Hasta ese momento, Calmar no se había topado más que dos veces con la portera, y ambos encuentros habían sido muy breves. Al del garaje tampoco lo había visto durante mucho más tiempo y los demás no tenían importancia: ni el cajero del banco del Boulevard des Italiens, que solo le había prestado atención al billete de cien dólares y que quedó convencido de su autenticidad, ni tampoco el maître ni el camarero del Café de la Paix.
Pero ahora la situación era distinta, y mientras entraba en su despacho, donde lo esperaba una pila de catálogos llegados en su ausencia de Estados Unidos, las bromas de Bob empezaron a inquietarlo.
Jouve tenía fama de ser un tipo frívolo que no se tomaba nada en serio y conservaba cierto talante bohemio. Estaba como una cabra, y siempre que una secretaria pasaba cerca de él no podía evitar tocarle el trasero o el pecho, incluso a la señorita Valérie, la secretaria más fea y falta de encanto, la cual se sentía obligada a proferir chillidos de espanto como si intentara violarla.
Vivía en un estudio del Quai des Grands-Augustins y cambiaba de novia más o menos cada mes. Resultaba curioso que todas ellas se parecieran: solían ser menudas, morenas y de ojos grandes y dulces, así que uno se preguntaba por qué no se quedaba siempre con la misma.
Cuando gastaba bromas, algo muy habitual en él, le reían los ojos y parecía un niño grande y rubio. En realidad, tenía la misma edad que Calmar; se habían conocido cuando este estudiaba en La Sorbona, pues ambos frecuentaban la Petite Cloche, un restaurante barato del Quai des Tournelles, donde solo servían un plato del día, escrito con tiza en una pizarra.
El dueño sabía por los periódicos que algunos colegas se habían hecho ricos aceptando cuadros de jóvenes pintores como pago por las comidas, y a veces hacía lo propio con los alumnos de Bellas Artes.
¿Pintaba Jouve todavía? Eso decía él, y quizá fuera verdad, pues resultaba difícil distinguir cuando hablaba en serio de cuando estaba de guasa.
—Oye, voy a tener que casarme, y cuento contigo como testigo.
—¿Con quién?
—¡Con quién va a ser! ¡Con Aline! Ya hace tres meses que salimos juntos y acaba de anunciarme que está embarazada, y como su padre es gendarme en no sé qué pueblucho de Isère… Cuando uno se busca una amiguita —añadió con humor—, tendría que preguntarle siempre por la profesión del padre. ¡Un gendarme! ¿Y qué más? ¿Por qué no un guardia municipal?
Aquello ocurrió antes del invierno, y ya habían pasado varios meses cuando Calmar le preguntó el 1 de enero:
—¿Cómo está Aline?
—¿Aline? ¿Qué Aline?
—La hija del gendarme.
—¡Ay! Imagínate: para empezar, el padre no era un gendarme, sino un peón caminero. Y, además, un buen día ella se largó con no sé qué joven macarra a quien conoció en un baile.
—¿Y el niño?
—Supongo que no había niño. En todo caso, ya no me incumbe. ¿Aún no conoces a Françoise? solo hace tres semanas que vive conmigo, pero esta vez creo que va en serio.
En alguna ocasión había envidiado a Jouve, mas al fijarse bien en él, había llegado a la conclusión de que su amigo era menos feliz que él y que ocultaba su melancolía haciendo broma de todo.
Jouve también lo observaba a él, en especial aquel día. Sus despachos se comunicaban. El de Bob era una especie de estudio con una gran mesa de dibujo cerca de la ventana, en cuyas paredes había bocetos sujetos con chinchetas y donde objetos de plástico insospechados —objetos que el dueño incrementaba cada semana— se repartían por el suelo.
—Jouve, estudie este cubo, acaba de sacarlo un competidor. No está mal, pero podemos mejorarlo, en primer lugar redondeando los bordes…
¡Y dale con aquella manía suya de redondear!, aunque, curiosamente, quizás en eso radicara en parte el secreto de su fortuna: en el hecho de dar a los artículos de plástico, cualesquiera que fueran, un aspecto más redondeado, suave y cómodo.
—Cuando un cubo, una palangana o un cepillo de dientes tienen líneas duras, la gente cree que son baratijas.
Jouve iba al despacho de Calmar en mangas de camisa.
—Parece que en el catálogo de Sears-Roebuck vas a descubrir montones de chismes nuevos.
