«—Cuando regreses a París, habrá que limpiar el traje. Pero no se te ocurra meterlo en la cesta de la ropa sucia: la señora Léonard es capaz de llevarlo a la lavandería y no me fío un pelo de estas telas, que tienen tendencia a encoger. Más vale que lo lleves tú mismo a que lo limpien en la Rue des Dames».
No había estado solo en el piso de la Rue Legendre más que dos veces, las dos veces que Dominique fue a la clínica a dar a luz. No, no eran dos sino tres, pues también se marchó tres días a Le Havre cuando el parto de su hermana, cuyo marido trabajaba como maître en un hotel de la Transat.
¿Fue un deseo de rebelarse contra la voz que le parecía estar oyendo lo que lo impulsó a echar el traje de color marfil en la cesta de la ropa sucia?
«—Al llegar estarás agotado, cariño. Como no irás al despacho hasta la tarde, intenta dormir un poco y deja que la señora Léonard se encargue de deshacerte las maletas».
La señora Léonard era la mujer de la limpieza y solo iba dos tardes por semana. El hecho de que fuera diminuta y muy flaca no era óbice para que su trasero fuera tan descomunal y prominente que la buena mujer siempre parecía catapultada hacia delante. Estuvo casada mucho tiempo con un hombre enfermo, a quien había cuidado cerca de veinte años, y ahora limpiaba casas de la mañana hasta última hora de la tarde. Por las noches, a menudo se encargaba del aseo de los difuntos del barrio.
Vivía sola en un inmueble situado en una calle cercana, en alguna de las habitaciones de servicio, y por lo general no hablaba con nadie.
—¡Caramba con los ricos! —refunfuñaba de vez en cuando.
Para ella, todos sus clientes eran ricos, incluso los comerciantes o la portera.
Sumergido en la bañera, Calmar pensaba en la señora Léonard y se preguntaba cómo podía vivir de esa forma sin desesperarse. Pero ¿acaso no había en París miles y decenas de miles de mujeres como ella? Por no hablar de las que aún eran más desdichadas, porque apenas si podían arrastrarse por su casa cuando no estaban inmovilizadas del todo en la cama, a merced de los vecinos o de alguna asistente social.
Debajo de la cómoda había una fortuna. No sabía a cuánto ascendía, pero prefería seguir en la ignorancia.
«—Intenta dormir un poco y…».
Lo cierto es que lo intentó, pues estaba realmente cansado. Se puso el pijama, como si no estuviera solo, y después de correr las cortinas se tumbó en la cama. Pero, por más que se esforzara, no conseguía quitarse el maletín de la cabeza. No podía por menos de hacerse preguntas, preguntas un poco confusas, ya que, después de veinticuatro horas de tren, el baño lo había embotado más que despejado.
¿Acaso el desconocido de Venecia era un ladrón internacional que lo había utilizado de forma consciente para no correr el riesgo de ir a buscar el maletín?
En ese caso, ¿por qué habían matado a Arlette Staub? De hecho, todavía llevaba en el billetero la nota garabateada con la dirección de aquella mujer, y eso era peligroso. Por ejemplo, en el despacho, el papel podía caerse del billetero en el preciso instante en que él se lo sacara del bolsillo. Y si el nombre de ella aparecía más tarde en los periódicos…
Se levantó, se dirigió hacia la cómoda sobre la que había vaciado sus bolsillos, y rompió la hoja de la libreta en pedacitos. Cuando se disponía a tirarlos a la papelera se le ocurrió pensar que tal vez la señora Léonard, que pasaría la tarde sola en el piso, reconstruiría el rompecabezas por curiosidad.
De repente mostraba una prudencia digna de un maniaco. Quemó los trocitos de papel en un cenicero y después de arrojar las cenizas al retrete tiró de la cadena.
Cuando volvió a acostarse ya no tenía sueño. Ni siquiera intentó cerrar los ojos. ¿Y si los billetes eran falsos? Le parecía más probable que el desconocido del tren fuera el jefe de una organización de falsificadores. Todo era posible. ¿Estaría metido en el tráfico de armas o en el espionaje?
¿A cuánto ascendería la suma que había en el maletín? Aunque se había prometido no contar el dinero hasta más tarde, a última hora de la mañana, como si de ese modo quisiera demostrarse a sí mismo que mantenía la calma, volvió a levantarse, y, sin descorrer las cortinas por si acaso —por la mujer de enfrente—, tomó asiento delante del tocador de Dominique.
