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Au pair

Con apenas dieciséis años, las miradas admirativas de los chicos, y las maliciosas de algunos señores mayores, cuando paseaba por la calle, contribuyeron a confirmarme en el atractivo de mi físico.

Como pasa con los potrillos jóvenes, mis piernas habían crecido de manera notable, sin que el resto del cuerpo se hubiera desarrollado de la misma forma, lo que me daba un cierto aire de chiquilla larguirucha. Pero mis intensos ojos verdes y mi brillante pelo oscuro, que destacaban mi piel clara, me proporcionaban un encanto que parecía cautivar a los muchachos que conocía.

Yo notaba que la relación tan cómplice y natural que hasta entonces había mantenido con los hermanos de Laura, Pello y Martintxo, estaba cambiando. Sobre todo en el caso del mayor, Martín.

Siempre había sido un chico serio y reservado, pero ahora su comportamiento se me antojaba extraño. Unas veces era muy amable, casi devoto; otras, sin yo comprender por qué, se volvía arisco.

Por otro lado, Laura se iba convirtiendo en mi otro yo. Nos complementábamos. Donde ella ponía prudencia, yo, audacia; si yo me expresaba de forma vehemente, ella me hacía reflexionar; en ella todo era equilibrado, en mí la pasión era la norma. A la vuelta del colegio, nos reuníamos invariablemente para comentar lo que nos había sucedido en las dos horas en las que habíamos dejado de vernos, pues ella, un año mayor que yo, estaba en otra clase.

Empezamos a contarnos confidencias, inocentes e inexpertas, sobre las miradas o las frases que nos dedicaban los pocos chicos que conocíamos. Sobre todo, yo. Tenía parientes en Donosti, pero las reuniones familiares no eran muy divertidas porque mis primas, además de pacatas, se sentían muy superiores por el desahogo material con que vivían, de modo que nos ignoraban. Así que no conseguía tontear con algún primo lejano.

Pero un buen día, Laura, que ya tenía diecisiete años, fue invitada a un guateque.

—¿Y eso qué es? —pregunté.

—No he ido todavía a ninguno, pero Martín, que ya ha estado en varios, dice que es muy divertido: que hay una merienda buenísima, cóctel de frutas y música para bailar…

—¿Música, bailar? —repetí como en un sueño—. ¡Por favor, Laura, llévame contigo!

—Esta vez no puedo. Apenas les conozco, porque son amigos de Martín, y me da mucho apuro pedírselo. Pero se lo diré a él, para que otra vez que sean más amigos, les diga que vamos las dos.

—¿De verdad que lo harás?

—Claro, tonta. ¿No ves que yo estaría más a gusto yendo contigo?

—¿Y qué vestido te vas a poner? Venga, enséñamelo…

—No lo tengo aún. Está en la modista. En cuanto lo mande, me lo probaré delante de ti.

Cuando, vibrando de emoción, le conté a mi madre la conversación con Laura, ella bajó la mirada con tristeza.

—¿Qué pasa, madre? Laura ha sido muy simpática. La próxima vez me va a llevar con ella.

—Maytechu, hija… —Miró a Julia, buscando ayuda en su hija mayor y tomó aire—. Para ir a esas fiestas, hay que estar bien arreglada; yo no puedo comprarte el vestido que necesitarías. Además, esas personas nunca podrán ser tus amigos.

—Laura es mi amiga, iremos juntas. ¡Lo pasaremos de cine! ¡Hay música y baile!

Julia, conociéndome, cortó por lo sano una conversación que temía fuera espinosa.

—Bueno, madre, cuando Laura la invite, ya veremos qué se puede hacer.

Me eché al cuello de mi hermana y la abrumé con una profunda gratitud por algo que solo se anunciaba en el horizonte. Pero mis ganas de vivir, mi deseo de conocer el lado amable de la vida, me hacían desestimar cualquier dificultad. Determiné que no habría problema que no fuera capaz de solventar.

Y el día llegó. Laura vino excitadísima a casa, anunciando la victoria. Unos amigos de Martintxo daban una fiesta en su villa de Igueldo, y ella había hablado con su hermano, este con su amigo, y, como resultado, las dos estábamos invitadas.

Consulté con mi amiga:

—Laura, me gustaría que vieras los vestidos que tengo. No sé qué ponerme.

Al mostrarle mis escasas pertenencias, ella tuvo una genial idea.

