Una vida nueva
La relación con mi nuevo jefe no tenía nada que ver con mi anterior experiencia. Para empezar, se dirigía a mí con un cortés «señorita Aldaz» hasta que un día le pedí que me llamara Mayte.
—Si usted lo prefiere… Era una cuestión de respeto.
—Y así lo he entendido, señor Woods.
Mi vida transcurría serena. En efecto, él se marchaba por la mañana y no volvía hasta el atardecer. De modo que tenía tiempo para estudiar y así cumplir con el objetivo de mi estancia allí. Procuraba tenerlo todo en orden y prepararle una cena apetecible, demostrándole de esa manera mi agradecimiento.
Él parecía contento, pero no pasaron muchos días sin que yo notara unas miradas que quizá se demoraban en exceso. Mis señales de alarma volvieron a encenderse. En una ocasión, al notar su atención sobre mí, mantuve la vista fija en él, decidida a mostrarle mi incomodidad.
—Perdóneme, Mayte, no pretendía ser impertinente. Es que desde hace varios días, quiero hacerle una invitación, y temo no expresarme bien.
—¿«Una invitación»? ¿Para ir adónde?
—¿Le gusta la música?
—Sí, mucho.
—Me gustaría que me acompañara a un concierto en el Royal Albert Hall. Tocarán la sinfonía 1812 de Tchaikovsky; es una de mis favoritas.
A mí me pareció un sueño. Si los coros de mi tierra me habían hecho sentir una dulce emoción, la experiencia de aquella noche fue inolvidable.
La melodía vibrante y grandiosa derramaba sus notas por el auditorio, regalando los oídos de la audiencia entregada en un respetuoso y admirativo silencio.
—La interpretación ha sido magnífica —dijo él—. Me alegro que haya aceptado.
A esa invitación siguieron otras muchas: al teatro —«Así aprenderá usted inglés culto», argumentó—, a un acogedor restaurante español —«Para matar la nostalgia de su tierra», fue su explicación—. Hasta que un día llegó del trabajo con un misterioso paquete bajo el brazo, que me entregó dubitativo, como pidiendo perdón:
—Quisiera invitarla a cenar a un sitio muy especial y…
—Me encantaría, pero creo que no tengo nada apropiado que ponerme.
—Me he permitido traerle un vestido. No sé si será de su agrado.
—No se preocupe, señor Woods. Seguro que me encantará.
—No se lo tomará a mal, ¿verdad?
Abrí la caja y no pude contener una expresión de sorpresa. Era un vestido de corte muy sencillo, pero de una suntuosa seda verde, con unas exóticas flores de color coral.
—¡Es maravilloso, señor Woods! Pero es demasiado lujoso para mí.
—¿Puede estar lista a las siete? —Fue toda su respuesta.
Parecía azorado y no muy seguro de sí mismo. Para entonces, yo ya había comprendido que no debía temerle, y que albergaba hacia mí sentimientos que no se atrevía o no sabía expresar. Me arreglé con calma, esperando, como quien ve los toros desde la barrera, lo que la vida me iba a deparar. El restaurante era elegante, las paredes estaban forradas de una discreta tela de flores en tonos desvaídos, y el aroma era delicioso. Al terminar la cena, tras muchos circunloquios, me propuso ir a Annabel’s, una discoteca cercana.
Cuando entramos, tocaban una canción de ritmo contagioso de un grupo de jóvenes que causaba furor en Inglaterra y que se hacían llamar The Beatles.
Bailaba bien el señor Woods. Acompasaba su cuerpo al mío, en una cadencia sensual, y a la vez extrañamente protectora, como si quisiera defenderme de los hombres presentes. Al sentir su entrega, comencé a cobrar seguridad y aplomo. Me gustó tener el control, pero al mismo tiempo me asombraba percibir el dominio que yo ejercía sobre él.
—Es usted un espléndido bailarín, señor Woods.
—Mayte, por favor, llámeme Cris. Puede ya considerarme su amigo, ¿no cree? Le sugiero que nos tuteemos.
