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—Señor Calmar.

—Sí, señorita.

La señorita Denave había entrado en su despacho con tal discreción que él no se había percatado y se sobresaltó. Ella había tomado la precaución de llevar un bloc de taquigrafía y un lápiz.

—¿Se acuerda usted de lo que le dije ayer en la estación?

—Creo que sí… —murmuró azorado y desviando la mirada.

—Quiero que sepa que no eran solo palabras.

No cabía duda de que lo había planeado todo, pues llevaba un vestido que nunca le había visto e iba más maquillada que de costumbre. Puede que el maquillaje no hiciera su rostro menos ingrato, pero el vestido, muy ceñido, resaltaba un cuerpo que él jamás habría sospechado.

—Necesito hablar con usted, señor Calmar, y empieza a ser urgente.

—La escucho.

—Ahora no. Cualquiera puede entrar por la puerta en cualquier momento. —Le sonreía, discreta y cómplice, convencida de que él comprendía su discreción—. Se me ha ocurrido una idea. Hoy es sábado y esta tarde los despachos estarán vacíos.

—A menos que el jefe…

—El señor Baudelin se ha marchado a Brézolles y no regresará hasta el lunes por la mañana. Yo misma he mecanografiado las cartas y los telegramas que han fijado su agenda.

La miraba aterrado y se preguntaba adónde quería ir a parar.

—Puede decirle a su mujer que tiene un trabajo urgente y que debe hacer horas extraordinarias. Yo ya me he puesto de acuerdo con el señor Challans…

—¿Con respecto a qué se ha puesto de acuerdo con él?

—Le dije que me había retrasado con el archivo y que prefería trabajar una hora o dos más esta tarde en vez de quedarme después de la jornada la semana que viene.

—Pero…

—¿A las dos?

Parecía que él la cortejara desde hacía tiempo y que ella le concediera por fin la cita anhelada.

—Es que…

—Comprendo que esté turbado. ¡Ya verá! Hasta la tarde pues.

Como se hallaba un poco aturdido, se le olvidó comprar La Tribune y, después de beberse no dos, sino tres aperitivos, se le pasó por alto tomarse la pastilla de clorofila que, sin embargo, llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué te pasa, Justin?

—Nada. solo que esta tarde debo ir a la oficina para un trabajo tonto… Esta mañana hemos recibido el nuevo catálogo de Sears-Roebuck, que este año pesa más de un kilo. El jefe quiere que le presente una lista con las novedades el lunes por la mañana…

—¡Bah! De todas formas, está lloviendo.

Él tardó en entender la respuesta.

—¡Aquí tampoco habrías hecho mucho! No pasan nada bueno por televisión y les he prometido a los niños que los llevaría a merendar a Clémence.

Durante la comida estuvo como ausente. Luego se presentó en la Avenue de Neuilly veinte minutos antes y le preguntó al guarda:

—¿Ha llegado la señorita Denave?

—No, señor. ¿Tiene que venir?

—Debemos acabar un trabajo urgente. ¿Ha visto al jefe?

—Se ha marchado esta mañana sobre las diez con el señor Marcel.

Recorrió una y otra vez el despacho, azorado, inquieto y, por añadidura, consciente de lo ridículo de la situación. Pero ¿acaso no había sido ridículo toda la vida? ¿No habían comenzado a burlarse del Gusano desde el parvulario?

Oyó los pasos de la señorita Denave en la escalera, se detuvo en medio del despacho y, a continuación, la oyó moverse en el suyo propio antes de abrir la puerta.

—Escuche, Justin, perdone que le llame así, pero hoy no puedo llamarlo de otro modo. —Se la veía nerviosa y sobreexcitada y manoseaba un pañuelo rematado con una delicada puntilla—. Mire, no puedo soportar ver que es usted desdichado. ¿Lo entiende? Estoy segura de que se ha dado cuenta de que lo amo. Y, por su parte, usted no ha hecho nada para desalentarme…

Calmar tuvo de pronto la impresión de estar adentrándose en un espeso banco de niebla. Oía las palabras, entendía su significado y, sin embargo, no conseguía creer que aquella escena estuviera sucediendo. Sentía deseos de gritar: «¡Está usted loca! ¡Completamente loca!», y a continuación coger su sombrero y su abrigo y marcharse, salir al aire libre, donde se hallaría entre personas normales que no le soltarían tales discursos.

—Algunos compañeros me compadecen porque estoy sola, pero no se dan cuenta de que quien más solo está aquí es usted. ¿Verdad, Justin?

