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Pasó varias semanas de sufrimiento y de angustia. A veces, cuando estaba en el despacho, o bien en su casa sentado a la mesa, notaba que de improviso el sudor le cubría la frente, los nervios se le agarrotaban y un dolor le oprimía el pecho. En momentos como esos, cualquier mirada fija en él le resultaba insoportable.

Poco a poco se convenció de que el dinero era suyo, de que lo había ganado de forma legítima y de que era injusto e indignante no poder disponer de él para comprarse cualquiera de las cosas que deseaba desde hacía años o que quería regalar a su mujer y a sus hijos.

A veces llegaba a preguntarse incluso si los billetes estarían aún en el maletín.

Desde luego, la llave, que variaba cada cinco días, pues casi siempre elegía la taquilla en una estación diferente, no salía de su bolsillo, y Calmar vivía obsesionado por el temor de que Dominique le preguntase a qué correspondía.

Como pasado cierto plazo, un encargado abría las taquillas para depositar su contenido en la consigna, existía un duplicado de esas llaves o incluso una llave maestra. ¿No cabía la posibilidad de que uno de los encargados sintiera curiosidad al haber visto con cierta frecuencia a Justin por la consigna, abriera la taquilla y…?

Eso resultaba muy improbable, incluso inverosímil. Pero desde el día que fue a Lausana no dejaba de darle vueltas a todo, aun a las hipótesis más descabelladas.

No deseaba poseer una fortuna; ni por un instante se le pasó por la cabeza la posibilidad de cambiar algún aspecto de su vida o de dejar su puesto de trabajo, vivir en un piso distinto, descansar cómodamente en la Costa Azul o comprarse una casa en el campo.

Estaba acostumbrado a determinados sitios y a cierta rutina y se habría sentido fuera de lugar si algo hubiera cambiado.

Lo que sí deseaba con todas sus fuerzas era realizar sueños humildes, anhelos modestos que albergaba desde la infancia. Comprarse un modelo determinado de navaja, por ejemplo, como el que vendían cuando era niño en la tienda del tío Cachat, el dueño de la armería de Gien. Y de vez en cuando hacer regalos a sus hijos y a su mujer.

Los domingos que no iban a Poissy, disfrutaban mirando escaparates, perdidos entre la muchedumbre que por la tarde hollaba con sus pasos los Campos Elíseos, la Avenue Matignon o el Faubourg Saint Honoré.

—Mira, papá.

Aunque señalaba una baratija que no costaba más que unos pocos francos, la madre tiró de Josée.

—¿Qué harías con eso? Mira que si tuviéramos que comprar todo lo que te apetece…

Pero ¿acaso Dominique misma no se detenía delante de un bolso o un pañuelo de Hermès o de alguna otra marca?

Esas pequeñas cosas eran precisamente las que más placer les habrían proporcionado. A Calmar le habría encantado comprárselas sin largas discusiones y sin titubear, como siempre que había que decidir una compra. Le habría gustado empujar la puerta de la tienda y señalar un objeto sin preguntar el precio.

Cada vez pensaba con más frecuencia en los ladrones de Boston y no podía evitar admirarlos. Le parecía injusto que estuvieran encerrados diez años por lo menos sin haber tocado siquiera un solo billete, sin haberse concedido la menor satisfacción ni antes ni en el futuro.

Y pensaba en aquel pobre hombre, el cómplice que los había traicionado en un momento de debilidad, porque, aturdido, una semana antes de la fecha en que se archivaría el caso no pudo resistir la tentación de actuar como un hombre rico.

En octubre, tampoco él consiguió resistirse del todo. Era la segunda o tercera vez que iba a la Gare Saint Lazare, cuando se llevó el maletín al lavabo y lo abrió, supuestamente para comprobar que no le hubieran trocado su fortuna por periódicos viejos.

Los billetes estaban en su sitio. Para poder llevarse un billete de cincuenta libras tuvo que inventarse una excusa, pues había llegado al extremo de necesitar justificarse ante sí mismo: los dólares eran auténticos, como había podido comprobar, por lo menos el que había cambiado en un banco del Boulevard des Italiens, pero ¿y las libras?

Así que fue a otro banco, donde el cajero se entregó más o menos al mismo ritual que la vez anterior antes de tenderle por fin, sin mirarlo, un puñado de francos franceses.

