La extraña boda
Septiembre de 1968
Tanto mi hermana como mi madre sabían que trabajaba en una nueva casa, pero lo que no sabían aún era que, en unos días, justo lo necesario para preparar los papeles, me casaría en el ayuntamiento de Londres. Me parecía estar viviendo un sueño. Cris se había ocupado de todo; incluso pidió los documentos necesarios para la ceremonia, aunque solo entonces se enteró de que el matrimonio civil no era válido en nuestro país.
En mi egoísmo, no había concedido un minuto de reflexión al disgusto que le daría a mi madre al conocer mi decisión. Para mi vida en Londres, no necesitaba ningún otro formulismo.
Por el contrario, Cris deseaba no contrariar a nadie, y menos a aquellas personas con las que aspiraba a construir una relación de afecto. Reflexionamos juntos, llegamos a la conclusión de que era mejor seguir con nuestros planes, pero él era firme partidario de complacer a mi madre, celebrando, además, una boda religiosa en San Sebastián, ante todos aquellos de los que mi madre esperaba respeto.
Comprendí que tenía razón, que su bondad, unida a su experiencia, señalaba el camino a seguir. Me armé de valor ante las explicaciones y anuncios que habría de hacer y llamé a mi madre.
—Madre, he de darle una feliz noticia.
—Tú dirás, Maytechu.
Me llamaba así cuando estaba emocionada.
—Voy a casarme.
—¿Cómo? ¡Pero si ni siquiera sabía que tenías novio!
—Le conozco desde hace un año…
Era verdad: conocerle, le conocía desde entonces.
—¿Y quién es?
—Se llama Cris.
—¿No será el señor para el que trabajas?
—Es él.
Un largo silencio se instaló entre nosotras.
—Madre, es un hombre bueno…
—¿Cuántos años te lleva?
—Es muy joven de aspecto y de mente. No se preocupe.
Me irritaba que mostrara esa desconfianza hacia la persona que había decidido acercar posiciones y respetar otros criterios distintos a los suyos. Y entonces, desafiándola, casi grité:
—Madre, nos casaremos por lo civil dentro de unos días, en Londres.
—Hija, sabes que, para mí, hasta que no lo hagas en la iglesia, no consideraré realizada vuestra unión.
—Cris desea que sea su mujer lo antes posible. Pero no se angustie porque celebraremos un matrimonio católico. Es él quien ha insistido. Y lo haremos en San Sebastián. Yo no lo veía necesario.
—No me digas esas cosas. Sabes que me disgusta tu frialdad con nuestra religión.
—Bueno, madre, no discutamos ahora, por favor. ¡Voy a casarme!
—Que sea para bien. —Fue su lacónica respuesta.
A lo largo de los días fui hablando con ellas. La reacción de Julia fue la habitual en ella. No juzgaba ni condenaba. Deseaba nuestra felicidad sin enturbiarla con ninguna sospecha.
Y, con la eficiencia que le caracterizaba, comenzó los preparativos y se ocupó de adelantar el papeleo para cuando yo llegara. Entretanto, celebramos nuestro matrimonio civil. Fue una ceremonia sobria, con un puñado de invitados. La hermana de Cris era una mujer comunicativa que apoyaba con entusiasmo nuestra unión, pues se alegraba de la visible mejora en el ánimo de su hermano. Disfrutamos una semana de nuestro nuevo estado, y luego Cris me animó para que viajara a San Sebastián.
Me anticiparía, pues, al que ya era mi marido para estar con mi familia y hacer el cambio un poco menos brusco.
Ya en Donosti, Cris y yo, o más bien Cris por su cuenta y con enorme ilusión, prepararía nuestra boda. Por respeto a mi madre, yo me quedaría en Uran Etxea y Cris iría a un hotel.
La inminencia de mi cambio de vida no me permitía reflexionar, y además no estaba dispuesta a pensar. Quería hacerlo cuanto antes. La vuelta a casa debía ser un puro trámite.
Al llegar a la «casita de chocolate», me invadió un poderoso sentimiento de euforia: ahora era yo la que iba a ser señora de mi casa, nunca más tendría que agradecer las amabilidades de nuestros señores. Nunca más tendría que entrar por la puerta de atrás.
Y sin embargo, debía reconocer que todos, salvo el señor Irigoyen, me habían tratado siempre con mucho cariño.
Laura seguía siendo mi amiga de siempre, con quien compartía sueños y proyectos, aquella que no necesita aclaraciones para saber quién y cómo eres.
