5

La sibila

Habían pasado ya varios años desde mi aterrizaje en Londres, y debo decir que me gustaba cada vez más. De San Sebastián había recibido buenas y malas noticias. El padre de Martín había muerto poco después de la boda, y yo, debo admitir con remordimiento, no acudí a consolar a quien nos acogió con afecto.

Julia y mi madre nos habían visitado una vez, y tras comprobar mi excelente posición, no volvieron más.

Yo tampoco sentía la necesidad de regresar, pero al recibir la noticia de la boda de Laura, comprendí que era imprescindible que acudiera. Iría sola porque mi marido tenía un viaje oficial, del que no podía, ni quería, zafarse. Me propuse entonces componer la figura y enfrentarme a ciertos aspectos de mi vida anterior que todavía no estaban cerrados. Reservé una habitación en el hotel María Cristina, que estaba cerca de Uran Etxea, y escogí un vestido adecuado para la ceremonia, que tendría lugar en aquella iglesia de mi infancia, la del Corazón de María, y luego el almuerzo en casa de los Irigoyen.

A mi madre le extrañó que no quisiera quedarme en casa, pero yo quería tener una puerta de escape, en caso de que mi pasado resultara demasiado agobiante. Era la primera vez que acudía desde mi boda, y lo hacía sola.

Al llegar a San Sebastián, y nada más deshacer las maletas, pedí a mi madre y a Julia que vinieran a cenar conmigo al Cristina.

Cuando las vi entrar en mi cuarto, el corazón me dio un vuelco. El tiempo se había ensañado con la anciana que tenía frente a mí. Iba a cumplir sesenta años, pero parecía mucho mayor. El pelo blanco iluminaba un rostro, surcado de arrugas, si bien no era eso lo que le avejentaba. Era su forma de moverse, lenta, arrastrando la pierna que siempre fue su condena. Las penalidades habían pasado factura.

Sin embargo, mi hermana parecía un junco, alta y esbelta; el cuello largo le otorgaba un aire distinguido, mientras que sus ojos color de miel, cuando miraban con la intensidad propia de Julia, llegaban al fondo del alma. Por lo menos para aquellos que supieran entenderla.

Decidimos no bajar al comedor y pedí una cena ligera, que nos colocaron en una mesita en el balcón abierto. Las luces del puente de la Zurriola reverberaban en las aguas calmas del río, y la noche invitaba a la confidencia. ¡Hacía tantos años que no disfrutaba de su compañía!

Había visto a Laura un instante, pues estaba muy ocupada preparando el enlace, que tendría lugar dos días después. La había encontrado risueña, contenta. Estaba enamorada de Gorka y además compartía con él aficiones, intereses y hasta el trabajo, pues ambos eran médicos. El sueño de mi amiga se había cumplido.

—He estado con Laura —les dije—. La he encontrado radiante. Siempre ha llevado sus asuntos con cabeza, y ha logrado todo lo que se proponía.

—En el hospital valoran mucho su trabajo. —Mi madre siempre la había querido—. Y sabe hacer amigos en estos momentos tan difíciles.

—¿Qué tal está doña Solita? Tiene que estar orgullosa de sus hijos.

—La muerte de su marido fue un rudo golpe. Ya sabes cómo se entrega… Entre ella y Laura cuidaron al enfermo con el mayor cariño.

Julia siempre valorando el desprendimiento de los demás.

—Qué suerte tienen… —Se lo deseaba de corazón, pero no pude reprimir un antiguo recelo, la facilidad de su vida—. ¡Una existencia dorada!

—Por desgracia, no todo son buenas noticias.

Julia guardaba silencio. Mi madre continuó:

—Hemos discutido mucho tu hermana y yo sobre si era oportuno o no contártelo.

—Amatxo… —Yo, alarmada, no la llamaba así desde hacía muchos años—. ¿Qué sucede? ¿Está usted bien?

—No se trata de mí —aclaró—. Sabes que hace mucho que los Irigoyen tienen graves problemas en la empresa.

—Lo sé. Por eso tuvo que asumir Martín la dirección.

—Las cosas se fueron torciendo, la política comenzó a inundarlo todo…

—Por Dios, ¡siga!