Como no sabía dónde meterlos ni qué hacer con ellos, a Calmar no se le ocurrió más que entrar en uno de esos bares de la Rue Marbeuf, donde jamás había puesto los pies, y tomarse, solo y sentado en un taburete alto, media botella del mejor champán.

Sin embargo, aquello no le satisfizo en absoluto. Como aún le quedaba dinero —incluso después de haber metido un billete de cien francos en la gorra de un ciego, que seguro que se llevaría una buena sorpresa—, tenía que encontrar una solución, y pronto. Calmar era lo bastante lúcido para darse cuenta de que su ánimo y su sistema nervioso iban deteriorándose, de que cada vez tenía más ataques de pánico y que los demás lo observaban con interés creciente.

Durante cerca de una semana, le dio vueltas a la idea de la Lotería Nacional: sopesó los pros y los contras, tratando de prever todos los obstáculos y todos los riesgos. Hasta que, a principios de noviembre, creyó que por fin había encontrado la manera.

Pero en lugar de precipitarse, dejó pasar todavía unas dos semanas. Un lunes por la noche regresó a casa cargado de regalos y se esforzó por mantener una expresión radiante a pesar de que el miedo lo atenazaba.

—¿Qué pasa, Justin? ¿Crees que estamos en Navidad?

—Calma, hijos míos…

—¿Qué es eso, papá?

En primer lugar, había un coche para Bib que podía dirigirse hacia cualquier parte mediante un mando que se unía al coche por un cable.

—¿De verdad que es para mí?

Dominique lo observaba, recelosa e inquieta.

—¿Y para mí, papá?

A Josée le había comprado una cartera para el colegio, que su hija pedía desde hacía dos años, pues siempre había llevado a clase la misma, ya que al estar hecha de un material que no se desgasta solo había adquirido un aspecto grisáceo y rugoso.

A Dominique le trajo un broche que un domingo se quedó contemplando en un escaparate de los Campos Elíseos. «Me combinaría bien con el traje de chaqueta azul, ¿verdad?», dijo ella entonces.

Y por último, él se había comprado la famosa navaja, con seis hojas distintas, un destornillador, un sacacorchos y una sierra de verdad. Estaba hecha de cuerno de ciervo y era la misma que había contemplado en su niñez en el escaparate de la armería.

—¡Aquí tenéis, niños! Agradecédselo a los caballos.

—¿Los caballos?, ¿los caballos? —repetía Dominique sin atreverse a dar rienda suelta a su alegría.

—Resulta que el sábado por la mañana, en el despacho, un cliente me dijo que tenía un soplo seguro para la triple gemela. Su cuñado es jockey o entrenador, no lo sé exactamente, en Maisons-Laffitte. Me preguntó si quería apostar cinco francos y se los entregué para que jugara por mí. No sé nada de carreras de caballos, ni siquiera sabía el nombre de los caballos por los que iba a apostar. Imaginaos mi sorpresa cuando, esta tarde, me ha traído más de seiscientos francos a la vez que me anunciaba que habíamos ganado «en desorden». Al parecer, si hubiéramos apostado por los mismos caballos «en orden», nos habrían tocado más de doce mil francos.

Dominique se relajó un poco, pero se quedó pensativa.

—He oído decir que los que juegan por primera vez siempre ganan.

Josée se apresuró a llenar su cartera nueva de libros de texto y de libretas mientras Bib intentaba poner su coche en marcha.

—Papá, solo va hacia atrás.

—Ahora te enseño.

Aquello le llevó varios minutos.

—Espero que no te aficiones, Justin. No sabes la de cosas que oí contar en mi niñez sobre las carreras de caballos.

Conocía de sobra la historia, que formaba parte de la tradición familiar de los Lavaud. El abuelo tenía un restaurante de primera en la Rue des Petits Champs y por aquel entonces lo frecuentaban conocidos cronistas, escritores y gente de mundo. Durante años, el restaurante estuvo de moda y ciertos hombres de negocios almorzaban allí cuando salían de la Bolsa y antes de dirigirse al hipódromo de Longchamp, con sus chaqués y sus sombreros de copa grises.

