Segunda parte

1

—¡Mi pobre Justin! No tienes buen aspecto. Espero que hayas comido en Chez Étienne y que te hayan cuidado bien.

Desde el sábado, ya en la estación, Dominique le echaba ojeadas llenas de inquietud.

—¿Te has tomado el medicamento para el hígado?

Ese tema venía de lejos, de la época en que empezó su larga batalla con Mimoune en el colegio. Estaba preocupado porque no veía más salidas laborales que la enseñanza y sabía que ya no resistiría mucho tiempo. Su estómago se resentía. Ya entonces tenían como médico al doctor Bosson, que todavía seguía curando a toda la familia.

Sin embargo, no fue Bosson quien mencionó su hígado, sino Dominique.

—¿No le parece, doctor, que está delicado del hígado?

—Tal vez un poco… —se limitó a mascullar el doctor Bosson de forma vaga, a la vez que sacudía la cabeza. La verdad es que nunca llevaba la contraria a nadie.

Le recetó unos polvos que debía tomar al despertarse y después de cada comida, pero a Justin se le había olvidado tomárselos durante meses.

—Deberías cuidarte más. Vuelves a estar amarillo…

Se le hacía extraño tenerlos de nuevo a su lado, volver a ver a su hija con un vestido, más morena que cuando se separaron, y a Bib, que, de pronto, se le antojaba ya todo un hombrecito.

Sentía que no iba al mismo compás que su familia. Ellos, por su lado, presentían casi de forma inconsciente, sobre todo Dominique, que algo había cambiado.

—¿Has salido muchas noches?

—solo una, con Bob.

—¿Y volviste tarde?

—A las once. El resto de las noches, a las diez ya estaba en la cama.

—¿Vino la señora Léonard todos los días a limpiar como habíamos quedado?

—Supongo. No la he visto, pero por la noche todo estaba ordenado.

—¿Tienes algún problema en la oficina?

—En absoluto.

Tendría que acostumbrarse, proceder a una suerte de reajuste.

Durante aquella semana se habían producido muchos acontecimientos insignificantes de los que, sin embargo, no podía hablar. El martes compró La Tribune de Lausanne en un quiosco de los Campos Elíseos. Se lo metió en el bolsillo, entró en un bistrot, pidió un aperitivo, y luego se encaminó hacia los lavabos a hojear el periódico.

No podía arriesgarse a que lo vieran leyendo un diario suizo, a él, que a lo largo de su vida a lo sumo habría pasado tres horas en Suiza, donde no tenía ni parientes ni amigos.

Las noticias que aparecieron bajo la rúbrica de «Valais» hicieron que se le acelerase el corazón.

ENCONTRADO UN CUERPO DESCUARTIZADO EN EL TÚNEL DEL SIMPLÓN

La noche del domingo al lunes, los equipos de mantenimiento de las vías ferroviarias hicieron un descubrimiento macabro en el túnel del Simplón. En efecto, a cinco kilómetros de Brig encontraron, diseminados sobre el balasto, los restos horriblemente descuartizados de un hombre de mediana edad que no ha podido ser identificado. Se cree que podría tratarse de un viajero que, en la oscuridad del túnel, se equivocara de puerta y después perdiera el equilibrio.

En periodo de vacaciones, numerosos trenes atraviesan el túnel del Simplón, en particular los sábados y los domingos. Por este motivo, en el estado actual de la investigación, es imposible determinar en qué convoy viajaba el infortunado viajero».

Nada de grandes titulares ni de pathos, aparte de aquel «horriblemente» y del «infortunado viajero». Era una noticia más de la sección de sucesos, de la que quizá volvería a hablarse, o quizá no.

Lo importante es que el desconocido del tren de Venecia no iba a reclamar a Justin el contenido del maletín. Resultaba extraño que no se mencionara ni su pasaporte ni el contenido de su billetero, a no ser que quienes lo hubieran empujado, amparados en la oscuridad del túnel, se hubiesen apoderado de sus documentos antes de perpetrar el crimen.

Dos páginas después había otro titular, con el mismo tipo de letra pequeña:

ESTRANGULADA JOVEN MANICURA DE LAUSANA

El lunes por la tarde, la policía acudió a un piso de la Rue du Bugnon tras recibir la llamada de Juliette P., una modista vecina de la finca, a quien le extrañaba no oír ningún ruido en casa de su vecina.

Cuando descubrió que la llave no estaba echada, entreabrió la puerta de modo que pudo vislumbrar, en la sala de estar, el cuerpo sin vida de su vecina. Se trata de la señorita Arlette Staub, nacida en Zurich pero residente desde hace varios años en nuestra ciudad.

