La señorita de compañía
Habían pasado cuatro años desde que llegáramos a la villa de Ategorrieta y nuestra situación había mejorado de manera notable. Julia ya había cumplido dieciséis años, y pedía con insistencia a mi madre que le dejara trabajar para completar nuestra parca economía. Mi madre se negaba siempre, pero ella volvía a la carga con su habitual tesón.
—Madre, ya es hora que empiece a ser útil.
—Pero hija, primero tienes que completar tu educación… Solo así estarás segura de poder defenderte en la vida.
—Puedo…
Mi madre jamás la dejaba terminar:
—Además, ¿crees que no has ayudado bastante? Ahora y siempre, ha sido tu fuerza la que me ha sostenido en las horas amargas que hube de pasar.
Yo observaba la escena y escuchaba lo que esas dos mujeres, sacando lo mejor de ellas mismas, estaban a punto de decirse.
—Nunca te he visto quejarte… —susurró Julia—. Nunca te lamentaste, ni en los momentos más angustiosos…
—No podía permitírmelo. Teníamos que sobrevivir…
—Sí, ¡pero qué sola debes de haberte sentido! ¡Qué angustia al tener que criar a dos niñas, sin medios ni parientes a quien recurrir!
—Qué cosas dices… Tenía dos hermosas razones por las que luchar.
—Sí, pero jamás dejaste que el veneno del resentimiento hiciera mella en ti.
—¿Cómo podía consentir que se instalara en esta casa? Hubiera sido nuestra perdición. ¡Pobres y encima amargadas!
En ese momento ambas se echaron a reír, y al ver mi expresión de desconcierto, la hilaridad se hizo incontenible. Nos abrazamos las tres y al cabo de unos instantes Julia añadió, acariciando la mejilla de nuestra madre:
—Nos has regalado un valioso ejemplo: no dejarse vencer.
Yo, con mis doce años, no alcancé a comprender en aquel momento la hondura de esas palabras, pero de manera extraña quedaron impresas en mi mente de niña y volvieron a ella cada vez que la vida, o yo misma, me envolvió en sus borrascas.
Un poco más tarde, en un pequeño salón de la casa, Solita Irigoyen escuchaba a mi madre con atención.
—Marichu, no debes preocuparte por la insistencia de Julia.
—Ya le agradecería que hablara con ella. A usted la respeta mucho y le hará caso.
—Bien está que la chica se forje un porvenir, pero quizá deberías dejar que te ayudara.
—Que no, que no. No quiero que se vea como yo: sin estudios ni instrucción y con dos niñas pequeñas.
—Estar aquí con nosotros no ha sido tan malo, ¿no?
—¡Ay, doña Solita, disculpe! Qué atolondrada soy… ¡No era mi intención quejarme! Con lo generosa que ha sido usted conmigo y con las niñas…
—¡Marichu, mujer, que era una broma!
Tras un silencio, mi madre, preocupada, volvió a insistir:
—Hablará con Julia, ¿verdad?
—Veré qué puedo hacer. Es muy obstinada, y también un rato lista. Encontraremos una solución.
La solución vino de mano de una niña rubita que habíamos conocido en esa inolvidable jornada de campo en las Peñas de Aya. Menchu Vidaurre, su madre, estaba buscando a una señorita bien educada y responsable para acompañar a Carmencita los días en que esta no tenía colegio. Habló con su amiga Solita y ella tuvo una idea luminosa.
La oronda cara de Edurne, la cocinera, asomó por la ventana mientras hacíamos los deberes.
—La señora quiere verte —le anunció a mi madre—. Y vosotras, ¡mirad lo que os traigo!
Al marcharse mi madre, se sentó y comentó con malicia:
—Yo sé de una que va a salirse con la suya…
La acribillamos a preguntas, con la inagotable curiosidad de la juventud, pero ella defendía su secreto como si en ello le fuera la vida.
—Edurne, como eres la más buena de todas —intentaba yo embaucarla—, ¿a que me vas a decir lo que pasa?
—¡Que no! ¡Zalamera!
—Me tienes inquieta —añadió mi hermana—. ¿Es una mala noticia?
—Mala no es. Si lo fuera, ¿estaría yo tan contenta? —respondió la cocinera.