Ambos desempeñaban un oficio curioso. Y, desde luego, como casi todos los trabajadores de aquella empresa, cada uno tenía su cargo: Jouve era director artístico y Calmar, a su vez, había sido nombrado de forma inesperada director de relaciones con el extranjero.
Curiosa empresa, aquella. Sin embargo, el sistema daba resultado. ¿Acaso el «director de servicios técnicos», también llamado «director de laboratorios», no había consagrado la mayor parte de su vida a los análisis de orina?
A los clientes se les hacía visitar la sala de exposiciones de la planta baja, pero nunca les mostraban los famosos laboratorios ni las oficinas de investigación. Esas oficinas se resumían en el estudio de Jouve, aun cuando existieran otras más serias en apariencia, llenas de ingenieros y de personas salidas de las escuelas técnicas, en la fábrica de Nanterre, y otras más aún, sobre todo, en la moderna fábrica de Brézolles, que empleaba a doscientos obreros.
Pero el cerebro estaba aquí, en Neuilly, donde también se encontraba la habitación del gran jefe —tan austera como un cuarto para el servicio—, en el segundo piso, y el cuchitril donde Marcel, el chófer, se acostaba las noches en que no le daba tiempo de volver a casa.
El laboratorio era el antiguo taller que se hallaba al fondo del patio. De ese lugar, que había ido transformándose, había salido todo. Allí era donde el señor Racinet, un hombre bajito y rechoncho, se entregaba a unas investigaciones que parecían un juego. Racinet probaba mezclas y colores y accionaba la prensa con la sola ayuda del antiguo encargado del almacén de la quincallería, un tal Cadoux, que sabía hacer de todo.
—¡Eh, muchacho! —Bob se había plantado delante de Calmar, con un cigarrillo apagado en los labios—. ¿Seguro que estás bien? ¿Ha pasado algo allí entre Dominique y tú?
—¿Qué quieres que pase? Te aseguro…
—¡Bueno! No te enfades, pareces inquieto, eso es todo. ¿Dominique está bien?
—Muy bien.
—¿Está morena?
—Sabes perfectamente que no consigue broncearse. Se pone roja y se pela…
Ambos hombres compartían un secreto, bastante embarazoso para Justin Calmar, por cierto. Cuando alguien le preguntaba dónde había conocido a su mujer, Calmar contestaba con tono despreocupado: «En el metro, imagínese usted. O sea, que algo bueno tiene el metro… Los dos hacíamos cada día el mismo trayecto y acabamos por hablarnos».
Pero eso no era verdad: había conocido a Dominique en la Petite Cloche cuando ella era la amante pasajera de Bob y trabajaba como dependienta en una tienda de guantes del Boulevard Saint-Michel.
Luego, Bob y ella se separaron. La historia de cómo Justin había tomado el relevo de su amigo era confusa y jamás había conseguido desentrañarla.
Lo importante es que se había casado con Dominique hacía trece años y que era feliz con ella.
—Te juro que soy muy feliz.
—¡No lo dudo! ¡No lo dudo! Lo único que digo es que no lo parece…
—¿Crees que vendrá el jefe?
—¿Y a ti qué te importa?
—¿Challans sigue de vacaciones?
—Hasta el primero de septiembre.
Challans era el director comercial. Aunque a él le sucedía lo mismo que a los otros: ostentaba el cargo de director general, pero quizá lo eligieron porque vestía con sobriedad y elegancia, se desenvolvía con soltura y era capaz de hablar durante horas de cualquier tema y parecer que era un experto en la materia.
En realidad era un antiguo representante de productos químicos, a quien habían instalado en el despacho más bonito de la empresa, con una antesala donde se encontraban la centralita telefónica y dos secretarias.
Challans recibía a los clientes y los guiaba ceremonioso, de objeto en objeto, por la sala de exposiciones. Muchas veces, el gran jefe, Baudelin, irrumpía en el despacho de Challans como quien no quiere la cosa mientras este cerraba algún trato, y a menudo la gente lo tomaba por un empleado más.
—¿No cree, señor director, que podría conceder al caballero los márgenes de crédito que solicita? —decía Baudelin como si fuera una broma.
Y, sin embargo, el señor Baudelin era el hombre menos bromista de la tierra. Con su aspecto de viejo criado de confianza, resultaba omnipresente, y tomaba todas las decisiones, tanto en Neuilly como en las fábricas.
