Tenía traje, zapatos, abrigo y sombrero nuevos, pero eso no le proporcionaba el menor placer. La mañana que se los puso para ir al despacho casi se avergonzó.
Debido a la broma que le había gastado Bob a propósito de su chaqueta de tweed, encargó ropa más convencional y muy de vestir, e incluso cometió la ridiculez de acudir al sastre de François Challans.
Cuando era joven, lo vestían de los pies a la cabeza una vez al año, en Pascua, excepto el abrigo, que se compraba por Todos los Santos.
Los niños también estrenaban ropa. Ya solo hablaban de la Navidad, como la radio y la televisión. Había árboles navideños en todos los escaparates, guirnaldas luminosas tendidas sobre las calles comerciales y, en la explanada de Notre-Dame, un abeto gigante, el mayor del mundo, según la prensa.
Dominique era feliz con su abrigo de gato montés. Se había comprado una toca a juego que, colocada de través sobre sus cabellos rubios, le confería un aspecto más dulce, frágil y tierno. Vestida así, recordaba a las mujeres elegantes de las ilustraciones antiguas que aparecían en un trineo, arropadas entre pieles, con las manos hundidas en un manguito y con aspecto friolero.
Pero ¿era ella tan dulce y tan tierna?
Es cierto que velaba por su salud y que se preocupaba en cuanto él daba la menor muestra de nerviosismo o de abatimiento, como últimamente ocurría siempre sin que él pudiera explicar por qué.
Ese estado no solo se lo provocaba el temor a que el asunto de Lausana terminara mal. Los billetes del portafolios habían acabado por pasar a un segundo plano e ir cada cuatro o cinco días a cambiarlo de estación se había convertido en algo mecánico. A veces incluso se equivocaba y se dirigía hacia la estación Saint-Lazare antes de acordarse de que el último depósito lo había hecho en la estación de Lyon.
Bebía por beber y se sentía más deprimido a medida que se acercaban las fiestas.
—Ya os he dicho que no, niños. No podemos ir a la montaña. Aunque los niños tengan vacaciones, las personas mayores no las tienen.
Bib había dictado a su hermana una lista que ocupaba toda una página con los regalos que quería; como era evidente, no faltaban las panoplias de las series que veía en la televisión.
—Ahora que papá gana mucho dinero…
Porque, para explicar la ropa nueva, su madre les había dicho:
—Vuestro papá ha trabajado tan bien que su jefe ha decidido darle un aumento.
—¿Qué es un aumento, mamá?
—Le paga más dinero cada mes.
—Entonces, ¿nos vamos a cambiar de piso?
—¿Por qué lo preguntas?
Bib debía de recordar conversaciones en las que había sorprendido a sus padres charlando sin sospechar que él los escuchaba. A menudo habían planeado, para ese día tan lejano en que «serían ricos», comprar una casita en los alrededores de París o también, como Challans, un piso en un edificio nuevo.
En cuanto a Josée, llamó a su padre aparte.
—¡Gracias, papá! Me alegro de todo lo que has hecho por nosotros, pero tengo miedo de que te canses demasiado. No te burles de mí si digo alguna tontería —prosiguió incómoda después de un silencio—. No puedo evitar pensar, y muchas veces pienso en ti. ¿Es verdad que uno se puede morir de cansancio?
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nadie, pero a menudo he oído que mamá suspiraba y decía: «Me muero de cansancio». Sin embargo, mamá no tiene tanto trabajo ni tantas preocupaciones como tú. Ir a la oficina es más duro que ir al colegio, ¿verdad? Y, en la escuela, sobre todo si hemos hecho cálculo, a veces me siento tan cansada que me entran ganas de llorar y, con la cabeza sobre el pupitre, me pregunto si me voy a morir. Eso no pasa nunca, ¿verdad?
—Nunca, cariño. La oficina, por más que diga tu madre cuando por la noche armáis demasiado alboroto, no cansa más que la escuela.
Los días eran grises y llovía mucho, pero cuando escampaba, el cielo era de un blanco crudo y el cierzo barría las calles.