—El ambiente se deterioraba día a día en la fábrica, en las calles había revueltas y los asesinatos de la ETA comenzaron a proliferar…

—Es trágico ver una tierra tan hermosa con tanta falta de libertad —intervino Julia.

—¿Cuál es la relación de todo esto con los Irigoyen? Todo el mundo pasa épocas de tensión en el trabajo, ocurre en todas partes.

Al rememorar más tarde la conversación, me di cuenta de que, en el fondo, yo no quería saber. No deseaba que nada interrumpiera mi existencia diáfana y cómoda.

—¡Ojalá hubiera sido así! —susurró mi madre—. Gracias a tu hermana, evitamos un verdadero drama.

—¿Qué hiciste, Julia?

—Que te lo cuente madre. Yo solo escuché y repetí.

—Sabes que tu hermana continúa sus visitas a Trintxerpe.

—Lo imaginaba —respondí.

—Allí le tienen mucha fe, pues lleva años dedicada a paliar sus carencias. Pero también Laura goza de gran estima.

—¿Qué tiene que ver ella en eso? —pregunté, asombrada.

—Hace dos o tres años empezó a acompañar a Julia. El barrio ha crecido y necesita buenos dispensarios, en los que Laura ha sido muy útil. Además, es muy cariñosa con la gente.

—¿Y? Todo esto es muy positivo, ¿dónde está el mal?

Mi madre siguió impertérrita:

—En una ocasión en que Julia estaba allí sola, una mujer le entregó un papel… —Se detuvo—. Cuéntalo tú, Julia. Lo viviste en primera persona.

—La mujer me dijo: «Guárdelo, no lo pierda, es importante.» —recordó Julia—. «¡Y léalo en cuanto llegue a casa!»

—Qué misterio… —bromeé.

Mi hermana hizo caso omiso a mi tono.

—Abrí la nota en el silencio de mi cuarto, me quedé anonadada.

Dejé de reír.

—¿Qué decía?

—Era un aviso. El plan era secuestrar a Martín y pedir un elevado rescate. —Vi que Julia sufría al contarlo—. Y sucedería cualquier día en su trayecto a la fábrica.

—¡Martín, en peligro! —grité—. ¡No puede ser!

A pesar de la antigua herida, seguía sintiendo algo por mi primer amor.

—Tuve que contárselo a madre, y después de mucha reflexión, comprendimos que teníamos que prevenir a doña Solita.

—Y lo antes posible —continuó mi madre—. Esa misma noche le pedí que viniera a casa, que no lo comentara con nadie, que habíamos de contarle un asunto urgente. «Marichu, dímelo ahora, no me inquietes», dijo ella. «No, es mejor que venga usted. Allí estaremos las tres solas.»

Quedaron calladas unos instantes, como si tomaran fuerzas.

—Cuando le enseñamos el mensaje se quedó aterrada —rememoró Julia.

—Pero en seguida se recompuso y tomó una decisión. —Mi madre admiraba a su protectora—. «Mi hijo tiene que marcharse», dijo. «¿Y la empresa?», sugirió tu hermana. «¡Al diablo con la fábrica! ¡Que se la queden! ¡Quiero a mi hijo vivo!» Al día siguiente, Martín se fue con su mujer y sus dos niños, concluyó Marichu.

—¿Y ahora dónde está? ¿Vendrá a la boda?

¡Deseaba tanto verle!

—Sí, claro.

Mi madre dejó que Julia continuara:

—La industria que con tanto trabajo habían levantado varias generaciones de Irigoyen, fue entregada a los operarios.

—¿Cómo? ¿Así, sin más?

—No, Mayte. A una peseta la acción.

—Entonces, ¿Martín se quedó sin trabajo? —pregunté.

—Sí, y con una familia que alimentar —respondió Marichu—. Elena, su mujer, no supo estar a la altura del trance, y se acabó marchando junto a sus padres en Bilbao.

—¿Y los chicos?

—Se los llevó con ella.

—Qué horror, pobre Solita…

Decidí entonces visitarla antes de la boda y ofrecerme para colaborar. Ya no quedaba nada de la bella mujer que había dejado unos años antes. Como en el caso de mi madre, las penalidades se habían cobrado su cuota. Pero continuaba siendo elegante y tenía una sonrisa tan acogedora como siempre. Bajo la externa dulzura, brillaba el fulgor de su mirada.

