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Hasta ese momento, en nada se había diferenciado ese día de una jornada de viaje cualquiera. Lo había vivido agobiado por el sol, por el calor, por el estor azulado que no paraba de batir y que había acabado siendo un tormento. No era consciente de haber grabado cosas concretas en la memoria hasta que más tarde, al rebuscar en la maraña de impresiones y de imágenes, de retazos de pensamientos apenas coherentes, se toparía con recuerdos concretos.

No obstante, a partir de Lausana todo se volvió muy nítido, tanto en su interior como a su alrededor, y todo se inscribía en su memoria con la minucia de un daguerrotipo. Era como si de repente se hubiera desdoblado y, observándose a sí mismo, viera con mirada lúcida a ese Justin Calmar un poco grueso, paticorto, con el pelo oscuro pegado a la frente sudorosa, que se quedaba inmóvil e indeciso, cargado con sus dos maletas, en el andén 5 de la estación.

Y, en efecto, a partir de ese momento tuvo que elegir y tomar sucesivas decisiones, que se empeñaba en sopesar con la mayor honradez. Toda su vida se había comportado como un hombre honrado, poniendo en ello cierto empeño y tal vez también cierta complacencia.

En Venecia, inmerso en el vértigo de la partida, cuyo recuerdo más nítido lo constituía la visión de su hija en bañador rojo y con un helado en la mano, apenas había sido consciente de que un hombre sentado junto a él lo escudriñaba; algo después advirtió que ese hombre sostenía un periódico escrito en una lengua eslava.

Poco a poco, mediante una serie de preguntas anodinas, aquel tipo había conseguido información sobre su vida, los suyos y su trabajo, que él le había proporcionado con una docilidad de la que se avergonzaba un poco.

¿Por qué aquel desconocido se le había antojado un personaje fuera de serie? Nada en su aspecto, salvo su tranquilidad y los ojos, que parecían no mirar nada y lo veían todo, llamaba la atención.

¿Acaso no se había dicho Calmar para sus adentros que aquel era un tipo duro?

También su jefe, Joseph Baudelin, antiguo quincallero en la avenida de Neuilly que se había convertido en un industrial importante, era un tipo duro. Y aunque Calmar no se tenía por un hombre débil, envidiaba un poco avergonzado a los duros, a aquellos que no necesitan a nadie, no precisan de reglas, no sonríen cuando se les dirige la palabra y saben ser ellos mismos en cualquier circunstancia sin que les preocupe lo que piensen los demás.

¿Acaso necesitaba su jefe, por ejemplo, considerarse a sí mismo un hombre honrado? ¿Era un hombre honrado o trataba de pasar por tal, su compañero de viaje?

Le resultaba apremiante decidir si había que notificar la desaparición de este, tal vez al jefe de estación o al comisario de policía.

Pero ¿no se lo había dicho ya Calmar, aunque fuera de una manera vaga, al funcionario que había examinado los pasaportes en Brig?

¿No podía haberse apeado el hombre precisamente en Brig desde un compartimiento alejado del suyo, y haber abandonado la estación mezclado entre la multitud?

En cualquier caso, ¿qué derecho tenía él a inmiscuirse? Le habían encomendado una misión, aunque tal vez esta palabra resultara exagerada. Se trataba más bien de un simple recado que cualquiera habría podido hacer en su lugar. Llevaba en el bolsillo la llave de una taquilla, un poco de calderilla en moneda suiza y un billete de diez francos para el taxi.

Al final se adentró en el subterráneo donde vendían chocolatinas, igual que en Brig, y emergió a la superficie en el primer andén. Disponía de todo el tiempo del mundo. Lo primero que hizo fue dirigirse a la consigna, donde tuvo que hacer cola durante varios minutos antes de depositar sus dos maletas.

Las taquillas metálicas estaban justo enfrente, cada una numerada. Cuando localizó la 155, descubrió que solo tenía que pagar un franco y medio.

Aún no sabía nada ni tenía nada previsto. No obstante, había en sus gestos y en las miradas que echaba a su alrededor algo furtivo, como si se dispusiera a realizar un acto no necesariamente reprobable pero cuando menos equívoco.

No era él quien había depositado el maletín en la taquilla. Al leer las instrucciones, se percató de que la tarifa era de treinta céntimos diarios, lo que significaba que habían dejado allí el maletín cinco días atrás.

