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Las Peñas de Aya

El resultado del conciliábulo entre doña Solita y mi madre fue que a las once de la mañana, después de oír misa en la iglesia cercana, estábamos las dos vestidas con nuestras mejores galas, y yo nerviosa como un flan.

Julia llevaba una sencilla falda azul marino y una camisa blanca, pero al ser espigada y tener un cuello esbelto, resultaba elegante como una palmera.

Tras un viaje en coche por interminables curvas, llegamos al antiguo caserío Anderregui, que se hallaba en la falda de las Peñas de Aya, unas imponentes rocas escarpadas que más tarde habríamos de subir. Entramos por una deliciosa avenida bordeada de manzanos cargados de fruta y fuimos recibidos por la anfitriona que tenía a su lado a una niña muy rubia, que se cogía de la mano de su madre.

—¡Qué alegría que estéis aquí, Solita! ¿Qué tal el viaje? ¿Se han mareado los niños?

—No, Menchu, no… ¡qué va! Si es una carretera buenísima…

—Vaya mentira… —le susurré a mi hermana—. ¡Estábamos todos malísimos!

—¡Calla, Mayte, que se acerca!

En efecto, Menchu Vidaurre se aproximaba.

—Vosotras debéis de ser Julia y Mayte. Bienvenidas. ¡Vamos, todos a jugar, que dentro de poco estará la comida y no habrá quien os haga venir! —Y se volvió tranquila hacia los mayores. Pero se detuvo de repente y con voz preocupada nos gritó—: ¡Cuidado si vais al río! Aunque es poco profundo, las rocas son muy resbaladizas.

En efecto, nos dirigimos en tropel hacia el otro lado del jardín en busca de aventuras acuáticas, liderados por los chicos de la casa, Juan y Vicente.

El descenso hacia el arroyo por los prados húmedos era una experiencia parecida a tirarse por un tobogán. Entre risas nos encontramos a la vera de un riachuelo de aguas transparentes, donde, con gran alborozo, los chicos empezaron a pescar los mosquitos zapateros que se mantenían inmóviles sobre el agua.

El agua, en cualquiera de sus manifestaciones, ejercía un potente influjo sobre mí, y decidí meter las piernas.

—¡Ven, Laura! Vamos a probar lo fresquita que está.

Dicho y hecho. Me quité los zapatos y los calcetines y los puse al resguardo de las bromas de los chicos. El frescor líquido revigorizaba mi cuerpo y tranquilizaba mi espíritu. Siempre tenía ese efecto en mí. La luz se filtraba a través de las hojas de los árboles, creando pozos de claridad en el río cuyas márgenes eran acariciadas por las ramas de unos avellanos que se curvaban por el peso de los frutos aún verdes.

Laura me observaba. Era evidente que dudaba entre la diversión que yo le ofrecía y la compostura a la que su madre la tenía acostumbrada. Para mi amiga, yo representaba otro mundo más libre, más dinámico.

Nos salpicaron, respondimos, y cuando ya estaba a punto de armarse una buena, sonó el tañido de una campana.

—¡Venga! —nos conminó Vicente, el hijo mayor—. Ya está lista la comida. ¡El último que llegue, castigado!

Julia se había quedado un poco apartada y subía la cuesta ligera, pero nosotros la sobrepasamos en un santiamén. Acudimos a la llamada de la señora de Vidaurre sofocados, mientras Julia se aproximaba unos pasos detrás, pero tranquila y compuesta.

Me fijé en que Menchu le decía a Solita:

—Oye, Solita, esta chica, Julia, es muy singular, ¿no? —preguntó Menchu.

—Sí, es una joven extraordinaria. La madre Asunción tiene la mejor opinión de ella, y a mí, a medida que la conozco, más me gusta.

—Pero además tiene un no sé qué… —continuó la señora de la casa—, una distinción natural que la hace destacar sin proponérselo.

—Es cierto, Menchu. Son unas niñas encantadoras. Mira que, al principio, cuando nuestra querida monjita me pidió que contratara a su madre, se me hizo cuesta arriba.

—¿No te causaron buena impresión?

—No, no es eso. Es que yo prefería un matrimonio… ya sabes, un hombre es siempre más útil.

—¿Y ahora, Solita?

—Debo admitir que Marichu es la persona más responsable que conozco. Está siempre atenta y es discreta. Además, arregla con primor cualquier prenda. La verdad es que estoy contenta.