Nada más verme, se echó a mis brazos.
—¡Ya me dirás cómo lo has hecho! Esto sí que es llegar y besar el santo. ¡Has encontrado novio al vuelo!
—Laura, mi madre no quiere que lo diga, pero ya estamos casados.
—Tienes que contármelo todo. Vámonos a un sitio tranquilo, donde no nos interrumpa nadie.
Una neblina blanda y cenicienta envolvía la ciudad. Decidimos entonces ir al bar de la playa de Ondarreta, donde estaríamos, en aquel día tristón, a salvo de interrupciones indiscretas. Conté a mi amiga la historia de nuestra relación; el dolor de Cris con la muerte de su mujer y su posterior resurrección al amor tras conocerme; cómo se había producido nuestro encuentro; la descripción de mi ya marido, sus muchas cualidades físicas y morales; la boda civil y su deseo de complacer a los míos…
Ella me dejó hablar durante largo rato.
—Me has contado muchas cosas, pero no te he oído la palabra «amor». ¿Puedo preguntarte algo?
Yo asentí.
—¿Estás enamorada?
Reflexioné unos instantes. Si con alguien podía sincerarme, era con Laura, mi amiga de la infancia, casi mi coetánea y lo bastante liberal para entenderme.
—No lo estoy.
Aguardé su reacción.
—Entonces, ¿por qué te has casado?
—Es un hombre maravilloso y sé que acabaré enamorándome de él. Le quiero, le respeto…
—No sé si es bastante, pochola. ¿Lo has pensado bien?
—Mil veces. Él me da una seguridad que jamás había conocido. A su lado, todo es fácil y confortable. Con él la vida está colmada de pequeños placeres que yo nunca había disfrutado como propios.
—Me alegra verte instalada en la vida —enfatizó la palabra «instalada»—. Pero ¿no crees que tal vez si esperas un poco encontrarás a un hombre que te vuelva loca de amor?
—No creo que sea capaz de entusiasmarme con facilidad.
—¿Has olvidado ya a Martín? ¿Tanto te decepcionó?
La sorpresa me hizo demorar la respuesta. No sabía que ella hubiera desentrañado mi secreto. Nunca habíamos hablado de ello.
—Se lo advertí —prosiguió Laura—. «Si no quieres perderla, tendrás que convencer a nuestro padre. Mayte es orgullosa, y puede no entenderlo.»
—Su debilidad me demostró que su amor no era tan fuerte.
—Te equivocas, Mayte. Sí que era profundo, pero él creía, y va con su carácter prudente, que debía hacer las cosas poco a poco, sin forzarlas, construyendo un futuro, sin enfrentamientos.
—Es demasiado tarde. Yo ya me he labrado otra vida.
Por la noche, después de la cena, Julia se fue a la cama con el pretexto de que tenía que levantarse temprano.
Mi madre fue rápida al grano:
—Mayte, no sé yo si estás muy enamorada.
—Madre, ¡qué más da! Voy a tener una vida cómoda y desahogada…
No me dejó terminar:
—Hija, mira que es el amor la fuerza que sostiene la existencia; la vida es muy larga.
Una rabia injusta que procedía del pasado me hizo exclamar:
—¡Para lo que a ti te sirvió el amor! Pero tampoco tuviste que sufrir mucho. Te bastaba con tu absurda religión. O quizás el problema es que ni sientes ni padeces como una verdadera mujer.
Un sonido ronco, como de animal herido, me cortó la respiración. Por primera vez, los ojos de mi madre echaban chispas.
—¿Qué ni siento ni padezco? ¿Sabes cuántas noches me atravesó la amargura del desamor? ¿Cuántas veces me reproché el haberos dado un padre que no os merecía? ¿Sabes cuántos días tuve que hacerme fuerte para seguir luchando por vosotras, por vuestro futuro? ¿Sabes el miedo atroz que me invadía pensando hasta cuándo mi frágil cuerpo aguantaría esa batalla?
Me miró como si me hubiera visto por primera vez y supe que la herida que le había infligido era profunda.
—Madre, yo…
—No digas nada. Es mejor que interrumpamos esta conversación. Pero déjame decirte que lo que tú llamas «mi estúpida religión» me ha dado fuerzas para luchar por vosotras.
No pudo seguir, las lágrimas ahogaron sus palabras.
—Madre… —Pero no sabía qué decir.