El día de la ceremonia amaneció radiante. El norte, con sol, puede ser uno de los lugares más hermosos de la Tierra.

Laura entró en la iglesia del brazo de su hermano. Martín se mantenía erguido y parecía haber superado el cataclismo que había desmoronado su existencia. Sin embargo, cuando hablé con él durante el convite, pude constatar la profundidad de su herida.

—Ya lo ves, Mayte —dijo con amargura—. Qué ironías tiene la vida… Todas las razones por las que mi padre me conminó a casarme con Elena se han demostrado falsas. Me ha dejado solo en el peor momento.

—Será pasajero, Martintxo. Verás como vuelve.

—Sé que no lo crees, Mayte. —Afloró un poco de dulzura en su voz—. Me equivoqué al no pelear por ti. Tú no me hubieras abandonado.

—No podemos cambiar el pasado, Martintxo.

Unos días después, Julia me contó su deseo de entrar en el convento. Era un deseo recurrente y madurado. Yo le había hecho ver la soledad y minusvalía de nuestra madre, pero ella, al parecer, lo tenía solucionado. Doña Solita quería marcharse de Uran Etxea; resultaba demasiado grande y costosa para ella, ahora que sus hijos tenían su propio hogar. El pequeño, Pello, estudiaba en Madrid.

—¿Dónde irá madre?

—Con doña Solita, a un piso más céntrico. Estarán bien.

—¿Y Edurne?

—Vivirán las tres juntas. Yo las visitaré a menudo, y estaré al tanto de cualquier cosa que puedan necesitar.

—Y si se pone enferma, ¿quién la cuidará?

—Las reglas del convento ya no son las de antes. Podré salir para atenderla.

Me di cuenta de que mi hermana no había protestado en ningún momento. Yo había hecho las preguntas, echando sobre las espaldas de Julia toda la responsabilidad, sin considerar ni por un segundo que Marichu era también mi madre. Me arrepentí de mi egoísmo.

—Yo puedo venir de Londres si me necesitáis. El vuelo es muy corto.

—No te preocupes. —Fue su generosa respuesta—. Laura me ha dicho que piensa ver a su madre todos los días. Cuando ella tenga que viajar, estaré yo al tanto.

Ante todas esas dificultades, mi vida en Londres me pareció envidiable. Huía de la desgracia como si fuera contagiosa. No dejaría que me contaminara. Había concluido mi formación como enfermera y tenía un buen puesto en el prestigioso hospital donde había estudiado. Mandé a mi madre el título, pues le correspondía parte del mérito. Su insistencia había dado el fruto, y ella iba a sentirse orgullosa.

Regresé a mi existencia cómoda, en la que Cris continuaba mimándome como si fuera lo más natural del mundo. Sin embargo, mi viaje a mi tierra y la falta de libertad me habían dejado una huella indeleble.

En el aspecto cultural, Londres era una ciudad prodigiosa. Cris me había iniciado en las artes como parte de mi educación, y yo había acabado apreciando los conciertos, el ballet y la ópera. Acudíamos con frecuencia al Covent Garden, donde asistí a representaciones inolvidables que con el tiempo se convirtieron en hitos artísticos. Tuve la inmensa fortuna de presenciar un Lago de los cisnes con Le Fonteyn y Nureyev, que marcó época.

La bailarina, ya entrada en años, utilizaba su conocimiento para encadenar los sutiles movimientos de su danza, en algo irreal de tan etéreo; sus brazos se convertían en unas alas que, sin esfuerzo aparente, la transformaban en un ángel volador. El caso del ruso era totalmente distinto. Su fuerza muscular le elevaba a las alturas, manteniéndolo suspendido en el aire como si este fuera su auténtico elemento. La precisión de sus figuras mostraba el esfuerzo de horas de entrenamiento. Entre los dos fluía una corriente de amistad y admiración mutua, que originaba entendimiento y la búsqueda de la perfección. La música de Tchaikovsky, tan apasionada y lírica, combinaba de manera natural con el espíritu de esos dos genios del ballet.