—Al principio solo apostaba pequeñas cantidades de vez en cuando si tenía un soplo. Luego le dio por ir a ver los caballos, así que todas las tardes abandonaba el restaurante y confiaba al chef la dirección de la cocina. Parece que al principio tuvo un golpe de suerte, incluso reformó el restaurante, aunque por lo visto esto le quitó su carácter. Pero ¡ay!, el dinero no tardó en esfumarse: tres años después, mi abuelo ya no era más que jefe de comedor en su propio establecimiento, que por entonces regentaba uno de sus empleados. Si papá hubiera heredado el negocio, como debería haber sucedido, no tendría que haberse empleado como botones en el Wepler a los catorce años.

—Entonces no habría conocido a tu madre —dijo Calmar intentando bromear, y con una sonrisa forzada, pues su suegra era la encargada de guardarropía en el mismo restaurante.

—Mi abuelo acabó en la miseria. Cada semana visitaba a sus hijos para sacarles algo de dinero. Y murió en un hipódromo, en Saint-Cloud, supuestamente de un ataque al corazón, aunque yo estoy segura de que fue a causa de la desnutrición.

Calmar debía proceder despacio y con mano izquierda. Y, sobre todo, para la próxima vez, encontrar algo que a Dominique le hiciera mucha ilusión. Le dio vueltas al asunto, tratando de recordar algunos comentarios de esos que las mujeres deslizan con absoluta inocencia en la conversación y los escaparates ante los que se había detenido con mayor interés.

Aguardó quince días. El lunes no dijo nada, pero procuró adoptar una expresión alegre.

—¿Has vuelto a jugar, Justin?

—¡Chist! —se limitó a contestar él, con un aire misterioso, al tiempo que echaba a los niños una mirada de soslayo.

—La otra vez —le dijo más tarde, cuando ya se habían acostado—, no hice bien en contar delante de ellos de dónde había sacado el dinero. No es que considere inmorales las apuestas, pero prefiero, en efecto, no hablarles de un dinero ganado con tanta facilidad.

—¿Has ganado?

—Un poco.

—¿Cuánto?

—Lo suficiente para que mañana recibas una sorpresa agradable.

Así, poco a poco, iba construyéndose un vicio, un vicio-coartada, como él lo llamaba.

—Creo que preferiría no tener sorpresas.

—Escúchame, Dominique, ¿te parecería bien que dejáramos escapar un dinero que se halla a nuestro alcance, un dinero legítimo y que no le debemos a nadie?

—Te he dicho muchas veces lo que pienso de las carreras.

—¿No compras tú décimos de la Lotería Nacional?

Aquel sí que era un argumento, y bueno, porque Dominique compraba un décimo casi todas las semanas cuando iba a hacer la compra y, siempre que tenía oportunidad, seguía el sorteo por televisión con su número en la mano.

—Nunca he ganado nada.

—Sí. Mil francos antiguos, hace cuatro años.

—Después de haberme gastado más de mil francos antiguos en décimos los años anteriores.

—¿Y si hubieras ganado los cien millones?

—Eso solo ocurre en sueños.

—Pues cada semana le pasa a alguien, por no mencionar los otros lotes. Dominique hablaba como lo habría hecho él antes del viaje a Venecia.

Esta vez le regaló un lavaplatos y, a su pesar, a Dominique se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Sabía que te hacía ilusión. Te confesaré un secreto: casi ninguna noche llegas a tiempo para ver las noticias de las ocho en la televisión a causa de los platos. De ahora en adelante estarás sentada a mi lado.

En efecto, acostaban a los niños un poco antes de las ocho —era Justin quien se encargaba de ese trabajo, si se puede llamar así—, y solían pasar las veladas viendo la televisión.

—Muchas gracias por haber pensado en ello. Pero no vas a seguir apostando, ¿verdad? ¿Cuánto te has jugado?

—Siempre apuesto cinco francos.

—Y la semana pasada, ¿no jugaste?

—Cinco francos también, pero perdí. Sin embargo, contando las tres semanas, he ganado más de mil trescientos francos.

—¿Lo saben tus compañeros de trabajo?

—A mi cliente no le haría gracia que lo comentara porque, si el asunto empieza a ir de boca en boca, corremos el peligro de hacer bajar la cotización.

—¿Quién es?