A menudo merodeaba por los grandes almacenes y por las sucursales de otros establecimientos y manoseaba, como si fuera un cliente, los artículos expuestos.
—¿Está usted segura, señorita, de que este cubo resiste una temperatura de ochenta grados?
—Nunca se ha quejado nadie, señor.
—¿Y el color no queda desvaído después de varias semanas en los anaqueles?
—Compruébelo usted mismo…
—¿Cuántos venden por semana?
—No lo sé, no soy yo la encargada.
Compraba sin decir quién era y aparecía en el estudio de Bob con un paquete bajo el brazo.
—Estudie esta porquería, hijo. Está hecho con los pies, pero se vende. Por lo tanto, si usted consigue redondearlo y si Racinet obtiene un color que no se vaya con el sol…
De pronto, Calmar se dio cuenta de que había sido feliz en esa empresa e intentaba convencerse de que no había motivo alguno para dejar de serlo.
«¿Dónde podría esconder los billetes?».
En su despacho había un mueble grande de puertas correderas donde guardaba los catálogos. Tenía una cerradura pero, como el mueble nunca se había cerrado con llave, hacía tiempo que esta se había perdido.
En el rincón de la izquierda, cerca de la ventana, disponía de un archivador metálico verde para la correspondencia. La llave estaba en su sitio, pero cuando se marchaba por la tarde se limitaba a meterla en un cajón que, sin embargo, no se cerraba con llave.
¿Qué se cerraba con llave en aquella empresa? Probablemente nada excepto el armarito de palisandro donde François Challans guardaba el whisky, el coñac y el oporto destinados a clientes especiales.
En el laboratorio del fondo del patio, tampoco Racinet consideraba que sus fórmulas fueran lo bastante originales como para guardarlas bajo llave.
¿Dónde habría podido guardar Calmar una fortuna de más de un millón y medio de francos? Y, si llegaba a descubrirse, ¿cómo iba a probar que era suya?
Estaba pensando en eso mientras fingía estudiar las ilustraciones de los catálogos norteamericanos. Aquella mañana, los billetes que guardaba en el maletín aún eran billetes anónimos que por el momento no pertenecían a nadie.
Provisionalmente, claro está. Por eso, porque creía que se trataba de algo provisional, durante unos instantes, alrededor de las doce del mediodía, contempló una vez más la posibilidad de ingresarlos en un banco hasta nueva orden, o de alquilar una caja fuerte para guardarlos en un lugar seguro.
Pero, sin darse cuenta, poco a poco empezaba a pensar en aquella fortuna como si le perteneciera. Todavía no se había preguntado qué haría con ella y no albergaba ningún plan; todo era aún impreciso. Claro que el dinero no era suyo, pero si los acontecimientos se desarrollaban de determinada manera, había posibilidades de que él se convirtiera en su propietario.
Y no se trataba de un robo ni de un acto deshonesto: se vería obligado a quedarse con el dinero y punto, igual que ahora se veía obligado a esconderlo en alguna parte.
Esa perspectiva resultaba seductora y angustiosa a la vez, si bien, de momento, era más angustiosa que agradable, porque aún no había nada definitivo y seguían surgiendo incógnitas.
Para empezar, ¿quién era el hombre del tren de Venecia y qué había sido de él? ¿Era un espía o un traficante internacional, como tenía motivos para sospechar?
En ese caso, ¿a quién debía devolver el dinero? ¿Podía acaso presentarse en el consulado de un país cualquiera y declarar, como si se tratara de un caso de espionaje: «Quiero entregarles un dinero que uno de sus agentes dejó en una taquilla de la estación de Lausana y cuya llave me confió…»?
¿Por qué le había confiado a él la llave? Pues para llevarle después el maletín a una tal Arlette Staub…
«Cuando llegué a su casa, estaba muerta…».
Resultaba grotesco. Y si se trataba de una banda internacional, ¿a quién pertenecía el dinero en ese caso? Al hombre del tren de Venecia no, pues los billetes habían ido a parar a sus manos de forma ilegal: el producto de un robo, de una estafa o de un fraude no podía en modo alguno ser propiedad del autor del delito o de sus cómplices.
Y, además, ¿dónde estaban los cómplices y quiénes eran?
Al principio, su situación le había parecido casi sencilla, pero iba complicándose a medida que pensaba en el asunto e incluso cuando se esforzaba en no pensar. Le habría gustado que el jefe entrase en su despacho y le encargara un trabajo urgente, algo que lo mantuviera ocupado día y noche durante una semana.