Arlette Staub ejercía de manicura. Concretamente, trabajó durante mucho tiempo en uno de los hoteles más conocidos de Lausana, frecuentado por una clientela internacional.

Al parecer, la muchacha, que era joven y elegante, no se contentaba con su sueldo y recibía en su domicilio a numerosos visitantes.

Aunque la policía prefiere guardar silencio sobre el asunto, todo apunta a que la joven manicura, de veinticinco años de edad, fue estrangulada el domingo por la tarde, con un pañuelo de seda azul que fue hallado cerca del cadáver».

Eso era todo. Tampoco aquí había demasiado pathos, ni se traslucía ningún sentimiento de piedad hacia una joven elegante que tal vez no se contentaba con su sueldo y «recibía en su domicilio a numerosos visitantes».

Sin embargo, un detalle le resultó inquietante a Calmar: «… la policía prefiere guardar silencio sobre este asunto…».

¿Significaba eso que la policía tenía por lo menos un indicio que no quería desvelar? ¿Habrían detectado la presencia de un hombre vestido con un traje de color marfil que, a última hora de la tarde, se había detenido frente al edificio y había vuelto a subir a un taxi instantes después? ¿Habían dado quizá con el taxista? ¿Les habría facilitado este su descripción y habría mencionado el maletín?

La camarera del restaurante de la estación seguro que se acordaría de él, de sus dos whiskies y de su rostro inquieto o desencajado.

En lo sucesivo, todo aquello ya formaba parte de su vida, e incluso se había hecho a la idea de ello. El lunes por la noche fue en coche hasta Sartrouville y arrojó al Sena el maletín envuelto en un papel azulado, que quedó flotando largo rato en el agua antes de hundirse definitivamente.

Todo le inspiraba desconfianza, tanto los coches aparcados en la oscuridad, que quizá daban cobijo a parejas de enamorados, como las gabarras amarradas a lo largo de los muelles o los vagabundos que dormían al pie de un árbol o del pilar de un puente.

Había tomado la precaución de hacer todas las comidas en Chez Étienne, salvo la noche que fue a cenar con Bob y con su nueva amante, aquella Françoise mal hablada que seguro que dijo en cuanto Calmar se hubo marchado: «Oye, tu amigo no es muy divertido que digamos…».

Nunca había sido divertido, pero, aparte de la época más sombría del colegio, tampoco creía ser el más triste de los hombres. Por las noches ayudaba a Josée a hacer los deberes, y ella no dudaba en gastarle bromas, cosa que no se habría atrevido a hacer con un padre gruñón o muy serio.

No. Era como los demás hombres, como la mayoría. Incluso ahora, ¿acaso no estaba actuando como lo habría hecho cualquier otra persona en su lugar?

A falta de un escondite seguro en los despachos o en el laboratorio de la Avenue de Neuilly, optó resignado por una solución que solo le gustaba a medias y que consideraba provisional.

Puesto que había recogido el maletín en una taquilla automática, ¿por qué no seguir empleando el mismo sistema?

El martes salió del despacho más temprano que de costumbre y atravesó casi todo París para llegar a una marroquinería del Boulevard Beaumarchais. Convencido como estaba de que no debía hacer en su barrio una compra que no podía justificar, se acordó de esa tienda, que había vislumbrado un día que pasaba por allí y que estaba más o menos a la altura del Circo de Invierno.

Lo único que le importaba era el tamaño, no la calidad. Al contrario, el maletín debía ser lo bastante corriente como para no llamar la atención cada vez que fuera a retirarlo.

Porque en lo sucesivo se vería obligado a recogerlo cada cinco días, según lo estipulado en el reglamento. Después de cinco días, el encargado de la consigna abría las taquillas y dejaba el contenido de las mismas en los anaqueles de la consigna durante un plazo de seis meses.

Calmar no quería arriesgarse. Aunque también era posible alquilar una taquilla durante un periodo más largo, pero se habría visto obligado a cumplimentar un formulario con su nombre y una dirección.

Empezó por la Gare Saint-Lazare. Debía retirar el maletín o volver a meter las monedas en la ranura antes del domingo, pero esta segunda opción le parecía demasiado arriesgada; prefería cambiar de estación cada vez.

Esta actividad resultaba mucho más complicada de lo que parecía a primera vista. Hasta su regreso de Venecia, nunca se había percatado de que vivía prisionero de una rutina y de que sus actos y sus gestos eran observados las veinticuatro horas del día, bien por su mujer y sus hijos, bien, en la oficina, por el jefe, sus compañeros y las secretarias.