—¡O sea que es buena! —exclamé, excitada—. ¡Dímela, dímela, por favor!
En ese momento entró mi madre. Un silencio expectante inundó la habitación.
—La señora Vidaurre quiere contratar a una señorita de compañía para su hija Carmencita. ¿Os acordáis de aquella niña que conocisteis en Anderregui?
—Y ¿por qué se lo dice a usted? —pregunté, despistada.
—Doña Solita le ha recomendado a Julia. —Y mirando a su hija mayor añadió—: Eres demasiado joven, y así se lo he indicado a doña Solita, pero ella dice que eres muy responsable y que el otro día la convenciste para que te ayudara a encontrar un trabajo.
Así que Julia empezó a trabajar un jueves, que era el día que teníamos fiesta. Hasta entonces, aprovechaba las tardes de casi todos los jueves para ir a hacer compañía a los niños enfermos del Hospital de San Juan de Dios, a los que leía cuentos o distraía jugando al parchís o a la oca.
Ese jueves mi madre y yo aguardamos la vuelta de Julia con impaciencia. Salí mil veces a la verja de la casa, deseando verla bajar del autobús. Mi madre mostraba la misma preocupación, con el agravante de no haber sido nunca partidaria del dichoso empleo. Temía que los estudios de su adorada hija se resintieran, o bien que su salud sufriera con tanto trajín. Por fin apareció Julia. Una sonrisa complacida iluminaba su rostro.
—¡Cuenta, hija! ¿Cómo te han tratado? Y la niña, ¿es educadita? ¡Estamos en ascuas!
Mis preguntas fueron bien distintas:
—¿Cómo es la casa? La señora de Vidaurre, ¿es simpática? ¿Es guapa? ¿Lleva vestidos bonitos?
Julia sonreía mientras esperaba a que termináramos.
—Os lo voy a contar —dijo al fin, y entonces, animadas por el mismo impulso, nos sentamos alrededor de la mesa camilla, testigo de tantas confidencias.
Julia iba a comenzar su relato cuando la cara ancha y rosada de Edurne asomó por la puerta entreabierta.
—Te he visto entrar desde la casa. ¿Ya me dejáis pasar? —Y se acomodó a nuestro lado.
Y así, las tres aguardamos, expectantes, la crónica del primer día de trabajo de Julia.
—No me costó mucho encontrar la casa. La verja que da al Paseo de los Fueros estaba abierta, así que comprendí que me esperaban…
—¡Qué chiquilla más lista! —comentó Edurne—. A la primera y ya encuentra…
—Edurne, no interrumpas —dije, irritada—. ¡Me muero de ganas de saberlo todo!
Una mirada de mi madre me devolvió la compostura.
—Doña Menchu me esperaba en un saloncito con Carmencita…
—¿Cuántos años tiene? —preguntó mi madre.
—Ocho. Es la niña que conocimos cuando fuimos a Anderregi.
—Qué casualidad, tú… —otra vez Edurne.
—Es una niña despierta, muy curiosa, y su madre quiere que la acompañe al cine, a pasear…
—¡Qué suerte, Julia! ¡Al cine!
—También debo ayudarla a hacer los deberes del colegio y enseñarle a ordenar su cuarto. Creo que va a resultar un empleo agradable.
—Y hoy, ¿qué habéis hecho? —quiso saber nuestra madre.
—Conocernos. Hemos merendado en una terraza, rodeada de tilos en flor, que da al paseo.
—¿Qué habéis merendado? —Edurne ansiaba saber si había alguien en el mundo que cocinara mejor que ella.
—Nos dieron un bizcocho esponjoso que se llamaba «relleno de Vergara». —Al ver la expresión mohína de Edurne, Julia se apresuró a decirle—: Pero nadie hace las galletas de chocolate como tú. Nadie.
—Si llego a saber que iban a dar pasteles, y que había que ir al cine, el trabajo lo hacía yo —fue mi sincero comentario.
—Mayte, ¡tonta! ¿Creías que iba a olvidarme de ti? Te he traído un trozo de pastel y otro para ti, madre.
Y al abrir el pequeño paquete donde traía el pastel cubierto por una fina capa de azúcar glaseado, un delicioso aroma invadió la estancia.