¿En qué circunstancias y cómo había llegado aquella llave a manos del desconocido que la noche anterior aún se encontraba en Trieste o en Belgrado?

Cuando metió la llave en la cerradura tuvo la impresión de que se establecía una suerte de complicidad entre el desconocido y él. Pero ¿de qué se estaba haciendo cómplice?

Introdujo en la ranura una moneda de un franco y luego otra de cincuenta céntimos, hizo girar la llave y, después de asegurarse de que nadie le prestaba atención, cogió un maletín de color pardo que ni pesaba mucho ni era muy abultado.

Se trataba más bien de lo que los hombres de negocios llaman portafolios, de unos quince centímetros de grosor, cuarenta de largo y veinticinco o treinta de ancho.

Segundos después, se hallaba fuera de la estación y subía al primero de los taxis estacionados en fila. Pasaron a su lado unos altos mocetones con recios zapatos de clavos, pantalones cortos, una mochila de color verdoso a la espalda y un sombrerito verde, igual que en las postales. El fuerte olor a macho, a sudor y a fiambreras hizo que se le estremecieran las aletas de la nariz como al paso de la soldadesca de regreso de unas maniobras.

Sacó del billetero la hoja de la libreta que el hombre le había entregado y que aún no había tenido la curiosidad de leer: «Arlette Staub, Rue du Bugnon, número 24».

—Rue du Bugnon, veinticuatro. Creo que está a unos cinco minutos.

—Ni siquiera. Sobre todo en domingo.

No se acordaba de que era domingo. Aunque había visto las carreteras atestadas de coches, las calles de la ciudad estaban casi desiertas y silenciosas.

Subieron, giraron y volvieron a subir. Toda Lausana parecía construida sobre una empinada cuesta. Divisó edificios enormes, entre ellos el hospital del Gobierno regional, donde se asomaban enfermos y enfermeras a cada una de las ventanas y de las terrazas.

No se dio cuenta de que el coche se había detenido.

—Hemos llegado.

Frente al hospital se alzaban unos edificios modernos, con terrazas en cada piso. El taxi aparcó delante de un bar donde un entoldado de color verde pálido cubría algunas mesas.

—Espéreme. solo tardaré unos minutos.

El taxista no se tomó siquiera la molestia de contestar, mientras que Calmar empezaba a sentirse culpable. Sin embargo, al llevar aquel maletín a la dirección que un desconocido le había garabateado en la hoja de una libreta no estaba cometiendo un acto reprobable ni prohibido.

Entonces, ¿por qué prefería pasar inadvertido y se preguntaba si los clientes del bar, sentados en la terraza y consumiendo café y cerveza, se sentirían intrigados por su traje de color marfil de corte italiano?

Esperaba que hubiera portería, como en París. En vez de eso, se encontró con una serie de buzones con una tarjeta de visita o un nombre escrito a pluma sobre cada uno de ellos. Las cuatro hileras idénticas de buzones debían de corresponder al número de pisos; el nombre de Arlette Staub iba seguido del número 37, en la tercera hilera.

Subió en el ascensor, que lo dejó en un pasillo bastante largo. Como los buzones, en cada puerta había una tarjeta de visita o un nombre escrito a mano, así como una mirilla de cristal del tamaño de un botón que permitía a los inquilinos observar a los visitantes antes de abrir la puerta.

La 37 era la última puerta al fondo del pasillo. Pulsó el timbre y, de repente, empezó a sudar, como en el momento más caluroso del día, deseoso de acabar con aquello lo antes posible y presa del pánico sin razón aparente.

¿Lo estarían observando a través del ojo de cristal inserto en la puerta de caoba o de palisandro? Sin poder contener la impaciencia, volvió a llamar y aguzó el oído y, como la puerta seguía sin moverse y no se oía el menor ruido, puso la mano en el picaporte en un acto mecánico e inconsciente.

Cuando el batiente cedió sin que, por así decirlo, lo empujara siquiera, dio un paso adelante.

—¿Hay alguien? ¡Señorita Staub!… ¿Hay alguien?

Un abrigo beige colgaba en la entrada, frente a él, y, a la izquierda, una puerta se abría a una sala de estar soleada. También la puerta de la terraza estaba abierta de par en par, de modo que el viento hinchaba la cortina como el estor del tren de Venecia.

—¡Oiga!… ¿Hay alguien? —Y aún añadió como un estúpido—: ¿No hay nadie?