En efecto, cada fajo de dólares contenía cien billetes, lo que significaba que esos tacos, que abultaban menos que un libro de bolsillo, tenían un valor de diez mil dólares.
Y había veinte fajos. Todos esos billetes, que parecían nuevos, sumaban en total doscientos mil dólares. En cuanto a los billetes ingleses, contó cincuenta paquetes de veinte, o sea, cincuenta mil libras.
Se levantó para buscar un papel y un lápiz y calculó a cuánto ascendía el contenido del maletín. Los dólares equivalían aproximadamente a un millón de francos nuevos. Se sintió presa del vértigo, empezó a sudar a mares y le temblaban las manos.
¡Un millón! ¡Y aún había que sumar más de setecientos mil francos en libras inglesas!
Además, en el fondo del portafolios había otros billetes, que no se habían tomado la molestia de atar con una goma como el resto: veinte mil marcos alemanes y diez billetes de mil francos suizos, grandes y gruesos.
«—Señor comisario, vengo a traerle un maletín que…, que… En el tren de Venecia, un desconocido me entregó una llave al tiempo que me pedía… Me escribió una dirección en un trozo de papel… que, por cierto, he quemado hace un rato. ¿Por qué? Pues porque la señora Léonard, que nos hace la limpieza… No, no tenía la menor intención de quedarme con el dinero. Forcé la cerradura porque…».
Era impensable: ningún hombre en sus cabales concedería el menor crédito a su relato.
«Me dirigí en taxi a la dirección indicada, en la Rue du Bugnon, a casa de una tal Arlette Staub. Llamé al timbre. Como no contestaban, sin apenas darme cuenta giré el pomo de la puerta, que se abrió… La joven estaba muerta. Asesinada, supongo. No vi sangre. Quizá la estrangularon. A estas alturas, la policía de Lausana debe de estar al corriente».
Pero todavía se alteró más cuando, de repente, se le ocurrió que habría que esconder el maletín, o por lo menos su contenido. El maletín podía tirarlo en cualquier parte, en el Sena, por ejemplo, en cuanto anocheciera. De momento, lo guardaría en uno de los cajones de la cómoda, que podían cerrarse con llave.
¿Se percataría la señora Léonard de que los cajones estaban cerrados con llave? Tendría que cerrar los tres, y eso era algo que jamás habían hecho.
Por primera vez caía en la cuenta de que ninguno de los muebles de su casa se cerraba jamás y de que no había lugar alguno donde pudiera esconder un objeto cualquiera.
Su mujer, los niños, la señora Léonard o cualquier otra persona, sus cuñadas o su suegra cuando venían de visita, podían abrir cualquier cajón, armario o alacena.
De todas formas, su mujer y sus hijos regresarían de vacaciones el sábado y él aún no había tomado ninguna decisión. Estaba pensando en un escondite, pero no porque pretendiera quedarse con el dinero; por lo menos, no de forma definitiva. En cualquier caso bien tendría que esperar a aclararse las ideas.
Deambuló por la casa en pijama y muy lentamente. En primer lugar por su habitación —el dormitorio de una pareja de clase media—, amueblada con un estilo moderno y de bastante buena calidad, pero cuyos muebles resultaban absolutamente ordinarios. Debía de haber habitaciones idénticas en miles de pisos también parecidos más o menos al suyo.
Sin embargo, aquel piso representaba todo un progreso, porque cuando se casaron solo pudieron ocupar un apartamento de dos piezas situado en un edificio antiguo del Boulevard des Batignolles y los muebles tuvieron que comprarlos de segunda mano, entre ellos una de esas camas de nogal, muy altas, igual que la que había visto durante su infancia en el dormitorio de sus padres.
La de ahora, en cambio, era baja, y tardó en acostumbrarse a ella, como también le había costado habituarse a la ligereza de la cómoda, de los dos sillones forrados de terciopelo anaranjado, de la mesa y del tocador.
Aquel era el piso de sus suegros. Lo heredaron cuando Louis Lavaud, el padre de su mujer, se jubiló de su puesto como maître en el hotel Wepler de la Place Clichy para instalarse por su cuenta en la colina de Poissy.
Mientras vivieron en él los Lavaud, el piso era sombrío. La actual sala de estar, tan moderna como el dormitorio, estaba entonces tapizada con un papel de un color marrón dorado que imitaba el cuero de Córdoba.
«—Haced lo que queráis, hijos míos, pues ahora es vuestra casa, pero ya no encontraréis papel pintado de esta calidad. Se puede lavar con agua sin que salga una sola burbuja. Joséphine, ¿cuántas veces lo has lavado?».