—Cris, es para mí un honor…
Al oír su nombre en mis labios, un estremecimiento de placer hizo temblar sus manos, pero su comportamiento siguió siendo tan respetuoso como lo había sido hasta entonces. También lo fue su despedida cuando volvimos a casa.
Acababa agosto, y a mediados de septiembre yo habría de volver a San Sebastián. No quería marcharme. Me sorprendí a mí misma sintiendo tener que dejar esa casa acogedora y a su atractivo propietario. La mañana había discurrido lluviosa y gris, añadiendo una nota más de melancolía a mí turbado ánimo.
Cuando Cris regresó del ministerio, percibió de inmediato mi tristeza.
—¿Qué sucede, Mayte? ¿Has tenido alguna mala noticia?
—En absoluto. Es que me he dado cuenta de que en breve tendré que partir.
Su expresión se iluminó de pronto.
—No es necesario que te marches; puedes quedarte aquí.
—No, no puede ser. Tengo que continuar mis estudios. Mi madre no entendería que…
—Claro, claro, por supuesto.
Se quedó pensativo unos instantes, como ensimismado.
—Bueno… venía a decirte que este fin de semana tengo que ir a mi cottage, y me gustaría que me acompañaras.
Había un extraño aire de súplica en esa invitación.
—¿Dónde está esa casa? ¿Queda muy lejos?
—En Buckinghamshire. La campiña es encantadora. Sus jardines repletos de flores, las suaves y ondulantes colinas, y su arquitectura respetuosa con las tradiciones, forman un conjunto armonioso.
En efecto, el paisaje parecía pintado para una fábula. Enfilamos una estrecha avenida de árboles tupidos que se abrieron de manera inesperada para mostrar la casa. En la planta baja, una puerta central daba a una entrada pintada en un tenue marfil, y del mismo color eran las dos butacas, el espejo y una consola donde alguien había dejado un ramillete de rosas frescas.
Le ayudé a llevar las provisiones a la cocina. Esta era amplia y bien organizada, con unos armarios antiguos con una puerta inferior que escondía todo lo necesario para crear un banquete, y la de arriba, de cristal transparente, permitía admirar la colección de etéreos cristales y cerámicas antiguas.
Luego el anfitrión —se comportaba como si yo fuera una invitada y no su empleada— me mostró mi habitación. Las paredes eran de un tono marfil, como toda la casa. En el centro de la estancia tronaba una cama con dosel, unas cortinas de leve algodón blanco y una colcha de piqué con grandes flecos.
Flanqueaban el lecho dos mesillas con dos lámparas marfil, cuyas pantallas estaban hechas con una deliciosa cretona, muy inglesa, de rosas; las dos butacas estaban tapizadas en el mismo tejido. En lugar de las clásicas escayolas, remataba la pared, en su confluencia con el techo, una guirnalda pintada en los mismos tonos de la tela.
Unas rosas recién cortadas expandían su penetrante aroma desde unos floreros de cristal de Murano de color bermellón intenso. Permanecí extasiada, admirándolo todo.
—Ocuparás este dormitorio. Como ves, es muy femenino. Era el de mi mujer.
—¿Estuviste casado? ¿Dónde está ella ahora?
—Es una larga historia. Anda, cámbiate antes de dar un paseo. Te la contaré mientras caminamos.
«¡Qué hombre más extraño! Hasta hoy no ha mencionado a su mujer… ¿Qué esconderá?»
Entré en el cuarto de baño para recogerme un poco el pelo. Era luminoso y acogedor. Una alfombra de Turkestán adornaba el suelo; la pared, hasta media altura, estaba cubierta por una madera clara; completaban el conjunto una consola llena de jabones, cremas, peines y cepillos de plata, un espejo a juego y, más allá, una bañera antigua.
Cris me esperaba en el salón que se abría a través de un bow window, un mirador abombado, a un cuidado jardín, donde una puerta en la cerca de madera daba paso al bosque vecino.
El atardecer invitaba a la confidencia, la luz tenue del crepúsculo desdibujaba los contornos otorgándoles una atmósfera mágica.