—Alguien de quien nunca te he hablado, un tal Leferre…

—¿Se escribe como fer, o sea, «hierro»?

—No. Acabado en e.

En una fracción de segundo tuvo que ponerle nombre al personaje que cobraría vida poco a poco.

—¿A qué se dedica?

—Es importador para la sección de artículos deportivos de un gran almacén de París. Muy importante. Cuando un artículo les funciona a ellos, puedes estar seguro de que funcionará en toda Francia.

—¿Y por qué tratas tú con él en vez de Challans? Creía que solo te dedicabas a las relaciones con el extranjero.

Calmar siguió improvisando, aterrado ante la idea de meter la pata, de pronunciar la frase o la palabra equivocada que desencadenaría nuevas preguntas a las que no podría responder de forma convincente.

—La primera vez que vino a las oficinas de la Avenue de Neuilly buscaba novedades para un gran almacén inglés del que también es representante. Como es lógico, lo atendí yo y luego ha seguido dirigiéndose a mí. A Challans eso le fastidia un poco, por supuesto.

—¿Te has enemistado con él?

—Tampoco es eso, mujer. Ya se ha arreglado. De vez en cuando lo llevo…

—¿A Leferre o a Challans?

—A Leferre, por supuesto. Si no dejas de interrumpirme, no acabaré nunca… Decía que, de vez en cuando, llevo a Leferre al despacho de Challans, que es más impresionante que el mío. No sabes lo contento que se pone el muy imbécil al poder enseñar su bar, ofrecer un aperitivo y tratar a Leferre como a su propio cliente, es decir, como si yo no fuera más que un intermediario ocasional que solo le quita algunos problemas de encima…

Huelga decir que la historia se complicaba —Justin era consciente de que cada vez se liaba más—, y que había que estar en guardia y, sobre todo, no actuar ni hablar sino con suma prudencia.

Aquello repercutía en su ánimo: las primeras adquisiciones lo habían llenado de júbilo, como si por fin hubiera logrado romper quién sabe qué círculo mágico en el que siempre se había sentido encerrado. En lo sucesivo podía disponer de un dinero del que no tendría que rendir cuentas a nadie, y además siempre podría echar mano de Leferre para justificar que, algunos días, el aliento de Justin oliera excesivamente a alcohol.

Porque ahora tomaba con regularidad un aperitivo por la mañana y otro por la tarde.

Como no podía entrar sin ser visto en algún café cercano a su despacho, ni tampoco podía aparcar en los Campos Elíseos o en cualquier parte de la zona azul, trazó una serie de itinerarios que le permitían dejar el coche durante unos minutos en calles poco frecuentadas.

Iba a un bar y pedía un aperitivo, que se tomaba a toda prisa, a menudo indicándole por señas al dueño o al camarero que le sirvieran otro.

Aquello le proporcionaba una nueva excitación febril, la misma sensación de peligro inminente y de posible catástrofe que experimentaba cuando, al iniciar una clase en el Liceo Carnot, buscaba con la mirada a Mimoune al tiempo que se preguntaba qué clase de encontronazo le aguardaba.

Cambiaba de bar casi todos los días: no debía dejarse ver demasiado en ninguno de esos bares para que no lo tomaran por un cliente habitual.

Un sábado por la noche abrió ostensiblemente el periódico por la página de las carreras y, cuando el presentador de la televisión habló de las apuestas del día siguiente, se sacó el lápiz del bolsillo e hizo anotaciones en el margen.

—¿Qué haces, Justin?

Estaba preparando los acontecimientos, pues no habría resultado verosímil que Leferre se presentara todas las semanas en la Avenue de Neuilly. Y Justin tampoco mantenía una relación tan estrecha con él como para pedirle soplos por teléfono.

Es cierto que no le hacían falta grandes cantidades; sin embargo, sentía la necesidad de tener dinero para sus gastos, «dinero gratuito», como él lo llamaba.