Por aquel entonces también los muebles eran pesados, de roble macizo, y las sillas que rodeaban la mesa central estaban forradas con cuero repujado.
Exactamente igual que en casa de sus padres en Gien, aunque allí casi nunca comían en el comedor, sino en la cocina, en la parte trasera de la tienda.
Él no era un ladrón. No albergaba la menor intención de utilizar ese dinero que, de momento, no parecía tener dueño.
En el supuesto de que acudiera a la policía para describir al desconocido del tren…, en el supuesto de que lo encontraran vivo, ¿no traicionaría de ese modo la confianza que aquel hombre había depositado en él?
Una confianza que no le había concedido al azar, por el simple hecho de viajar en el mismo compartimiento, sino que el hombre lo había sometido a un largo examen, formulándole preguntas concretas, de modo que cuando llegaron a Milán ya estaba al tanto de casi toda su vida.
Incluso se enteró de que, cuando iba a la escuela municipal, y luego al instituto, sus compañeros lo llamaban el Gusano. Y no solo porque era más regordete que los otros; en realidad, el mote le venía porque su padre vendía artículos de pesca en el Quai Lenoir, cerca del Vieux Pont que cruza el Loira.
La casa paterna era estrecha y se alzaba hacia lo alto, rematada por un aguilón dentado como los que aún pueden verse en Bruselas. La tienda también era angosta, estaba atestada de cañas de junco o de bambú y rodeada de cajones acristalados en los que había flotadores de todos los colores y tamaños, sedales, crines de caballo, rollos de catgut, plomos: cientos o incluso miles de artículos con los que solo su padre era capaz de aclararse.
Para colmo, también vendía larvas de moscarda para pescar, gusanos de agua y portamaderas. Y los domingos siempre tenía un vivero de gobios para la pesca del lucio.
A diferencia de él, su padre era alto y flaco y encima era rubio y tenía unos bigotes claros que se curvaban hacia abajo. Justin le había puesto un mote que jamás le confesó a nadie: el Galo Anémico, pues era de tez pálida y pecosa, siempre parecía cansado y daba la impresión de que el largo cuerpo iba a doblársele de un momento a otro.
Murió joven, a los cuarenta y dos años, de una enfermedad del pecho. Su madre aseguraba que había sido una pulmonía, pero lo más probable es que fuera tuberculosis.
Ella siguió al frente del negocio, y todavía lo dirigía con la ayuda de Oscar, que los sábados por la tarde iba a pescar gobios con esparavel y mantenía la «fábrica de larvas de moscarda» al fondo del pequeño jardín. Debido a las quejas de los vecinos, se las habían ingeniado para camuflar mediante un enramado el palo donde colocaban la cabeza de cordero que le suministraba el carnicero. Las larvas de moscarda aparecían al cabo de unos días, e iban cayendo una tras otra en un tamiz provisto de serrín.
Las vendían a cucharadas. Cuando era niño, una cuchara sopera de larvas de moscarda costaba veinticinco céntimos.
¿Por qué le había dado por pensar en todo eso mientras seguía buscando un sitio donde esconder los billetes? Sitio, propiamente dicho, no había ni uno; por no haber, ni siquiera existía ya el enorme armario de espejo que tenían de recién casados, sobre el que podía dejarse un objeto, pues quedaba oculto por la cornisa.
Fue en busca de su propio portafolios, lo vació —no había más que folletos— e introdujo allí los fajos. Sacó un único billete de cien dólares para hacer con él un experimento.
Se trataba, desde luego, de un experimento necesario. Ni ahora ni nunca tendría él nada que ver con un ladrón. Pero, antes de determinar cómo se comportaría en lo sucesivo, ¿no debía acaso averiguar si se trataba de dinero falso o auténtico?
«—Sobre todo, Justin, ve a comer a Chez Étienne…».
Era una de esas manías que sin duda tienen todos los matrimonios o, si se prefiere, una tradición. Cuando aún hacía sustituciones en el Liceo Carnot y tenían muy poco dinero, muy de vez en cuando solían permitirse el lujo de darse una comilona en un restaurante del Boulevard des Batignolles; se trataba de un restaurante a la antigua, con espejos en las paredes, un mostrador alto para la cajera y pomos metálicos para colgar los trapos. La cajera era la propia señora Étienne, y el señor Étienne, de nariz prominente y enrojecida, iba de un lado a otro entre las mesas aconsejando el lenguado a la normanda o el cassoulet.