Prueba de ello es que nunca había oído hablar tanto de su mal aspecto; ¡como si no estuviera en su derecho de tener digestiones pesadas o de sentirse inquieto, desasosegado!

—¿Qué te pasa, cariño? —Dominique se levantaba de la mesa para ir a buscarle sus sobrecitos de polvos—. Si no te encuentras mejor en dos o tres días, telefonearé al doctor Bosson…

El doctor vivía a tres puertas de su casa. Lo veían pasar con su viejo maletín en la mano, que pesaba tanto que parecía tener un hombro más bajo que el otro. Lucía un enorme bigote entrecano que le confería cierto parecido con un perro de aguas y, cuando examinaba a un enfermo, no cesaba de mascullar.

Les tenía afecto, sobre todo a Josée, a quien había visto nacer. ¿O es que estimaba a todos sus pacientes?

A Justin no le apetecía nada que lo examinara el doctor. Antes de que su mujer se preocupase más seriamente, tendría tiempo de recuperarse un poco. De hecho, empezaba a encontrarse algo mejor. Ya se sentía capaz de determinar sin excesiva ansiedad ni angustia qué debía hacer y qué no, qué debía decir y qué debía callarse.

También el señor Baudelin puso su granito de arena cuando el martes irrumpió en el despacho de Calmar.

—¡Vaya! ¿Ya está de regreso?

¡Como si no supiera que le había exigido a Justin que volviera a trabajar el lunes por la tarde!

—No puede decirse que a usted le hayan sentado bien las vacaciones. Aunque lo cierto es que no le sientan bien a casi nadie. Eso de recorrer las carreteras con el único afán de adelantar camiones, dormir en habitaciones incómodas, atracarse de cualquier cosa pensando que, como no se está en casa, la comida es mejor… Y, para colmo, pasarse el santo día al sol quemándose la piel, riñendo con la mujer y regañando a los niños… Menos mal que, cuando vuelve uno por fin, puede descansar en el despacho. ¡Descanse, amigo mío! Tiene usted todo el tiempo del mundo. Por lo que a mí respecta, nunca me he tomado unas vacaciones y espero no tener que hacerlo jamás…

Si no existieran los sábados ni los domingos, Baudelin habría sido sin duda alguna un hombre feliz, pues esos días se sentía como pez fuera del agua.

Un sábado por la tarde en que Calmar tuvo que regresar a la oficina para recoger un informe en el que quería trabajar el domingo, se encontró los despachos vacíos y en silencio, visión que también a él le deprimía. El edificio tenía un aspecto como de abandono y lo que durante la semana parecía importante adquiría de pronto un aire de futilidad.

La sala de exposiciones, por ejemplo, con sus heteróclitos objetos de plástico multicolores, se convertía en la caricatura de una tienda. Los casilleros de la correspondencia perdían su solemnidad y las máquinas de escribir, enfundadas, cobraban cierto aire fúnebre.

Costaba creer que, el resto de los días, aquel lugar fuera un hervidero de actividad, de personas que se afanaban con el semblante serio, pendientes de aquellos cubos amarillos o verdes, de los cubiertos transparentes, de las botellas y los peines, de todos aquellos artículos, producto de largas investigaciones, discusiones y ensayos de laboratorio, que de repente cobraban un aspecto estrafalario.

Sentado a su mesa, Justin estaba buscando las piezas de plástico que necesitaba cuando oyó el repiqueteo de una máquina de escribir en el piso de arriba. Intrigado, subió a la segunda planta, donde rara vez ponía los pies.

Allí estaba el dueño, con pijama y bata, escribiendo con dos dedos en una máquina de escribir portátil que desconocía que tuviera.

—¿Qué diablos hace usted aquí un sábado por la tarde?

—Lo siento. He venido por unos documentos que me propongo traducir con tranquilidad en casa.

—¿No está demostrando demasiado celo?

Aunque adoptó una expresión enfurruñada, Calmar intuyó que a aquel hombre ya anciano no le disgustaba ver a una persona. Los días como ese, debía de pasárselos deambulando por los despachos vacíos, por el laboratorio y los almacenes. De ello se percataban los lunes, cuando el señor Baudelin llamaba a una de las mecanógrafas para dictarle las observaciones que había formulado y que se traducían en unas breves notas dirigidas a los distintos jefes de departamento.

