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La complicidad

Mi vida en el colegio se desenvolvía sin problemas. Descubrí que me gustaba estudiar, y espoleada por las ansias de saber de Julia, nos adentramos en un juego que consistía en una suerte de intercambio de conocimiento.

Poco a poco, entendí la diferencia que existía entre las niñas que entraban por la puerta principal y nosotras, que lo hacíamos por la de atrás. Cuando la campana anunciaba el final de las clases, yo me acodaba en la ventana y las veía marcharse, alegres, confiadas, las unas en sus coches particulares y las otras en el autobús del colegio, charlando, riendo, haciendo planes para el paseo o el cine del sábado.

Yo me sentía fuera de ese mundo. Y lo que era peor: tenía la certeza de que nunca sería el mío. Sin embargo, de vuelta a casa, todo parecía cobrar sentido. Mi madre nos esperaba con su sonrisa y sus cálidas caricias, y, extrañamente, yo me sentía acogida en la mansión de los Irigoyen.

Edurne, la cocinera, me llamaba cuando tenía galletas recién horneadas, pues sabía que me encantaban. Allí, al sabroso aroma, acudían también los hijos de la casa, Martintxo, Laura y el pequeño, Pello. Y se organizaba una tertulia, en la que ellos hablaban de películas que yo no había visto, de excursiones en pandilla para hacer una chocolatada que yo no haría, y de visitas a Francia, que, por lo que ellos contaban, se me antojaba el paraíso que yo nunca vería. Pero ellos me trataban como si yo fuera una más. En esa casa no sufría la distancia que las diferencias imponían en la escuela.

Edurne, solícita, me acariciaba la cabeza, y cuando ellos se habían marchado, me daba doble ración de las codiciadas galletas. Yo volvía a casa con el trofeo, pero con un cierto resquemor en el corazón que no sabía bien de dónde procedía.

Un día, era sábado, mientras comíamos las tres, me atreví a preguntar:

—Madre, ¿por qué no vamos también nosotras al cine? Debe de ser muy divertido…

—Me parece buena idea, Mayte, pero tendrá que ser en una ocasión muy especial. Iremos el día de tu cumpleaños.

—¡No, no, hay que esperar mucho! ¡Es en julio!

—Hija, es muy caro. No nos lo podemos permitir.

—Esta tarde iremos a jugar con las niñas de Trincherpe —intervino Julia—. ¡Venga, te acompañaré!

—¡No quiero! —contesté, irritada—. Son muy aburridas, y no tienen ningún juguete. ¿Por qué lo niños Irigoyen tienen tantos juguetes, van al cine y hacen tantas cosas que yo no puedo hacer?

Fue Julia quien respondió a mi demanda:

—Mayte, sé razonable. Tienes que aprender a esperar. Ya verás cómo, poco a poco, nuestra vida irá mejorando. Hoy jugarás con las niñas de…

—No quiero esperar —interrumpí—. Además, Izaskun, la cocinera del cole, dice que no tenemos que tratar a esas niñas, que son tipula —dije, enojada por la falta de conocimiento de mi hermana.

No tendría que haberlo dicho. Antes de que mi madre pudiera intervenir, Julia gritó con un furor desconocido:

—¡No vuelvas a decir eso en tu vida! ¡No sabes lo que dices!

Yo acerté a balbucir:

—Pero… pero lo dice Izaskun.

—¿Sabes lo que significa tipula? —continuó mi hermana—. Quiere decir «cebolla», y les llaman así porque son tan pobres que solo pueden comer pan untado con cebolla.

—¿Por qué son tan pobres? —pregunté, asustada por la ira de mi hermana.

Esta vez fue mi madre quien aclaró mis dudas:

—Son personas que vienen de otros lugares de España porque en sus pueblos no hay trabajo y tienen que dar de comer a sus familias.

—Piensa que su pobreza no es una enfermedad —añadió Julia, más calmada—, que, al ser personas que sufren, hay que tratarlas con más cariño, y ayudarlas en lo posible. Desde luego, no hay que ofenderlas con el desprecio que demuestra Izaskun.

Entonces mi madre quiso completar la lección que me estaban dando:

—Tu padre y yo también vinimos aquí para intentar progresar y daros una vida mejor…

Y ahí fue cuando toda la rabia que se había ido acumulando en mi interior, y de la que ni yo misma era consciente, explotó con la violencia de un volcán:

—¡Si mi padre…! ¡No es ya mi padre! ¡Él tiene la culpa de todo! De que seamos pobres como las niñas de Trincherpe, de que no tenga juguetes como los Irigoyen, de que no pueda ir al cine como las niñas ricas del colegio… ¡Él tiene la culpa de todo!

Esa tarde la pasé cobijada bajo las ramas de los castaños, esperando a una cigüeña que no apareció.

Unos días después, no sé si a consecuencia de mi estallido de rabia y rebeldía, aparecieron dos novedades en mi vida.

Edurne era una mujer cálida que había entendido mi corazón desolado y las enormes dificultades que mi madre debía sortear. Con los años, he comprendido que fue ella quien medió para que en Uran Etxea cambiara ligeramente la actitud hacia nosotras.