Estuvo tentado de dejar el maletín en el suelo, salir cerrando la puerta tras de sí y hacer que lo llevaran de regreso a la estación. No cabe duda de que lo habría hecho de no ser porque, a los pies de un diván cubierto por una tela azul pálido, divisó un par de zapatos, dos piernas, una combinación y, por último, la nuca y los cabellos rojizos de una mujer. Yacía cuan larga era sobre la alfombra, de un azul más oscuro que el de la tela que cubría el diván. Tenía un brazo estirado y el otro como retorcido y doblado bajo el cuerpo.

No pudo verle la cara, porque estaba boca abajo. Tampoco vio sangre. Lo único que hizo fue agacharse un instante para tocar la mano de la mujer.

Señorita Staub!…

Pero era obvio que la señorita Staub estaba muerta. Calmar no reflexionó ni se le ocurrió elegir entre las distintas actuaciones posibles. Salió de allí retrocediendo, cerró de un portazo y, sin molestarse en llamar al ascensor, enfiló la escalera. solo al llegar abajo se percató de que aún llevaba el portafolios en la mano.

Durante un instante contempló la posibilidad de volver a subir, pero el taxista ya lo había visto y le estaba abriendo la puerta sacando un brazo por la ventanilla.

¡Menos mal! De lo contrario, habría sido capaz de entrar en el pequeño café y pedir alguna bebida alcohólica para recuperar el aplomo.

—¿A la estación?

—Sí, a la estación.

Lo mismo daba un sitio que otro. Deseaba alejarse de allí lo antes posible. Mientras el coche daba la vuelta para volver a recorrer la calle en sentido contrario, vio que en una terraza del edificio había una pareja acodada en la barandilla, y más allá, en otra, un niño que llevaba un bañador del mismo color rojo que el de su hija y que jugaba agachado frente a una carretilla de vivos colores. En el cuarto piso le pareció vislumbrar a una mujer que tomaba el sol, tumbada también boca abajo.

¿Qué debería haber hecho? Creyó recordar que en la sala de estar del tercer piso había visto un teléfono. ¿No habría sido su deber llamar inmediatamente a la policía? Pero eso ni siquiera se le había ocurrido. solo ahora se hacía cargo de su situación, mientras que lo único que pensó entonces fue en alejarse lo antes posible de la muerta.

¿Y qué podía haberles dicho a los policías que lo hubieran encontrado en aquel piso en el que nunca había estado, ante el cadáver de una mujer desconocida, en una ciudad en la que acababa de poner los pies por primera vez en su vida?

«—Me encargaron que le entregara este portafolios.

»—¿Quién?

»—No lo sé. Un hombre de mediana edad que viajaba en el mismo compartimiento que yo en el tren de Venecia.

»—¿Sabe su nombre? ¿Su dirección?

»—No tengo la menor idea.

»—¿Por qué le encomendó a usted esta tarea?

»—Porque él tenía que continuar el viaje hasta Ginebra y el tren solo paraba tres o cuatro minutos en la estación.

»—Hay otros trenes.

»—Tenía que coger un avión en Cointrin.

»—¿Para ir adónde?

»—No me lo dijo.

»—Pero le confió a usted este maletín y le informó de su intención de tomar un avión.

»—Sí.

»—De modo que ahora debe de estar camino de Ginebra.

»—No creo.

»—¿Por qué?

»—Porque no volví a verlo en el tren después del túnel del Simplón.

»—¿Y cree usted que abandonó el tren en pleno túnel?

»—No lo sé.

»—Pero usted acudió aquí de todas formas con el maletín. ¿Dónde se lo entregó a usted?

»—No me lo entregó él en persona, sino que me dio la llave de la taquilla de la estación. La ciento cincuenta y cinco…, me acuerdo del número… También me dio monedas suizas y un billete de diez francos para el taxi…».

¡Increíble! Se imaginaba la escena, y luego que lo sometían al mismo interrogatorio una y otra vez, primero en un despacho de la comisaría de policía y luego en el gabinete de un juez de instrucción.

No había hecho nada malo, en realidad ni siquiera había albergado la intención de hacerle un favor. Podía decirse que lo habían forzado a ello, que ese maletín había ido a parar a sus manos por un cúmulo de circunstancias fortuitas y que no abrió por propia voluntad la puerta de Arlette Staub, un nombre que pocos minutos antes ni siquiera conocía pese a llevarlo escrito en un pedazo de papel en su billetero.