Calmar estaba triste, y su tristeza era indefinible. Con más frecuencia de lo normal, pensaba en las clases del Liceo Carnot y en la existencia que llevaba entonces y a la que Mimoune había puesto fin.
¿Qué habría sido de Mimoune? ¿Habría ingresado, igual que su padre, en la alta administración y se dedicaría a la política? ¿Se lo encontraría algún día convertido en ministro? Esa hipótesis, que resultaba probable, lo afligía sin motivo.
En ciertos momentos, el misterio del que se veía obligado a rodearse le procuraba cierta excitación, incluso el mero acto trivial de abrir La Tribune; pero ahora se estaba preguntando si valía la pena continuar.
También se preguntaba…, pero eso era más vago aún. De aquella fortuna que aguardaba amontonada en el maletín de la Rue Beaumarchais en definitiva no había gastado más que algunos billetes.
Aún quedaba dinero suficiente para comprar diez casas de campo o diez pisos como el de Challans en La Celle-Saint-Cloud. Toda la familia habría podido vivir en un pueblo del Midi, donde Calmar no tendría más ocupación que ir a pescar.
Nunca había ido a pescar, ni siquiera de niño, quizá debido al oficio de su padre y al apodo de Gusano.
No se sentía exactamente desalentado, sino presa de una lasitud, una melancolía que le habría gustado calificar de cósmica.
Se hallaba en una gran ciudad, con más de cinco millones de hombres, mujeres y niños a su alrededor. Cuatro veces al día se integraba en el flujo de coches que iban a alguna parte sin que pudiera saberse adónde. Todos se dirigían a algún sitio, todos se apresuraban. Todos trabajaban para adquirir cosas mientras la televisión exaltaba los beneficios de los deportes de invierno y las delicias de un crucero por el Mediterráneo o cualquier otro lugar.
Después del viaje a Venecia quedó harto del Mediterráneo. Nunca había practicado deportes de invierno y no se imaginaba con unos esquíes y cayéndose aparatosamente cada cinco metros, para gran regocijo de sus hijos.
Prefería su piso de la Rue Legendre, aun cuando no fuera del todo suyo, ya que se lo habían cedido sus suegros; en realidad, aquel no era un piso Calmar, sino un piso Lavaud.
Dominique era una Lavaud y lo seguiría siendo a su pesar. La prueba estaba en el terror que le inspiraba el juego debido a que su abuelo se había arruinado, aunque, en el fondo, su ruina habría podido deberse a una mala administración.
Los Lavaud, o por lo menos el padre de Dominique, no eran inteligentes. Tenían sus propias verdades, que eran las de la familia, y nadie podía discutírselas ni ponerlas en tela de juicio.
—Hijos, yo os aseguro que…
Y ese «os aseguro» perentorio era la voz de la sabiduría y de la experiencia.
La idea de seguir viendo a sus suegros cada domingo y de ir a pasar con ellos el día de Navidad, entre clientes desconocidos para él pero no para el padre de Dominique, le resultaba tediosa.
En definitiva, estaba harto de todo y de nada en concreto, y se preguntaba si iba a seguir llevando el traje y el abrigo nuevos que hacían que se sintiera disfrazado.
La única que lo observaba con una admiración beatífica y se precipitaba en su despacho cuando se presentaba la menor oportunidad era la señorita Denave, la más fea de las mecanógrafas.
También ella se enamoró primero de Bob, como Dominique, y Justin no podía evitar preguntarse qué tenía Bob que atraía tanto a las mujeres.
Él también fue soltero y tuvo sus amoríos, pocos, sobre todo relaciones de un día o de como mucho una semana, que se veía obligado a interrumpir porque sus compañeras se tomaban enseguida las cosas en serio.
A Bob no le hablaban de matrimonio de buenas a primeras. Con él las mujeres se mostraban alegres y juguetonas y se esforzaban por gustarle, y eso que él no se metía en gastos extraordinarios por ellas, nunca les preguntaba dónde querían cenar, sino que se limitaba a llevarlas a un restaurante de su gusto, donde además era él quien encargaba lo que le apetecía. Tampoco les preguntaba qué querían hacer; sencillamente hacía lo que a él le venía en gana. Y, cuando se hartaba, se zafaba con una pirueta.