Así como los despachos del primer piso eran modernos y cómodos, el de Baudelin era una especie de leonera en la que jamás había entrado un solo cliente. Junto a unos clasificadores verdes, en las paredes se veían anaqueles de madera blanca atestados de catálogos y de toda clase de papeles. Y en el suelo, por los rincones, se apilaban objetos fabricados en la empresa, sobre todo productos fallidos que Bob o el señor Racinet habían analizado y estudiado.

Con cierta frecuencia, el jefe le pedía a Marcel, su chófer, que el domingo por la mañana lo llevase a Nanterre o a la fábrica de Brézolles, donde solo quedaba el vigilante y donde, como en Neuilly, se dedicaba a deambular por las estancias desiertas.

Desde que empezaron las obras en Finistère, solía pasarse la noche en el coche y, los domingos, los automovilistas que transitaban por el lugar lo veían ir y venir, solitario, bajo las grúas y alrededor de los agujeros abiertos como fauces, las hormigoneras y las taladradoras.

—Espero que su mujer haya aprovechado mejor que usted su estancia en Venecia.

—No vuelve hasta el sábado.

Baudelin solo había visto a Dominique en una ocasión: en el vigésimo aniversario de la empresa, cuando se reunió a todo el personal en torno a un bufé, en la sala de exposiciones. Era muy buen fisonomista y también recordaba siempre los nombres, de modo que se acordaba de que Justin se había ido de vacaciones a Venecia y seguramente sabía dónde se encontraba cada uno de sus empleados.

Sin embargo, a Baudelin le habría resultado más complicado saber lo que hacían su propia mujer y su hija.

«Habrá que tener cuidado con él…», pensó Justin.

No veía a menudo al señor Baudelin, por lo general solo durante unos instantes, al entrar o salir de algún despacho, pero era el más peligroso de todos.

Es cierto que Bob lo observaba más y que le interrogaba con cara de preocupación, pero no tardó en llegar a la única conclusión que su amigo consideraba posible.

«—Todos los matrimonios están condenados al fracaso —solía decir con expresión burlona—. Desde el momento que se pone a dos seres juntos, un varón y una hembra, es ridículo pensar que los dos van a sacrificar eternamente su personalidad».

Bob, en cambio, nunca había convivido con una mujer más de tres meses. ¿No lo lamentaba? El hecho de que fuera tan pesimista, ¿no se debería a su incapacidad para entablar una auténtica relación de pareja?

«—Durante un tiempo, las parejas van cogidas de la mano o del brazo contándose la vida. A ambos les encanta contarse la vida, pero no prestan sino una distraída atención a lo que les cuenta el otro… La segunda, la tercera vez que una mujer suelta la misma anécdota de su infancia, empieza la irritación, y lo mismo sucede si es el hombre quien repite lo que hacía a los diecisiete años. Es como un combate de boxeo —concluía—. A fin de cuentas, uno tiene que ganar y el otro debe resignarse. ¿Quién de los dos ganará? He ahí la cuestión».

Justin creía que, en su matrimonio, ni el uno ni el otro había intentado ganar; pero solo ahora empezaba a percatarse de los estrechos límites entre los que discurría su vida.

Para hacer algo tan sencillo como cambiar el maletín de taquilla cada cinco días, debía encontrar una excusa, ya fuera en la oficina, si se marchaba antes que de costumbre, ya en su casa, si regresaba más tarde.

Tiempo atrás, las raras ocasiones en que hacía una parada de vuelta a casa era para comprar, por ejemplo, las primeras violetas para Dominique, tradición que había mantenido ininterrumpidamente durante trece años. En ocasiones llevaba fruta temprana para los niños: las primeras cerezas, albaricoques y melocotones de la temporada o, a veces, en invierno, un pastel que compraba siempre en la misma pastelería de la Avenue de la Grande-Armée.

—Disculpadme, hijos míos, por haber llegado un poco tarde. Me ha retenido un accidente que se ha producido justo delante de mí, y es una suerte que no me hayan llamado como testigo. He hecho como si no hubiera visto nada… —decía ahora.

Pero no podía inventarse un accidente cada cinco días. La situación, evidentemente, acabaría por arreglarse; solo era cuestión de hacer una puesta a punto, de organizarse, como decía con pomposidad el pomposo de François Challans, que tanto apreciaba la palabra «eficacia».

El hombre del tren de Venecia había muerto. Arlette Staub, la manicura que, según La Tribune de Lausanne, tenía costumbres licenciosas, también había muerto. En ambos casos no se habían mencionado ni el maletín ni los billetes, ni tampoco se había hablado de espionaje ni de una banda criminal internacional.

Hasta nueva orden, el millón y medio no pertenecía a nadie, que era lo mismo que decir que pertenecía a Justin Calmar.

