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Carlisle Place

Mi viaje de novios atravesando el sur de Francia me indicaba lo que sería mi vida en Londres. No había deseo que Cris no hiciera de inmediato realidad. Nuestra primera etapa fue la salvaje y magnífica playa de Ondarraitz, donde había ido otras veces, por invitación de Laura.

No pude evitar el recuerdo de mi situación anterior y la que ahora disfrutaba. Nuestra estancia en el Hotel du Palais en Biarritz me había mostrado el lado más amable de la vida. La inmensa habitación miraba a la mar y todos los días me despertaban con un espléndido desayuno y una fragante rosa fresca. Unos días permanecíamos en el hotel, en las cabañas de la piscina; o paseando al borde del agua, entre la espuma de la mar embravecida o nadando arrullados por las suaves olas. La mañana que amanecía con cielo plomizo, salíamos de excursión para conocer los pintorescos pueblos de la zona, Urrugne, Socoa o la luminosa San Juan de Luz, con sus históricas iglesias y sus deliciosos restaurantes.

Una noche fuimos al lago de Chiberta, para disfrutar de uno de los espectáculos más imponentes que he visto: en una plataforma de madera en el medio de las aguas, representaban el ballet La bella durmiente. Las etéreas figuras de los bailarines se reflejaban en las aguas, creando esa sensación de realidad y espejismo que siempre me ha intrigado tanto.

El viaje se convirtió en una visión extraordinaria del arte de vivir. Y lo gocé. En todas sus ricas manifestaciones.

De vuelta en Londres, fui consciente de que ese sueño irreal no podía continuar. Tenía que hacer algo útil, seguir el consejo de mi madre —«Hazte con una profesión que pueda darte la independencia»—, que resonaba en mi mente con particular insistencia. En esa época de mi vida parecía que la seguridad me acompañaría para siempre, pero cuando expuse mis dudas a Cris, su opinión coincidió con la de mi madre.

—Marichu es una mujer reflexiva. Deberías seguir su recomendación. Vivimos en un mundo cambiante y una profesión puede ser muy provechosa.

—No sé por dónde empezar… Además, me he acostumbrado a la vida cómoda que me das.

—¡Deseo tanto hacerte feliz!

Era cierto. Su mayor afán era estar pendiente de mí. Cada detalle suyo me confirmaba una generosidad sin límites, que, sin producirme una pasión embriagadora, me acercaba a él en una fascinación tanto espiritual como sensual.

Una vez más, acabé en sus brazos. Me dejaba ir por los voluptuosos senderos que recorrían nuestros cuerpos inflamados. Llegué a creer que podía ser amor, y la simple insinuación de esa certeza enloquecía a Cris, que respondía con ardiente pasión a mis caricias.

Decidí tomarme un tiempo para disfrutar, para conocer bien la ciudad y asentar mi dominio del inglés. Los estudios, con su consiguiente esfuerzo, habrían de esperar.

Poco a poco, mi marido fue saliendo del enclaustramiento voluntario al que nos habíamos entregado. Él decía que teníamos que conocernos bien antes de retomar sus compromisos y relaciones. Pude comprobar que tenía razón. Al aceptar las primeras invitaciones, constaté el nivel de sofisticación de su entorno.

Una noche, al volver de una cena en la que yo no había intervenido en la conversación por falta de conocimiento de los temas tratados, le confesé mi desaliento.

—¡He sido tan feliz estas últimas semanas! —exclamé.

Esa frase tenía el poder de un imán. De inmediato estaba entre sus brazos.

—Cris, no, espera. De verdad, déjame hablarte.

Me miró preocupado, como si temiera el fin del mundo.

—Creo que no te he dejado en muy buen lugar esta noche. No podía seguirles con soltura… Me sentía una ignorante…

—¡No digas tonterías! Saben más porque tienen más años y más experiencia.