En ese momento apareció Julia y condujo a nuestra madre a su habitación. Yo me fui al cuarto que hasta entonces compartía con mi hermana con la esperanza de consolarme con Julia de mi error, de mi estupidez. Ella sabría cómo obtener el perdón de mi madre.
Pero esperé en vano. Mi hermana no abandonó a mi madre en toda la noche.
En cuanto a la boda, tuvimos suerte. El veranillo de san Miguel nos regaló alguno de sus mejores días. Las playas estaban abarrotadas; en cualquier casa de comidas, restaurante, sidrería y caserío había la misma animación, las mismas ganas de vivir. En alguno de ellos, la alegría del momento llevaba a los comensales de una mesa determinada a entonar canciones marineras, nostálgicas o humorísticas. Las cuidadas y entrenadas voces hacían las delicias de los asistentes, que de vez en cuando se unían al estribillo.
Cris estaba feliz. Admiraba la pasión de vivir de los españoles; esa sabiduría para gozar del momento que él decía estar aprendiendo conmigo. La mañana de nuestra boda amaneció cálida y soleada.
—Una bendición —clamaba mi madre—. Esto es santa Clara. A ella le debemos esta jornada tan luminosa.
La generosidad de mi madre para olvidar mis frases estúpidas y crueles de días anteriores me hacía sentirme avergonzada. Al disculparme, me dio un largo beso.
—Que Dios te proteja y que seas muy dichosa…
Tampoco Julia hizo ninguna referencia al respecto. Doña Solita me había ofrecido trasladarme a la casa grande para vestirme y salir desde allí. Pero yo había preferido hacerlo desde el que había sido mi hogar, decisión que complació a todos. Me ayudaron a colocarme el tocado, pues yo me había negado a ponerme velo.
También en contra de la tradición fue la salida de la novia junto al novio, en el mismo coche. Teníamos permiso para llegar en el automóvil hasta el pie de la capilla. Yo había explicado a mi madre y hermana que no quería perderme ninguna de las reacciones de mi futuro marido, al subir por la carretera a Urgull y descubrir las esplendorosas vistas que tendríamos ocasión de contemplar.
La ascensión en sí fue memorable. Aquel extraordinario septiembre había convertido el campo en una visión espectacular: los rozagantes helechos servían de escenario a un sinfín de flores amarillas, ahítas de sol, blancas luminosas o azules etéreas. Las hojas de los árboles, en continuo movimiento por la caricia de la brisa marina, producían un cambiante damero de claros y sombras en el sotobosque, añadiendo magia a la natural belleza.
Mi marido no ocultaba la dicha que le henchía el alma, que desbordaba su interior y exudaba por todos los poros de su ser.
—¡Tu país es magnífico, Mayte! Es verde, fresco y tierno como en Inglaterra. Pero además es animado. La gente vive con pasión su existencia. —Me miró con detenimiento antes de susurrar—: Me gusta todo lo que te rodea —me susurró al oído—. Te amo tanto… Soy feliz.
Su dicha acariciaba mi alma. Nunca había visto a nadie gozar de su ventura y expresarlo con tanta gratitud. La generosidad de su ser no admitía recovecos.
En cuanto a mí, me sentía deslumbrada por el mundo de seguridad y respeto en el que él me había colocado. Una palabra mía, y el deseo se hacía realidad. En ese momento, no hubiera cambiado mi situación por nada del mundo.
Llegamos al pie de la escalinata que rodeaba el monumento y entramos en la iglesia. Allí estaban los Irigoyen, salvo el padre, demasiado enfermo para tanto trajín, y mis tías y primas.
La luz inundaba el recinto, y pude sentir en Cris una emoción contagiosa. En verdad, el lugar poseía un encanto especial. Mi madre, devota como siempre, rezaba, imaginé, por mi felicidad.
La ceremonia fue breve, y cuando salimos al poderoso balcón que sobrevolaba la bahía, Cris quedó anonadado por la imponente visión: las playas encerraban a la mar en su seno; el sol espejeaba en el agua transformándola en plata; la ciudad bullía en todo su dinamismo, pero ni un sonido alcanzaba las alturas. En la lontananza, se superponían colinas y montañas; las primeras definidas y verdeantes, las segundas azuladas y difuminadas en el paisaje, y fundidas con el horizonte. Un cielo sin nubes completaba la imagen de la poderosa hermosura del lugar.
No pudo detenerse mucho en esa contemplación, pues, según la costumbre española, familiares y amigos se abalanzaron sobre él para desearle toda suerte de venturas, como si le hubieran conocido de toda la vida.