Los cómplices… Y no solo había cómplices. O bien si todos lo eran, uno de ellos había sido el traidor y había intentado actuar por su cuenta matando a Arlette.
Esta última posibilidad le pareció mucho más grave, y de repente le entraron unos sudores fríos y tuvo ganas de vomitar el lujoso almuerzo, demasiado abundante y pesado, que se había tomado en el Café de la Paix.
Tenía que poner urgentemente las cosas en su sitio.
La llave de la taquilla, para empezar, había sido un elemento esencial, pues quien la tuviera podía apoderarse de un millón y medio de francos.
Y el domingo 19 de agosto, en el trayecto entre Venecia y Milán, esa llave se encontraba en el bolsillo del desconocido, el cual se la había entregado con el pretexto de que debía coger un avión en Ginebra y no le daba tiempo a bajar del tren.
Por consiguiente, quien tuvo provisionalmente la llave entre Milán y Lausana fue él, Justin Calmar.
¿Quién conocía este hecho? Desde luego, el desconocido que se la había confiado. Sin embargo, siempre cabía la posibilidad de que alguien más estuviera al corriente; durante horas el tren fue lleno y en el pasillo se agolpaban personas de todo tipo que podían haber visto lo que había sucedido.
¿Por qué iba a desaparecer aquel hombre de forma voluntaria? Es más, ¿por qué había de suicidarse saltando del tren en el túnel del Simplón? Y si así fuera, ¿por qué no había hablado de ello La Tribune aquella mañana? Tendría que hojearla al día siguiente para ver si decía algo al respecto.
Sea como fuere, ¡el hombre había desaparecido! En aquel tren, en Lausana o en cualquier otra parte, seguro que alguien estaba al corriente de la existencia del maletín, puesto que Arlette Staub había sido asesinada poco antes de que Calmar fuera a verla.
¿Sabía su asesino que ella iba a recibir el dinero, seguramente como depósito, o quizá como intermediaria de una tercera persona?
Entonces, ¿por qué se había cometido el crimen de forma precipitada? Si como mucho, apenas dos horas después aquella fortuna ya se encontraría en el piso de la Rue du Bugnon.
¡Uf! Ya no podía más… Se sentía tan exhausto como si hubiera dado veinte vueltas al Bois de Boulogne, con aquel calor y a paso ligero.
—Estás verde, chico. Si es el estómago, deberías tomar bicarbonato de sodio.
A pesar de su excentricidad, Bob era demasiado astuto como para creer que tenía una indigestión, y ya debía de haberse percatado de que su compañero se veía acosado por un problema, que, además, ¡era insoluble!
¿Por qué la persona que se había deshecho de Arlette Staub no se desharía también de Justin aun cuando este ya no tuviera el dinero?
Si no quedase más remedio, esa misma noche se resignaría a meter de nuevo los billetes en el maletín descuajeringado y buscaría un lugar desierto, lo bastante lejos de París, para tirarlo al Sena.
Pero ¿de qué le serviría? Si alguien sabía que los billetes obraban en su poder —y eso era perfectamente plausible—, no se habría enterado ni podría imaginarse siquiera que Calmar había decidido de repente tirarlos al agua.
Entonces, ¿dónde, cuándo, en qué lugar exacto le aguardaba el peligro? ¿Cuando regresara a su casa? Alguien podía haberse escondido allí, pero todavía no, pues aún estaba la señora Léonard. Sin embargo, a partir de las cinco el piso se quedaría vacío y cualquiera que tuviera cierta habilidad podría forzar la cerradura fácilmente.
Ni siquiera era indispensable recurrir a eso. Cenaría en Chez Étienne, en el Boulevard des Batignolles, para complacer a Dominique. Luego regresaría a casa y encendería las luces. Pongamos que un hombre llamase a la puerta. ¿Lo dejaría fuera, intentando hacerle creer que no estaba en casa cuando desde la calle se veían las luces encendidas?
Ni siquiera en el despacho estaba seguro. Dentro de un rato, bajaría al laboratorio para comprobar si había algún escondite seguro para los billetes. Puesto que acababa de volver de vacaciones, también debía saludar a Racinet y a Cadoux, a quienes no había visto desde hacía dos semanas.
Mientras atravesaba el patio, cualquiera podía abalanzarse sobre él o dispararle con un revólver antes de que él se diera cuenta de dónde venía el golpe.
