que derrochan los autores de las pinturas —afirmé.
—El swahili es, en efecto, muy eufónico. Ya verás cómo Kenia te acabará apasionando.
No estaba yo de acuerdo con esa predicción, y el ansia de llegar al hotel se hacía cada vez más intensa. Nos adentramos en una avenida que debía de conducir al centro de la ciudad.
Si el aeropuerto me había parecido el Arca de Noé, aquí se podrían encontrar ciudadanos de todas partes del mundo, en medio de un tráfico denso y un tanto caótico, que circulaba por calles bordeadas por hermosos árboles de anchísimas copas. Se respiraba un ambiente de contagiosa alegría, quizá producido por la cantidad de jóvenes que se dirigían a su trabajo y las sonrisas que afloraban en sus rostros.
—¡Mira! —me dijo Cris con entusiasmo—. ¡El Stanley!
El hotel Stanley iba a ser nuestro hogar hasta que encontráramos casa. Ya a esas horas de la mañana desprendía una energía singular. Ingleses o australianos, no lo sé, con botas altas y sombreros de ala ancha charlaban animadamente en el patio del hotel, donde tronaba el árbol más impresionante que yo jamás había visto. Al comprender mi asombro, Cris aclaró:
—Es un «fiebre amarilla». Le llaman así por su asombrosa corteza amarilla.
—¡Es increíble e inmenso! Y sus ramas están asaetadas de afiladas espinas.
Al fijarme un poco más, descubrí que unos trozos de papel de distintos tamaños tapizaban la parte inferior.
—Mira eso… El tronco está atestado de papelitos.
—En efecto —añadió Johnny—. Es tradición, desde tiempos de la colonia, que las personas interesadas en un negocio dejen los mensajes clavados en el tronco de este árbol poderoso. Todo aquel que aparecía, y aparece, en la ciudad, se acercaba al Stanley a conocer los recados que podían interesarle.
Por fin conseguí subir a mi habitación. No era lo que yo esperaba. Había imaginado unas camas coloniales con robustas maderas, y unas persianas que tamizaran la fuerte luz del trópico.
—¿Desilusionada? Si no te gusta, podemos ir a otro hotel.
—No, está bien. La entrada y el patio con ese increíble fiebre amarilla tienen mucho encanto.
—Ya verás como encontramos una casa maravillosa. Y podrás poner esos muebles con los que sueñas.
El cansancio hizo mella en mí y decidí acostarme. Después de un sueño reparador, vería las cosas de distinta manera. Ahora, añoraba mi casa de Londres, tan confortable, tan familiar. El recuerdo de Betty asaltó mi memoria.
Cris tenía que incorporase cuanto antes a su trabajo en el Ministerio de Finanzas para ponerse al día de sus actividades y conocer a sus compañeros y colaboradores. Pasarían varios días hasta que él pudiera disponer de tiempo para buscar una casa. Siempre he sido una mujer independiente, y disfrutaba siéndolo, pero ese mundo africano era totalmente desconocido para mí. Echaba de menos mi vida organizada de Londres, mi barrio con sus tiendas tan cuidadas, mis amigas, y sobre todo, mi trabajo como enfermera. La proximidad de España, y el vuelo tan corto a Bilbao, me mantenían en un territorio conocido y familiar. Me sentí un poco perdida en aquella ciudad ruidosa y abigarrada, y por un momento el desánimo se apoderó de mí.
«¿Qué se me ha perdido en este país? Mi marido ha encontrado un reto en este nuevo trabajo, tiene un proyecto que llevar a cabo, una ilusión… Pero yo… ¿cómo voy a orientar mi vida? Si tuviera unos niños que criar, valdría la pena este cambio, pero he tenido que dejar un trabajo que me encantaba y no sé por dónde empezar.»
Mi marido, que percibía mi desaliento, procuraba compensar con ternura y promesas mi disposición negativa. Antes de marcharse a su despacho, me mostró en un plano los puntos de interés que podía visitar. La ventaja de quedarnos en el Stanley era su situación, pues todo quedaba cerca y podía ir andando a todas partes.
Una mañana me acerqué a conocer el mercado, interesada por el color local, ya que, al no tener casa todavía no necesitaba aprovisionarme. Me acompañaba nuestro conductor, Muchiri, que haría también las veces de escolta, pues Cris no quería que me paseara sola por una ciudad que no conocía.
El mercado estaba situado en un edificio bajo rodeado de opulentos árboles, de poderosos troncos y sinuosas ramas que alargaban sus brazos, para regalar una sombra generosa a las numerosas personas que se apiñaban junto a él.
Los olores de las especias —clavo, canela, nuez moscada, curry— se unían en una exótica sinfonía de aromas con los frescos de verduras —tomates, puerros, lechugas—, entre las que destacaban las notas del perfumado cilantro. Subí unos cuantos peldaños y me dispuse a entrar en el recinto donde vendían las frutas. Una fragancia sensual me dio la bienvenida: dorados mangos, piñas adornadas con su vegetal corona y papayas con sus negras simientes inundaban el espacio derramando su benéfico reclamo, para regocijo de los sentidos. Si ya era excitante olerlas y mirarlas, ¿cómo sería probarlas?
La vida palpitante se ofrecía ante el asombro de mi vista y mi olfato. Nunca habían experimentado sensación semejante en un simple bazar.
La creciente temperatura de la mañana influía también en las carnes —de cordero, vaca, terneras y pollos—, que comenzaban a desprender un olor peculiar, ciertamente no muy agradable. Dejé los frutos del mar para otro día en que acudiera más temprano.