Eso hacía que algunas situaciones le resultaran más llevaderas, incluso en lo referente a sus compañeros de trabajo. Por ejemplo, cuando Challans se pavoneaba como un perro en una exhibición canina, él podía decirse: «Tú sigue dándote importancia, amigo. Ya sé que ostentas el título de director general, que tu despacho es más lujoso que el mío, que tienes derecho a ausentarte con cualquier pretexto, que acabas de comprarte uno de esos pisos modernos en los bloques de edificios nuevos de La Celle-Saint-Cloud, donde los inquilinos disfrutan de una piscina y cuatro pistas de tenis. Ganas el doble que yo y tu hijo empezó la carrera de ciencias políticas el año pasado. Pese a todo, tienes serios problemas para llegar a fin de mes. Estoy seguro de que has contraído deudas y de que no pagas regularmente al sastre del que tanto alardeas. Yo, en cambio, soy rico; puedo salir de aquí y comprarme unos habanos, aunque solo sea para darles una calada y aplastarlos luego con el talón. Tengo tanto dinero como quiera, hasta el punto de que no sé qué hacer con él y de que me preocupa cómo gastarlo. Soy rico, ¿me oyes? Voy a reventar, de tan rico como soy», habría añadido al final de no ser supersticioso.

—¿No habrás visto a Leferre? —murmuró su mujer tras un suspiro.

—Después de los últimos pedidos, estará unas semanas sin venir a vernos.

—¡Y vas a jugar de todas formas?

—Cinco francos, a las apuestas mutuas.

—¿Vas a apostar por los caballos que la televisión ha señalado como probables ganadores?

—No. Tomo notas y leo los periódicos; mañana por la mañana haré lo que me dicte el instinto.

—¿No vamos a Poissy?

—¿No te parece que ya es un poco monótono? En verano no tengo nada que objetar, pues con el buen tiempo los niños pueden jugar fuera. Pero, en noviembre, que nos quedamos todos sentados a la mesa sin otra cosa que hacer que esperar algún cliente…

—Me preocupas, Justin. No sé qué te pasa, pero desde que volvimos de vacaciones no eres el mismo. Al principio, creía que quizás estabas enfermo y que tratabas de ocultármelo.

—Supongo que telefoneaste al doctor Bosson.

—Sí. Me preguntó qué tal comías, si dormías bien, etcétera. Luego añadió que si seguías igual te haría una visita. ¿Seguro que no estás enfermo?

—Al contrario. En toda mi vida me he encontrado mejor.

Para el olor del aliento tenía un truco: se compraba unas pastillas de clorofila que al chuparlas hacían que desapareciera el tufo a alcohol. El único problema es que no podía llevarlas en el bolsillo cuando volvía a casa, porque, al cepillarle el traje, su mujer a veces le vaciaba los bolsillos.

Al principio, con cierta ingenuidad, todos los días compraba un paquete en una farmacia distinta y tiraba lo que no utilizaba.

Luego dio con una solución muy sencilla: guardar el paquete en el cajón de su mesa del despacho. Las soluciones más simples a menudo no se le ocurrían ya o bien desconfiaba de ellas.

Si alguien se sorprendía de que tomara las pastillas, era muy libre de contestar que tenía ardor de estómago y que la clorofila le sentaba bien.

—Lo único que te pido, Justin, es que no hables de caballos delante de los niños.

—¡Por supuesto! De hecho, mañana por la mañana saldré con la excusa de hacer un recado y llevaré mi apuesta a un café de los alrededores.

—Josée se llevará una desilusión…

—No querrás que me la lleve a las oficinas de apuestas mutuas.

—Lo mejor sería que no jugases, ¿no crees?

—Cariño, ¿no te das cuenta de las pocas distracciones que me concedo? ¿Preferirías a un hombre que persiguiera a las mujeres o que fuera al café cada noche con sus amigos para jugar al billar o al bridge? Trabajo todo el día y mi único placer consiste en estar contigo y los niños. ¿No crees que si, de pronto, tengo un vicio, un vicio inocente, podrías perdonármelo?

—No lo entiendo.

—¿El qué?

—El gusto que de repente le has tomado al juego.

—Supongo que es porque gano…

—¿Y cuando pierdas?

—No perderé más que cinco francos semanales, lo que cuestan dos paquetes de tabaco.

—Tienes razón, lo sé. Creía que eras un hombre más fuerte.

Por fin lo había conseguido: ¡se había convertido en un hombre débil!

Bob se sentó sobre una esquina de la mesa, con un cigarrillo pegado al labio inferior y la camisa remangada. Como era el artista de la empresa, se quitaba la chaqueta en cuanto llegaba; en verano llevaba polos y, en invierno, camisas de lana con los bolsillos vistos.