Aquella mañana se había percatado de algo que lo afectaba más de lo que pensó en un primer momento. Él, un hombre de treinta y cinco años, casado y padre de familia, un hombre hecho y derecho, no disponía en su casa, en su propio piso, de un solo lugar donde guardar un objeto sin que los demás lo supieran.
¿No era acaso como si toda vida íntima y personal le estuviera vedada?
En realidad, se daba cuenta de que era prisionero de su familia. No solo no podía regresar a cualquier hora sin rendir cuentas, o gastar el dinero sin que su mujer lo supiera, o tener dolor de estómago o sentirse inquieto sin que nadie se percatara de ello, sino que era imposible que guardara en secreto el menor trozo de papel.
«—Di, papá, ¿qué es esa caja?». O bien:
«—¿Qué hay en ese paquete?».
¡Y hasta en el despacho le perseguía aquello, donde siempre pensó que tenía campo libre! Aunque, por lo menos, podía encerrarse en los retretes, y así lo hizo. Nada más ver la taza del váter, vomitó el almuerzo.
—¡Vaya! Ahora tienes mejor aspecto, chico. ¿Te vienes a cenar a la Petite Cloche esta noche? Te presentaré a Françoise. Es muy divertida, ya verás. Nunca he conocido a una chica tan mal hablada…
—Lo siento, tengo un compromiso…
Bob frunció el ceño. Sabía que Dominique no estaba y que Justin no tenía más amigos que él y que no era probable que, pudiendo disfrutar de su soledad en París, fuera a cenar a casa de su cuñada o en Poissy, en el restaurante de sus suegros.
Calmar, que había percibido la sorpresa de Jouve, se apresuró a añadir:
Conocí a un tipo en Venecia y le prometí… ¡Ay! Era una metedura de pata de las que en lo sucesivo debería evitar, pues cuando se encontrasen Dominique y él con Bob, este era capaz de preguntar con la mayor inocencia: «Por cierto, ¿y tu amigo de Venecia?».
—Cuando digo Venecia… —empezó a desdecirse, empeorando las cosas—. En realidad, lo conocí en el tren.
—¿Es francés?
—No, centroeuropeo, no sé exactamente de dónde…
Había llegado al extremo de controlar hasta sus palabras más insignificantes, así como la expresión de su rostro.
Eligió un lugar ridículamente alejado, en los alrededores de Sartrouville, para deshacerse del viejo maletín, que sin duda pocas personas habrían sido capaces de identificar.
Pero antes fue a cenar a Chez Étienne, y para colmo tuvo que pedir higadillos de ave.
—¿Qué tal las vacaciones, señor Calmar? ¿Y cómo está su encantadora esposa?
Aún no era de noche cuando entró en el restaurante. El dueño no dejó pasar la oportunidad de recibirlo con un apretón de manos, como tampoco la oportunidad de comentar:
—No le veo muy moreno. Para haber vuelto de vacaciones, no tiene muy buen aspecto… Vamos a prepararle un menú ligero: una juliana para empezar y luego una tortillita de higadillos de ave que le hará chuparse los dedos.
Debía aceptar incluso la tortilla porque, de lo contrario, el día que fuera con Dominique al restaurante podía darse el comentario: «¿Se acuerda de que cuando vino a cenar después de volver de Venecia no quiso probar mis higadillos de ave?».
Entonces ella se enteraría de que no había almorzado en el Boulevard des Batignolles. Iba de pregunta en pregunta y de mentira en mentira. Calmar empezaba a desconfiar de todo.
Sin embargo, podía contárselo todo a Dominique. La idea acababa de ocurrírsele, pero le asqueaba planteársela en serio.
¿Cómo reaccionaría ella? Dominique era tan honrada como él, así que lo primero que haría sería reprocharle no haber acudido inmediatamente a la policía.
Tal vez conseguiría convencerla de que esa opción era casi imposible desde el momento en que había aceptado la llave de manos de aquel desconocido del tren. Y ahora, al día siguiente, a lo largo de los próximos días, sería más imposible que nunca, siempre y cuando la historia no tomara un cariz imprevisto.
De lo que estaba cada vez más seguro es de que aquel dinero seguiría en su poder, pasara lo que pasara. Y de que, si se lo contaba a su mujer y, como era previsible, llegaba a las mismas conclusiones que él, ella tomaría en lo sucesivo las riendas de su vida.