—No es solo eso. Han nacido en un mundo muy distinto al mío. Son instruidos, su educación ha sido refinada…

Intentó besarme de nuevo.

—Cris, hablo en serio. Me doy cuenta de mis deficiencias, y me preocupa. ¡Tengo tanto que aprender!

—Muy bien, señorita Aldaz —su tono era un tanto burlón—. Seré su Pigmalión. ¿Qué quiere aprender?

—Todo: apreciar la pintura, conocer el país, leer autores que me enseñen aquello que debo saber… ¡Todo!

—Me gusta tu ambición, pero «todo» es excesivo. Empezaremos por un buen recorrido por los museos de Londres; escogeré libros con los que además de aprender…

—¿De verdad me harás de maestro? ¿Harás eso por mí?

—… y viajaremos —continuó él, imperturbable—, para que puedas abrir tu mente a esos mundos que anhelas.

Un cálido abrazo selló nuestro pacto.

Así comenzó una sugestiva etapa de aprendizaje que me mantenía ocupada gran parte del día. Por la tarde, cuando mi marido llegaba a casa, comentábamos lecturas o visitas. Los fines de semana que permanecíamos en Londres, me acompañaba a ver sus cuadros favoritos o íbamos juntos a una librería a buscar aquello que podría interesarme.

Acabó conociendo mis gustos, y se alegraba al verme disfrutar con todo lo que formaba su realidad, y que yo incorporaba a la mía. Aprendí a apreciar la ceremonia del té, a distinguir uno de otro por su aroma y sabor. Fui una discípula aplicada y me esforcé en la instrucción que él me regalaba. Fueron tiempos de dicha. Descubrí, al avanzar el otoño, una fragancia peculiar que provenía del patio y que me hacía retroceder a mi infancia. Era el provocante perfume de las camelias «fraterna» que crecían junto a nuestra casa, en Uran Etxea.

Era distinto. Ahora, yo era la señora.

Así pasaron los meses y un día llegó mi marido con un precioso cartón que anunciaba una invitación para el fin de semana en casa de sus amigos de la infancia, los Beaufort.

Yo había adquirido los conocimientos suficientes para sentirme ilusionada. Y segura.

Era el mes de mayo y Cris me confirmó que el jardín estaría en todo su esplendor, pues habían reunido una de las colecciones de rosas más importantes de Inglaterra.

El viernes amaneció lluvioso, pero a medida que fueron pasando las horas, el cielo fue aclarándose hasta ser límpido y sereno. Cuando vino a buscarme, me halló preparada y dispuesta a disfrutar de las novedades.

Al llegar a nuestro destino, nos adentramos primero en un frondoso parque. Más adelante el horizonte se abrió para mostrar a los lados del camino grandes espacios de césped de un jugoso verde, que estaban flanqueados en la lejanía por portentosos cedros de Líbano y otros árboles de similar corpulencia. Tras un recodo de la estrada, apareció un lago en el que una barca esperaba, paciente, a los visitantes.

Nunca hubiera podido imaginar un lugar tan grandioso. La casa, mejor dicho, el palacio, se alzaba sobre unas columnas poderosas que albergaban el zaguán, a cuyos lados se abrían las amplias ventanas. Dos inmensas copas de piedra iniciaban la doble escalera.

El rojo pompeyano —ya me había aprendido los términos apropiados— inundaba de alegría el salón que cubría sus paredes con hermosos cuadros. Dos preciosas lámparas de cristal titilaban con su mágica luz; espejos venecianos recogían la visión del entorno para reproducir su imagen, en constante juego de ficción y realidad. Unos confortables sofás de color marfil invitaban a la charla y al reposo.

Tras saludar a nuestros anfitriones, que me acogieron con una mezcla de curiosidad y cortesía, el mayordomo nos acompañó a nuestro dormitorio. Desde mi ventana veía los cuidados senderos de grava que recorrían la rosaleda. La floración era extraordinaria. Nunca había visto tantas y tan lozanas flores. Unos bancos de madera completaban el pequeño paraíso.