—¿Por qué no te los traes a casa y te pruebas también uno de los míos? A lo mejor te hace ilusión cambiar un poco, ¿no?

Sacó un precioso vestido azul, pero el que me fascinó fue uno blanco de bordado suizo, que parecía hecho por náyades. Se ajustó a mi cuerpo a la perfección, y cuando entró Edurne a curiosear, pues le encantaban nuestros manejos, me regaló los oídos:

—¡Ay, pochola! ¡Qué maja estás! Pareces la Odry Hepur esa. ¡Qué fina! Y tú, Laurita, ¿qué vas a ponerte?

—Este, Edurne. ¿Verdad que es precioso?

En efecto, era una maravilla. Hecho de una gasa de seda, de un color verde muy claro, seguía el compás de los movimientos de Laura y le daba un encanto hipnotizador.

—Ay, mi niña… ¡Qué preciosa! —Y le plantó dos sonoros besos en la mejilla.

Los preparativos —peinado, uñas, la barra de labios, el rímel— tuvieron la importancia del rito.

Llegada la hora, fuimos los cuatro en el coche que el señor Irigoyen había prestado a sus hijos.

—Poned atención en las curvas —dijo doña Solita, solícita—. Martín, recuerda que esa carretera es muy peligrosa…

—Sí, sí, no te preocupes. Volveremos pronto.

—¡Y cuidado con lo que bebéis! A ver si os va a sentar mal.

—Mamá, ¡ya nos gustaría que hubiera algo más que ponche de frutas!

—Bueno, bueno… Pasadlo bien. —Fue su recomendación final.

Lo cierto era que el camino que ascendía arriscado por la montaña era estrecho y sinuoso. El panorama que se avistaba era impresionante. La amplitud del mar, la forma de la ensenada, y la cadena de montañas en anfiteatro, en todos los tonos de azules, formaban un magnífico espectáculo.

Pero mi mente estaba en otras cosas: si les gustaría a los chicos, de qué hablaríamos, cómo debía comportarme para resultar simpática pero sin demostrar demasiado interés…

Tras una última curva, apareció la casa. El bullicio se oía antes de entrar. Miré a Laura. Se mostraba tranquila.

«Claro —pensé—, ella ya tiene experiencia. Ya ha venido otras veces.»

Un enorme magnolio extendía sus ramas grises y retorcidas, cubiertas por innumerables flores de extraordinario tamaño y forma. El blanco purísimo de las mismas refulgían en la tarde veraniega, pero lo más fascinante era el aroma que inundaba el jardín: era intenso, opulento y fresco; cándido y sensual; inocente y embriagador. Bajo el corpulento árbol, unas aralias verdeantes y unas hortensias, en azules nunca vistos, armonizaban con unas buganvilias moradas, que jugaban a enredarse con la brisa del mar.

Más adelante, dos palmeras de tronco poderoso flanqueaban un camino que llevaba a una terraza, desde donde se divisaba una mar espejeante, una isla que parecía emerger de un mundo mágico, y una ciudad enroscada en la espléndida bahía.

La casa, tan grande que me pareció un palacio, era blanca con las puertas, ventanas y balcones pintados en un verde restallante. Entramos y de inmediato varios chicos se acercaron para que Martín nos presentara. Eran divertidos y se ocuparon de servirnos una bebida. Laura me indicó la vista que se veía desde los balcones. Tuve la impresión de estar en un barco en medio de la mar. Pero era mi primer guateque, y yo quería conocer chicos y… ¡bailar, bailar, bailar!

—Vamos, Laurita, ya disfrutaremos de la vista otro día. ¡A bailar!

Pero la cosa no era tan fácil como parecía. Había que esperar, según dijo mi amiga, a que nos invitaran cuando acabase el disco que estaba tocando.

—¿Y no podemos invitar nosotras?

—¡Qué cosas se te ocurren! ¡Claro que no!

Sentí a mi lado una presencia. Era Martintxo. Bailamos una música lenta, mi mano en la suya. La cercanía de su cuerpo varonil me hacía sentir una turbación difusa, pero los dos hablábamos de cosas intrascendentes, como para pasar el rato. En realidad, yo estaba muy emocionada; era mi primera fiesta y, aunque pensaba que mi pareja no me había hecho mucho caso hasta aquel día, yo sí me había fijado en él. Era alto y erguido y tenía el pelo del color del sol, como su madre, y unos ojos azules que denotaban esa hombría de bien que era una de sus características. Pero todo eso yo aún no lo sabía. Veía ante mí a un amigo, guapo a rabiar, que de repente se esforzaba por gustarme.