«—Lo primero, los niños, Justin. Siempre te he dicho que el aire de París no les sienta bien. Recuerda que desde que nos casamos he insistido para que nos comprásemos una casita en el campo. Algunas pueden pagarse en quince años…».
¡Y eso lo decía porque sus padres se habían retirado cerca de Poissy!
«—¿Qué hacías tú cuando te conocí? Eras profesor de inglés en el Liceo Carnot, ¿verdad?, y renunciaste libremente a la enseñanza para ganar dinero. Por aquel entonces incluso hablabas de preparar las oposiciones a cátedro. Pues ahora nada te lo impide. Nos instalamos donde sea, en un lugar agradable, cerca de algún río. Te las ingenias para conseguir la plaza en la ciudad más cercana, y continúas trabajando a tu aire pero sin problemas de dinero. Entretanto los niños llevarán una vida saludable. Y ahorraremos para pagarles los estudios cuando sean mayores, porque nunca se sabe lo que puede pasar…».
¡No! Aquel dinero, que lo atormentaba y lo seguiría atormentando, no serviría para cumplir los sueños de Dominique.
Porque, para empezar, ni siquiera eran los sueños de Calmar, y, cuanto más parecían serlo, menos lo eran. ¡La idea de las oposiciones a cátedro, sin ir más lejos! Es cierto que se le pasó por la cabeza, como también es cierto que, durante algún tiempo, se imaginó a sí mismo como profesor preparando tranquilamente, con los pies enfundados en unas pantuflas, una serie de obras sobre lenguas comparadas, o sobre tal o cual poeta, sobre Byron por ejemplo, y su influencia en la literatura universal.
Eligió aquella carrera porque, cuando estaba en cuarto curso, un profesor había dicho: «Este niño tiene un talento innato para las lenguas».
Luego consiguió una beca y, después de licenciarse en letras, aprobó el CAPES de inglés y alemán, lo que significaba que podía ser profesor de cualquiera de esas dos lenguas en los «centros públicos de enseñanza secundaria».
Fue su época en el Barrio Latino, cuando vivía en un hotelito detrás de la Halle aux Vins, y, los días señalados, iba a comer a la Petite Cloche, donde conoció a Robert Jouve.
Su madre se alegraba de que fuera profesor; lo único que lamentaba es que no hubiera obtenido una plaza en Gien, sino en París. Ignoraba que al principio solo hacía sustituciones, aunque para ella era lo mismo que ser profesor, y seguramente les decía a sus clientes: «Mi hijo, el profesor…».
Pero él no se había dejado llevar por ese camino; en realidad, nadie lo había empujado, pero tampoco podía decirse que su elección fuera deliberada. Cuando se casó con Dominique y se pusieron a vivir en el piso de dos habitaciones con un patio que daba al Boulevard des Batignolles, a menos de cien metros del restaurante donde acababa de cenar, no había hecho sino seguir la corriente.
Cuando conoció a los Lavaud, estos vivían en el piso actual de Calmar. El padre, que por aquella época era maître, tenía un concepto muy elevado de su papel en la sociedad. El restaurante Wepler era aún el lugar de reunión de un buen número de vedetes y de críticos que lo tuteaban con familiaridad. Cuando él, por su parte, hablaba de ellos o de ellas, también tendía a llamarlos por el nombre, de igual a igual.
«—Es que en mi oficio, hijo mío, uno conoce a mucha gente y mucha gente lo conoce a uno. No existe ninguna otra profesión donde se entablen relaciones tan interesantes. Por no hablar de lo que se aprende sobre las personas, mucho más de lo que nadie imagina. Si un hombre como yo, que conoce París desde hace cuarenta años, escribiera sus memorias… Tú das clases a los hijos de mis clientes, pero solo los conoces de forma superficial».
Una de las hermanas mayores de Dominique estaba casada y vivía en Le Havre, y tenía relación con la hostelería, pues su marido era jefe de camareros en la Transat. Rolande, la otra hermana, era la secretaria de un abogado de la rive gauche y vivía sola, de forma un tanto misteriosa.
¿Quién sabe? Aunque ya no dependiese de sus padres, al menos en apariencia, a Dominique podía ocurrírsele proponer: «¿Y si comprásemos un restaurante parecido al de papá?».
Lo llevaba en la sangre. Los domingos, mientras él hacía la siesta, a ella le encantaba echar una mano en la cocina o en el comedor, y Calmar a menudo la sorprendía con el delantal puesto.
«—Compréndelo, Justin, están desbordados. Y, además, es natural; como no pagamos nuestras comidas…».