¿Era feliz Bob? Justin sospechaba que no, a pesar de su egoísmo tan meticulosamente organizado.
¿Y Calmar? ¿Acaso era él feliz? ¡Y no se refería solo al periodo que siguió a Venecia y a aquel ridículo asunto del tren! Ni siquiera se planteaba esa pregunta, o lo hacía muy rara vez, y cuando se la planteaba, se apresuraba a pensar en otra cosa, en las múltiples e insignificantes preocupaciones que le daban su vida familiar y su trabajo.
Y así seguirían las cosas… Josée, a quien empezaba a despuntarle el pecho, seguiría creciendo hasta convertirse en una jovencita que exigiría poder salir por las noches con sus amigos.
«¿Se lo permites, Justin? ¿Crees que una casa donde no se vigila a los hijos y se les deja bailar hasta la medianoche es el hogar adecuado para una jovencita?».
¿Y ella? ¿Qué hacía Dominique hasta la medianoche cuando Calmar la conoció? Pues se acostaba con Bob, y a veces, gracias a la complicidad de una amiga con quien se suponía que se quedaba a dormir una o dos veces por semana, pasaba toda la noche en casa de Bob, hasta la hora en que debía acudir a la tienda de guantes del Boulevard Saint-Michel.
Él, en cambio, tuvo que esperar un mes.
«Mire, Justin, aún no sé si estoy enamorada. Es usted un buen amigo y en su compañía me siento segura. Parece un hombre sólido, en quien una puede apoyarse».
¿Y Bob? ¿Se había preguntado ella si estaba enamorada? ¡Seguro que no!
En resumidas cuentas, desde el primer día, Calmar se había perfilado como un posible marido; y era al futuro marido, y no al hombre, y mucho menos al amante eventual, a quien ella ponía a prueba.
No se lo tenía en cuenta. La quería, se había acostumbrado a ella y temía herirla. ¿No era eso el amor?
También temía su mirada demasiado perspicaz y la forma en que le hacía preguntas embarazosas en el momento más inesperado.
—Y, en el despacho, ¿no se han dado cuenta de que has cambiado?
—¿Por qué dices que he cambiado?
—Lo sabes perfectamente, Justin. Supongo que tiene que ver el dinero que has ganado con las carreras. Pero sigo sin entenderlo: cuando los niños y yo volvimos de Venecia, ya no eras el mismo.
—¿Ya jugabas entonces?
—Sí, creo que sí. No recuerdo bien la fecha.
—¿Conocías ya a Leferre?
—Desde hacía tiempo.
—Sin embargo, nunca te había pasado soplos.
—No necesariamente se tienen todas las semanas. O a lo mejor no me conocía lo suficiente.
—¿Alguna vez has ganado dinero y no me lo has contado?
—No me acuerdo, cariño. De ser así, se trataría seguramente de pequeñas cantidades.
—Pero eso significa que eres capaz de ocultarme algo.
¿Y ella? ¿Estaba segura Dominique de no ocultarle nada, de no haberle ocultado nada durante los trece años que llevaban juntos?
—Es extraño…
—¿El qué?
—Tú, todo… Hace quince días caí en la trampa con ese dinero que nos llovía del cielo… Me dije que sería una estupidez no aprovecharlo y no dejar que los niños lo aprovechasen. Confieso que me hizo ilusión comprarme un abrigo de piel, por el que habría tenido que esperar años. Pero ahora…
—Ahora, ¿qué?
—Nada.
Ella estaba a punto de llorar y él deseaba tomarla en sus brazos y decirle en voz baja: «Tienes razón. Oye, cariño, todo eso de las carreras no existe. Será mejor confesarte la verdad, que empieza a pesarme demasiado. Hay momentos en que siento tentaciones de gritársela a cualquiera, en el despacho, en la calle, en uno de los bistrots que frecuento todos los días para poder leer, encerrado en el lavabo, un periódico suizo. Soy rico, Dominique, pero no sé qué diablos hacer con mi dinero. Apenas si puedo disponer de él con prudencia y, aun así, en cualquier momento corro el peligro de recibir un disparo en la cabeza o de acabar en la cárcel. ¡Y eso sin haber hecho nada malo!».