También otros chicos me sacaron a bailar. Luis, el dueño de la casa, un morenazo alto y bien plantado, muy seguro de sí mismo y de su fascinación sobre nosotras, me llevó a danzar un rock endiablado, que bailé con entusiasmo hasta dejarme sin respiración.

Con lo que yo, en mi inocencia, tomé por amabilidad, me condujo a uno de los balcones más apartados.

—¡Qué bien te mueves! —dijo mientras apartaba de mi cara un mechón de pelo.

—Ha sido muy divertido, pero me he quedado sin aire.

Entonces él me susurró al oído:

—Si tú quisieras, podríamos divertirnos mucho más.

Sin saber con exactitud a qué se refería, sospeché que su propósito no era cabal, y permanecí quieta, envarada y confundida. Él debió de tomar mi silencio por aceptación, y pasó su mano ansiosa por mi pecho. Me aparté y me atrajo hacia él con fuerza.

—No te pongas tonta ahora. Deberías de estar encantada —musitó en voz baja pero muy determinada.

Al notar que yo intentaba liberarme con más ahínco, él apretó su abrazo hasta hacerme daño. Un gemido brotó de mi garganta, y a continuación la sombra de alguien apareció en el umbral. Ese alguien agarró a Luis con tal vehemencia, que este tuvo que soltar la presa.

—¡Qué vergüenza que te aproveches en tu propia casa! ¡Suéltala!

—¡Cuánto ruido por nada, Martín! Se trata de la hija de vuestra portera…

Yo permanecía muda, contemplando con horror en qué se estaba convirtiendo algo tan anhelado.

—¡Desgraciado! ¡No tienes ni idea! Son gente estupenda y mucho mejor que tú… —Casi le ahogaba la rabia—. ¡Tú, que nunca has dado un palo al agua! —Y dirigiéndose a mí, Martintxo me cogió de la mano—. ¡Vámonos! Este sitio apesta.

El camino de vuelta lo hicimos en silencio, a pesar de la buena voluntad de mi salvador en restar importancia a lo sucedido, y de las preguntas de Laura, que ignoraba la razón de nuestra súbita partida.

Nadie comentó nada, ni al día siguiente, ni después. Ni siquiera Laura. Mi madre tampoco supo nada. Pero ese día yo aprendí una lección, tal vez dura para una chica de dieciséis años, pero que iba a serme útil durante toda mi vida.

En casa, las cosas seguían su curso.

El consejo de doña Solita sobre mi educación surtió efecto, pues logró convencer a mi madre sobre la necesidad de matricularme en la Escuela de Enfermería en el Nuevo Hospital. Para mí, que me hallaba en una situación de desarraigo, me pareció como si una ventana se abriera sobre el ancho mundo.

Digo «desarraigo» porque por fin había entendido que no todo el mundo era como los Irigoyen, que nos trataban con afecto, respetando nuestra dignidad como personas. No. Existían unas leyes no escritas mediante las cuales cada uno tenía su sitio. Y yo no cuadraba en ninguno porque había convivido, y querido, a unas personas que no eran de mi círculo; y tampoco encajaba en el que me habían adjudicado.

Por tanto, el mundo del hospital me parecía algo real y tangible. Empezaría al siguiente otoño, pues ya había acabado el bachillerato, y mientras tanto, doña Solita me había regalado el viaje de avión a Londres para que aprendiera inglés trabajando como au pair.

Mi madre estaba preocupada por mi vida allí: las personas que me acogerían en su casa, si me gustaría la comida… Ella, menos mal, no percibía que partir era no solo una liberación, sino la manera de respirar a pleno pulmón.

Ansiaba conocer otros países, distintas formas de vivir, y creo que por entonces no valoraba el inmenso tesoro de mi existencia: el amor genuino e incondicional de madre y hermana con el que había sido bendecida.

Estaba agradecida a Solita Irigoyen por su atención hacia mí, valoraba la amistad de Laura, pero, en aquella época, no supe cuán extraordinario era que unos perfectos desconocidos, como los habitantes de Uran Etxea, incluida Edurne, se ocuparan de mí con tanto afecto e interés.

El tiempo y la experiencia me enseñaron lo afortunada que fui.

