De necesidad, virtud
Tomé de nuevo el avión hacia Londres, pero en esa ocasión no sentí la curiosidad de la primera vez. Por otra parte, la debilidad de Martín frente a su padre, y las consecuencias que había acarreado para nuestras ilusiones, me había defraudado tanto, que necesitaba poner tierra por medio. No quería imaginar lo que pudo haber sido y no sería, porque comprendí que me hacía daño y era inútil. No tenía sentido seguir pensando en un chico de veintidós años que no había sabido defender su futuro.
El ambiente en el hospital se había enrarecido, y a veces resultaba asfixiante. Ese afán tan español de convertirlo todo en política, de indagar en qué lado estaba cada uno, me había proporcionado momentos muy desagradables. Un estudiante había averiguado que yo era hija de la portera de los Irigoyen, y porfiaba para que delatara sus diabólicas perversiones de familia rica, y la crueldad del padre como empresario.
Yo no quería caer en eso, pues a pesar del rechazo por parte del padre de Martín, era consciente del apoyo incondicional que esa familia nos había brindado en el momento en que más lo necesitaba.
Yo tenía mis problemas. Me inquietaba tener que soportar al señor Peck. Nunca me había maltratado, pero sus miradas insinuantes y sus palabras llenas de alusiones equívocas me molestaban muchísimo.
Sin embargo, esta segunda vez me adapté mejor. Conocía la ciudad, sabía dónde ir en mis ratos de asueto, y trataba de ignorar al pesado del señor Peck. Los chicos habían crecido y estaban un poco menos asilvestrados que el año anterior.
Empecé a ir a los museos, como me había recomendado Laura. El primero fue la National Gallery, donde un cuadro de mi compatriota Velázquez me hizo estar orgullosa del genio de mi tierra. Yo no entendía nada de pintura, pero la extraordinaria belleza, la serenidad sensual y el misterio de La Venus del espejo, me dejaron clavada ante ese prodigio del arte.
De vez en cuando me reunía con alguna de las chicas que habían venido con la misma organización, y hacíamos unas risas. Intentaba disfrutar de lo positivo que podía hallar en mi situación.
Ese mes de agosto se presentó frío y lluvioso. La tristeza se infiltró en mi vida como una neblina traicionera. Un indefinible sentimiento de desconsuelo me cerraba el estómago. El tres de agosto, temprano, recibí una llamada de casa. Se trataba de Julia. No era usual que llamara, pues las conferencias salían caras, y ellas solían escribirme. Su tono era, como siempre, moderado, pero supe que algo sucedía, y no era nada bueno.
—¿Cómo estás, Maytechu?
—Estoy bien. He comenzado a visitar museos y ya hablo inglés bastante fluido.
—Mira, pochola…
Ahí venía la mala noticia. Apreté los dientes y respiré hondo.
—No quiero que te enteres por la radio o los periódicos. Un grupo terrorista mató ayer a Melitón Manzanas.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotras?
Yo siempre tan práctica.
—Era un comisario de policía, lo cual es grave, y la prensa extranjera ya está hablando de represalias por parte del gobierno.
Yo escuchaba con atención, intentando entender cómo aquel suceso podía afectar a nuestras vidas. No sabía entonces que era el principio de una dramática violencia que costaría mucho dolor, tribulación y centenares de muertos, y cuyas víctimas jamás responderían con la misma moneda.
—¿Estáis todos bien en casa?
—Sí, ahora se pone mamá. Los Irigoyen están preocupados por el padre. Los conflictos en la fábrica le están afectando la salud. Los demás se encuentran bien.
Y al ponerse mi madre al teléfono, me dijo:
—Hija, no te preocupes. La ciudad está tranquila. Hay mucha policía, pero espero que a los que no nos metemos en nada, no nos afecte.
—Madre, cuídese. Les echo mucho de menos.
—¡Y nosotras a ti! Dios quiera que estas semanas pasen rápido. Adiós, pocholita. ¡Cuídate!
A medida que pasaban los minutos, mi inquietud crecía. Empecé a conectar las revueltas y corrillos de la escuela con lo que acababa de suceder, y una sensación difusa de peligro se apoderó de mí. La morriña me invadió, y sin saber con exactitud por qué, un llanto quedo, cuyo origen venía de muy hondo, como si desahogara mil penas anteriores, brotó incontenible.
Dejé las tareas de la casa por un momento, e intenté ordenar mis pensamientos y calmar mi ánimo. Creía estar sola en casa, pero vi con disgusto al señor Peck en el umbral de la puerta del salón. La cerró despacio y avanzó hacia mí. Mi aprensión hacía que mi corazón latiera sin concierto.
—¿Qué te sucede? —preguntó—. La niña está triste. ¿Te puedo consolar?
—No, señor Peck —dije haciéndome la fuerte—. Me han avisado de un atentado ocurrido ayer en mi tierra.
—¿Tu familia está bien?
—Sí, sí. Ahora vuelvo al trabajo. Ya se me ha pasado.
No era así en absoluto, pero prefería estar sola que el consuelo de ese sátiro.
—No tienes por qué esforzarte tanto. Eres una chica muy atractiva, y yo podría enseñarte cosas interesantes.
En ese instante comprendí que debía huir. Esta vez él no me dejaría escapar. Pero ya era tarde. Sus manos gordezuelas y húmedas por la excitación recorrían mi cuerpo, estrujándome el pecho e intentando llegar a otras partes más íntimas.
Sus labios finos ahogaron mi grito de socorro con un beso pegajoso, pero la sensación de ser manipulada por quien al estar en situación de ventaja se creía superior, y la rabia de verme tratada como un objeto de su desahogo, pisoteando mi dignidad, me hicieron reaccionar. Le propiné un rodillazo entre sus piernas, cogí mi bolso de la mesita de entrada y salí corriendo.