Cuando Dominique estaba encinta, a menudo acudían a Chez Étienne. Y también habían cenado allí con motivo de algún que otro aniversario de boda.
Para su mujer la única comida buena y saludable era la de Chez Étienne.
¡Qué diablos! No pensaba ir a comer a Chez Étienne: tenía otros planes y otras preocupaciones, por decirlo de una manera suave.
Después de descorrer las cortinas, empezó a vestirse. Giró al azar el dial de la radio, que solo emitía canciones y publicidad.
«Este fin de semana, el número de trenes especiales ha batido todos los récords. Eso se debe a que mucha gente que estaba de vacaciones ha aprovechado el puente del 15 de agosto…», dijo la radio.
Era poco probable que Europe N° 1 o Radio Luxemburgo hablaran de que se había hallado el cadáver de una joven en un piso de Lausana, siempre y cuando no se tratase de un importante asunto internacional. Pero era casi imposible que lo supieran si no estaban al tanto de la existencia del maletín.
En el quiosco de la estación le habían dicho que los periódicos llegarían sobre las doce o las doce y media.
Pero no podía salir y dejar en el piso el maletín con las dos cerraduras forzadas expuesto a la curiosidad de la señora Léonard. Decidió embalarlo. Una vez más, se percató de la dificultad que entrañan ciertas cosas que a primera vista parecen sencillas, pues no halló papel de embalaje en toda la casa.
En el cajón de las herramientas y los abrelatas, había trozos de cordel, pero ni rastro de ese papel marrón y resistente que se utiliza para empaquetar.
Como se habían ido de vacaciones y además la señora Léonard había hecho limpieza a fondo aprovechando la ausencia de la familia, tampoco encontró periódicos viejos.
Recordó que habían forrado con papel, no marrón, sino azulado, el fondo de los cajones de la cómoda. Sacó uno, mientras se decía que ya habría tiempo de reponerlo, aunque sería más nuevo que los otros y Dominique se daría cuenta.
«¡Vaya! ¿Has cambiado el papel del segundo cajón?». Era el cajón de sus camisas y su ropa interior. ¿Qué contestaría él entonces? «Es que se me derramó…». ¿Qué se le había derramado? Uno no suele tomarse el café ni una copa de vino mientras elige una camisa del cajón. «Se me cayó el cigarrillo y…».
Ya se le ocurriría algo. Si desde el principio dejaba que cuestiones tan insignificantes como esas le atormentaran, no conseguiría salir del aprieto.
Después de hacer un paquete más o menos resistente, cerró su portafolios con llave y lo metió en el armario donde solía guardarlo, convencido de que a la señora Léonard no se le ocurriría forzar la cerradura como había hecho él con el maletín.
Pensaba demasiado. Tenía que tranquilizarse y reflexionar antes de tomar una decisión, desde luego, pero sin dejar que eso lo alterase.
Bajó a la calle y la portera lo saludó.
—Creía que se habría acostado. Después de un viaje tan agotador…
—Ya, señora Godeau, pero tengo mucho que hacer…
—Sobre todo, cuídese mucho. Estoy segura de que a la señora Calmar no le gustaría que durante su ausencia su marido se abandone. Eso me recuerda a mi pobre marido… A lo largo de nuestra vida en común no lo dejé más de quince días solo, y sé lo que les pasa a los hombres en cuanto se quedan a su aire…
Calmar entró en el garaje donde guardaba el coche, que se hallaba en esa misma calle.
—¡Vaya! ¡Señor Calmar! Estaba convencido de que no volvería hasta la semana que viene, he debido de equivocarme de fecha. No tardaré en…
No obstante, hubo que desplazar una decena de vehículos antes de poder sacar el suyo, que se hallaba al fondo del garaje y cubierto de polvo.
—Lo siento, si lo hubiera sabido… Permítame por lo menos que le pase un trapo.
A Calmar el paquete le resultaba engorroso; confiaba en que el empleado del garaje no reparase en él. En vez de meterlo en el maletero, se limitó a echarlo con ademán negligente sobre el asiento.
—Que tenga usted un buen día a pesar del calor… No sé qué tiempo les habrá hecho allí, pero aquí hacía muchos años que no teníamos tanto calor. Usted conoce el barrio igual que yo, puesto que vive en él desde hace trece años y sabe que los vecinos son buena gente. Pues bien: he visto que algunas amas de casa hacían la compra en pantalón corto, como si estuvieran en la playa, y que los niños jugaban en la calle en bañador…
De camino hacia l’Opéra atravesó calles semivacías e incluso pudo aparcar en la Rue Auber; luego se encaminó con premura a uno de los bancos de los Grands Boulevards.