Y, en la medida de lo posible, estaba decidido a quedárselo. Una vez más, no se trataba de codicia, ya que, en el fondo, no tenía la menor idea de lo que haría con él; de hecho no había cambiado más que un solo billete, y le había costado lo suyo gastarlo.

—¡Vaya! ¿Te has comprado una corbata nueva?

—Pensé que te gustaría verme con una corbata más alegre…

Era Dominique quien solía elegir sus corbatas, regalo inevitable en su cumpleaños, Navidad y el día del padre. Pero Justin no había podido resistir la tentación de comprarse una corbata a rayas rojas y azules en una camisería de la Avenue George-V donde, tiempo atrás, jamás habría puesto los pies.

—Te habrá costado un dineral.

—Menos de lo que pensaba, dieciocho francos.

No era verdad. Le había costado veinticinco, y ya empezaba a arrepentirse de haber mentido. Resultaba crucial mostrarse más prudente y mantenerse siempre alerta. El nombre de la tienda figuraba en la etiqueta de la corbata; ¿y si, para su próximo cumpleaños, Dominique entraba en esa tienda y pedía una corbata de dieciocho francos?

Había trabajado durante toda su vida: ya de niño se aplicaba más que sus jóvenes compañeros con el propósito de ganar una beca, y, cuando fue profesor de secundaria, también se esforzó más que sus colegas, aunque eso no impidió que fracasara de forma miserable a causa de un chiquillo llamado Mimoune.

Quería tomarse la revancha, una revancha secreta y solitaria, pues no podía confesar a nadie que se había convertido en un hombre rico.

A medida que transcurrían los días, y después las semanas, su mujer estaba cada vez más pendiente de él, se mostraba más protectora y lo miraba de reojo constantemente.

—¿Estás seguro de que no me ocultas algo?

—Te juro que no, cariño.

—Entonces, será el cansancio.

—Te aseguro que no trabajo más que de costumbre.

También sus suegros le echaban miradas de soslayo los domingos; seguro que hablaban de él en la familia. De hecho, una mañana de domingo en que Bib no pudo salir de casa porque estaba resfriado, mientras Calmar paseaba con su hija por el barrio, esta le dijo de repente, con el semblante grave de un adulto:

—En el fondo, todas somos unas egoístas…

—¿A quién te refieres?

—A nosotras, a las mujeres. A los niños también, supongo…

—¿Por qué dices eso?

—Porque estamos tan acostumbradas a que trabajen los hombres que ya ni nos damos cuenta. Siempre estamos exigiendo algo. La semana pasada me empeñé en que mamá me comprase un jersey de otoño con la excusa de que el del año pasado me venía pequeño, aunque habría podido ponérmelo. La verdad es que quería un jersey de color azul pálido, como el de mi amiga Charlotte. Ese gasto implica que tú tengas que trabajar más. Dime, ¿me perdonas por ser tan egoísta?

Incluso su hija se mostraba protectora y se preocupaba si, durante las comidas, él no repetía de algún plato.

—¿No tienes hambre, papá?

—Ya he comido bastante.

—¿Estás seguro de que comes suficiente?

—Sí, hija mía, sí…

También la señorita Denave, la más fea de las mecanógrafas y a quien Bob propinaba una palmada en el trasero para sonrojarla cuando se cruzaban en los pasillos, parecía volcar en Justin el secreto amor que sentía por su amigo.

No bien entraba en la secretaría para solicitar una mecanógrafa libre, se levantaba antes que ninguna, aunque dejara a medias una carta.

—¿Me necesita, señor Calmar?

A Calmar le daba igual: le servían tanto ella como cualquier otra. Con él la señorita Denave adoptaba una expresión más humilde aún que con el resto de compañeros, como si hubiera sido la persona más importante de la empresa.

—¿Está todo a su gusto, señor Calmar?

—Sí, claro que sí.

Esa solicitud y esa especie de vigilancia lo irritaban. Tanto en el despacho como en casa, se sentía como prisionero de un círculo de miradas, pendientes del menor acto y gesto que hiciera, de la más mínima expresión de su rostro.

Un día, cometió un error en el penúltimo párrafo de una carta dirigida a una empresa norteamericana de productos químicos, a la que preguntaba por las características de un nuevo producto sintético de base. Eran las seis menos cinco de la tarde cuando acabó de dictársela a la señorita Denave. Pero, apenas se metió en el coche, cayó en la cuenta de que había empleado una palabra por otra, de modo que el sentido de la frase habría cambiado. Se prometió corregirla al día siguiente y, mientras conciliaba el sueño, volvió a pensar en ello: «No olvidar decirle a Denave…».