No sé cuánto tiempo estuve vagando por las calles, intentando esclarecer qué debía, o más bien podía, hacer. Abrí mi cartera para ver cuánto dinero tenía, y al hacerlo, entre los escasos billetes, encontré la tarjeta del señor Woods, el hombre que el año anterior había conocido en el parque.
Había tomado una decisión: no volver bajo ningún concepto a esa odiosa casa. Pero acudir a la organización que me había asignado esa familia significaba dar mil explicaciones, careos y más situaciones incómodas.
Necesitaba consejo, y ese señor me pareció la mejor solución. Era absurdo llamarle. Un desconocido al que sujeté su perro… Y sin embargo, lo hice.
—¿Puedo hablar con el señor Woods? —dije en mi mejor inglés.
—¿Quién le llama? —preguntó una mujer en tono amable.
Di mi nombre, y tras unos instantes una voz varonil me atendió.
—Señorita Mayte, ¡qué agradable sorpresa!
—No sé cómo empezar… —El susto me pasaba ahora factura—. He tenido un serio problema.
—¿Qué le sucede? —preguntó él, inquieto—. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Desearía pedirle consejo —contesté, ya más decidida—, pues me encuentro en una situación muy desagradable.
—Acabo de regresar de vacaciones, y debo solucionar un par de asuntos, pero en una hora podría verla…
—Mil gracias —le interrumpí—. Si no estuviera tan desesperada, no me hubiera atrevido a molestarle.
—¿Prefiere acudir al ministerio? —Eso me tranquilizó sobre su seriedad—. ¿O prefiere que nos encontremos en Hyde Park, donde la conocí?
—Perfecto. En el parque. Allí estaré.
Me dirigí hacia el sitio indicado y esperé. Me asaltaron mil dudas sobre si vendría o no. Tal vez le había parecido una chiflada, o quizás era otro señor Peck, y me metía en la boca de un lobo aún peor.
Al verle aparecer, mis dudas se disiparon. Él no necesitaba comportarse así. Había regresado de sus vacaciones con un favorecedor tono dorado en su piel, que resaltaba sus ojos grises. Creí ver bondad en ellos.
Tras explicarle, no sin una buena dosis de inseguridad y confusión, el episodio y lo que lo había provocado, me tomó la mano.
—¡Pobre chica! ¡Qué experiencia! Mire, esto es lo que vamos a hacer…
Yo escuchaba como si mi vida dependiera de él.
—No se preocupe. No es el fin del mundo. Esto es lo que haremos: ir a casa de los Peck. Allí recoge usted sus cosas mientras yo hablo con él y le recomiendo que no obstaculice su marcha…
—¿Y adónde iré? No quiero acudir a la organización.
—Yo me ocuparé de eso también.
—Pero si no cuento nada de lo ocurrido, otras chicas se podrán encontrar con ese problema.
—Yo referiré a la directora lo sucedido.
—Tendré que encarar… —interrumpí, angustiada.
—No tendrá que hacerlo. Confíe en mí.
—Le estoy muy agradecida, pero no quisiera abusar…
No sabía cómo continuar. A pesar de su interés, seguía siendo un desconocido.
—Diga sin miedo. Estoy aquí para ayudarla.
—Hay otro problema: es necesario que complete el tiempo de estudio del inglés. Somos una familia de escasos recursos y tengo que trabajar para pagarme mis gastos.
—Da la casualidad de que la persona que se ocupaba de la buena marcha de mi casa ha tenido que regresar a su país. ¿Querría usted sacarme del apuro?
—¿De verdad me contrataría? ¿Y qué le diré a mi madre?
—Que ha encontrado usted una casa mejor. Dele mi nombre, mis señas y cargo en el ministerio para que vea que soy una persona de fiar.
La visita a los Peck se produjo como el señor Woods había adelantado. El que horas antes era un personaje arrogante parecía ahora un perro apaleado, muerto de miedo por si su mujer llegaba a saber de sus andanzas.
Como Mildred aún no había vuelto, le dejé una nota diciéndole que tenía que regresar a mi país. No quería herirla; era una buena persona.
—Y ahora vamos a almorzar. Estoy hambriento, ¿y usted?
En el trayecto hacia la casa de mi nuevo jefe, de nuevo me asaltaron mil dudas. ¿Y si era un aprovechado? ¿Me estaba metiendo en un buen lío?
La casa, de dos pisos, era bonita y luminosa. El salón, el comedor y la cocina, que estaban en el piso inferior, daban a un delicioso patio. En el segundo piso, había tres dormitorios y un cuarto de estar, que hacía de suite con la alcoba principal.
A mí me adjudicó una habitación no muy grande, con su baño al otro extremo del pasillo. Respiré aliviada. La lejanía me garantizaba privacidad. Quedaba conocer cuáles serían mis obligaciones. No quería cometer errores.
—Señor Woods, me gustaría saber en qué va a consistir mi trabajo. Discúlpeme, pero deseo hacer mi tarea lo mejor posible. ¡Ha sido usted tan bondadoso conmigo!
—Dos veces por semana, viene una mujer a limpiar la casa. Su cometido será prepararme un buen desayuno y la cena. Ocuparse de que la casa esté en perfecto orden cuando vuelvo del ministerio, y organizarlo todo si tengo que recibir invitados.
—¿Nada más?
—Mi ropa la mando a la lavandería.
—Yo podría cuidarme de ella.
—Bien. Lo que usted quiera.
Y se marchó a su trabajo en el ministerio.
«¡Qué hombre más raro! —pensé—. ¿Será de verdad tan altruista como pretende?»
El tiempo se iba a encargar de revelarme un ser excepcional que sería clave en mi futuro inmediato.