Mientras subía las escaleras y se adentraba en el vestíbulo, fresco y sombrío en contraste con el sol del exterior, se sintió presa del pánico.
Era consciente de que aquella constituía la primera decisión importante, aunque, ¡no!, el primer paso lo había dado al abrir la taquilla en el andén 1 de la estación de Lausana. Sin embargo, tampoco era del todo así, pues en aquel momento la historia que le había contado el desconocido del tren todavía resultaba plausible… ¿Acaso no podía removerse cielo y tierra, si fuera necesario, para dar con el revisor italiano que había taladrado los billetes en los alrededores de Padua, y que sin duda se acordaría del billete rosa que había arrancado del cuadernillo? También estaba el policía de Domodossola, que se había demorado examinando el pasaporte y al final lo había devuelto con un breve saludo casi respetuoso…
De hecho, ¿a qué obedecía aquel saludo? Ese mismo policía no había saludado a Calmar. ¿Sería el desconocido una persona famosa o alguien con un puesto importante en cualquier otro país?
¿Sería, por ejemplo, un diplomático? No lo parecía; no tenía pinta de nada. Lo cierto es que era un tipo de lo más anodino.
Calmar buscó en el banco la ventanilla del cambio de divisas, frente a la que aguardaban cinco o seis personas, entre ellas, unos norteamericanos y dos alemanas.
Los norteamericanos tendieron varios traveller’s cheques. Después de pedirles que los firmaran y, tras la comprobación de las firmas, les suministraron francos franceses. Uno de ellos protestó porque no estaba de acuerdo con el cambio y las dos alemanas, madre e hija, que se hallaban detrás de él, manifestaron su impaciencia.
Como era casi mediodía, temía que cerrasen la ventanilla. Al mismo tiempo recordó que había dejado el maletín empaquetado sobre el asiento del coche, en lugar de detenerse en alguna calle tranquila a fin de meterlo en el maletero, como había proyectado. ¡Bah! El coche estaba cerrado y un paquete mal envuelto no resultaría muy tentador para los ladrones…
Aún faltaban dos personas; después solo una. Ahora ya le tocaba a él: cuando tendió el billete de cien dólares, se esforzó para que no le temblase la mano. Como esperaba, el cajero alzó la mirada hacia él, ligeramente sorprendido, y tras toquetear unos instantes el billete con el pulgar y el índice para cerciorarse de que tuviera la consistencia y el grosor adecuados, lo examinó al trasluz.
—Un momento, por favor.
Retrocedió para abrir un cajón que se hallaba a la altura de su barriga y extrajo de él un libro estrecho donde se veían columnas de cifras.
En realidad, todo transcurrió en un instante, y enseguida hubo un grupo de jóvenes italianos que aguardaba su turno detrás de Calmar.
—En francos franceses, supongo —aventuró el cajero después de cerrar el cajón.
—Sí, por favor…
Al levantar el borde de los billetes de diez francos para contarlos, pues estaban atados en fajos, como los dólares y las libras del maletín, estos crujían bajo sus dedos.
Luego contó otros billetes y, por último, monedas de dos y de un franco.
Sin tomarse la molestia de guardar el dinero en su billetero, Calmar se los metió en el bolsillo.
¡Los dólares no eran falsos! En su piso de la Rue Legendre, en un maletín descuidadamente colocado en el estante de un armario, había dólares por valor de más de un millón y medio de francos.
Por primera vez en su vida, Calmar gastaba un dinero que no le pertenecía. Eso tampoco era cierto: en una ocasión había robado de verdad, con conocimiento de causa. Tendría diez u once años. Hacía calor, como aquel día, pero por entonces sus padres y él no salían de vacaciones, más bien al contrario, pues aquella era la mejor temporada para el negocio. A veces su padre dormitaba en el sillón de mimbre de la cocina y se despertaba sobresaltado cuando oía el timbre de la tienda.
No recordaba dónde estaba su madre aquel día. ¿Poniendo a secar la ropa sobre la hierba del jardín? En todo caso, Calmar se deslizó con gran sigilo detrás del mostrador y metió la mano en el cajón donde guardaban el dinero. solo tomó cincuenta céntimos. Unos minutos después, estaba comprándole un helado al italiano que recorría con su carrito amarillo las calles.