Tenía que arreglarme para la cena, pues, según me había dicho Cris, las mujeres estarían vestidas con esmero.

—No te preocupes —me animó él—. Eres la más joven y la más guapa.

El comedor era una sala hermosa. Las paredes estaban forradas de un damasco color avellana, y un simple canutillo de madera dorada formaba geométricos paneles. La mesa estaba adornada con gusto. Una gran sopera desbordaba unas magníficas peonías de un carmesí intenso, que derramaban su peculiar fragancia.

Fue mi bautismo de fuego, y creo que mi marido estaba orgulloso de mí porque me dirigía miradas de complicidad. La anfitriona, como muestra de su aprobación, me prometió enseñarme al día siguiente el misterioso túnel que unía la casa con el bosque.

Así lo hizo. Después del desayuno me llevó a la biblioteca y me retó a que diera con la puerta secreta. Escudriñé una y otra vez los paneles sin éxito. Con aire de triunfo tocó un libro y, ante mi asombro, con un ligero gemido apareció la entrada.

—En tiempos de Enrique VIII, esta mansión pertenecía a una familia de fervientes católicos —anunció la propietaria—. A pesar del peligro en el que incurrían, un sacerdote entraba desde el bosquecillo que oculta la cancela, y celebraban misa en la sala a la que le estoy llevando.

Ella iba delante iluminando mis pasos con una linterna. Hablaba en voz baja, como si todavía fuera necesario zafarse de los temidos soldados.

De repente, se volvió hacia mí y soltó a bocajarro:

—¿Quiere de verdad a Cris? ¿No es muy joven para él?

—Le quiero, sí. Pero… ¿con qué derecho me lo pregunta?

—Tiene razón. Ha sido una impertinencia. Pero mi marido y yo somos amigos de infancia de Cris.

—Ya lo sé. Me lo dijo él.

—Sufrió mucho con la muerte repentina de Maud, y he observado que está muy enamorado de usted. No quisiera que volviera a padecer.

—Es un hombre maravilloso, y mi deseo es hacerle muy feliz.

—Entonces seremos amigas.

Y sin más, me tomó del brazo y me dirigió hacia la salida para reunirnos con los demás.

Comprendí que los amigos de mi marido iban a mirarme con lupa. Tendría que esmerarme y aprender mucho, pero lo más importante era que él me amaba y que yo estaba decidida a quererle.

Entretanto, el recuerdo de mi «casita de chocolate» en San Sebastián se iba alejando de mi mente, como una estrella errante en el firmamento. Llamaba a mi madre y a Julia con frecuencia, y la respuesta era siempre la misma:

—Estamos muy bien. Tú disfruta, sé feliz. ¿Ya te cuidas?

Estaba segura de que, aunque tuvieran un pequeño problema, lo ocultarían. Por eso una mañana, cuando sonó el teléfono temprano, supe en el acto que algo sucedía.

—¿Cómo estáis, madre?

—Nosotras, bien, pero vas a recibir una invitación de boda.

—¿Quién se casa?

—Martín, con una chica que se llama Elena. No sé si llegaste a conocerla… Es de Bilbao y los Irigoyen están encantados, sobre todo el padre.

Entendí de inmediato que debía de ser el tipo de chica rica y de buena familia que siempre habían querido para su heredero. Sentí que una puerta de mi vida se cerraba para siempre.

—¿Y cuándo es la boda?

—Dentro de dos semanas.

—¿Tan pronto?

—Sí, hija, sí. El señor Irigoyen está muy enfermo, y desea ver a su hijo bien casado cuanto antes.

—Lo siento.

Mi madre pensó que me apenaba la dolencia del padre, pero yo sufría, a mi pesar, por el matrimonio del hijo. Estaba segura de que él tampoco se casaba enamorado.