Aquella mujer, cuya mano estaba helada, parecía muerta, y bien muerta. No sabía de qué habría muerto. Lo único que sabía es que calzaba unos zapatos de tacón alto sobre unas medias bien estiradas hacia arriba, y llevaba una combinación de seda de color rosa pálido, y que en cierto modo daba la impresión de que estuviera vistiéndose cuando la muerte la golpeó.

solo le faltaba ponerse el vestido y coger el bolso de mano que se encontraban en el diván.

La decoración de la sala de estar era coquetona y lujosa. En el piso debía de haber un cuarto de baño, una cocina e incluso una habitación más, a menos que por la noche el diván se convirtiera en cama. Desde luego, no tenía ni idea. No hacía más que conjeturas, pues, para variar, no sabía nada.

Sin embargo, no podía contestarle a la gente que él no sabía nada.

—Cuatro francos con setenta céntimos…

Mientras tendía el billete de diez francos suizos, consideró la posibilidad de dejar el portafolios en el taxi. Sin embargo, se arriesgaba a que algún cliente lo encontrase antes de que él saliera hacia París. Y con aquel traje de color marfil, completamente arrugado debido a las horas que había pasado en aquel tren de Venecia, no sería difícil localizarlo.

solo eran las seis y media. Allá, en el Lido, Dominique y los niños habrían abandonado ya la playa, donde refrescaba por la tarde, para encaminarse, cargados con los albornoces, los cubos, las palas, la pelota hinchable y la bolsa grande de tela, hacia la pensión.

«—Deja que me duche mañana por la mañana, mamá… Mira, no estoy sucia…». Todos los días, la misma cantinela.

«—Los dos estáis rebozados en arena.

»—La arena no es sucia… El agua de mar lo purifica todo.

»—Niños, no seáis desobedientes… Me estáis poniendo la cabeza como un bombo». Por regla general, Dominique le pedía ayuda:

«—¡Justin! Hazlos entrar en razón. Ojalá tu hija dejara de llevar la contraria de vez en cuando…».

Bajó a los lavabos de la estación con la vaga intención de dejar allí el portafolios, pero cuando se percató de que su acto no pasaría inadvertido, volvió a subir, desanimado. Le entraron ganas de sentarse en uno de los peldaños y quedarse allí con la cabeza entre las manos, esperando a que sucediera algo.

Aún faltaban dos horas para partir, precisamente las dos horas que más peligrosas le parecían. Con razón o sin ella, suponía que una vez en el tren se relajaría, sobre todo después de cruzar la frontera.

Empujó la puerta de la cafetería-restaurante de la estación y, como no vio barra, tuvo que sentarse. Pidió un whisky, algo que resultaba insólito en él porque, aparte de un poco de vino en las comidas, casi nunca bebía. Fue el desconocido quien lo incitó a probar el bíter, del que acabó bebiendo cinco o seis botellines a lo largo del día.

«¡Soy un hombre honrado!».

Siempre lo había sido. Siempre se había esforzado por serlo. Y a menudo se había sacrificado por los demás, como acababa de hacer otra vez, al pasar las vacaciones en una playa que había detestado desde el primer día.

En la pensión las habitaciones eran pequeñas y con pocas comodidades. A veces debían esperar media hora para que la ducha, que se hallaba al final del pasillo, quedara libre. Los niños exigían que la puerta que separaba su habitación de la de sus padres se quedara abierta toda la noche, de modo que, durante dos semanas, su mujer y él no habían hecho más que robar de vez en cuando unos pocos minutos para la intimidad, entrecortada por los «chist» y los «cuidado» de Dominique.

¿Acaso merecía él verse en aquel brete, sentir casi remordimientos, como un criminal, y comportarse, en definitiva, igual que si lo fuera?

¿Por qué aquel hombre cuyo nombre ignoraba había desaparecido entre Domodossola y Brig mientras el tren atravesaba el interminable túnel del Simplón? A lo largo del día, su humor no había sido el propio de un suicida.

No obstante, tras esgrimir un pretexto —pues aquello le parecía cada vez más una excusa—, encomendó a Calmar, un completo desconocido la víspera, una misión que debía de ser importante.

¿Y qué contenía ese portafolios que ahora estaba sobre una silla junto a él?