La primera vez que Laura Irigoyen se acercó a traerme una de sus muñecas, pensé que el mundo era un lugar maravilloso. Laura era rubia como su madre, y sus ojos azules y su sonrisa espontánea iluminaban su rostro de niña plácida.

La madre Asunción, por su parte, me llamó a su lado y me hizo muchas preguntas. El resultado fue que todos los sábados yo volvía a casa con un libro que tenía que leer y devolver el lunes. Julia llevaba dos años haciendo lo mismo. Mi madre se unió con entusiasmo y voracidad a nuestra actividad. Luego comentábamos nuestras lecturas durante toda la semana.

En una de esas sesiones apareció doña Solita, quien, al ver nuestro interés, ofreció prestarnos los libros de sus hijos. Y así fue como, a las lecturas de las buenas monjas, añadimos las extraordinarias aventuras de Julio Verne, o las épicas de Walter Scott, que me abrieron un mundo desconocido en el que ya no necesitaba aguardar a mi cigüeña, pues a través de las mágicas palabras de tinta, me trasladaba a todos los confines de la Tierra y del tiempo.

Descubrí el mundo medieval y caballeresco con Ivanhoe y Quentin Durward; los abismos marinos con Veinte mil leguas de viaje submarino, y los países lejanos, en los que bellas princesas eran salvadas por intrépidos señores, con La vuelta al mundo en ochenta días.

Mi madre observaba, atenta, el efecto que en mí producían dichas lecturas, y años después supe que también existía un coro de «hadas buenas», compuesto por la madre Asunción, Edurne y doña Solita, que asesoraban a Marichu en mi educación.

Llegó el verano, y con él el calor y el buen tiempo. Los domingos mi madre nos llevaba a la playa de la Concha, donde yo me reencontraba con la mar adorada. El espectáculo de la bahía inundada de sol, las aguas relucientes y la isla de Santa Clara flotando en el mar azul zafiro, me dejaban sin aliento. De nuevo la contemplación de la belleza me reconciliaba con el mundo. Algo en mí se conmovía y me incitaba a la bondad. La armonía del universo cauterizaba mis heridas y resquemores.

Julia se sentaba, tranquila, junto a nuestra madre, conversando y acompañándola como era su costumbre. La playa estaba abarrotada y mi madre me recomendaba:

—¡Ten cuidado! Fíjate bien dónde estamos. ¡No vayas a perderte!

Yo pasaba entre las filas de toldos de rayas de colores verdes, azules y blancos, donde se sentaban las familias alrededor de unas mesitas llenas de los típicos manjares de un día en la playa: una dorada tortilla de patatas, unos filetes empanados, que para mí encerraban toda bondad gastronómica, y unas crujientes bolsas de patatas que ofrecían unos activos vendedores. Cuando aparecía el barquillero, se desataba el delirio de los más pequeños, y también el de los mayores, pues caían en la tentación de las aromáticas garrapiñadas, para tomarlas con el café que salía, humeante, de los herméticos termos.

Yo miraba a esos seres felices sintiendo la angustia del abandono, pero en seguida la corriente de la vida me llamaba con fuerza desde la mar. Y entonces me precipitaba entre la espuma de las olas, sintiéndome el habitante más feliz del planeta. Imaginaba que era un delfín, como esos de los que hablaban los libros, y que recorría diversos mares donde encontraba criaturas marinas desconocidas, las cuales me aceptaban como a su igual. Me deslizaba entre las aguas silenciosas, encontrando en ellas la paz que muchas veces ansiaba en el mundo de los hombres. Las algas de esa mar, verdes y sedosas, las transformaba en inusuales tocados o refinados broches que adornaban mi traje de baño.

La isla de Santa Clara, en el centro de la bahía, flotaba majestuosa, como una reina marinera que pudiera en cualquier momento soltar amarras y navegar, mar adentro. De vez en cuando, entre chapuzón y chapuzón, miraba en lontananza para comprobar que seguía ahí, la isla silente y acogedora, mi isla. Y me decía a mí misma: «Algún día lograré que madre me deje nadar hasta allí, hasta los confines del horizonte.» Se me antojaba que en ese lugar solo podía existir amor y felicidad.

Una única cosa me molestaba sobremanera: la incómoda falda plisada que me obligaban a ponerme sobre el traje de baño, y que me impedía moverme libremente cuando venían las olas. Ni corta ni perezosa, salí del agua, me acerqué a mi madre, y de un tirón me quité la fastidiosa prenda.

Julia la cogió al vuelo y me dijo:

—Póntela. Si las monjas se enteran… ¡Menudo lío!

—¿Por qué? ¡Me voy a hundir con esa tela mojada!

—Son las normas, Mayte. Nos aceptan en la escuela, nos dejan libros para que nos distraigamos, pero tenemos que hacer lo que dicen.

—Pues es una tontería.

Aunque lo dije para salvar la cara, tuve que obedecer. Lo peor que podía pasarme era quedarme sin baño, sin las lecturas que iluminaban mis domingos, y encima conseguir que Julia se disgustara.