—Empiezas a preocuparme seriamente, Justin. A lo mejor piensas que me meto en lo que no me importa, pero ya sabes la amistad que me une a vosotros dos.

—¿A nosotros dos?

—A Dominique y a ti, si lo prefieres. ¿Ella no sabe nada todavía?

Aquella fue una de las veces que más miedo tuvo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Escúchame, idiota! Ella no es más ingenua que yo y hace ya bastante tiempo que yo lo he adivinado. ¿De quién se trata?

Calmar no entendía absolutamente nada.

—Incluso puedo decirte cuándo empezó, debí de haberme dado cuenta desde el principio. Pero es algo que va tan poco con tu carácter que habría imaginado cualquier cosa menos eso… Seguro que la conociste durante la semana que pasaste solo en París, mientras tu mujer y los niños aún estaban en Venecia. O a lo mejor la conociste en el tren, algo muy probable. ¿Tengo razón o no?

»¿La conociste en el tren? ¿Es ella la causa de que hayas estado tan raro desde que volviste?

Justin callaba, esforzándose por pensar deprisa y sopesar los pros y los contras.

—¿Lo confiesas?

—No tengo nada que confesar.

—¿Tampoco lo niegas?

—No tengo nada que decir.

—Si me dejas que te dé un consejo, se te nota demasiado. Para empezar, tú, que nunca te ibas el primero del despacho, sino todo lo contrario, te marchas ahora precipitadamente, sin despedirte de los amigos, y a menudo antes de la hora con alguna excusa. Lo mismo ocurre por las tardes. Antes solías charlar conmigo en la calle y me preguntabas si había venido en coche… ¿Qué me dices?

—Nada. Estoy escuchándote.

—Después cambiaron tus corbatas. Y también empezaste a tomar el aperitivo. ¡Sí, señor!, no lo niegues. El aliento no es lo único que te traiciona, un bebedor empedernido como yo sabe perfectamente cuándo un tipo acaba de atizarse dos o tres copas.

—Nunca tomo tres copas.

—Bueno, dos te hacen el mismo efecto. Además, chupas caramelos de clorofila para que tu mujer no se dé cuenta.

—¿Has registrado mis cajones?

—No me hace falta, he visto cómo te las metías en la boca y he notado el olor. Y ahora, por último, esta chaqueta a cuadros…

Justin sonrió a su pesar. La chaqueta a cuadros, de auténtico tweed escocés, era el regalo más hermoso que podía haberse hecho. Hacía años que deseaba tener una semejante, casi desde la adolescencia. Cuando era profesor, tuvo que limitarse a trajes bastante sobrios, y también en la empresa creyó que debía vestirse de gris o azul marino, como la mayor parte de sus compañeros excepto Bob.

—No irás a ponerte eso para ir a la oficina, ¿verdad? —había exclamado Dominique cuando regresó a casa con la chaqueta.

—¿Por qué?

—No es un traje para recibir a los clientes.

—Yo no recibo a clientes.

—¿Y Leferre? ¿Y los otros clientes de los que me hablaste?

—No es lo mismo, vienen a pedirme consejo y no esperan que vaya vestido como el cajero de un banco o como el recepcionista de un hotel de lujo. Y, hablando de Leferre, por cierto, él también va siempre vestido de tweed…

La tela era suave y rugosa a la vez. A juego con un pantalón gris oscuro, era exactamente la combinación de ropa que llevan los actores americanos cuando en una película encarnan a un hombre que se hace respetar, un tipo independiente y valiente, tranquilo y seguro de sí mismo.

—¿Quién es? ¿Una de las chicas de la empresa? ¿Madeleine? —preguntó Bob. Calmar negó con la cabeza.

—¿Olga?

—No.

—¿Es alguien de aquí?

—No lo sé. No tengo nada que decir…

—¡Espera! ¿No será la pobre Valérie, que se apresura a acudir cada vez que necesitas una mecanógrafa?

—No, no es la señorita Denave.

—Por más que lo niegues, yo no estoy tan seguro. En cualquier caso, te aconsejo que tengas cuidado. Dominique te adora; es una buena chica y confía en ti. Si algún día descubriera que tienes una aventura…

¿No era asombroso que su amigo lo reprendiera en nombre de Dominique, que había sido la amante de Bob antes de convertirse en la señora Calmar?