Yo callaba, respetando su decisión de contarme, o no, los avatares de su vida. Paseaba a pasos lentos, como si midiera aquello que debía decir o hacer.
—Sé que debes preguntarte por qué no te he hablado antes de mi mujer.
—Cris, no tienes ninguna obligación de hacerlo.
—No es que haya querido ocultarte nada. Es muy doloroso para mí… De hecho, es la primera vez que vengo a esta casa desde que Maud murió.
—¡Cuánto lo siento, Cris! ¿Quieres que nos vayamos?
—No, no. Tenía que venir. Debo enfrentarme a ello.
—¿Hay algo que pueda hacer? ¿Necesitas hablar?
—Ya has hecho mucho. Me has inspirado el valor para encarar la pena. Y ahora deseo que oigas mi historia.
—Te escucho. ¿Qué le sucedió?
—Era un viernes de primavera y Maud se despidió de mí, pues se adelantaba en el coche para preparar esta casa antes de que yo llegara por la tarde en el tren.
Se detuvo unos instantes. No me miraba; era como si buceara en su interior para sacar, de las profundidades insondables, aquello que le había resultado insoportable durante demasiado tiempo.
—Fue la última vez que la vi con vida. Me llamaron a la oficina para decirme que mi mujer había sufrido un accidente a la salida de Londres.
—¡Qué horror, Cris! ¡Qué dolor más grande!
—Yo la quería, y tuve que recoger su cuerpo destrozado, ver su rostro contraído por el sufrimiento…
Le abracé sintiendo su pena honda, callada. Cuando me miró sus ojos brillaban con lágrimas reprimidas.
—Desahógate, llora… —dije.
—Es la primera vez que lo hablo con alguien. Ni siquiera con mi hermana conseguí abrirme. Me replegué sobre mí mismo. —Aguardé; él suspiró—. El trabajo ha sido mi refugio en este año y medio. Y no podía regresar aquí, a este pabellón donde fuimos tan felices…
Sentí su necesidad de explayarse.
—¿Te acuerdas cuando nos encontramos en Hyde Park? Acababa de suceder. El perro era de ella. Al cabo de un tiempo, se lo regalé a mi hermana.
Regresamos, pues ya era casi de noche, y al retirarme a mi cuarto le di otro abrazo.
—La vida trae nuevas oportunidades —le dije—. ¡Eres un hombre estupendo! Muchas mujeres querrían estar en mi lugar.
Me miró a los ojos y no contestó. La fuerza de su abrazo me demostró que era yo la que él quería tener a su lado. Pero se dio la vuelta y se fue a su dormitorio.
A la mañana siguiente, me desperté antes que él y preparé un desayuno como le gustaba en los días de fiesta.
—¡Qué maravilla! —Fue su comentario al verlo—. ¡Qué agradable despertarse así!
—¿Sabes qué se dice en mi tierra? Como en las comidas vascas: «De todo y por su orden.»
Nos dispusimos a dar cuenta del festín, y con el café —yo había conseguido instruirle en las bondades del café— la charla volvió a fluir espontáneamente.
—¿Y tú, Mayte…? ¿Cómo ha sido tu vida?
—No fue un camino de rosas. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía ocho años. Nunca le perdonaré el sufrimiento que nos causó.
Una rabia antigua, que se había transformado en rencor amargo, me dominó.
Cris, como yo hiciera con él la noche anterior, respetaba mis tiempos.
—Mi madre tuvo que luchar para darnos un hogar y una educación…
—Debe de ser una mujer fuerte —ayudó en mis silencios—. No es fácil sacar adelante a dos niñas.
—No lo es. Una estúpida caída le dejó una cojera permanente, que complicaba aún más una situación difícil.
—Entonces, ¡además es admirable!
Nunca había pensado en ella de esa manera. Agradecía su amor incondicional, pero yo veía su resignación como un signo de debilidad. Me irritaba su dócil aceptación de los avatares de la vida.
—Julia, mi hermana, siempre fue la hija ideal, la que yo hubiera querido ser: inteligente, tenaz y generosa. El trabajo de mi madre en una casa pudiente no facilitó las cosas. La injusticia de nuestra suerte me azotaba como un látigo.