—¿Vas a venir, pochola? —oí la voz de mi hermana, que me animaba—. Te echamos de menos.

—Madre, no creo que podamos asistir. Tenemos un compromiso muy importante para Cris.

—Lo entiendo.

Sonaba decepcionada.

—¿Cómo está la situación, se tranquiliza un poco?

—Te paso a tu hermana para que te lo cuente. Un abrazo muy fuerte. ¡Cuídate!

—Julia, querida, cuánto me faltas… ¿Por qué no vienes a verme?

—Ya iré, pero sabes que nuestra madre se resiste a viajar, y ahora las circunstancias aconsejan que no la deje sola.

—¿«Las circunstancias»? —me alarmé—. ¿Qué sucede?

—La calle está revuelta, y en los lugares a los que voy a visitar… tú ya sabes, oigo cosas inquietantes.

—¿Crees que debo ir?

—No te preocupes. Sigue tu luna de miel —aconsejó—. Te avisaré si considero necesario que vengas.

—Sé que el señor Irigoyen está enfermo. Los demás, ¿están todos bien?

—Doña Solita está preocupada. En la fábrica su marido tuvo muchos conflictos, y desde que él se puso malo, Martín lleva la dirección de la empresa.

—¡Martintxo dirigiendo la compañía! —Enmudecí de asombro—. ¿Sabes, Julia? Les llamaré para disculpar nuestra ausencia y charlar con Laura y su madre.

—Te lo agradecerán. Aquí eres muy querida y has dejado un gran vacío.

—Eso haré. Hasta muy pronto. Un abrazo enorme.

La conversación me había dejado un indefinido sabor de peligro. Pero aparté con determinación todo aquello que podía enturbiar mi dicha. Poco tiempo después, los hechos se encargarían de recordarme aquella intuición.

Y aunque sabía que debía completar mis estudios de enfermería, un impulso de gozar de lo que la vida, y Cris, me ofrecían me hacía posponer siempre la matriculación. Por fin, un día me desperté más decidida para hacer algo útil, y pedí a mi marido que me ayudara en los trámites que había de seguir. Fue una gran noticia para él, que se puso en marcha de inmediato. No sé si le impulsaba el temor —como repetía— a que pudiera quedarme sola —siempre recordaba sus años y mi juventud— o si, en el fondo, sin que el propio Cris fuera muy consciente, deseaba tenerme ocupada.

Algunas veces me observaba cuando hablaba por teléfono con alguna amiga, como si quisiera desentrañar la verdad. Creo que siempre temió que me enamorara de un hombre más joven.

—¡No sé cómo puedes pensar semejante dislate! —le decía yo entre enfadada por su sospecha y adulada por su atención—. ¿Dónde encontraría un hombre que me hiciera más feliz?

Acabábamos siempre en la cama, donde él me demostraba su sabiduría, y yo, que era una alumna aplicada.

Inicié mis clases en un magnífico hospital. Una de las enfermeras encargadas de nuestros estudios me tomó especial cariño y así pude yo adelantar mi formación, que tan necesaria había de ser en el futuro.

Entre el cuidado de mi marido, mis clases y los fines de semana en el campo o con amigos, la vida pasaba dulce y despreocupada.

Pronto recibimos una invitación para pasar unos días en Escocia, en casa de un amigo de Cris, lord Keeperton. Le tenía en alta estima; decía que era un hombre inteligente que había logrado reconstruir la fortuna familiar a base de duro trabajo y mucho tesón.

Siempre me había atraído Escocia: sus similitudes con el País Vasco me seducían y, al mismo tiempo, su fuerte personalidad suscitaba mi curiosidad.

El mes de abril en Drumfriesshire era esplendoroso. El verde de los árboles era aún tierno, y el sotobosque estaba cubierto de un musgo jugoso que albergaba flores silvestres blancas, amarillas o azules, convirtiendo el suelo en un tapiz medieval.