—No temas. Ya soy mayorcito para saber comportarme.

Es que representas precisamente la clase de hombre al que acaba complicándosele la vida. Yo estoy acostumbrado, las mujeres saben de antemano que conmigo no será una relación seria, que no durará más que unas semanas y que es inútil que intenten retenerme. Pero tú eres un sentimental y, si cayeras en las garras de una mujer astuta, no respondo de lo que pueda pasar…

—Nadie te pide que respondas, ¿a que no?

—Como quieras. Luego no digas que no te he avisado.

En cuanto Bob salió de su despacho, a Calmar le entraron ganas de frotarse las manos, de tanto como le entusiasmaba aquella historia.

En casa tenía la coartada de las apuestas: se había convertido en un buen hombre que de repente sucumbe a la pasión por el juego y que no puede prescindir de él.

En la oficina ya era para Bob, y pronto lo sería para todo el mundo, el hombre casado y respetable padre de familia que oculta vergonzosamente una aventura.

De ese modo podían seguir espiándolo: tanto los unos como los otros recurrirían a uno de sus dos vicios para explicarse sus rarezas y sus cambios de humor.

Aunque sin convicción, pues se atenía de manera escrupulosa a la línea de conducta que se había trazado, cada día iba a comprar La Tribune a uno de los cuatro o cinco quioscos donde se vendía ese periódico. Al día siguiente de su conversación con Bob, le sorprendió leer en la página cinco:

ARRESTO EN EL CASO DE LA MANICURA

Nuestros lectores tal vez recuerden que, el pasado 20 de agosto, una joven manicura originaria de Zurich y residente en nuestra ciudad fue hallada estrangulada en su piso de la Rue de Bugnon y que su muerte, al parecer, se remontaba a la tarde del día anterior.

Hoy hemos descubierto que, hace tres días, la policía detuvo a un súbdito holandés para interrogarlo sobre este caso. Según información de última hora, el juez de instrucción La Pallud mantiene el secreto del sumario.

¡Ahora que empezaba a relajarse y a disfrutar en paz de su dinero!

¿Quién sería ese súbdito holandés? El hecho de que fuera holandés, ¿no confirmaba la existencia de una organización internacional?

Aquel domingo, el hombre del tren de Venecia, que tenía acento centroeuropeo, venía de Belgrado o de Trieste.

Si era verdad lo que decía La Tribune del mes de agosto, Arlette Staub había trabajado como manicura en hoteles frecuentados por una clientela cosmopolita.

«¡Y yo soy francés!», se sintió tentado de añadir de forma casi cómica.

«Y, ahora, señoras y señores, algunas noticias de deportes. En ciclismo…».

No estaba escuchando la televisión, sino que pensaba en el holandés, en las posibilidades que había de que hablase del maletín y de su contenido; y si así fuera, no era difícil que averiguaran, incluso tantos meses después, que un individuo vestido con un traje de color marfil, que se hizo conducir en taxi a la Rue du Bugnon y llevaba un portafolios en la mano, regresó luego precipitadamente a la estación, donde se bebió dos whiskies, uno detrás de otro.

«El próximo domingo, primer domingo de diciembre, tendrá lugar en Maisons-Laffitte la última gran cita hípica de la temporada. Como es habitual, el sábado daremos nuestros pronósticos, pero todo apunta a que la yegua Belle-de-Mai, que se clasificó en segundo lugar en el Premio de…».

Lo había oído bien: última cita hípica de la temporada. ¿Significaba eso que durante una temporada más o menos larga ya no habría apuestas?

Era otra mala noticia, porque ya se había acostumbrado a su nueva rutina. El sábado por la noche, durante la película o el teatro televisado, tomaba notas concienzudamente en la página dedicada a la hípica del diario y, el domingo por la mañana, salía de casa solo y casi siempre se marchaba a pie.

—¿A qué oficina de apuestas mutuas vas? —le preguntó Dominique.

—Cada domingo voy a una diferente, por eso algunas veces cojo el coche y otras no. Si siempre fuera a la misma sucursal, no tardarían en percatarse de mi buena suerte y otros apostarían por los mismos caballos. Además, es mejor que no se sepa que gano todo ese dinero, aunque solo sea por los impuestos.