Me encaminé refunfuñando a la orilla, pero antes mi curiosidad me hizo dar otro paseo por delante de los toldos. Unas facciones que yo creía olvidadas aparecieron ante mí. Pero no me miraba. Ya no existía para él. Estaba embobado contemplando a una mujer joven que sujetaba con ternura su mano. Parecían felices, viviendo a espaldas de nuestro dolor. No habíamos sabido nada más de él, ni jamás se había vuelto a preguntar si habíamos salido adelante en la extrema dificultad en la que nos había abandonado.

Aquel que hubiera debido protegernos nos había dejado en la estacada. Un odio amargo, intenso, llenó mi corazón. Di media vuelta y, como hiciera en anteriores ocasiones, me sumergí en la mar para que enjugara mis lágrimas.

Cuando volví, mi madre me dijo preocupada:

—Has estado demasiado tiempo en el agua… Tienes los ojos rojos de la sal. Anda, ven que te seque.

Con suma dulzura, me secó el pelo con una toalla y me envolvió en otra más grande que había tenido al sol.

—Para que estuviera calentita —me susurró—, cuando a mi sirena le diera por volver a la tierra…

«Jamás querré a nadie como la quiero a ella —pensé, y en seguida decidí—: él está muerto. Ya no tiene nombre. Nunca me casaré.»

Así fue como, en mi mente de niña, enterré a mi padre.

Cuando llegó el otoño, reiniciamos el colegio y la rutina, que yo tanto esperaba, de los libros del domingo. En ese jueves, yo elucubraba con ilusión cuál me tocaría esta vez. Si me daba prisa, podría intercambiarlo con el de Julia, y así leería dos.

Estábamos sentadas tomando un chocolate caliente, pues el día había estado húmedo y desapacible, y oímos que llamaban a la puerta. Sorprendí una mirada cómplice entre mi madre y mi hermana, en el momento que Sebas, el jardinero, me dijo:

—Anda, corre, que el ama quiere verte.

Siempre me gustaba ver a doña Solita; me encantaba su hablar pausado; su presencia reconfortante, como si no conociera la dificultad de la vida; su perfume, y sobre todo, sus brillantes ojos azules, que, como los de su hija, destilaban bondad.

—Mira, pochola, creo que te va a gustar lo que voy a proponerte.

Y me miró. Aguardando. Ella nunca ordenaba, sino que aconsejaba, proponía o sugería. Yo, por mi parte, quedé pendiente de sus labios.

—El domingo vamos a ir a casa de unos amigos. ¿Quieres acompañarnos? Creo que te gustará.

—¿Qué hará mi hermana Julia?

—Que venga también. Díselo tú como si hubiera sido idea tuya.

—Pero mi madre se quedará sola en domingo…

—Bueno… que hable conmigo.

Al contarle la conversación, mi madre se quedó desolada:

—Pero niña… —yo odiaba que me llamara niña—, ¿cómo te has atrevido a pedir tanto?

Y se fue rauda a remediar el descaro de su hija.

Más tarde, madre me contó que Solita la esperaba con gesto afable.

—¡Menuda chica espabilada tienes! —comentó Solita, divertida.

—Ay, doña Solita… ¡Ya puede usted perdonarla! ¡Qué ocurrencia, meternos a todas en la excursión!

—No te preocupes. Lo que ha hecho habla en favor de la pequeña. Os quiere y desea compartirlo todo con vosotras.

—Es una niña que ha sufrido mucho la ausencia de su padre. Y lo que más me inquieta es que guarda tal rencor, que desde hace un tiempo se niega a hablar de él.

—Deberás tener paciencia y tino para que lo olvide poco a poco —prosiguió Solita—. Unas personas son más sensibles que otras.

—Sí, sí, claro… Es cuestión de tiempo.

—Marichu, que nos acompañen las dos niñas, así Mayte se sentirá más a gusto. Vamos a ir al caserío de unos buenos amigos, con los que tengo confianza, pero tampoco puedo abusar y llevar una tropa.

—Doña Solita, le agradezco de corazón todo lo que hace por nosotras. Ni por un momento se me ocurrió complicarles la existencia. Hemos logrado vivir en paz gracias a usted… y a la madre Asunción.

—Te repito, no te aflijas. Además, déjame decirte que tienes dos hijas extraordinarias, tú lo sabes, y haré lo que esté en mi mano para ayudarte a que estudien y el día de mañana puedan valerse por sí mismas.

—El Señor pone ángeles en mi camino…

Marichu no pudo terminar la frase. La emoción de verse apoyada y protegida por alguien que, hasta unos meses antes, era una perfecta extraña, le conmovió sobremanera.

Solita la tomó de la mano:

—¿Cómo no voy a respaldarte? Eres una mujer valiente con dos niñas a tu cargo… A fin de cuentas, ocupándome de ellas yo también las disfrutaré. ¿Ves lo egoísta que soy?

Un sentido abrazo selló la amistad de las dos mujeres. Con el tiempo, una avisaría a la otra de un grave e inminente peligro.