Bordeamos unas altas montañas que escondían, en los valles, oscuros lagos cuyas aguas, al ser besadas por el tibio sol, espejeaban, agradecidas, reaccionando a su calor.

Al llegar pude admirar una sólida construcción en piedra con una imponente fachada, desde la que nuestro anfitrión nos daba la bienvenida. Era un hombre de porte erguido, elegante, pero cuando fuimos presentados, su mirada acerada me descubrió a un ser humano convencido de su propia importancia. No poseía la cautivante sencillez de Cris.

Ya en el interior de la casa, me impresionó el zaguán que se elevaba en dos alturas y la lámpara de Murano que pendía del techo.

Y lo expresé con entusiasmo.

—¡Ya veo por qué le ha seducido! —galanteó—. Posee una radiante energía.

Al conocer a su mujer, entendí el cumplido. Era una persona discreta, afable, que se había dejado dominar por su dinámico marido. Tras anularla, apreciaba en las otras mujeres aquello que él había contribuido a aniquilar. Seguía siendo guapa, y muy distinguida, pero un aire de tristeza la apartaba de una sociedad donde el triunfador imperaba. Sentí pena por ella y me propuse ser su amiga.

Otra de las invitadas era el reverso de la medalla. Se llamaba Betty Ashcroft, y poseía esa gracia sutil de las rubias con piel muy clara. Se movía con soltura en esa sociedad que conocía a la perfección y a la que, como más adelante comprobaría, hacía una disección para nada benévola.

Al tener una edad parecida, la mutua simpatía fue instantánea. Pero había algo más. No era distante, como algunos de sus compatriotas, y mostraba una curiosidad por la diversidad que la hacía interesante.

Los días siguientes fueron una sucesión de actividades, una más divertida que la otra. Los escoceses me parecieron gente que provocaba la euforia y la vitalidad, y eran directos en la forma de relacionarse. Me gustaban. Nunca olvidaré el paseo, más bien el concurso de velocidad, a través del bosque en la mañana temprana. La luz nítida se filtraba entre las jóvenes hojas, produciendo un maravilloso tejido de umbrías y claridad.

Dejé que ellos se entregaran a su loca carrera y yo me dediqué a gozar de aquel espectacular entorno. Cris, al notar mi ausencia, volvió sobre sus pasos.

—Mayte, ¿te sucede algo? ¿Te encuentras mal?

—Para nada. Disfrutaba de este misterio, esta quietud…

—¡Mi deliciosa romántica!

E intentó besarme cuando, de pronto, una algarabía de infierno irrumpió, conminándonos a seguirles. A fin de no dejar mal a mi marido, me lancé yo también a galope tendido. Tenía su encanto. La fuerza del viento revoloteaba en mis cabellos y la sangre circulaba con más fuerza. Me sentí viva y libre, en perfecta armonía con la naturaleza, con los seres humanos.

Esa noche nuestros anfitriones habían organizado un baile a base de las típicas danzas escocesas. Me encantaba bailar y me hacía ilusión participar, pero al ver en qué consistía temí no estar a la altura de las circunstancias.

Era la coreografía más fascinante e intrincada que jamás había contemplado. Y digo «contemplado» porque me quedé rígida, sin decidirme a entrar en el círculo donde Betty se movía con agilidad.

Uno de sus amigos, al pasar por mi lado, me agarró de un brazo y tirando de mí sin miramientos, me lanzó de un lado a otro. Cuando comprendí más o menos cuáles eran los pasos, me divertí muchísimo y me dejé llevar por la rápida música que aceleraba el latido de mi corazón.

Más tarde, mientras tomaba un refresco, pude oír a lord Keeperton, que aconsejaba a mi marido:

—Tienes suerte. Es una mujer llena de vida.

—Sí, soy afortunado.

—La quieres, ¿verdad?

—Estoy muy enamorado de ella.

—Pues estate atento. Átala corto, no vaya a escaparse con uno más joven que tú.