En La Tribune del día siguiente se encontraría con la prueba de que corría ciertos riesgos.
DESENLACE INESPERADO DEL CRIMEN DE LA RUE DU BUGNON
Días atrás informábamos sobre la detención de un súbdito holandés, puesto a disposición del juez La Pallud a raíz del asesinato de una manicura de nuestra ciudad en la Rue du Bugnon.
Pero, poco después de iniciada la instrucción, el hombre, que no había hecho ninguna declaración, se ahorcó en su celda mediante la unión de unas tiras de tela recortadas de su propia camisa.
Se trataba de un tal Nicolas de V…, de treinta y cinco años, corredor de piedras preciosas, cuyo último domicilio conocido se hallaba en Amsterdam.
El hombre estaba casado y era padre de tres hijos. Interrogada por la policía holandesa, su mujer ha declarado que las actividades de su marido eran legales y que sus negocios lo obligaban a efectuar frecuentes viajes al extranjero. La mujer no recordaba dónde se encontraba su marido el 19 de agosto pero, que ella supiera, no había puesto los pies en Suiza desde hacía un año.
También ese hombre estaba casado, y tenía tres hijos, en lugar de dos. ¡Se había colgado en su celda después de cortar la camisa para confeccionar una especie de cuerda!
¿Y si no se hubiera colgado? ¿Y si lo habían colgado? ¿Y si era el único medio que se les había ocurrido para evitar que hiciera declaraciones comprometedoras?
¿Comprometedoras para quién? ¿Habría más dinero escondido en otros lugares, en otras taquillas, en otras estaciones europeas?
El desánimo hacía mella en él. Estaba harto. Se sentía tentado de acudir a la policía y quitarse aquel peso de encima de una vez por todas, pero no lo hacía por su mujer y sus hijos.
Ni siquiera sabía a qué pena se exponía. Además, nadie le creería, ni siquiera Dominique. Hacía semanas, meses incluso, que desconfiaba de él, que lo espiaba y se esforzaba por pillarlo en alguna contradicción con sus preguntas insidiosas. ¿Quién iba a creerlo entonces?
¿Bob? Su amigo seguía bromeando con él cuando iba a su despacho, cada vez entraba con menor frecuencia y, cuando soltaba sus chanzas, se intuía que no era del todo sincero.
—Estás casi tan guapo como nuestro flamante director general. ¿Qué te pasa? ¿Has heredado una fortuna? Una noche de estas, por cierto, deberías venir a cenar conmigo y mi nueva… Ven con Dominique, por supuesto. No te preocupes: esta es muy educada y no suelta palabrotas. Es incluso demasiado bien educada para mi gusto y exige que apague la luz antes de desnudarse. Resulta agotador, porque, una vez en pelotas, no tiene inconveniente en que encendamos todas las lámparas.
»¿Sabes a qué se dedica su padre? Es inspector de Hacienda. ¡Eso sí que es estar bien relacionado! Lástima que no pueda decirle que soy casi como de la familia…
Justin no se reía, ni siquiera esbozaba una sonrisa.
—¿Cómo está Dominique?
—Bien.
—¿Y los niños?
—Muy bien.
—¿Y tú? —Bob se reía—. Desde luego, hijo, si creyera en ellos, te enviaría a un psicoanalista. No cabe duda de que te encontraría algún complejo. Espero que no fuera el de Edipo, aunque no se lo digas a nadie, pero confieso que no sé en qué consiste exactamente el complejo de Edipo… Gages de una educación descuidada. Bromas aparte, deberías cuidarte. Todo el mundo se pregunta qué te sucede. Algún día saldrá a la luz. Entretanto, quiero que sepas que aquí estoy y que no solo me presto a escuchar confidencias sobre la almohada…
El señor Baudelin, en cambio, no decía nada. Se limitaba a observarlo a hurtadillas y salía del despacho de Calmar exhalando un suspiro. Así como odiaba que en sus establecimientos hubiera casillas vacías, también detestaba a la gente enferma y a las personas tristes.