¡Como si fuera él quien quería ir a Poissy los domingos! Los niños, todavía, por el viejo caballo; pero él habría preferido cambiar de decorado de vez en cuando.
Y, con respecto a la enseñanza, le parecía extraño descubrir de repente, porque un desconocido le había puesto casi a la fuerza una llave en las manos, que casi toda su vida se basaba en medias verdades, cuando no directamente en mentiras.
Al principio fue feliz en el Liceo Carnot; como su suegro, también él consideraba su oficio como uno de los más hermosos del mundo.
Le encantaba ver frente a él las hileras de rostros atentos, y casi estaba impaciente por dar clases en quinto y sexto, para poder comunicar a los jóvenes estudiantes su admiración por los poetas ingleses.
No había dejado la enseñanza por motivos económicos, como le dio a entender a Dominique, y solo Bob estaba al tanto de su secreto: había fracasado miserablemente en su carrera como profesor, justo después de dos años, cuando su vocación aún no se había debilitado.
Sin embargo, él hizo cuanto estaba en sus manos. Como sabía que la mayoría de los alumnos detestaba las lenguas extranjeras, se había esforzado en que sus clases resultaran atractivas. Inventaba, por ejemplo, diálogos divertidos y humorísticos que interpretaba con sus alumnos más aventajados.
«—Me parece que hoy está usted muy serio, señor Brown.
»—Es que me he dejado el paraguas.
»—¡No me diga que llueve!
»—¿Podría no llover?».
Siempre se reían. Excepto un alumno, un tal Mimoune, que invariablemente se sentaba al fondo de la clase y no se reía ni sentía el menor interés por lo que pasaba a su alrededor.
«—Señor Mimoune, ¿puedo preguntarle en qué está pensando?
»—En nada, señor.
»—Me permito recordarle, señor Mimoune, que en este momento debería pensar en la lección de inglés. Supongo que sus padres lo envían aquí para eso».
Pero el chico era terco y porfiado y, en momentos como aquel, su mirada expresaba un odio brutal.
«—Señor Mimoune, tradúzcame la primera frase de la página sesenta y cinco.
»—Se me ha olvidado el libro, señor.
»—Pídale a su vecino que le preste el suyo.
»—Nunca pido cosas prestadas.
»—Señor Mimoune, cópieme tres veces la página sesenta y cinco».
Aquella batalla interminable entre un hombre hecho y derecho, investido de autoridad sobre sus alumnos, y un niño de doce años, cuya fuerza radicaba en el hecho de que su padre era el jefe de gabinete en un importante ministerio, era ridícula.
«—Señor Mimoune…
»—¿Sí, señor?».
Ese «sí, señor» era tan sardónico que a menudo Calmar desistía.
«—Nada. Siéntese. Intentaremos no perturbar sus ensoñaciones, siempre y cuando usted se avenga a no perturbarnos a nosotros…».
Con los demás grupos, Calmar no tenía demasiadas dificultades, pero en la clase de Mimoune la situación empeoró paulatinamente y no tardaron en perfilarse dos bandos.
Se dio cuenta sobre todo por las risas: llegó un momento en que de sus bromas solo se hacía eco la mitad de la clase, y poco a poco esta mitad fue menguando.
—Muy bien, señores, si prefieren ustedes la severidad, me mostraré severo, aunque reconozco que lo haré muy a mi pesar…
solo daba las clases de primer y segundo curso; pero el año en que Mimoune pasó a tercero, a pesar de sus notas en inglés, a Justin lo ascendieron y le asignaron esa clase.
El chico había dejado de ser un niño. Su voz se había vuelto más grave y su mirada reflejaba no solo un odio pertinaz, sino la voluntad inexplicable de salirse con la suya.
«—Señor Mimoune…
»—¿Sí, señor?
»—¿Tiene su selección de textos?
»—Sí, señor.
»—Si es usted tan amable…
»—No lo haré por amabilidad, señor, sino por obligación…
»—Aunque no me alegra exactamente, no puedo dejar de felicitarlo por su sutileza, que me encantaría descubrir también en sus comentarios de texto. Página cuarenta y dos, por favor…».
El director llamó a Calmar a su despacho en dos ocasiones: hablaron de los padres de los alumnos en general, de forma vaga, sin mencionar jamás el nombre de Mimoune.