Si aquel tipo no se había suicidado, ¿cómo y por qué había desaparecido? ¿Cabía la posibilidad de que alguien lo empujara desde el tren cuando entraba o salía del lavabo?

Eso casi resultaba más verosímil que la idea de que hubiera bajado en Brig, confundido entre la multitud, pues aquel era un puesto fronterizo donde examinaban los pasaportes de todos los viajeros, tanto en el tren como a la salida de la estación.

—Señorita… —Chasqueó los dedos para llamar la atención de la camarera—. Otro, por favor.

—¡Un whisky!

¿Y si en la aduana francesa le pedían, como era probable, que abriera el portafolios, del que ni siquiera poseía la llave?

«—Discúlpenme, señores, pero he perdido la llave por el camino…».

Aquel portafolios era sólido y de cuero grueso, no de plástico. Llevaba cerca de diez años trabajando en el sector del plástico, ¡así que él sabía muy bien lo que decía!

Es cierto que ya estaba un poco gastado y parecía ajado. Debía de haber rodado por salas de espera, estaciones, aeropuertos y un sinfín de despachos para estar así de gastado, pero las cerraduras, de excelente calidad, eran muy distintas a las ornamentales, que pueden abrirse con una navaja.

—Dios mío, haz que…

No creía en Dios o, mejor dicho, hacía tiempo que había dejado de creer. O tal vez, en el fondo, creyera todavía un poco en él cuando se encontraba en circunstancias difíciles. Dos años antes, cuando operaron a Josée en caliente de apendicitis, también había murmurado:

—Dios mío, haz que…

Incluso había hecho una promesa, aunque no recordaba cuál, ni, por cierto, la había cumplido.

¿Qué pensarían su hija y su mujer si les notificaban que había sido detenido como sospechoso del asesinato de una joven en un piso de Lausana en el que nunca había estado antes?

¿Y el señor Baudelin? ¿Y su amigo Bob, el dibujante, y el resto de sus compañeros de trabajo?

—Señorita, estaba pensando en comer algo. ¿Sabe si hay vagón-restaurante en el tren de París?

—¿En el de las ocho y treinta y siete? Me temo que no. ¿Qué le sirvo? Tenemos filetes de perca, pollo a la crema y pastel de champiñones.

No tenía hambre, pero pidió pastel de champiñones, porque le gustaba cómo sonaba y porque rara vez comían champiñones en casa.

—¿Qué vino tomará? ¿De la región o Beaujolais?

—Beaujolais…

Le era indiferente. Todo le daba igual, salvo aquel maletín que se había pegado a él y el traje que su mujer le obligó a ponerse ese día y con el que llamaba tanto la atención como si hiciese ondear una bandera.

—Dios mío, haz que…

En el compartimiento había cinco personas, entre ellas un cura. Calmar no tuvo suerte y no pudo ocupar uno de los asientos de los extremos, sino que hubo de sentarse entre una señora de unos cincuenta años que se apartaba sin cesar de él, como si su contacto le molestase, y un anciano que lucía la Legión de Honor y leía Le Figaro, pero que en cuanto cruzaron la frontera se durmió de forma tan apacible como si estuviese en su cama.

El cura, que ocupaba el asiento enfrente de él, calzaba zapatos negros con grandes hebillas de plata. Frente a la mujer se sentaba su marido, un tipo bajito, flaco y nervioso, que se excusó diez veces al pasar entre las piernas de sus vecinos para ir al lavabo o al pasillo.

—¿Te has tomado las pastillas?

—Sí, justo después de la comida, en Lausana.

—¿Las dos?

—Que sí, mujer.

—¿Tienes mala digestión?

Incómodo, el tipo miraba a sus vecinos con la esperanza de que no hubieran oído.

—No deberías haber comido lengua de ternera. Sabes perfectamente que te sienta mal…

Una jovencita, alta y esbelta, que viajaba sola e iba sentada en el otro extremo, enseñaba las piernas con cierta inocencia. Tenía el cabello rojizo, como Arlette Staub, y cada vez que Calmar atisbaba involuntariamente un poco de carne por encima de las medias, no podía por menos de evocar el cuerpo tendido en la moqueta azul de la Rue de Bugnon.

Le sorprendió pensar que, si se hubiera topado con Arlette dondequiera que fuera, en aquel mismo tren sin ir más lejos, no la habría reconocido. Tendría que informarse sobre ella, aunque no era probable que los periódicos franceses hablaran de su muerte, a menos que se tratase de un crimen extraordinario.