Caminaba lamiendo la crema de vainilla cuando a lo lejos divisó a un compañero del colegio. Y como no era domingo, y entre semana no tenía costumbre de permitirse el lujo de un helado, tiró el cucurucho al arroyo y se apresuró a desviarse por la primera bocacalle a la izquierda.
Le ardía la cara y notaba el latido de su corazón en las sienes. Se miró en el espejo de una tienda de comestibles y, como era bastante místico, se encaminó corriendo a la iglesia para confesarse.
Pero hoy, mientras comía en el Café de la Paix, no debería haber sentido remordimientos; no quería sentirlos. Si no se había quedado a almorzar en la terraza, donde se estaba más fresco, era porque no tenía ganas de que lo viera algún empleado de la oficina o algún cliente, pues no acostumbraba frecuentar lugares tan caros.
Sin embargo, pidió platos muy costosos: unos entremeses variados, media langosta y una brocheta de hígados de ave, platos que rara vez tomaban en casa.
No cabía duda de que había avanzado un paso más, pero era ineludible. Había cambiado el billete de cien dólares porque necesitaba saber si era falso o no, no por afán de lucro.
De modo que en el bolsillo llevaba un dinero que legalmente no podía gastar.
Si se hubiera comprado algo de su gusto como, por ejemplo, un estuche para los cigarrillos o un mechero de gas, a Dominique seguro que le habría extrañado, tanto como si le hacía un regalo a ella o compraba un juguete para los niños.
En ninguno de aquellos casos habrían cuadrado las cuentas. Ella no solía controlar en qué se gastaba el dinero su marido, al menos no lo hacía porque desconfiara, aunque Dominique sabía perfectamente cuánto ganaba y cuánto le quedaba para sus gastos después de haberle dado a ella el dinero para la casa. Y aquellos quinientos francos eran un dinero procedente de ninguna parte que debía gastar antes del sábado, puesto que de forma oficial no existía.
La idea empezaba a preocuparle. Era consciente del sentido de la palabra «empezaba» y también del encadenamiento inexorable de los hechos desde el preciso instante en que, en Venecia, había notado cerca de él la presencia de un hombre que lo escudriñaba mientras él contemplaba aquel decorado inmóvil en cuyo centro estaba su hija…
Desde entonces, ni una sola vez había tomado en verdad la iniciativa; sus actos y sus gestos se habían encadenado unos detrás de otros sin que él interviniera.
Antes de entrar en el Café de la Paix, pidió en el quiosco La Tribune de Lausanne, pero no había llegado.
—Tal vez dentro de media hora…
De todas formas, consideró la posibilidad de verse obligado a quedarse el millón y medio que contenía su portafolios y de cuya existencia la señora Léonard, que tanto odiaba a los ricos, a los ricos de verdad e incluso a los que tuvieran solo unos céntimos o unas pocas distracciones más que ella, estaba lejos de sospechar.
Conjeturaba… Por ejemplo, en las circunstancias actuales y según la información que obraba en su poder, no podía pensar siquiera en la posibilidad de llevar el dinero a una comisaría. Tampoco podía depositarlo en un banco y dejarlo bloqueado allí, en definitiva, hasta que se enterara de a quién pertenecía. Habría sido un gesto hermoso. Fantaseó con ello mientras se comía los entremeses, y decidió callarse. No le hablaría a nadie del tren de Venecia, ni del portafolios, ni de Arlette Staub. Guardaría estoicamente el secreto, pese a la inquietud que le causaba y a las sospechas que podían recaer sobre él.
Y cuando los periódicos revelasen la identidad del desconocido del tren y la verdad acerca de la fortuna depositada en una taquilla automática de la estación de Lausana, entonces se presentaría en la comisaría de su barrio o, mejor aún, un peldaño más arriba, en la Policía judicial.
«Señor director, he venido a traerle el dinero… Puede usted contarlo, está todo, salvo un único billete de cien dólares que creí conveniente cambiar en un banco del Boulevard des Italiens para asegurarme de que no se trataba de billetes falsos…».
¿Por qué no? Algo así podía suceder el día menos pensado y entonces todo el mundo lo felicitaría.
«Debe comprender que me era imposible actuar de otra forma… Es cierto que cuando abandoné el piso de Arlette Staub, en la Rue du Bugnon, debería haber avisado a la policía… Pero estaba tan trastornado que no lo pensé. Si no fuera un hombre honrado, seguro que no me habría trastornado tanto. Desde ese momento me vi obligado a…».