Sin embargo, cuando al día siguiente encontró la carta sobre su mesa y la leyó, advirtió que el error había sido enmendado.

—Señorita Denave, haga el favor de venir un momento, si es tan amable.

—Sí, señor Calmar.

La miró con severidad.

—¿Es esta la carta que le dicté ayer al final de la jornada? Dígame, ¿se la dicté exactamente así?

—Bueno…

—¿No ha cambiado usted una palabra?

—Discúlpeme, señor Calmar. Supongo que estaba usted cansado y confundió las palabras, y yo me tomé la libertad de rectificarlo.

—Pero ¿y si hubiera sido justo esa palabra la que yo tenía en mente?

Ella bajó la cabeza, como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—No vuelva a hacerlo, ¿quiere? Y no especule sobre si estoy cansado o no. Me encuentro muy bien, señorita Denave, muy bien, ¿me ha entendido? Mucho mejor de lo que algunas personas se imaginan…

Se equivocaba: cometía un error al meterse de nuevo en una historia similar a la de Mimoune, pero ahora con aquella pobre chica que lo tomaba bajo su protección. Aunque, de todas maneras, ¿por qué presumir que necesitaba que lo protegieran? ¿De qué? ¿De quién?

Además, ahora que empezaba a organizarse… El peligro inmediato parecía haberse alejado, de modo que una de cada dos veces dejaba el portafolios en la misma taquilla, y se limitaba entonces a introducir una nueva moneda.

Había encontrado dos quioscos que vendían La Tribune, y uno de ellos quedaba en la Place de l’Étoile, de forma que tenía que desplazarse menos para procurarse el periódico. Después seguía metiéndose en algún café o bar, donde se encerraba en el lavabo para hojearlo.

No se había vuelto a mencionar al hombre del túnel del Simplón, como si la policía helvética no concediera la menor importancia a ese suceso. A menos que fuera justo al revés: cuando la policía guarda silencio sobre algún asunto, ¿no significa a veces que este es de tal envergadura que es preferible no llamar la atención? Y si había implicaciones políticas, ¿no resultaba también natural ese silencio?

Tampoco se mencionaba a Arlette Staub. Los sucesos que habían tenido lugar en Suiza aquel domingo 19 de agosto, excepto los desfiles folclóricos y los accidentes de coche, parecían no haber existido jamás.

Sin embargo, estaba receloso, pues recordaba un caso del que, unos años antes, los periódicos hablaron durante mucho tiempo y cuyo nombre —el caso Briggs o Bricks— le hacía pensar en algunos detalles de su propio asunto, si es que podía hablarse de «su asunto».

El periódico hablaba de una importante empresa encargada del transporte de fondos para los bancos y las grandes empresas en todo Estados Unidos, para lo cual disponía de camiones blindados y de guardias de seguridad privados.

En Boston, unos malhechores habían estudiado durante meses las idas y venidas de los camiones blindados de la agencia de dicha ciudad, hasta que descubrieron que, durante ciertas horas al día, se almacenaban en los locales sumas considerables de dinero antes de ser transportadas.

Y aunque se trataba de una auténtica fortaleza, durante un año prepararon el golpe que luego sería calificado como el más audaz e importante del siglo.

En resumidas cuentas, y aunque había olvidado los detalles, el caso es que los cuatro o cinco tipos se habían apoderado de quinientos o seiscientos mil dólares sin dejar el menor rastro.

Durante años, la policía trabajó en la sombra. Las sospechas recayeron sobre unos hombres que frecuentaban uno de los bares de los barrios bajos de la ciudad, y los sometieron a vigilancia policial día tras día.

Ninguno de esos hombres había gastado un solo dólar que no le perteneciese legítimamente, como tampoco ninguno de ellos había hecho un gasto extraordinario.

Los bancos y los grandes almacenes conocían la numeración de los billetes; durante diez años, ningún billete robado se puso en circulación, ni en América ni en el extranjero.

Cuando faltaban unas semanas para que el delito prescribiera —ya que, como no había habido derramamiento de sangre, según las leyes norteamericanas el caso prescribía después de cumplidos los diez años—, un pequeño banco local detectó un billete de diez dólares que pertenecía a una de las series. A través del comerciante que había efectuado el ingreso en el banco pudo llegarse hasta uno de los sospechosos y, cinco días antes de la fecha de prescripción, se detuvo a la banda criminal al completo.

Si a Calmar no le fallaba la memoria, los cinco hombres habían resistido durante todos esos años viviendo en la pobreza mientras una fortuna se hallaba enterrada en un cementerio.