La seguridad, aquella que yo eché tanto en falta durante mi adolescencia, presidía mi vida. Todo era ordenado, armonioso, cotidiano y tranquilo. Por otra parte, yo había hecho del refinamiento mi segunda piel. Al haberlo conocido tan tarde, lo apreciaba mucho más que aquellas chicas de mi actual círculo, que habían nacido con él.

Se acercaba el día de mi cumpleaños y Cris me avisó que no organizara ningún plan; él se ocuparía de todo.

—Tú ponte guapa.

Ese cumpleaños fue muy especial. Cuando salimos en el coche, yo ni siquiera sabía adónde nos dirigíamos. Llegamos al Covent Garden y allí nos esperaban nuestro grupo de amigos. Esa noche bailaba el gran Antonio, y mi marido había querido mostrar a todos el arte de nuestro país. Fue memorable. La elegancia, aplomo, sabiduría escénica, y el poder de transmitir el fuego del baile español, fueron de tal calibre, que tras finalizar la función la princesa Margarita, que asistía al espectáculo, quiso felicitarle en persona y fue muy expresiva. El teatro entero aclamaba en pie al español, que agradecía las efusiones con contenido orgullo. Sentí como si parte de su éxito fuera mío. La nacionalidad nos unía con invisibles lazos. Y era hermoso.

Al volver a casa creí que el festejo había finalizado. Al fin y al cabo, Cris había invitado a diez amigos al ballet, y a la ronda de champán en el entreacto.

No fue así. Aparecieron todos de nuevo en casa, donde mi marido había encargado una cena prodigiosa en el famoso restaurante Mirabelle. El aroma de los nardos que inundaban la casa se colaba por todas las rendijas de las puertas y los poros de la piel, dando un toque muy sensual a la velada.

Y en el centro de todas aquellas maravillas, estaba yo, la hija de la portera. Mi agradecimiento hacia Cris era infinito, y más aún cuando propuso un brindis en mi honor.

—Por Mayte, la mujer que me ha hecho volver a la vida y sentirme el hombre más feliz de la Tierra.

Las mujeres me miraron con envidia y los hombres con avidez. Salvo Betty, mi buena amiga y profesora en las sutiles normas de la sociedad inglesa, todas me aventajaban en edad. En algunos de los hombres percibí el deseo.

Mi juventud, vestida por una moda atrayente, los buenos cuidados de peluquería y estética, y el cierto exotismo que los ingleses atribuían a las españolas, me hacían irresistible.

Sobre todo, para mi marido. Esa noche hicimos el amor con auténtico ardor. Y ternura, agradecimiento. Nuestros cuerpos se enlazaban una y otra vez, buscando en el otro la eternidad, ese pozo insondable que es el oasis del ser humano. Él porque se sentía revivir, y yo, porque recibía todo aquello que me había faltado de niña: respeto y dignidad. Por entonces no sabía aún que nadie puede donar ni quitar la dignidad. Es un patrimonio que debemos encargarnos de conservar. Cuando, agotados por el esfuerzo de la pasión, descansábamos sobre las frescas sábanas, me acarició con una dulzura inaudita hasta que poco a poco la naturaleza se tornaba exigente y reclamaba de nuevo sus ofrendas.

Creo que fue entonces cuando estuve más cerca de enamorarme de él.

Betty se había convertido en una amiga que para mí representaba todo lo que yo no había tenido: una familia sólida y una educación refinada e internacional. Había pasado su infancia en las infinitas llanuras de Kenia, y más tarde se había trasladado a los exclusivos colegios de Inglaterra.

Al tener la misma edad, entre nosotras se había instalado una especie de complicidad que nos unía por encima de la nacionalidad y la clase social. Era alta y esbelta como un junco: rubia con unos ojos grises que mudaban al verde según el cielo estuviera sereno o tormentoso. La nariz un tanto respingona, muy inglesa, le daba un aire burlón muy apreciado en la sociedad anglosajona.

Sin ser una belleza poseía todo aquello, o al menos así lo creía yo, que trastornaba a los hombres.

Era amable, hablaba despacio, con una seguridad que yo hubiera deseado adquirir, y su curiosidad era inagotable. Me preguntaba siempre por España, y estaba enamorada de la mar como yo. Al recordar el viaje que había hecho con sus padres a San Sebastián, decía riendo:

—La mar es un amante que, todos los días, ronda celoso a la hermosa bahía de La Concha.