El problema radicaba en que era imposible abrir una cuenta en un banco sin aportar documentos de identidad. ¿Y no están obligados los bancos en ciertos casos a proporcionar al fisco las cuentas de sus clientes?
También para utilizar una caja fuerte tenía que presentar unos papeles y firmar otros.
Mientras comía la langosta se le ocurrió una idea descabellada: esa misma noche, antes de regresar a su casa, tiraría al Sena el viejo maletín vacío. ¿Y por qué no tirar a la vez el dinero? ¡Una lluvia de billetes! Cientos de miles de billetes arrastrados por el agua… Pero no, eso no podía hacerlo: nadie en su sano juicio se habría separado así de una fortuna.
Había sobrevalorado su apetito, y apenas probó los hígados de ave.
—Camarero, por favor, ¿le importaría preguntar en el quiosco si ya ha llegado La Tribune de Lausanne?
Eso había sido una metedura de pata. Bastaba el menor detalle para llamar la atención, pues las cosas insignificantes suelen permanecer en la memoria de la gente, y llegado el momento les vienen de repente a la cabeza.
«—¡Vaya! Ese día precisamente, un cliente que se tomaba un almuerzo bien regado con vino me pidió que le comprase La Tribune de Lausanne».
¿Tendría que esconderse también para leer el periódico? Le echó una ojeada mientras bebía el café, ya que no tomó postre.
La primera plana no recogía ni sucesos ni grandes titulares, sino tan solo noticias de política internacional. En la segunda página venían anuncios, y en la tercera un largo artículo sobre la contaminación del lago Léman y un informe sobre el Consejo del Gobierno cantonal.
En las páginas siguientes había noticias de Valais, del cantón de Neuchâtel, de Ginebra y, por último, del cantón de Vaud: un incendio en Morges, un choque de coches en Cossonay, un ciclista atropellado en…
Lausana: «Nuestros huéspedes». «Visita de una delegación de pedagogos norteamericanos…».
«Colisión…». «Un coche da unas vueltas de campana…». «Intento de robo en una joyería de la Rue Bourg…». «Un tipo despreciable…».
Luego venían las páginas de deportes y, en la contraportada, más política internacional. Ni una palabra sobre Arlette Staub ni sobre el hombre que —a menos que se hubiera bajado en Brig— había desaparecido del tren en el túnel del Simplón.
De todas formas, ahora ya sabía en qué página mirar en lo sucesivo.
—La cuenta, maître…
Dejó en la banqueta el periódico, que no había aclarado ninguno de sus problemas. Era la una y media. En el Lido, Dominique y los niños abandonaban la pensión para retomar su lugar en la playa, pues cada cual tenía reservado en ella su espacio vital en virtud de un pacto tácito. Uno se encontraba con los mismos grupos a idéntica distancia, y al final acababan por dirigirse una vaga sonrisa.
«—Sobre todo, Josée, no metas los pies en el agua antes de la hora del baño…
»—¿Y yo? —preguntaba Bib con expresión inocente.
»—Por supuesto que tú tampoco. Si se lo digo a tu hermana…
»—Claro, como yo soy la más desobediente. Según tú, estoy llena de defectos. Sin embargo, otras personas no esperan dos horas para meter las piernas en el agua y a veces ni siquiera para bañarse…
»—A estas horas, vuestro padre estará comiendo en Chez Étienne —comentaría quizá Dominique durante el almuerzo en la pensione de famiglia—. Espero que no haya elegido un plato demasiado pesado…».
Regresó a su coche y esta vez no olvidó meter en el maletero el viejo portafolios con las cerraduras forzadas. Se dirigió hacia la Avenue de Neuilly por los Campos Elíseos y, un poco antes de la Défense, se detuvo ante un edificio pintado de amarillo claro donde un cartel rezaba: ASFAX - ROBUR - ROB. Y, debajo, en letras más pequeñas: SOCIEDAD ANÓNIMA.
El edificio solo tenía dos pisos y unas buhardillas, pero era ancho. Antes de la guerra y durante la contienda, había sido una quincallería donde se podía encontrar de todo, desde cazuelas de aluminio a barriles llenos de clavos, pernos de todos los calibres, herramientas para todas las profesiones artesanales, alambradas para los corrales, pesas o barras para las cortinas.
Por aquel entonces, el viejo Baudelin aún vivía. Los cabellos grises formaban una aureola en torno a su cabeza, y podía vérsele, de la mañana a la noche, con una bata larga del mismo color gris que el hierro que, bajo una u otra forma, vendía.