«—Señor Calmar, algunos se quejan de cierta falta de rigor en su forma de dar clases. Según parece, le gusta hacer reír a sus alumnos, aun en detrimento de la disciplina, pero eso no es óbice para que en otros momentos se muestre usted de una severidad excesiva. Téngalo en cuenta, no olvide que la virtud se halla en el término medio. Puede retirarse, señor Calmar».
La bofetada llegó en junio, cuando llevaba tres años en la enseñanza. Era un día de un calor bochornoso y a Josée, que contaba un año y medio, le estaban saliendo los dientes. Los suegros aún vivían en París y el matrimonio habitaba en el piso de dos habitaciones de la Rue des Batignolles. Durante la primavera, Dominique había estado enferma.
Mimoune se mostraba más tranquilo y a la vez más virulento que nunca.
«—Señor Mimoune, ¿cuántas veces le he dicho que está prohibido mascar chicle en clase?
»—Señor profesor, me permito recordarle que es usted, con frecuencia, el primero en chupar pastillas de cato».
El chico estaba en lo cierto, pues, por aquel entonces, Calmar padecía a menudo del estómago y, al dirigirse a sus alumnos, no soportaba notar su propio mal aliento.
«—No le permitiré que…
»—Y yo no pienso tolerar que un…».
Hablaban a la vez, a un metro de distancia, y Mimoune, que había crecido y tenía la misma estatura que su profesor, se puso en pie. ¿Quién fue el primero en hacer un gesto que el otro malinterpretó? Sea como fuere, se oyó el chasquido de una bofetada, seguido de un silencio como jamás había reinado en aquella clase y, por último, se produjo un tumulto.
«—Señor director, le aseguro que me sentí amenazado. Me miraba con tanta inquina que, cuando descruzó los brazos, creí que…
»—Cállese, señor Calmar. Déjelo hablar, por favor.
»—Me ha pegado, señor director. Sé que me la tenía jurada: hace ya tres años que me tiene manía.
»—¿Qué contesta usted, señor Calmar?
»—Que, efectivamente, desde hace tres años este alumno…».
¿Para qué defenderse? De todas formas saldría perdiendo, y no solo a causa de Mimoune, sino porque también los profesores, los vigilantes y el director lo observaban con desconfianza, como si vieran en Calmar a la oveja negra.
Había comenzado en el mundo de la enseñanza con alegría, incluso con verdadero entusiasmo.
«—Se acabó, Bob, chico. De momento, solo me han reconvenido, pero cualquier día ocurrirá algo más grave. Me destinarán a un pueblucho perdido hasta el momento en que me sugieran que dimita…
»—¿Y qué vas a hacer?
»—No lo sé, no me veo como intérprete en Cook o como conserje en un gran hotel. Sin embargo, es lo único que podría hacer dados mis conocimientos.
»—Oye, ¿sabes también alemán?
»—Más o menos como el inglés.
»—Se lo diré a mi jefe.
»—¿Quieres decir que puedo conseguir trabajo en una empresa de plásticos?
»—No conoces a Baudelin… ¿Es acaso un industrial? No. Era un simple quincallero que no tenía la menor idea de plásticos… ¿Y qué soy yo? Un simple pintor, antiguo alumno de Bellas Artes, pero eso no impidió que me contratara como dibujante de palanganas, de cepillos de dientes, de cubiertos para cámping y de cantimploras irrompibles. La semana pasada volvió a quejarse de que en la empresa no hubiera nadie que supiera inglés. “Esos malditos norteamericanos”, decía, “tienen modelos más modernos que los nuestros y cada día inventan nuevos artículos de plástico. Si hubiera alguien aquí capaz de leer sus catálogos…”».
Y aquel era su trabajo. Empezó con los catálogos de Sears-Roebuck, de Macy’s y de Gimbel’s, entre otros grandes almacenes.
Sin embargo, al igual que sus padres, Dominique creía que había dejado la enseñanza para ganar más dinero.
«—Justin, sé que te sacrificas por nosotras, por Josée y por mí… —Bib no había nacido aún—. ¿No será demasiado duro? ¿Estás seguro de que no te arrepentirás?
»—No, mujer, no…».
¿De cuántas cosas tendría que convencerla en lo sucesivo? Le iba dando vueltas al asunto en la cama, en la cama matrimonial, donde el hecho de estar solo hacía que se sintiera incómodo, obsesionado por el portafolios lleno de billetes y colocado con negligencia, como si fuera un objeto sin ningún valor, en el armario de la entrada.
¿Y si…?