Una tarde, quedamos para tomar el famoso high tea en Harrods y hacia allí me encaminaba, mientras recordaba con deleite los crujientes sandwichs de pepino, los scones calentitos y las deliciosas tartaletas de fresa que tanto nos gustaban.

Apenas entré la vi sentada en una mesa junto a la ventana. La tenue luz de febrero se derramaba sobre su pelo; se tenía de manera impecable, erguida y distante, hasta que advirtió mi presencia y entonces me saludó con una sonrisa.

En aquella atmósfera rosada y elegante, todas las mujeres me parecieron bellas. Los aromas de la pastelería; los perfumes exóticos de los diferentes tés —Darjeeling, Lapsang, Souchong, mis favoritos—; y las fragancias que usaban las señoras se aunaban en un efluvio de buen gusto que, ahora siento admitirlo, me colmaba de felicidad.

En ese ambiente agradable la conversación fluía natural, sin esfuerzo. Mientras charlábamos de todo, le pregunté sobre su vida en Nairobi.

—Qué suerte has tenido, Betty… Tuvo que ser excitante vivir en un lugar como Kenia.

—No lo creas. Pasamos por momentos muy aterradores.

Me sorprendió una expresión tan contundente en una persona que solía rezumar serenidad y calma. La exageración no era su estilo.

—Nunca me has contado nada de tu estancia en Nairobi. Por eso tengo tanta curiosidad.

—A mi madre no le gustaba que recordáramos aquellos años. Al final me acostumbré, y es como si hubiera cancelado de mi memoria esos acontecimientos.

—Me asustas, Betty… ¿Qué pasó?

Su mirada se dirigió hacia el techo, como si buscara entre los recónditos recovecos de su memoria.

—La casa era amplia y abierta a un jardín que mi madre cuidaba con mimo. Unos inmensos árboles cubiertos de flores azules marcaban los límites de la propiedad…

—¿Era tan grande? —pregunté.

Ella continuó como siguiendo su propio guión:

—Buganvilias de flores rojas se enredaban con madreselvas que, en las noches de lluvia, derramaban un intenso aroma; daturas de magníficas flores de peligroso bálsamo formaban ese vergel que para mí era el paraíso.

Yo la escuchaba embobada, pero al quedarse ella callada, insistí:

—¿Tenías animales? ¿Perros, un caballo?

¡Cómo hubiera querido tener un perro!

—Sí, era una granja extensa, con ganado y caballos para uso de la finca y para montar nosotros. Mis padres son buenos jinetes. Y yo montaba una preciosa yegua negra que era el mismísimo demonio, pero que yo entendía.

—¡Qué valiente eres! Te imagino con las riendas en la mano, sin temer a nada ni nadie… —exclamé, entusiasmada.

—Sí, era una vida maravillosa para una niña.

—Entonces, ¿por qué negarse a recordar un lugar tan celestial?

—Una noticia estremecedora recorrió la colonia: unos grupos de africanos armados y violentos habían atacado varias propiedades de ingleses. Asesinaron a los propietarios, quemaron las casas y se llevaron los animales.

—¿Qué hicisteis entonces? ¿Regresasteis a Gran Bretaña?

—No. La vida de mis padres estaba allí. Decidieron quedarse.

Yo estaba pendiente de sus labios. No me atrevía ni a respirar. Por fin, continuó:

—Mis tíos, que habitaban una hacienda muy aislada, vinieron a quedarse con nosotros. Mis padres sacaron los rifles. Se armaron ellos y a aquellos en los que tenían plena confianza. Yo no entendía muy bien lo que pasaba, pero sí recuerdo la sensación de terror que se respiraba en el ambiente.

—¿No contabais con ningún tipo de protección? —pregunté, angustiada.

—Sí. El gobierno organizó unas milicias que, junto a las fuerzas de seguridad, patrullaban sin cesar.

—¿Entonces?

—Pero el territorio era extenso, las propiedades distantes, y los mau-mau eran numerosos. Todo esto dificultaba enormemente la seguridad. Una noche, pues los ataques siempre tenían lugar de noche, nos despertaron unos gritos angustiados. Estaban asaltando las dependencias de los trabajadores.

