¿Por qué se le había quedado grabada la imagen de su hija? Eso hizo que se sintiera un poco incómodo, o más bien sucedió después, sobre todo, cuando reparó en ello, una vez que el tren se puso en marcha. En realidad, no fue más que una impresión fugaz que, tan pronto como nació, al ritmo del traqueteo del vagón, quedó absorbida por el paisaje.
¿Por qué Josée, y no su mujer o su hijo pequeño, si los tres estaban juntos bajo el sol y con aquel calor húmedo?
¿Tal vez porque la silueta de su hija desentonaba allí, en una estación, de pie frente a un tren a punto de partir? Tenía doce años y era alta y delgada, de piernas y brazos todavía escuálidos. Los baños en el mar y el sol de la playa habían dado a sus cabellos rubios reflejos plateados.
—¿No irás a acompañar a tu padre a la estación en bañador, verdad? —le preguntó Dominique cuando se disponían a abandonar la pensión.
—¿Por qué no? Mucha gente sube al motoscafo en bañador. Y el motoscafo se para delante de la estación. Además, iremos a bañarnos, ¿verdad?
A Dominique, que llevaba un pantalón corto, se le transparentaba el sostén por debajo de la camiseta a rayas que se había comprado en una callejuela bulliciosa, cuyo nombre había olvidado, y que estaba cerca de un canal.
¿Le turbaba acaso haber descubierto que a su hija empezaban a crecerle los pechos?
Todo aquello resultaba confuso, al igual que la luz de la mañana y que aquel vapor centelleante y cálido, que casi podía tocarse y que flotaba entre el agua y el cielo.
Todavía notaba en las extremidades y en la cabeza la vibración del barco que los había llevado desde el Lido, su movimiento regular sobre las largas y planas olas y las bruscas sacudidas cada vez que se cruzaban con otro barco.
Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer ya caluroso. Allí estaban las torres, las cúpulas, los palacios, San Marcos y el Gran Canal, las góndolas y, como era domingo, tañían las campanas en todas las iglesias, en todos los campaniles.
—¿Puedo comprar un helado, papá?
—¿A las ocho de la mañana?
—¿Y yo? —preguntó el niño, que solo tenía seis años.
Aunque se llamaba Louis, desde muy pequeño le llamaban Bib, pues así era como él reclamaba el biberón.
También Bib iba en traje de baño, con una camisa a cuadros por encima. Ambos niños llevaban sombreros de paja de gondolero, de copa y borde planos, con un lazo, rojo el de Josée y azul el de su hermano.
En el fondo, puede que a Calmar no le gustase estar lejos de su país. Y hacía ya quince días que se sentía desterrado, sin raíces, sin nada sólido donde apoyarse. No fue él, sino su mujer, quien quiso pasar las vacaciones en Venecia. Y, por supuesto, los niños le hicieron coro enseguida.
También odiaba las partidas y las despedidas. Seguía allí, plantado delante de la ventanilla bajada de un compartimiento que ni siquiera estaba limpio, pues era el único vagón que venía de más lejos, de Trieste y aun de más allá, un vagón que tenía un color distinto de los otros, un aspecto extraño y un olor diferente.
Sentado tan cerca de él que casi se tocaban, un hombre lo miraba de arriba abajo. ¿Estaba ya en el vagón cuando lo engancharon al tren de Venecia?
En realidad, Calmar no se formulaba preguntas concretas. Se limitaba a tomar nota mentalmente de todo sin querer, con cierta impaciencia, mientras contemplaba el andén bañado en la luz dorada, con el quiosco de periódicos en el extremo izquierdo de la imagen encuadrada por la ventanilla y, a ambos lados de este, otras personas que esperaban, como su mujer y sus hijos, con la mirada fija en algún pariente o amigo.
No había ocurrido nada extraordinario. El tren debía partir a las siete y cincuenta y cuatro, pero dos minutos antes un hombre de uniforme recorrió el convoy de arriba abajo para cerrar las puertas, mientras un mecánico pasaba de vagón en vagón golpeando aquí y allá con un martillo. Cada vez que tomaba el tren, Calmar asistía al mismo ritual, y siempre se preguntaba qué golpeaba aquel hombre de esa forma, pero después siempre se le olvidaba informarse.
El jefe de estación salió de su oficina con un silbato en la boca y, en la mano, un banderín rojo enrollado como un paraguas. De alguna parte salía vapor. En realidad no se trataba de vapor, puesto que el tren era eléctrico, pero, aunque lo fuera, igualmente limpiaban los frenos de todos los trenes con la misma agua a presión y las mismas sacudidas que antaño.
Por fin se oyó el silbato. Josée, que lamía un helado, un gelato, como ahora lo llamaba, levantó una mano en señal de despedida.
—Sobre todo, cuídate mucho y ve a comer a Chez Étienne —le recomendó Dominique.
Se refería a un restaurante que ambos conocían en el Boulevard des Batignolles, a dos pasos de su casa, y donde, según Dominique, la cocina estaba limpia y la comida era saludable.
Con el banderín rojo desplegado, el jefe de estación levantó el brazo, igual que Josée y Bib, que había empezado a imitar a su hermana.
El tren tenía que partir. El reloj marcaba las 7:55.
Sin embargo, el jefe de estación, ante el que se enfilaba el convoy, interrumpió su gesto y bajó el brazo, al tiempo que emitía una serie de silbidos breves e imperiosos.
El tren no arrancaba. La gente del andén miraba hacia la locomotora. Calmar se asomó, pero no vio más que otras cabezas asomadas como la suya.
—¿Qué sucede?
—No lo sé —contestó Dominique—, no veo nada raro.