—Quédate a cenar, Edurne, y lo compartimos —la invitó mi madre.
—No puedo. Tengo que ir a dar la cena. Pero vengo después y lo pruebo. A ver si es tan maravilloso…
Mientras Marichu preparaba nuestra cena, yo quise averiguar lo que me interesaba.
—Dime, Julia, ¿cómo es la casa?
—Es grande, tiene dos pisos, y en el salón hay unas butacas con escenas.
—¿Con escenas? ¿Qué quieres decir? —pregunté, asombrada.
—El asiento y el respaldo están realizados con punto de tapicería, y los personajes bordados narran historias… Son preciosas, Mayte.
El estupor me dejó sin habla unos instantes. Decidida a que me contara los secretos de aquel lugar encantado, indagué:
—¿Y el cuarto de la niña?
—Es un dormitorio pequeño con un balcón que da a la calle.
—¡Un balcón a la calle! —expresé admirativa, y mi hermana continuó.
—Y tras unas puertas de cristal, hay una salita de estudios, y su armario…
—¿Con muchos vestidos?
—Sí, Mayte, tiene unos vestidos muy bonitos.
Esa noche soñé que era una niña rica que tenía un padre que me quería mucho, y que me traía regalos de países lejanos; además mi madre no cojeaba y se parecía a doña Solita.
Me desperté sonriendo. Pero al ver la cama de mi hermana pegada a la pared, la estrechez de nuestro dormitorio y el uniforme usado, regalado por las monjas, unas lágrimas de rabia inundaron mis ojos. La frase de mi madre «¡Pobres y encima amargadas!» me dolió como una bofetada.
Ese domingo por la mañana, tras volver de misa en la iglesia del Corazón de María, yo me entretenía jugando con Laura y Pello mientras esperábamos a que Julia regresara de su trabajo. Aquel día, los señores esperaban al doctor Elósegui para almorzar, y mi madre estaba ya abriéndole la verja.
Pello descubrió que un pájaro se había caído del nido y, resuelto, lo recogió y comenzó a trepar por el árbol para devolverlo a su madre, que piaba desesperada. Mi madre, al verlo, le gritó:
—¡No, Pello, no sigas… es peligroso!
Él no hizo caso y continuó trepando. Cuando ya estaba a una altura considerable, perdió el equilibrio y cayó, raspándose repetidas veces con las punzantes ramas. El doctor Elósegui se precipitó hacia el chico tendido en el suelo y, tras comprobar que no tenía nada roto, nos gritó a Laura y a mí:
—¡Rápido, traed algodón y agua oxigenada! ¡Hay que desinfectarlo!
Las dos corrimos hacia la casa, donde mi madre ya estaba sacando lo requerido por el médico.
—Ayudadme aquí. Limpiadle esas heridas pequeñas.
A la vista de la sangre, Laura se mareó y tuvo que sentarse. Yo colaboré con el médico lo mejor que pude, pero sin saber a ciencia cierta si lo hacía bien o mal. Vinieron de la casa a recoger al herido y se lo llevaron cojeando y maltrecho, pero sin nada serio que lamentar.
—¡Maldito chiquillo! —rezongaba el doctor—. ¡Podías haberte matado!
Laura y yo seguimos jugando hasta que la llamaron para almorzar. Justo cuando acabamos de comer, apareció mi amiga en el umbral.
—Mayte, tengo que hablar contigo.
Su expresión ilusionada auguraba un anuncio prometedor. Nos refugiamos en mi castillo secreto, entre los castaños. En esa estación estaban florecidos, y sus cónicos pináculos se alzaban erguidos, tiñendo de blanco el verde tierno y rugoso de sus hojas.
—Bueno, dime, que me muero de curiosidad.
Me miró con calma, como queriendo prolongar mi espera y la aparición de su magnífica sorpresa.
—He oído una conversación entre mi madre y el doctor.
A mí no me parecía nada del otro mundo. Ante mi falta de entusiasmo, aclaró:
—Han hablado de ti.
—¿Y qué han dicho?
—El doctor Elósegui le ha contado a mi madre lo valiente que has sido, y cómo le has ayudado a curar las heridas de Pello.
—Eso lo hubiera hecho cualquiera —respondí sin mucha convicción.