Mi amiga se quedó callada. Respiraba con dificultad, como si la angustia fuera insoportable.

—Siento mucho haberte hecho esas preguntas. No sigas. Perdóname.

—No. Quizá sea bueno que hable de ello de una vez por todas.

—¿Estás segura de que quieres continuar?

Sin responderme, prosiguió:

—Me ordenaron que no me acercara a la ventana, mientras mis tíos y mis padres apresuraban la huida, que habían organizado días atrás. —Me miró como si estuviera en otro mundo, distante y cruel—. Pero yo me asomé. Y lo que vi me atormentará siempre.

En ese momento fui yo la que vislumbré un mundo de terror.

—Los lamentos de los heridos y los moribundos eran acallados por los aterradores alaridos de los mau-mau. El desorden provocado por el pánico fue total. Los vigilantes, ascaris, considerados traidores por los revolucionarios, fueron masacrados; algunos criados huyeron despavoridos para caer en manos de unos seres que habían olvidado la compasión.

Cogí la mano de mi amiga, que temblaba como una hoja. Pero ella continuó:

—Vi a Linda, la lavandera kikuyu, indicando a un grupo de hombres armados con pangas una de las puertas de la casa. La sangre brillaba en sus armas y en sus manos, pero lo que más me impresionó fue la expresión de sus rostros, fieros y convulsos por el odio. —Guardó silencio antes de proseguir—: De repente, una mano poderosa tiró de mí. Salimos de la casa corriendo desesperadamente, sin una luz y guiados por nuestro instinto de supervivencia.

—¿Cómo pudisteis hacerlo? ¿No estaba la casa rodeada?

—Sí, pero mi padre había construido un túnel que llevaba a un cobertizo disimulado en la maleza, donde había tenido la precaución de preparar una camioneta que nos pudiera servir en caso de necesidad.

—¡Bendito sea tu padre!

Ella, ante mi castiza expresión, rio con tristeza.

—Al entrar en la casa y hallarla vacía, se enfurecieron y rastrearon los alrededores, intentando encontrarnos.

Yo, al intuir que iba a escuchar más atrocidades, me arrepentí de mi malsana curiosidad.

—Oíamos sus gritos mientras nos perseguían, y pronto avistamos el temblor de sus antorchas. Mi nana Cristine me empujó a la camioneta, mientras mi padre la ponía en marcha. Mi madre y mi tía se acurrucaron junto a mí, pero nadie profirió un sonido. Mi tío sacó el rifle por la ventanilla y se dispuso a defendernos. —Una lágrima se deslizó por la mejilla de mi amiga—. A toda la velocidad que era posible en terreno escarpado, iniciamos la huida. De repente, ante la luz de los faros, surgieron unas figuras demoníacas que se abalanzaron sobre el auto.

—Dios mío… —susurré.

—Mi tío Peter intentó disparar, pero uno de aquellos diablos tiró con fuerza de su escopeta, y le asestó una cuchillada que le hizo un corte profundo en el cuello.

Intenté hablar pero ella continuó su escalofriante relato:

—Mientras escapábamos pude ver cómo a Guy Pendelton, el padre de mi amiga Suzy, que seguramente había venido a prevenirnos, lo sacaban del coche y lo degollaban de un machetazo. —Betty tomó aire y continuó—: Conseguimos escapar, pero cuando en la interminable fuga pudieron atender a tío Peter, este había muerto. Una inmensa herida brillaba en su cuello. La sangre manaba como un torrente.

—Betty, ¡no sabes cuánto lo siento! Tuvo que ser terrible.

—Lo que resulta más irónico es que la granja de mis tíos nunca fue atacada. Si hubieran permanecido allí, mi tío estaría vivo. —Luego, como hablando consigo misma—: Mira, creo que es mejor que vayamos a dar un paseo por Hyde Park. El aire fresco te vendrá bien.

Paseamos las dos cogidas del brazo. No sé cuánto tiempo estuvimos así, en silencio. Pero pensé que nunca volveríamos a hablar de ese asunto. La vida me mostraría lo equivocada que estaba. África iba a irrumpir en mi vida con una fuerza desmesurada.