«No se complique la vida, amigo mío, no se complique la vida», era una de sus frases favoritas.
El jefe había encargado a Challans —pues odiaba proceder personalmente en las ejecuciones— que despidiera a una mecanógrafa que, sin motivo aparente, prorrumpía en llanto en medio de un dictado. solo un año después, cuando esta había muerto, se enteraron de que se sabía enferma de leucemia y que dejaba una madre sin recursos. ¡Son cosas que pasan!
El viernes, Calmar abandonó temprano el despacho con el pretexto de que iba al dentista, pues tenía que cambiar el maletín de sitio una vez más.
Ahora le tocaba el turno a la estación del Este. Por una especie de fatalidad, no había ninguna estación cerca del trabajo o de su casa, de modo que se veía obligado a cruzar los barrios más concurridos de París una o dos veces por semana.
Aquella tarde se encontraba particularmente desanimado y a punto estuvo de atropellar a un vendedor de periódicos que se movía entre los coches fuera del paso de peatones.
No tuvo ánimos para cambiar de estación, que ya se hallaba atestada de gente con botas de montaña y ropa multicolor y que, con los esquíes al hombro, tomaba los trenes por asalto. Tanto es así que un esquí le hizo un arañazo en la mejilla.
Se agachó y retiró el maletín de la taquilla 27. Luego se dirigió hacia otra hilera y deslizó una moneda en la taquilla 62 para depositar allí su fortuna.
Ya no miraba a su alrededor. Desde hacía varios días era presa de cierto fatalismo y se preguntaba si para evitar tantas complicaciones y tantas idas y venidas agotadoras no podía dejar sencillamente el maletín, cerrado con llave, en un armario de su despacho.
Se propuso valorar esta opción durante el fin de semana, pues se había acostumbrado a reflexionar antes de dar un paso, tanto que se convirtió en una manía. Lo hacía sin darse cuenta, como si tuviera en la cabeza un pequeño mecanismo siempre en marcha, incluso de noche, ya que a menudo se despertaba sobresaltado, soñando con un peligro en el que aún no había pensado.
Con el cuerpo inclinado hacia delante, cerró la taquilla, deslizó la llave en su llavero y, justo cuando se enderezaba, vio ante sí el rostro de la señorita Denave.
—¿Se va de viaje, señor Calmar?
—¿Me ha seguido usted?
Había bajado la guardia, pues de lo contrario, no habría cometido la locura de hablar de ese modo.
—¿Yo? En absoluto. ¿No sabía usted que todas las tardes tomo un tren hacia Lagny, donde vivo con mi madre?
No lo sabía, nunca se había preguntado qué hacía Valérie después del trabajo. Esta lo observaba con atención y, al mismo tiempo, su mirada resultaba tierna, protectora.
—Está muy rojo. Seguro que ha venido corriendo. Yo también me he marchado del despacho antes de hora y he cogido el metro…
Sintió la necesidad de justificarse, sabía que no debía hacerlo, pero no pudo evitarlo. No soportaba aquel silencio, ni la mirada enamorada, estúpidamente enamorada, con que ella lo envolvía. Podría decirse que la enternecía sorprenderlo allí, como uno se enternece al descubrir a un niño que roba mermelada.
—He acompañado a un amigo al tren y, justo cuando se ha puesto en marcha, me he percatado de que me había quedado con su maletín en la mano, porque él iba cargado con dos maletas…
¿Lo habría visto sacando el maletín de la primera taquilla?
—Me alegro de verle, señor Calmar. No es lo mismo encontrarnos aquí que en el despacho.
—Buenas tardes, señorita Denave.
—Buenas tardes, señor Calmar. ¡Espere! Quiero decirle algo desde hace tiempo, pero nunca he reunido el valor suficiente. Aquí, entre la muchedumbre, resulta más fácil. Quiero que sepa que soy su amiga, que no tiene usted mejor amiga que yo y que haría lo que fuera para ayudarlo.
Sin aguardar a que respondiera o reaccionase, la mecanógrafa se precipitó hacia los andenes y desapareció entre los esquiadores ataviados con ropa de montaña.