—No lo sé, no entiendo…

—Claro que lo entiende. Hace ya meses, desde que regresó de vacaciones, que busca a alguien a quien confiarle… Debe de ser terrible tener un secreto como el suyo oprimiéndole el corazón. Seguro que primero pensó en su mujer, quizás en su amigo Bob, pero no fue capaz. —Estaba tan agitada que le brillaban los ojos; no tardaría en echarse a llorar—. Adoptó usted la costumbre de llamarme a mí en lugar de a las otras secretarias, y me estudiaba… Esas cosas no le pasan inadvertidas a una mujer. Y, en varias ocasiones, estuvo a punto de decirme algo.

—Le aseguro, señorita…

—¡Chist! ¿Y si le dijera que sé…?

—¿Que sabe qué?

—Tal vez no sepa toda la verdad, pero tengo una intuición.

—¿Se imagina usted que hay otra mujer en mi vida?

—¡Ahora ya no! Quizá tuvo una amante entre finales de agosto y principios de septiembre. Supongo que la conocería en Venecia o en el tren de regreso. Volvió cambiado. A causa de esa mujer, necesitó dinero. Perdone que me meta donde no me llaman, pero ¿soy acaso culpable de amarlo y de que sea usted el único hombre por el que me he sentido atraída en la vida? —Se hallaba a un metro escaso de él y lloraba sin pensar siquiera en enjugarse las lágrimas—. Eso quería decirle a solas. No sé a ciencia cierta de dónde ha sacado el dinero, pero lo sospecho. Como es usted honrado, siente remordimientos, no tanto por temor a que lo descubran, sino porque se pregunta cómo se las arreglará para devolver el dinero gastado. Escucha, Justin… —Ahora lo tuteaba. Se acercó a él y se echó en sus brazos—. Cuento con un dinero ahorrado que no necesito, gracias a que mi madre y yo hemos vivido modestamente. Y como nunca me casaré… —prosiguió sin dejar de llorar.

Calmar no se atrevía a soltarse. Lo embargaba la emoción, no tanto por lo que ella le decía como porque, de pronto, se compadecía de sí mismo.

—Podrás devolver lo que has gastado. Volverás a estar tranquilo y de buen humor. Eres fuerte, lo sabes perfectamente, y sería una estupidez que te dejaras abatir por un pecadillo.

—Pero…

—El maletín, ayer, en la Gare de l’Est… —Ella lo miraba a través de las lágrimas y, de improviso, pegó sus labios sedientos e inexpertos a los de él—. ¡Chist! No digas nada. Me lo explicarás dentro de un rato, ¿no? Juntos tomaremos las medidas oportunas. —Volvió a besarlo. A pesar de su corta estatura y de su cuerpo menudo, tenía una fuerza insospechada, y ambos acabaron rodando por la moqueta—. ¡Tómame, Justin! ¡Hace tanto tiempo que espero este momento! ¡Te lo suplico!

Sintió vértigo. Ya no se enteraba de nada. Su mano iba subiendo por un muslo caliente y, bruscamente, la poseyó mientras ella emitía un grito agudo.

A los treinta y dos o treinta y tres años seguía virgen. Él se avergonzó, pero ella lo apretaba tan fuerte contra sí que le era imposible soltarse. No podía respirar.

Cuando ella le permitió levantar la cabeza, sobre la alfombra descubrió los zapatos de un hombre, luego las piernas, la chaqueta y, por último, el rostro inexpresivo del señor Baudelin.

Se puso en pie con torpeza. La señorita Denave se quedó aún unos instantes en el suelo mientras se bajaba lentamente la falda, que tenía remangada hasta el vientre.

—Le pido disculpas, señor Baudelin…

Entonces se le apareció bajo su auténtica luz lo grotesco de la situación, lo grotesco de todo lo que acababa de suceder, de cuanto ocurría desde que tomó el tren de Venecia, lo grotesco de su vida, en suma, y tal vez de la vida de los demás.

Como cuando le dio la bofetada a Mimoune, no tuvo tiempo de reflexionar ni de dominarse. Se abalanzó hacia la ventana, que abrió con torpeza, y se encaramó a ella. Llovía. El pavimento estaba mojado. Oyó un grito, casi idéntico al que había oído al penetrar a la señorita Denave. En medio de la confusión empezó a destacarse la flaca silueta roja de una niñita que agitaba la mano mientras lamía un helado.

Épalinges (Vaud), 3 de junio de 1965