Sin embargo, en el último momento uno de ellos no había podido resistir: su hijo o su mujer enfermó y, una noche, fue a buscar unos pocos billetes…

Calmar se decía que no debía perder de vista aquella historia. Además, él no era un malhechor: no había robado nada. Y tampoco había empujado al hombre de Venecia en el túnel del Simplón, ni estrangulado a la manicura con un pañuelo de seda azul en el momento en que esta se vestía para salir.

Simplemente, el azar había puesto en sus manos una fortuna sin dueño. Y si profundizaba en sus reflexiones, llegaba a una conclusión aún más optimista.

No cabía duda de que el desconocido del tren lo había elegido sabiendo lo que se hacía. ¿Por qué, si no, le había preguntado con tanta insistencia durante casi todo el viaje sobre su persona, sobre su familia, sobre su trabajo, sus gustos y sus costumbres?

Tanto fue así que Justin se reprochó haber actuado como un parlanchín, haberse dejado tirar de la lengua y haber hablado de sí mismo con complacencia, sin formular por su parte una sola pregunta.

¿No resultaba evidente ahora que un interrogatorio tan minucioso no se correspondía con lo que al principio Calmar supuso que era una misión sencilla, una misión que, como creyó en Lausana, podría haber sido encomendada a cualquier recadero? Por ejemplo, uno de los mozos de la estación podría haberse encargado del asunto.

Y si su compañero no fue más preciso con respecto al avión que debía tomar, ¿no sería porque ese avión no existía?

O bien el desconocido había planeado aprovechar la oscuridad del túnel del Simplón para suicidarse, o bien era consciente del peligro que corría y preveía que no llegaría a su destino.

Además, salvo en caso de extrema urgencia, ¿acaso era normal que alguien se dirigiera de repente a los lavabos justo cuando el tren atravesaba uno de los túneles más largos de Europa? De Venecia a Milán, y de Milán a Domodossola, ni una sola vez había abandonado el hombre su asiento.

¿Acaso tenía una cita misteriosa en el extremo del pasillo o en otro compartimiento? ¿No era más probable la hipótesis del suicidio? ¿No explicaría el suicidio que no fuera posible identificarlo? Antes de saltar, ¿no habría intentado destruir los papeles y el pasaporte que Calmar le había visto en las manos en la frontera italiana?

Si en aquel tren atestado de viajeros había escogido a Justin en lugar de a cualquier otro, ¿no era acaso porque sabía que la misión no sería tan sencilla como parecía?

¿Había previsto la posibilidad de que Arlette Staub muriera? Y, en caso afirmativo, ¿no habría preferido que no se armara escándalo y que no se involucrara a otras personas, como quizás ocurriría si Calmar iba como un estúpido a entregar el dinero a la policía y a contar la historia?

Esta opción no disgustaba a Calmar. La iba mejorando poco a poco y cada día se volvía más verosímil, añadía florituras aquí y allá, como el hecho de que, poco antes de entregarle la llave, el viajero le hubiera dicho mirándolo a los ojos: «Sé que es usted un hombre honrado, caballero».

¿Por qué no había de ser verdad? Calmar ya casi se lo creía.

¿Quién podía afirmar que no había sido así? Muchas de las frases que ambos formularon habían quedado en el aire a causa del ruido del tren y del viento que azotaba el estor. Estaba casi seguro de que aquella frase había sido pronunciada.

Además, aquello ya no tenía la menor importancia: cuando decidió de una vez por todas que no era culpable, abandonó el terreno de la culpabilidad y la cuestión dejó de plantearse.

Sin embargo, hubo una serie de contrariedades que no resultaban tan fáciles de eliminar. El domingo, sin ir más lejos, cuando como de costumbre se dirigían en coche a Poissy, su mujer, que estaba sentada a su lado, comentó que las hojas de los árboles empezaban a enrojecer.

—Es increíble lo que ha subido el coste de la vida este año —dijo suspirando unos centenares de metros más adelante.

Él no contestó, porque el comentario no requería respuesta y porque sabía que su mujer no había acabado.

—Ayer estaba en la Avenue de Wagram, delante de una tienda que, aunque lo parezca, no es particularmente cara. Vi un traje de chaqueta para el otoño del color de las hojas secas, muy sencillo y favorecedor, todo hay que decirlo, en la línea de Chanel. ¡Vaya!, me dije. ¡Pero si es la tienda donde el año pasado me compré el vestido de lana verde! Así que entré, pregunté el precio y… adivina.

—No sé.