Al parecer, el periódico local era La Gazette de Lausanne. En alguna ocasión le habían dicho que el quiosco de la Place de l’Opéra, que se hallaba frente al Café de la Paix, vendía periódicos de todos los países y se prometió que iría a comprar el diario suizo al día siguiente.

¿Hablaría ya del asunto? ¿Habrían descubierto el cuerpo a estas alturas? Si la joven vivía sola, podían transcurrir varios días e incluso más, porque estaban en periodo de vacaciones, antes de que alguien la echara en falta.

No debería haber bebido whisky ni comido champiñones. Se sentía tan mal como el marido de su vecina y, de haber podido, habría ido a vomitar al lavabo. La proximidad de la aduana lo ponía enfermo. A lo largo de toda su vida, nunca se había sentido tan solo, y esa era una sensación que aborrecía por encima de todo.

Si hubiera estado solo en el compartimiento, no lo habría pasado tan mal. Pero había seis personas mirándose, seis personas que no tenían relación entre sí. Podría decirse que todas aquellas miradas, no solo las que le dirigían a él, sino también las que iban dirigidas a los otros, traslucían cierto recelo o una vaga acusación.

Ese juego de miradas incluía a la mujer que estaba a su izquierda y a su marido. Ella le reprochaba que hubiera comido lo que había comido, que molestase a los demás cada vez que se levantaba, y él, a su vez, le recriminaba a ella su falta de comprensión y sus reproches.

Calmar casi nunca se sentía a gusto en medio de la gente. El hecho de haber comprado un coche había supuesto para él una gran liberación, no porque en lo sucesivo pudiera ir donde quisiera con total libertad, sino porque le permitía escapar a las miradas fijas de la gente en el metro o en el autobús.

Huelga decir que nunca se lo confesaría a ella, pero se casó con Dominique sobre todo para no volver a estar solo. Eso no significaba que no la quisiese. En realidad, ella le gustó desde la primera vez que la vio, pero si no la hubiera conocido, se habría casado con otra.

Y, del mismo modo que su vecina del compartimiento estaba resentida con su marido, él lo estaba con Dominique por haberle impuesto el gentío del Lido, sobre todo la promiscuidad de la casa de huéspedes en cuyo comedor todos se miraban mutuamente como en un vagón restaurante.

Peor aún, tal vez estaba resentido con ella por mirarlo como si se dijera para sus adentros: «¿Qué clase de hombre es en el fondo? Es mi marido y vivo con él desde hace trece años. Dormimos en la misma cama, nuestros cuerpos no tienen secretos para nosotros. Pero, cuando me besa al volver del trabajo, ¿en qué piensa exactamente? ¿Qué ha hecho? ¿Qué sucedería si yo me muriese? ¿Cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia los niños?».

Estaban llegando a Vallorbe y los policías y los aduaneros se entregaban a los rituales de siempre.

—Preparen sus pasaportes, por favor.

Como si fuera culpable de algo, creía que examinarían el suyo con mayor interés que los otros, pero se lo devolvieron tras echarle una ojeada distraída.

—¿Algo que declarar, señoras y señores?

Incluso al cura le había cambiado la expresión de los ojos y había adoptado, como el resto de los viajeros, un aire de falsa inocencia.

—Nada, señores…

—¿Qué lleva en esa maleta?

—solo ropa y algunos objetos piadosos que traigo de Roma para mis parroquianos…

—¿Nada de oro, joyas o relojes? ¿Nada de chocolate, puros y cigarrillos?

El marido de la señora se vio obligado a subirse a su asiento para bajar la maleta que le pedían que abriera, y el aduanero sumergió las manos entre la ropa.

—¿Qué lleva en el maletín?

—Documentos de trabajo… —logró articular Calmar con una naturalidad que lo sorprendió.

—¿Es suya esta maleta?

—Sí.

—Ábrala…

¡Uf! Como en la maleta no había nada que declarar, Calmar recibió la absolución del aduanero, el cual se encaminó al compartimiento vecino sin haber castigado a ninguno de ellos.

Otros viajeros debían de tener la conciencia menos tranquila, y, de hecho, se llevaron a una pareja cargada con pesados bultos a las oficinas de la aduana, y la mujer, encaramada sobre sus zapatos de tacón alto, andaba como alguien que sabe que va a tener problemas.