—No, Mayte, no. Yo no pude. Tuve que sentarme.
—Eso es porque era tu hermano y te hacía impresión.
—¡Ojalá!, porque a mí me gustaría ser médico como el doctor Elósegui, y asistir a los demás.
—Ya verás cómo sí puedes. Serás una doctora famosa. Y yo te acompañaré. ¿Qué más dijeron?
Ante mi evidente ansia de conocer los detalles de la conversación, Laura prosiguió:
—Pues él le dijo a mi madre que tenías madera de enfermera, y que si recibías la formación adecuada, serías una de las buenas.
Me quedé sin habla. Lo cierto era que nunca me había imaginado trabajando; mi necesidad de salir de mi oscura realidad me había hecho fantasear con situaciones inverosímiles, como ser salvada por un príncipe que se enamoraba locamente de mí, o convertirme en la heroína de hazañas singulares que maravillarían al mundo.
La voz de mi amiga cortó mi ensoñación.
—Mi madre le dijo que ella se ocuparía de hablar con Marichu, y de que tuvieras esa educación. «¿Dónde debería llevar a cabo esos estudios? ¿Tendría que marcharse de San Sebastián?», preguntó mi madre. «No», contestó el doctor. «Aquí hay una buena escuela de enfermería, el Nuevo Hospital en Anoeta, donde podrá formarse, y luego, si quiere, hacer unos cursos en Valdecilla.»
—Pero eso es muy caro, y nosotras…
Laura no me dejó continuar.
—Mi madre ya le dijo al doctor que ella se ocuparía de todo.
Yo escuchaba, asombrada, la realidad que mi amiga desplegaba ante mis ojos. Y entonces añadió:
—Al marcharse, el doctor se volvió hacia mi madre diciéndole: «Si quieres redondear la instrucción de esa niña, que estudie inglés. Va a ser muy necesario, cuando el aislamiento de este país toque a su fin.» ¡Mira cuántas novedades te traigo!
Yo, por mi parte, analicé un instante la situación y de repente vi la luz:
—¡Ya está! ¡Tú serás médico y yo enfermera, y trabajaremos juntas! No nos separaremos jamás.
Y para celebrarlo, nos comimos una tableta entera de chocolate que Laura había traído para la ocasión.
Doña Solita habló con mi madre y quedó todo decidido. Cuando regresé ese día del colegio, el rostro de mi madre irradiaba felicidad.
—¡Qué sorpresa te vas a llevar, pocholita!
Yo no le había referido a mi madre lo que Laura me había contado.
—¿Ya te acuerdas de esa mañana en que ayudaste al doctor de la casa?
—Sí, madre, me acuerdo.
Y no mencioné nada para no quitarle el placer de darme una noticia que yo intuía.
—Pues le aconsejó a doña Solita que debías estudiar para enfermera. —Y me miró para ver el efecto de su anuncio.
—Es estupendo, madre. Pero esos estudios cuestan dinero y nosotras no lo tenemos.
—¡Ay, Mayte, querida! ¡La señora se ocupará de pagar todos los gastos! Quiere verte enfermera.
—Yo nunca había pensado algo así… —musité. Pero era tal el entusiasmo de mi madre, que ni me oyó.
—Una enfermera profesional. ¡Qué orgullo, Mayte! ¡Qué orgullo!
Yo deduje que, de no ser princesa de cuento o heroína, no estaba mal.
—Sí, madre, es maravilloso. Me aplicaré muchísimo y la cuidaré cuando me necesite.
—Eso es lo que ha dicho doña Solita cuando le he apuntado que era muchísimo dinero: «No se trata de un préstamo, mujer. Es una inversión que hago para el día de mañana. Fíjate qué seguridad para nosotras: tener cerca a una persona que podrá cuidarnos…»
—Ya lo ves, Mayte. Doña Solita se muestra tan generosa como siempre: hace un favor, y le da la vuelta diciendo que, en el fondo, somos nosotras las que le haremos un servicio. ¡Qué buena es!
—¡Estaré siempre al lado de las dos, amachu!
Y la abracé. En aquel entonces, no podía imaginar lo lejos que la vida iba a llevarme. Ni tampoco lo azarosa, fascinante y dolorosa que sería mi existencia.