Mi madre me dio a escondidas el escaso dinero que había ahorrado, y Julia hizo lo mismo. Me propuse conservar esa pequeña fortuna, y traérsela de vuelta en algún regalo que ellas necesitaban desde hacía tiempo.

El poco dinero que recibiría a cambio de mi trabajo debería bastarme para mis gastos. Laura me regaló un par de pantalones con camisa a juego, que su madre le había comprado en Biarritz.

—Para que estés guapa —me dijo—, y se enteren los ingleses de lo que valen las españolas.

Pero en su tono de voz percibí la tristeza de la futura ausencia. Yo, por mi parte, tenía que disimular, también ante ella, mi curiosidad y anhelo por la partida.

Los preparativos habían finalizado, y, como si de un ritual se tratara, fui a despedirme del lugar mágico de mi infancia: el círculo protector de los castaños. Era de noche y la luna llena repartía sus benéficos rayos sobre los tupidos árboles, creando un mosaico de sombra y claridad, que hacía aún más misterioso mi refugio.

De pronto, noté una presencia junto a mí. La luz, a mis espaldas, me impidió reconocerla. No decía una palabra. Era tarde, me asusté.

—No temas, Mayte. —Era Martín—. He visto desde casa que te escondías en tu bosque favorito, y he venido a despedirme.

—Pero tu madre me ha dicho que Laura y tú me llevaréis a Biarritz a tomar el avión. ¿Es que no es así? ¿Cómo iré entonces?

—Ay, mi Mayte práctica, preocupada por quién la llevará… Sí, seré yo. Pero no quería despedirme delante de todos, sobre todo de tu madre.

—¿Y qué quieres decirme con tanto secreto?

Mi corazón galopaba a toda velocidad, espoleado por mi intuición. Lograba entrever un mundo más bonito, más cálido. Deseaba, y temía al unísono, lo que iba a escuchar.

Martín me tomó la mano y observó mi reacción. Yo nada dije. Expectante, inmóvil, aguardaba.

—Mayte, nos conocemos desde que eras una niña. Siempre he admirado tu coraje, tu entusiasmo por la vida, tu inteligencia práctica…

Sentí en sus palabras un ligero temblor. Él acercó su rostro, y una oleada de amor me exaltó de tal manera, que cuando posó sus ardientes labios en los míos, mi respuesta fue tan inexperta como entusiasta.

En sus brazos me consideraba al abrigo de todo peligro. Mi vida tomaba otro rumbo. Ya no deseaba marcharme.

—Prométeme que pensarás en mí —dijo—. Serán apenas unos meses, pero se me harán eternos.

—Martintxo, ya no sé si quiero irme…

—Yo tampoco quiero que te vayas, pero es bueno que lo hagas. Estás labrando tu futuro, nuestro futuro.

Le miré a los ojos. Había sinceridad en ellos.

Mi mente se llenó de una felicidad dulce y serena. Pensé que el mundo podía ser un lugar maravilloso al lado de alguien como él, y le besé de nuevo. Sorprendido por mi iniciativa, estrechó su abrazo.

Cuando por fin pude separarme de él y de sus besos, de vuelta en mi cama, acuné su recuerdo hasta lograr dormirme.

Al día siguiente todo era alboroto en casa.

—Mayte, ¿tienes ya la maleta cerrada? —preguntaba mi madre.

—Ten mucho cuidado —repetía Julia—. Mira que no conoces sus costumbres. Y allí la gente será distinta… Aquí has estado protegida.

Yo no le había contado nada sobre el episodio del guateque en Igueldo, ni siquiera de lo sucedido la noche anterior. Ese amor cándido y respetuoso era mi secreto. Secreto que compartía en esperanzada complicidad con mi guapísimo Martintxo.

Su mirada durante el viaje a Francia me confirmó ese amor. Mi corazón estaba ocupado por una bandada de alegres pájaros, que auguraban una dicha sin fin.

Ya en la despedida, no pude reprimir las lágrimas, y una cierta angustia me nubló la mente, pero tenía que ocuparme de la realidad: el billete de avión, el resguardo de la maleta… Todas esas cosas nuevas requerían mi atención.

Una última mirada me devolvió la imagen de mi madre llorando con discreción y agarrada a la mano de Julia. Laura, con ojos brillantes, me sonreía apoyada en el hombro de su hermano.

Saludé con la mano y entré en el avión hacia mi nueva vida.