El tren reanudó la marcha con sus silenciosos coches-cama, los vagones de literas, a los que Calmar no tuvo acceso porque no se acordó a tiempo de hacer la reserva y, por último, los vagones ordinarios como el suyo, donde, en cuanto disminuyó la intensidad de la luz, cada cual intentó dormir. El único que roncaba ligeramente era el hombre mayor; la jovencita, que iba sentada enfrente de él, se había acurrucado y enseñaba todavía más las piernas.

Calmar intentaba no pensar y dejarse llevar por el traqueteo pero, en cuanto parecía que por fin iba a conciliar el sueño, rememoraba un detalle cualquiera de la jornada y su cerebro volvía a la carga.

¿Por qué el desconocido lo había elegido ya en Venecia?

¡Qué tontería! Aquel tipo no lo había elegido, sino que no había nadie más en el compartimiento. Aun así, lo había sometido a una especie de examen; sus preguntas no habían sido gratuitas, pues era evidente que necesitaba saber con quién se las tenía que ver.

Y enseguida se había percatado de que Calmar era honrado, un hombre honrado y sencillo, con quien se podía contar para una misión como esa.

De lo contrario, habría cambiado de compartimiento y se habría dirigido a otra persona.

Con respecto a su desaparición… Durante unos instantes, Calmar se preguntó si no lo habrían secuestrado, ¡pero no se secuestra a alguien que viaja en tren mientras se recorre un túnel como el del Simplón!

De modo que tenía que tratarse de una desaparición voluntaria, o de un suicidio; y, en cualquiera de los dos casos, era lógico pensar que el hombre lo había engatusado.

Desde luego, aquel tipo no podía saber que Arlette Staub había muerto, porque, de lo contrario, no se habría molestado en hacerle llegar un portafolios que obviamente ella ya no necesitaba.

En definitiva, Calmar no tenía motivos para mostrarse tan severo: si la joven no hubiera muerto, su cometido se habría limitado a ser el de un recadero benévolo en una misión trivial y sin peligro.

Aun así… persistía el enigma de la taquilla, donde el portafolios solo había permanecido cinco días. Y aquel desconocido, pese a que procedía de más allá de Venecia, de Trieste o de Belgrado, o de cualquier otro sitio, estaba en posesión de la llave. ¿Se la habrían enviado por correo aéreo? ¿O acaso había sido él mismo quien había dejado el portafolios en la taquilla antes de emprender el viaje?

Pero ¿por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué él precisamente? ¿Por qué lo de más allá?

Cuando por fin se adormiló, oyó entre sueños que gritaban el nombre de Dijon, el ruido de las puertas al batirse y las órdenes proferidas por los empleados del tren. Ya había amanecido cuando se despertó. El cura, que no dormía y lo observaba, se sintió azorado cuando Calmar le sorprendió mirándole, como si de algún modo se hubiera aprovechado de que estaba durmiendo para someterlo a examen, un examen de conciencia…

¡Menuda tontería! A fin de poner coto a aquellos pensamientos se levantó, cogió de la maleta la maquinilla de afeitar y se encerró un cuarto de hora largo en el lavabo. Cuando salió, se detuvo en el pasillo tratando de situarse, hasta que descubrió que se encontraban a orillas del Sena a la altura de Melun. Entonces comenzó a buscar el vagón-restaurante, y después de atravesar media docena de vagones, por fin encontró un empleado del tren que le dijo que no había.

A las seis y media de la mañana llegaron a la estación de Lyon. Como se hallaba al final del convoy tuvo que atravesar todo el tren.

—¿Reciben La Tribune de Lausanne? —preguntó en un impulso al pasar delante del quiosco.

—Sí, señor. La Tribune y La Gazette.

—Y supongo que esta mañana aún no los habrá recibido.

—El ejemplar del lunes por la mañana no nos llega hasta las doce y media.

—Y en el centro, ¿dónde podría encontrarlos?

—Seguramente en los quioscos de los Campos Elíseos y de la Place de l’Opéra.

—Muchas gracias.

Sin embargo, la idea de llegar a su casa sano y salvo le obsesionaba.

—Rue Legendre, ya le indicaré a qué altura… —le dijo a un taxista.

Aun así, hizo que el taxi lo esperase delante de un bar, pues ya no le quedaban cigarrillos y le apetecía un café. Como un acto reflejo, se comió dos croissants, y disfrutó de ellos a pesar de sus preocupaciones, pues ya tenía ganas de volver a tomar los auténticos croissants parisienses.