—¿Crees que hay que declarar las ganancias del juego?

No lo sé. Intentaré informarme con discreción. Otro contratiempo, pues Dominique era lo bastante escrupulosa como para obligarlo a declarar el dinero que supuestamente ganaba si así lo estipulaba la ley.

Puesto que era la última cita de la temporada, iba a dar un gran golpe para concederse un anticipo. Ese domingo, cuando volvió a casa, fueron a Poissy, algo que no sucedía desde hacía semanas. A media tarde, cuando se había quedado adormilado en una de las habitaciones como era su costumbre, entró Dominique.

—Oye, Justin, ¿puedes decirme a qué caballos has apostado? Calmar se esforzó por sonreír.

—Eso nunca, querida. No se hace una pregunta así a un aficionado a las carreras de caballos. Si te contestase, creo que me traería mala suerte o, en todo caso, tendría esa sensación y ya no escogería los caballos con la misma libertad y según mi inspiración…

—¿Belle-de-Mai?

—Sí, es la favorita.

—¿Germinal?

—¿Quién te ha hablado de Germinal? Creía que nunca leías la sección de las carreras.

—No la leo, pero acaban de mencionarlo en la radio. ¿Has apostado por él?

—Tal vez.

—¿Y Palsembleu? Contesta, rápido.

—Te lo repito: tal vez.

—Si has apostado por esos tres caballos, en orden, has ganado un montón de dinero. Creo que tocan dos mil setecientos francos y pico por cada franco apostado.

—No es tanto.

—Míralo, deprisa.

—No hace falta. He apostado por ellos.

—Míralo de todas formas, Justin.

Estaba más ansiosa que él. Por fortuna, Calmar siempre llevaba unos billetes de apuestas en el bolsillo, pero su mujer era incapaz de aclararse con los agujeros que se hacían para marcar las apuestas.

—¡Aquí está!: Belle-de-Mai, Palsembleu, Germinal, Lousteau y Gargamelle…

—Has nombrado cinco, y a Palsembleu lo has citado en segundo lugar…

—Me he equivocado. Te juro que he apostado por ellos en orden y que el hecho de haber apostado por cinco caballos no cambia nada.

—¿Cuánto has jugado?

—Diez francos.

—Creía que solo jugabas cinco cada vez.

—Pero hoy he jugado diez.

—¿De modo que has ganado más de veinte mil francos?

—Exactamente, escucha, cariño: ¿sabes qué vas a hacer en cuanto cobre el dinero?

—Estoy contenta y al mismo tiempo siento remordimientos. ¡Me gustaría tanto que ese dinero nos hubiera llegado de otra manera! No puedo evitar pensar en mi abuelo. Y me sorprende que estés tan tranquilo…

Quizás es porque no soy un jugador de verdad y, por consiguiente, no corro peligro de acabar mal, como tú temías. Así que mañana o pasado mañana irás a comprarte un precioso abrigo de piel.

—¿Te has vuelto loco?

—No he dicho un visón, ni un abrigo de chinchilla —añadió, haciendo un esfuerzo por reír—. No sé cuáles son tus preferencias, pero en una ocasión me hablaste de la piel de leopardo…

—No es para el invierno, y además el leopardo resulta demasiado llamativo, es más adecuado para mujeres que ya tengan tres o cuatro abrigos de piel distintos…

—¿Y entonces?

—¿Quieres que te diga lo que me hace ilusión? Aunque sea de muy buena calidad, no resulta tan caro: un abrigo de gato montés. Vuelven a estar de moda y los hacen muy ligeros y sobrios.

—Y también te comprarás el traje de chaqueta de trescientos veintinueve francos de la Avenue de Wagram, ¿verdad? Con el resto…

—Con el resto o, mejor dicho, con una parte del resto, pues hay que pensar en el futuro, pintaremos el piso, que lo necesita desde hace tiempo.

Por primera vez desde que pasaban los domingos en Poissy, ella se dirigió hacia la puerta y, sonrojándose como una jovencita, corrió el pestillo antes de reunirse con su marido en la cama.

—Dime que no volverás a jugar. ¿Me lo prometes?