El conductor, que se había empeñado en acompañarme y se había convertido en mi sombra, me indicó que saliéramos por la puerta opuesta a donde habíamos entrado. Bajé mirando con cuidado los tres escalones, y al levantar la vista, comprendí por qué Muchiri había insistido en tomar aquella dirección: mujeres masai de todas las edades se arracimaban en pequeños círculos, sentadas en el suelo. Vendían tejidos artesanales, collares de cuentas de colores y un sinfín de artilugios que elaboraban allí mismo, con dedos de agilidad pasmosa.
Eran vendedoras pero tenían porte de reinas. Iban vestidas con unas telas de un ocre rojizo que anudaban alrededor de su cuerpo, a la altura del pecho. Una capa carmesí descendía desde los hombros y se aposentaba en suave remanso en el suelo cubierto por esteras de sisal. Las cabezas rapadas y los cuellos esbeltos parecían haber inspirado a Giacometti sus famosas y estilizadas esculturas.
Adornando el escote lucían unos collares realizados con abalorios rojos, verdes blancos y azules, que formaban dibujos en círculos concéntricos de indiscutible armonía. Algunas mujeres, quizá las de más dignidad, ceñían sus cabezas con unas sencillas tiaras de tonalidades vivísimas rematadas por brillantes botones de nácar. Unas completaban el atuendo con larguísimos pendientes, hechos también con botones de nácar; otras lucían en las orejas unas esferas de bronce dorado de las que colgaban una segunda, mucho mayor; el último modelo era una estela de cuentas de colores que resbalaban en serpenteantes motivos geométricos por las capas del púrpura real. Me sentí fascinada por esas mujeres tan elegantes, arregladas con tanto esmero y sentido del color.
Intenté hacerme entender con mis dos palabras de swahili, pero Muchiri tuvo que ayudarme para comprar los famosos pendientes de bronce y las kangas, esos maravillosos tejidos que cuentan una historia y llevan un proverbio en su borde. Yo misma los llevaría con gusto durante años.
Muchiri me aconsejó que regateara porque el precio era excesivo. A mí, viniendo de Londres, me parecía un regalo, y disuadí al conductor de que lo hiciera en mi nombre. Las mujeres a las que había comprado las preciosas mercancías debieron de sentirse satisfechas con el negocio, porque encendieron cada una un espléndido cigarro, y se lo fumaron con aire complacido, olvidando al instante mi presencia.
Ya en el coche, mi conductor me aconsejó, de manera sutil, que la próxima vez me decidiera a regatear. Era casi una fórmula social para conocerse y hacer más placentera la transacción. Me dijo, resuelto:
—Ellas esperan la diversión, el entretenimiento.
Me aguardaba un largo camino para comprender el espíritu de África. Pero era una senda que tendría que recorrer.
Al sábado siguiente, Cris me llevó a comer al club Muthaiga, que era el punto de encuentro de los extranjeros, sobre todo británicos, de más solera de Nairobi, fundado en 1913, en tiempos de la colonia. Me dio la impresión de que las cretonas que tapizaban los sillones eran de aquella época.
Una atmósfera empolvada y colonial, muy inglesa, dominaba el comedor y los diferentes salones. Sin embargo, desde fuera se colaba la potente luz de África, dando una dimensión distinta al viejo club. A través de las ventanas los intensos colores del prado y los arbustos confirmaban dicha impresión.
Cris saludó a unos y a otros, y desde una de las mesas del bar una pareja de aspecto simpático nos hicieron señas para que nos uniéramos a ellos. Se llamaban Terry y Lynn Knox y, según supe por mi marido, se dedicaban a organizar safaris al viejo estilo.
—Pero ¿no han prohibido los safaris? —pregunté.
—«Safari» significa viaje, por eso estos son safaris, pero fotográficos —contestó Terry—. Viajamos con varios camiones, donde almacenamos todo lo necesario, y el cliente elige, con exactitud, su enclave ideal. Allí levantamos el campamento.
—Además —añadió su mujer Lynn—, ofrecemos el mismo confort de los buenos hoteles de Europa.
—Lo más sorprendente —apuntó mi marido— es que montan las tiendas en medio de una naturaleza deslumbrante, donde nada ni nadie impide el contacto directo con ella.
—Alguna vez, por consentir en el capricho de algún cliente, hemos estado a punto de correr serio peligro. Ya no lo acepto —dijo Terry, rotundo.
Cris intervino:
—Mayte, cuando encontremos casa, y nos hayamos instalado, ¿te gustaría que fuéramos con ellos de safari?
—¡Me encantaría! —mentí.
—Hecho —dijo Lynn—. Nos avisas con unos días de antelación, para que os preparemos algo especial y, ¡en marcha!
—Sí, pero el destino del viaje será mi secreto. Quiero sorprenderte, Mayte.
Mi marido buscaba siempre complacerme. Pero esta vez era como si se sintiera un tanto culpable al haber aceptado un cometido interesante, en una tierra que había sido su hogar y que le devolvía los felices recuerdos de su infancia.
En cuanto a mí, me había costado adaptarme a Inglaterra, y ahora me encontraba en otro país aún más extraño. Veía la ilusión de Cris y su afán por contagiármela, la sincera amabilidad de sus amigos e intentaba participar con entusiasmo en esos planes. Sin embargo, un miedo difuso e irracional oscurecía mis pensamientos, arremolinándolos en un confuso torbellino que me angustiaba.
Miré para otro lado para que no pudieran ver las lágrimas que no conseguí reprimir.