—O sea que no te arrepientes de tu decisión…

—Mira, para serte sincera, la madre Asunción me dijo que una buena cristiana hace el bien entre los que tiene más próximos. Que eso del Domund estaba muy bien, pero que la mayoría de las veces, el prójimo lo tenemos muy cerca.

Oímos la risa cantarina de Menchu, y su voz que respondía a Solita:

—Sí, ya sé cómo es la madre Asunción. No hay manera de decirle que no. Vamos, los niños a su mesa.

La pequeña rubita se cogió a las faldas de su madre, pero ella, con suavidad, la llevó hasta nosotros y la sentó en uno de los bancos junto a la sólida mesa de piedra preparada para los niños.

—Carmencita, quédate con tus hermanos. Ahora no puedes estar con los mayores.

Antes de sentarnos bajo el frondoso roble que cobijaba nuestra mesa, me había quedado embobada mirando las cosas tan maravillosas que lucían en la de los señores: unos platos tenían pintados unos ágiles ciervos, otros unas etéreas perdices, y por último, unos más chicos, donde unos feroces jabalís campaban a sus anchas en densos bosques.

La cristalería parecía salida de un cuento de hadas. Cada copa era diferente: gallos orgullosos de su plumaje, tímidos conejos, astutos zorros, liebres veloces y dulces tórtolas, se contoneaban, volaban o saltaban en sublimes prados, pintados sobre el cristal tan sutilmente, que temí pudiera romperse con solo mirarlo. Una vez más, la belleza me transportaba a un mundo lejano que me llenaba de asombro.

Mi hermana Julia tuvo que tirar de mí para hacerme volver a la realidad.

Durante la comida, Julia, percatándose de la timidez de la pequeña Carmencita, se ocupó de ella con tanto tino, que la niña se acurrucó a su lado sin dejar de hacerle mil preguntas propias de su edad.

Una vez terminada la comida, los niños nos fuimos a jugar en el jardín mientras los mayores tomaban el café. Carmencita continuaba pegada a Julia. Cuando nos cansamos de los columpios, arremetimos con los manzanos, y en ese momento la voz del señor Vidaurre preguntó:

—¿Quién quiere ir de excursión al castillo del inglés?

Con la excitación del momento todos contestamos a coro:

—¡Yo, yo, yo…!

Ya en el coche, nos fue contando la razón del nombre del castillo:

—Veréis que es un sitio precioso. El castillo, totalmente en ruinas, está rodeado de un bosque misterioso de hayas y robles. Dicen que un inglés, enamorado de una princesa de estas tierras, al ser rechazado por ella, se encerró aquí y nada más salía para tomar el aire que ella respiraba. Nunca quiso ver a nadie. Cuando murió, su alma en pena quedó vagando, y todavía busca en las noches de luna a su amada. —Luego nos observó y preguntó como quien no quiere la cosa—: ¿Quién va a ser el primero en internarse entre los árboles encantados?

Yo ya no sentía tanto entusiasmo por el dichoso bosque, pero no quería demostrar mi temor. Paso a paso, bien pegadita a Julia, nos encaminamos hacia las ruinas. El lugar era de verdad impresionante. Unos árboles altísimos rodeaban con sus poderosas ramas aquellas paredes de piedra, que parecían a punto de desmoronarse. El otoño pintaba con sus cálidos colores las hojas de hayas y robles, en una espléndida sinfonía de ocres, rojos y oros.

Caminábamos mi hermana y yo por uno de los estrechos senderos, disfrutando del paseo y de las distintas figuras que componían los haces de luz que penetraban a través de los árboles. De repente una figura, que a mí me pareció monstruosa, inmensa y envuelta en una tela de arpillera, se abalanzó sobre nosotras emitiendo sonidos guturales. Mi corazón dejó de latir, y cuando ya me veía arrastrada al infierno por el maldito fantasma del inglés, oí, detrás de nosotras, una risa sofocada y la voz enojada del señor Vidaurre:

—Ya está bien, Vicente, la misma broma de siempre. No tiene gracia. La pobre Mayte está lívida.

Lo cual, por supuesto, sirvió para incrementar el regocijo de los dos hermanos, que aparecieron bajo la tela muertos de risa, y encaramados en unos zancos.

—¿De dónde habéis sacado esos zancos? —pregunté—. En el coche no cabían…

—Los dejamos en el castillo antes de que vinierais. —Y se ahogaban de risa con sus propias carcajadas.