—Tú también eres inteligente, tenaz y generosa.
Le miré asombrada. Era la primera vez que me atribuían lo que yo tanto admiraba en Julia.
—No me conoces bien. El resentimiento anida en mí sin que yo pueda evitarlo.
—Y es el motor que te ha llevado a luchar a tu manera. En el momento que te deshagas de él, serás una persona en armonía.
—Eso es precisamente lo que no tengo. Me enfurece el abandono de mi padre, la estrechez que tuvimos que soportar. Todas esas gentes que quieren aprovecharse de los que creen débiles, ese asqueroso del señor Peck, el Luis de la villa de Igueldo…
—Peck ya está fuera de tu vida, pero ¿quién es ese Luis?
Noté inquietud en su voz, como si temiera un peligro desconocido.
—Uno de los tantos niñatos, hijos de papá que tienen la vida a sus pies. Me aburren con su displicencia y comodidad.
—Entonces, ¿no te espera un novio en España?
—No, no. Estoy concentrada en mis estudios. Quiero ser enfermera y poder valerme por mí misma. Y no me interesa ningún malcriado.
—¿Damos un paseo?
Parecía aliviado. Le tomé del brazo y él me miró con una expresión nueva. Me sentía a gusto a su lado.
—Encuentro mucho más atractivo a un hombre de tu edad. Tienes experiencia, y aún eres joven…
Subrayé estas palabras con una sonrisa sincera, mientras en sus ojos veía brillar una luz de esperanza.
Había pasado ya un mes desde que Cris me acogiera en su casa de Carlisle Place. Me parecía vivir en un confortable sueño del que me resistía a despertar. La solicitud de él, la premura con la que cumplía todos mis deseos, sus miradas elocuentes, me hicieron comprender que sus sentimientos por mí eran cada vez más sinceros y profundos.
A pesar de mi total inexperiencia en asuntos amorosos, y los malos recuerdos del abandono de mi padre, la evidente ternura de Cris era mi antídoto contra el resentimiento. Tras el viaje a su casa de campo de Buckinghamshire, yo barruntaba que algo importante se debatía en su mente.
Por fin un día me anunció que esa noche regresaría pronto del ministerio, y que no me ocupara de nada, porque él traería la cena de algún lugar muy especial.
A media tarde llamaron al timbre y un chico me entregó un inmenso ramo de rosas, una por cada día que habíamos vivido juntos. Una hora después, del restaurante Mirabelle mandaron una excelente comida y una botella de champán rosé, que me pidieron pusiera de inmediato en frío, a pesar de que venía muy fresco.
Comprendí que sería una velada especial, pues sabía que Cris no tenía invitados, y organicé una mesa cuidada, con un precioso mantel y un ramillete de nardos que fui a buscar al florista de la esquina. Lo monté todo en el patio de atrás de la casa, que, dado el buen clima que disfrutábamos, resultaba muy agradable. Unos faroles con velas aromáticas darían, llegada la penumbra, una luz íntima y acogedora.
Me arreglé con mimo y me puse uno de los vestidos que Cris me había regalado. Él lo llamaba «el vestido de Carmen» porque era de una seda suntuosa en color rojo fuego, ajustado a mi joven cuerpo y con un volante bajo las rodillas que favorecía mis piernas.
En la casa rica de los Irigoyen, yo era la niña pobre que observaba las maravillas que nunca serían suyas. Pero durante ese mes con el señor Woods, me había acostumbrado al refinamiento, pues no había capricho que él no me concediera.
Cuando él llegó, yo ya estaba bañada, vestida, perfumada y subida en unos altos tacones, dispuesta para cualquier contingencia.
—He preparado la cena en el patio. —Adopté un aire indiferente, como si fuera mi costumbre todo lo extraordinario que se había producido esa tarde—. No sé cuántos seremos esta noche. He montado la mesa para dos. Dime si debo aumentar los platos.
—No, no. Es perfecto así. Voy a ducharme. Me cambio y bajo de inmediato.