—¡Trescientos veintinueve francos! Trescientos veintinueve francos por un traje de chaqueta bastante normal, por lo demás.

—¿Y no te lo has comprado?

—¿Estás loco? Pero ¿cómo se te ocurre?

—A mí me parece que, si te gusta, has hecho mal. Deberías ir a comprártelo mañana mismo.

¡Trescientos francos! ¿Qué suponía esa cantidad para él, ahora que poseía más de un millón y medio?

—Pero en qué estás pensando. ¿Ya no conoces el valor del dinero? No sé si sabes que voy a tener que renovar por completo el vestuario de los niños para el invierno, porque es increíble cuánto han crecido…

De repente, sintió lástima de ella, de todos ellos. Durante años había vivido sin ser consciente de la extrema modestia de su condición. Lo cierto es que, desde la infancia, había deseado muchas cosas que sus progenitores nunca habían podido pagarle, sobre todo después de la muerte de su padre. Incluso aquel helado de la infancia era algo estrictamente dominical; no recordaba haber comido jamás uno entre semana, excepto con ocasión de alguna fiesta señalada.

Siempre llevaba zapatos más bastos y gruesos que la mayoría de sus compañeros de colegio, porque eran más resistentes, y solo podía comprarse un traje nuevo al año y un abrigo cada dos, aun cuando el último abrigo se le hubiese quedado estrecho.

De recién casados pasaban apuros económicos, sobre todo a final de mes, y eran muy raras las ocasiones en que se habían concedido un almuerzo o una cena en Chez Étienne, que, sin embargo, no dejaba de ser un restaurante modesto.

Prefería no pensar en ello ni darse por enterado, pero estaba casi seguro de que algunas veces, hacia el día 25 o 26 de cada mes, su mujer pedía dinero prestado a sus padres para «ir tirando».

Y, trece años después de casarse, la pobre Dominique aún tenía que privarse de un traje de chaqueta que seguro habría contemplado largo rato desde el escaparate antes de decidirse a entrar en la tienda. Preguntó el precio antes de probárselo. «Ya vendré a verlo con mi marido», debía de haber murmurado por pudor.

Incluso Josée le confesó que había pedido que le comprara un chándal cuando en realidad no lo necesitaba y sentía remordimientos porque creía agravar con su conducta los problemas y el cansancio de su padre.

—¿En qué piensas, Justin?

—En nada. Estaba mirando el coche de delante y preguntándome si piensa adelantar a la camioneta.

—¿Qué tal está Bob?

—Muy bien, como siempre.

—¿Tiene una nueva amiguita?

—Ni idea, ya sabes que no he salido con él desde que volviste de Venecia.

—Podías haberla visto al salir del despacho.

—¿De verdad crees que lo esperan en la calle, como las madres a la salida del colegio?

—No, pero cuando vais juntos a tomar un aperitivo… La señal de alarma se activó.

—¿Qué quieres decir?

Calmar trataba de ganar tiempo, de pensar.

—¿Acaso no vas de vez en cuando antes de volver a casa?

Le había olido el aliento, seguro. La verdad es que, cada vez que iba a leer La Tribune de Lausanne, se tomaba un aperitivo.

—Sí, pero no voy necesariamente con Bob.

Debía pensar en alguien con quien su mujer no soliera coincidir. A veces pasaban la velada con Bob y, aunque no sucedía muy a menudo, una sola ocasión podía ser arriesgada.

«—Estoy un poco enfadada con usted, Bob, por pervertir a mi marido».

Desde que se casó con Calmar, Dominique ya no tuteaba a Jouve, sino que lo trataba de usted.

«—¿Yo, Dominique?».

Este, por su parte, no llegaba al extremo de llamarla «señora» después de haber convivido dos o tres meses juntos.

«—Ese aperitivo que se toman juntos todos los días…».

¡Qué peligroso! ¡Todo se volvía peligroso, incluso su aliento!

—Ya sabes que en el despacho de Challans hay un bar y que, cuando está de buen humor, no vacila en tratarnos como si fuéramos clientes.

—Pues últimamente debe de estar de muy buen humor… Las vacaciones le habrán sentado mejor que a ti. Por cierto, ¿dónde veranea?

—En Saint-Valery-en-Caux tiene un pequeño yate y pasa la mayor parte del tiempo en el mar.

—¿Con su mujer?

—Eso no lo sé.

—¿Podré montar a caballo antes del almuerzo, papá?

Sí, cariño.

Dentro de un rato se iría a dormir a una de las habitaciones que se hallaban encima del comedor. Eso no se lo quitaba nadie.