—Otro café, por favor.

Ya en su casa, no pudo esquivar a la portera.

—¿Cómo está su esposa, señor Calmar? ¿Y los niños? Seguro que a esas criaturas encantadoras les habrán faltado ojos para mirar todas las maravillas de Venecia… —quiso saber la portera mientras le tendía unos folletos publicitarios y algunas facturas que habían llegado después de que ella dejara de remitirle el correo—. Le va a parecer que el edificio está casi vacío. Ya es veinte de agosto y aún no ha vuelto casi nadie. Lo mismo sucede con los proveedores. ¡Si supiera usted lo lejos que hay que ir para comprar carne!

¡Qué placer reencontrarse con el olor conocido y a la vez indefinible del eficaz y viejo ascensor, que se bamboleaba un poco! ¡Con la escalera y su alfombra de color pardo, y la puerta marrón, con el pomo de cobre que se veía deslustrado desde que Dominique no lo bruñía todos los días!

Cuando entró en su casa y vio que todo estaba sumido en la oscuridad, se sintió decepcionado. No había calculado que los postigos estarían cerrados, así que lo primero que hizo fue abrirlos todos, incluso los de la habitación de los niños. Al pasar por delante de la nevera se le ocurrió volver a enchufarla, y solo entonces regresó al salón comedor, donde había dejado el portafolios sobre la mesa.

¿De verdad iba a forzarlo y a abrirlo? En teoría no tenía ningún derecho, puesto que ni el portafolios ni su contenido le pertenecían.

Pero ¿acaso no era necesario e incluso indispensable saber qué contenía después de todo lo ocurrido?

No estaba jugando limpio; era del todo consciente de que para él no se trataba de un deber, sino de mera curiosidad, ganas de saber.

Pero ¿acaso no actuaba en defensa propia? Después de todo, por culpa del portafolios lo acababa de pasar fatal, como si fuera un criminal. Y no dudaba de que en aquel portafolios hallaría alguna explicación a sus vicisitudes.

Él también poseía un portafolios con llave, que utilizaba para traerse trabajo del despacho. Cuando fue a buscar el manojo de llaves que guardaba en un cajón del dormitorio, su mirada tropezó con el despertador, que estaba parado. Se detuvo a darle cuerda, como si aún titubease con respecto al portafolios, y luego le dio cuerda también al reloj que se hallaba sobre la chimenea de mármol del salón. Es evidente que la llave no encajó, y lo único que consiguió fue torcerla, pues no era más que mercancía barata.

A continuación se dirigió a la cocina, donde guardaban las herramientas que suelen encontrarse en cualquier casa: un martillo, un destornillador, unas tenazas y unas pinzas, en revoltijo junto al sacacorchos y a distintos modelos de abrelatas.

Tras concederse un último respiro para ir a cerrar con llave la puerta de la entrada —como si tuviera la certeza de que su culpabilidad sería mayor—, y después de quitarse la chaqueta y la corbata, intentó forzar por fin las dos cerraduras, primero con las pinzas y luego con las tenazas, aunque acabaría consiguiéndolo gracias al destornillador.

Cuando las dos piezas metálicas saltaron, la tapa se levantó un poco. Al alzarla del todo, se encontró frente a una serie de fajos de billetes dispuestos en perfecto orden, como si los hubiera colocado un cajero o un cobrador.

A simple vista, se percató de que no se trataba de francos franceses, sino de billetes de cien dólares agrupados en fajos de cien en su mayoría, junto a otros billetes de cincuenta libras esterlinas y algunos menos de francos suizos.

Su primer impulso fue mirar al edificio de enfrente, al otro lado de la calle, pero la mujer que trajinaba, ocupada en la limpieza de su dormitorio, no se volvió hacia él ni una sola vez.

—Aún no… —murmuró para sí.

Ahora no. Necesitaba descansar y reflexionar. Después de haber pasado un día y una noche en el tren, se sentía exhausto y febril. No estaba como de costumbre, así que lo primero que debía hacer era recuperar el equilibrio.

Cogió el portafolios y lo deslizó a medio cerrar debajo de la cómoda del dormitorio e, instantes después, tras abrir todos los grifos de la bañera, se sumergía en ella completamente desnudo.

Jamás se había sentido tan desvalido y solo.