Aguardé en uno de los bancos del jardín. No sabía con certeza lo que iba a suceder, pero intuía que esa noche cambiaría mi vida. En realidad, había ya comenzado a transformarse en el momento en que Cris me recogió aquel cinco de agosto en Hyde Park.
Salió él al patio con la botella de rosé en una mano y dos tintineantes copas de cristal en la otra. Tras depositar el champán en el cubo de hielo, se sentó conmigo en el banco y me tomó la mano.
—Mayte… —Hizo una pausa como para darse valor—. Desde que vives en esta casa, mi vida ha cambiado de manera radical.
—¿Me vas a recriminar que he turbado tu tranquilidad? —bromeé.
—¡No me tomes el pelo! ¡Me cuesta tanto expresar lo que he de decirte!
Sus manos entre las mías temblaban de modo imperceptible. Sus ojos fijaron los míos con una expresión que se me antojó de ansiedad.
—Por favor, escúchame sin interrumpirme —suplicó en un susurro—. Si no, no sé si seré capaz de continuar.
Adopté un aire concentrado, y él prosiguió:
—Hace años que no sentía la vida palpitante a mí alrededor. Tú eres la brisa fresca que despierta mis mañanas. Sé que entre tú y yo existe una diferencia de edad importante…
Le interrumpí:
—No tanta. Si no te has quitado años, me llevas veintidós.
Y de repente, como si no pudiera guardar ni un segundo más su secreto…
—Mayte, ¿quieres casarte conmigo?
La perspectiva de una vida segura, glamurosa y refinada, los deliciosos placeres de viajes exóticos, vestidos elegantes, gentes cultas e interesantes, y sobre todo, el respeto que infundiría tener a mi lado un hombre como él, se agolparon en mi mente como un torbellino.
Pero no podía ni quería empezar esa otra vida con un engaño.
—Cris, a tu lado soy feliz. Separarme de ti sería mi mayor desgracia. —Un torrente de alivio inundó su mirada—. Pero debo ser sincera. No estoy enamorada de ti. A mis dieciocho años, todavía no sé qué es el amor.
Acercó sus labios a los míos y me besó de tal manera, que una oleada de cálidas sensaciones me recorrió la espina dorsal. Al percibir mi respuesta, su emoción fue intensa, y su abrazo, más brioso.
—No te arrepentirás. Haré todo lo que esté en mi mano para que tengas una vida maravillosa.
—Sí, Cris. Acepto. Quiero casarme contigo.
Entre besos y abrazos cada vez más apasionados, me aseguró:
—Aprenderás a quererme… Y, si no, ¡yo amaré por los dos!
La generosidad era una cualidad que siempre me había impresionado, aunque en mis años jóvenes no alcanzaba a apreciarla en su justo valor, como me sucedió una vez que la madurez me enseñó lo difícil que era hallarla.
Estaba agradecida al amor que ese hombre extraordinario me mostraba, e ilusionada por la vida excitante que se abría ante mí: no más estrecheces, no más angustias, no más insinuaciones procaces, no más asedios lujuriosos. Seguridad. Respeto. Amor.
Bebimos el rosé para brindar por ese futuro que se auguraba tan prometedor. Yo estaba segura que acabaría amándole.
Esa noche hicimos el amor envueltos en la magia de mi primera vez y en su renovada pasión. Su cuerpo atlético y bien proporcionado correspondía con vehemencia a mi ingenuo entusiasmo. Yo no tenía ninguna experiencia, pero Cris usó toda su ternura y su conocimiento para despertar, poco a poco, gozando cada etapa, a la mujer ardiente que dormía en mí.
Mi piel sedosa se estremecía bajo su sabia caricia, y debo admitir que, a pesar de mi ignorancia, él supo hacer que fuera una experiencia memorable. A altas horas, casi al amanecer, se recostó a mi lado. Jamás olvidaré su mirada llena de pasión, ternura, promesas, entusiasmo, gratitud, embriaguez… Un cúmulo de sensaciones que revelaban un amor incondicional que había de enriquecerme como mujer, amante y ser humano, durante toda mi vida… hasta que un destino incierto decidiera trastornar ese mundo tan perfecto.