Él parecía pasarlo en grande. Y así era. Pasaba de estar solo a tener numerosos parientes.
Tras la consiguiente algarabía, cada uno partió hacia el restaurante Azaldegui, donde tendría lugar el convite. Ese lugar siempre me había parecido inalcanzable. Cuando paseaba de niña por La Concha y al levantar la vista veía su terraza, me parecía un compendio de hermosura al que yo jamás tendría acceso.
Era el mundo de los ricos.
Y yo acababa de entrar en él.
Una vez allí, lo primero que hice fue asomarme a aquel extraordinario balcón. En efecto, todo lo que yo había imaginado se cumplía. Desde allí, la escena podía ser el decorado de un suntuoso ballet. En primer plano, unas hortensias azules y de un rosa intenso, en variedad de tonalidades, enmarcaban un panorama sin igual. A la derecha se extendía el antiguo balneario de La Perla, y más allá, los jardines de Alderdi Eder y el ayuntamiento. La ciudad era coronada por el Sagrado Corazón de Urgull.
Hacia el otro lado quedaba el Pico del Loro, el palacio de Miramar, entonces bastante descuidado, la playa de Ondarreta y el Monte Igueldo, donde poco antes yo había sido tratada como mercancía desdeñable. Se había acabado. Ahora me mostrarían respeto.
Una mano sobre mi hombro me sacó de mis rencorosos pensamientos.
—¡Enhorabuena, Mayte! —Su voz denotaba tristeza—. Te deseo que seas muy feliz.
¡Qué guapo estaba! En ese momento, pensé que Martín era el hombre más atractivo que había conocido.
Dejé que me besara en la mejilla, y al hacerlo, musitó:
—Podía ser la nuestra. No supiste esperar.
—Tú no tuviste el valor necesario…
—Entonces, ¿sabías que…?
—¿Que si sabía que tu padre no me consideraba lo bastante buena para ti?
—Mayte… —En su boca mi nombre era un susurro cálido y doliente.
—Ya es tarde, Martín. Ya no es posible.
Estaba convencida. Mi nueva vida me alejaría de lo que yo, por aquellos años, consideraba mi penosa infancia. Cuando Cris vino a buscarme para las fotos de rigor, me agarré a su brazo con el afán de hacerle, y ser yo misma, feliz.
Fue una boda preciosa. La sidra, que los Vidaurre habían mandado de Anderregi, manaba con generosidad de las barricas de madera, animando los espíritus con su ácido frescor. La música, que no dejó de tocar durante todo el aperitivo, invitaba a bailar, cosa que hicieron algunos invitados ante el asombro de los mayores. Los nardos, mi flor favorita, que perfumaban el ambiente, se mezclaron de manera armoniosa con los aromas del txangurro, y luego de la estupenda merluza a la vasca. Mi marido se había ocupado con Julia de escoger todo aquello que a mí me gustaba o podía hacerme ilusión.
De postre, tomamos soufflé noruego, aquella maravilla que en alguna ocasión especial había visto servir en Uran Etxea. El terso helado aparecía bajo una capa de dorado merengue, y se fundía en el paladar, suave y delicado como una nube. El txacolí de Guetaria, que había regado en abundancia la comida, exaltaba aún más los ánimos. Tras el café, tocaron en vez del clásico vals, un bolero. Su cadencia sensual entusiasmaba a Cris, que parecía el hombre más dichoso de la Tierra. Siguió el baile, mi marido sacó a bailar a Julia, que no tenía mucha práctica en esas lides, y después a Laura y a doña Solita.
Martín se acercó para invitarme a mí, y a punto estuve de negarme, pero entendí que no debía hacerlo.
Estar en sus brazos, mecida al compás de una nostálgica habanera, resultó una tortura. Yo, que estaba segura de haber sepultado cualquier sentimiento hacia él, me encontraba alterada por el contacto de su piel, por sus ojos azules, llenos de reproche, y su boca sensual que ansiaba la mía. Era tan evidente, o así lo vivía yo, que tuve que cortar por lo sano e inventar una excusa.
—¡Un momento de silencio, por favor! Antes de irnos, quiero hacer un brindis. ¡Por la madre con más coraje, por la hermana que ya echo de menos, y por el marido que me ha traído la dicha!
Sin poderlo evitar, mi última mirada fue para Martintxo.
Mi madre, apoyada en Julia, observaba la escena desde un ángulo del salón.