Entonces nos dirigimos hacia las Peñas de Aya e iniciamos la ascensión. Yo iba pendiente de agarrarme fuerte a las ramas y los arbustos en caso de resbalar. La vista en la cima me dejó anonadada: la mar se extendía hacia el infinito mientras el sol acariciaba las aguas, vistiéndolas de oro; playas de arenas blancas bordeaban las tierras de España, y más allá, las de Francia; oscuros farallones punteaban el océano y altas montañas engalanadas de verdes se recortaban en un límpido cielo.

El silencio se apoderó de todos nosotros. Al volver a la realidad, vi a mi hermana sentada en una roca, al borde del precipicio. Me miró en cuanto le puse la mano en su hombro: sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¿Qué te pasa, Julia? —pregunté, asustada.

—Acabo de ver la grandeza de la creación del Señor.

Los niños Irigoyen habían empezado a dar clases de inglés, y Laura, cuando se acercaba a jugar conmigo, me enseñaba algunas palabras de esa lengua incomprensible. A mí me parecía el colmo de la felicidad aprender un idioma en el que hablara con mi amiga y nadie pudiera entendernos.

Era nuestro secreto, y esa complicidad con ella me hacía quererla más. Poco a poco, la dulzura de Laura fue apoderándose de mi corazón magullado. Con frecuencia venía a merendar con nosotras el bizcocho que hacía mi madre y que sabía a gloria.

Una tarde de clima benigno, cuando jugábamos las dos en el jardín, detrás del seto de hortensias azules, decidimos componer algunas frases en el idioma extraño que Laura aprendía. No sé cuánto tiempo llevaría ahí, pero al cabo de un rato noté que doña Solita nos observaba con gran asombro, y al ver que la habíamos descubierto, me preguntó:

—Mayte, ¿dónde has aprendido tú inglés?

—Laura me enseña, y yo luego repito las palabras hasta que me aprendo lo que significan —respondí con el orgullo y la satisfacción que me proporcionaba estar en el secreto.

—Bien, muy bien —dijo ella.

Y nos dejó con nuestros juegos y quimeras.

Al día siguiente mi madre me anunció con expresión satisfecha:

—Tengo una buena noticia: vas a dar clase con tu amiga, ¿eh? ¿Qué te parece, Maytechu?

Cuando me acerqué a la casa para la primera lección me temblaban las piernas de pura felicidad. Apretaba los cuadernos de tapas brillantes que mi madre me había comprado.

—Cuídalos bien, te han de durar.

Edurne me acompañó hasta una salita del piso de arriba que resultó ser el cuarto de estudios de los Irigoyen y el lugar donde daríamos las clases de inglés. El señor Peñalba, el profesor, era un pelirrojo con piel pecosa, ojos marrones y unas cejas casi invisibles. Tenía una actitud reservada pero era muy amable y hablaba siempre en un tono de voz suave, lo que hacía que aquellas desconocidas palabras sonaran como un idioma mágico.

Al cabo de un tiempo, después de una de las lecciones, doña Solita me felicitó delante de mi madre por el empeño que ponía en aprender. Tras marcharse la señora Irigoyen, mi madre me abrazó para darme la enhorabuena.

—Hija, ¡cómo me gusta que te esfuerces y trabajes! Así llegarás a ser persona de provecho.

Julia me observaba, complacida.

—Madre, no me esfuerzo. Lo hago porque quiero ir siempre a esa casa. ¡Es todo tan grande, tan bonito!

—Mayte, debes agradecer todas las bondades que tiene contigo doña Solita, pero ten presente que aquella no es tu casa. Tu sitio es este.

De nuevo, la otra Mayte, antes de que yo pudiera reprimirla, aquella que estaba enfadada con el mundo, se desbocó con una furia incontenible.

—¡No quiero estar aquí!

—Pero Mayte… —comenzó mi madre.

La interrumpieron mis gritos.

—¡No, no, aquí todo es pequeño y feo! Yo quiero tener vestidos bonitos, quiero ir de excursión a Francia, quiero ver películas… —Me paré un instante, miré fijamente a Marichu y le lancé—: ¡Quiero ser hija de Solita!

Una sonora bofetada me devolvió a la razón. Allí estaba Julia convertida en una diosa vengadora, con la mirada echando chispas. La había visto enfadada en otras ocasiones, pero nunca de ese modo, con esa fuerza justiciera.

Mi madre no decía nada.

Su mirada henchida de tristeza me perseguiría durante años.