Su hijo, que también se llamaba Joseph Baudelin, llevaba la misma ropa e iba asimismo de un lado a otro en medio de una atmósfera semejante a la de un acuario, pues la enorme tienda, que tenía una galería, recibía la luz de una cristalera que daba al patio.
Justo en ese patio, al fondo, en una especie de cobertizo, fue donde Baudelin hijo hizo los primeros experimentos. No sabía nada del plástico, pero sí que se dio cuenta de que cada vez se utilizaba más para fabricar utensilios de cocina y artículos de todo tipo.
En lugar de dirigirse a un experto, acudió a un compañero químico llamado Étienne Racinet, que se ganaba la vida haciendo análisis de orina y de sangre. Racinet, un soltero menudo y sonrosado, que siempre estaba de buen humor, se quedaba con frecuencia a trabajar en su laboratorio hasta bien entrada la noche.
Algunas semanas después de la visita de Baudelin, Racinet había reunido y leído una extensa documentación sobre los productos que existían y, desde entonces, había añadido muchos más a la lista, ya que cada semana nacía, por así decirlo, uno nuevo: polietileno, polipropileno, poliestireno, policarbonato, etcétera.
—Conseguir la materia prima no es difícil, se vende en las tiendas, en polvo, en granulados, en pastilla o en pasta… Pero, si se quiere fabricar algo, hace falta un mezclador, porque hay que añadir una serie de ingredientes. También se necesita un horno para llevar la mezcla a la temperatura deseada, y, por último, una prensa y moldes…
—¿Hace falta mucho espacio?
—Depende de lo grandes que sean los objetos que se quiera fabricar…
Baudelin empezó con artículos de dimensiones reducidas, mangos de cepillos de dientes, por ejemplo, cucharas y tenedores para cámping, cubos de playa, palas y rastrillos para niños, hueveras, servilleteros…
De la vieja quincallería no quedaba ya más que la carcasa. La planta baja, moderna y muy iluminada, se había convertido en la sala de exposiciones de los productos Asfax, Robur y Rob.
Las oficinas se encontraban en el primer piso, por lo menos las de París, pues había otras oficinas en Nanterre, aunque la central se hallaba en la fábrica de Brézolles.
Calmar subió rápidamente la escalera de mármol y se detuvo un instante frente a la cabina acristalada, donde se leía RECEPCIÓN.
—¿Ha llegado el jefe?
—Ha venido esta mañana y ha preguntado por usted.
—Pero si sabía que yo no tenía que volver a trabajar hasta la tarde…
—¿Ya se ha olvidado usted de cómo es, señor Calmar?
No era mala persona, al contrario, pero no soportaba no encontrar a sus empleados donde esperaba que estuvieran. Cada cual en su casilla. Su sueño, su ideal, habría sido un mundo sin domingos, sin vacaciones. ¿Acaso se permitía él unas vacaciones?
Un mundo sin mujeres y sin niños. ¿Acaso regresaba él cada noche a su casa, a aquel dúplex del Boulevard Richard-Wallace, frente al Bois de Boulogne, donde su mujer y su hija vivían con cuatro o cinco criados? Lo cierto es que apenas pisaba su casa más que una vez por semana, y casi ni conocía la mansión que le había comprado a su familia en Mougins.
Él dormía en la parte de arriba de la fábrica, en un trastero cerca del que había hecho instalar un cuarto de baño rudimentario.
—¿Se ha ido a Brézolles?
—Con él, nunca se sabe.
A Brézolles o a Nanterre. O incluso a los nuevos talleres de Finistère. En ocasiones creían que estaba en las afueras de París y telefoneaba desde Londres o desde Francfort. La fábrica era toda su vida, y también era una parte importante de la vida de Calmar, que pasaba un tercio del día en la Avenue Neuilly.
—¿Qué? ¿Por fin estás aquí? —Era la alegre voz de Jouve, a quien todo el mundo llamaba Bob, el tipo alocado y bromista de la empresa—. ¡No me digas que has vuelto a engordar! Y casi ni te has bronceado… ¿Estás seguro de que has ido a Venecia? —Bob frunció el ceño—. ¿Te pasa algo?
Jouve era su único amigo. Sin embargo, se sintió obligado a contestarle, con una sonrisa forzada:
—No…, el viaje…, me he pasado todo un día metido en un tren con los pasillos tan abarrotados que era imposible ir a orinar, y luego en otro durante una noche entera…
—¿Y tu mujer y los niños?
—Se han quedado allí. Volverán el sábado.