Era delgada, aunque no tanto como su hija, e incluso con pantalón corto tenía aún buen tipo. Ocultaba sus ojos azules tras unas gafas y, a diferencia de los niños, no había llegado a broncearse, sino que tenía la piel enrojecida por el sol.
El jefe de estación, en quien convergían todas las miradas, ya no parecía tener prisa. Con el banderín bajo el brazo, seguía mirando en dirección a la locomotora, sin impacientarse, esperando quién sabe qué. Parecía que la estación fuera una película súbitamente congelada en una imagen fija, en una simple fotografía en color.
Algunas manos no sabían qué hacer con el pañuelo que habían desplegado segundos antes. Las sonrisas de despedida se quedaban en suspenso y se tornaban muecas.
—¿Alguien que llega tarde? —preguntó una voz junto a Calmar.
—No lo sé. No veo correr a nadie.
El hombre, bajo y fornido, se levantó y dejó el periódico sobre su asiento.
—¿Me permite? —Su rostro y sus hombros aparecieron durante unos instantes en el marco de la ventana—. Con estos italianos, nunca se sabe…
Le dio tiempo a ver a Dominique y a los niños. Con una sonrisa forzada en los labios, Calmar volvió a su asiento. Advertía con toda claridad que Josée y Bib estaban impacientes por desentumecer los músculos, precipitarse fuera de la asfixiante estación para saltar al vaporetto que los conduciría a la playa. Dominique, en cambio, tenía una expresión preocupada y melancólica.
—Sobre todo, cuídate mucho, Justin.
—Te lo prometo.
—Creo que ahora sí se va el tren.
Aún transcurrieron dos interminables minutos, durante los cuales todo el mundo estaba pendiente del displicente jefe de estación.
Por fin, un subjefe de estación que salió del despacho de puerta acristalada hizo una señal y el jefe tocó el silbato, aguardó unos instantes todavía y agitó el banderín. El convoy se puso en movimiento y parecía que el andén, con sus siluetas alineadas, se deslizara. Justin se asomó aún más mientras la figura de su hija iba haciéndose más y más pequeña y su bañador rojo se confundía poco a poco con todos los colores de la estación.
La luz del sol penetró con violencia en el compartimiento y los envolvió bruscamente junto con una bocanada de aire abrasador. Con un suspiro, Calmar bajó el estor de tela azul; este se hinchó como una vela y se deslizó hacia arriba dos o tres veces antes de quedarse en la posición correcta.
Acababan de partir.
Sentado en su asiento, ahora tenía ocasión, incluso aunque no le apeteciera, de examinar a su compañero de compartimiento, que había aplastado el periódico antes de deslizarlo bajo su asiento.
Durante largo rato, los dos hombres jugaron a fingir que no se miraban, con la salvedad de que el desconocido se demoraba un poco más en apartar los ojos.
Era un hombre maduro, de entre cincuenta y cinco y sesenta años. De espaldas muy anchas, tenía un torso poderoso y las facciones duras.
A Calmar le había dado tiempo de advertir que el periódico que el otro había leído estaba impreso en caracteres cirílicos. ¿Sería ruso? ¿Esloveno, tal vez?
El estor azulado se desprendió de un tirón, con lo que el sol volvió a inundar el compartimiento. Esta vez fue el hombre quien se levantó y lo colocó bien con aires de experto.
—¿Francés? —preguntó mientras volvía a sentarse.
—Sí.
—¿París?
—Sí.
—Ya he notado el acento parisiense de su mujer.
Calmar no tenía el menor inconveniente en trabar conversación, pero los inicios siempre resultan embarazosos. El tren se había detenido ya en Venezia Mestre, la otra estación de Venecia, y los lugareños recorrían los pasillos en busca de los compartimientos de segunda clase.
—¿Regresa antes que su familia por cuestión de negocios?
—Teníamos que marcharnos todos hoy. Pero, lamentablemente, solo quedaba un asiento disponible en el rápido de las diez y treinta y dos. Y para no obligar a mi familia a hacer trasbordo en Lausana y a pasar una noche en el tren, he preferido irme solo y dejarlos unos días más, como querían los niños.
Le pareció que su compañero miraba con insistencia su traje de verano, de una tela ligera, mezclada con seda y de aspecto granuloso. Era la primera vez en su vida que llevaba un traje tan claro, de color marfil, pero su mujer había insistido en que lo comprase, en la misma callejuela donde ella se había comprado las blusas.
«Eres casi el único que lleva traje oscuro, Justin».
Habría preferido ponerse otro traje para viajar. En Venecia, o en la casa de huéspedes donde se alojaban, todavía tenía pase. Pero aquí le daba la sensación de ir disfrazado. No casaba con su físico, con su cuerpo grueso.
—¿Qué tal las vacaciones? ¿Han tenido buen tiempo?
—Aparte de dos o tres tormentas, sí.
—¿Les gusta la cocina italiana?
—A los niños les encantan todos los platos, excepto el marisco. El pequeño no quiere ni probarlo.
—Pues si estaban en una pensión, les habrán servido marisco todos los días.
Se le escapó un gesto de contrariedad. ¿Cómo había adivinado aquel desconocido, que lo había visto por primera vez solo unos minutos antes, que se habían alojado en una pensión y no en alguno de los hoteles de lujo del Lido?
Se sentía vagamente humillado y cada vez se arrepentía más de haberse puesto el traje de mezclilla, cuyo corte italiano no le sentaba nada bien.
Ese hombre plácido, que iba sentado frente a él, empezaba a agobiarlo y también a intrigarlo. Debía de haber estudiado con disimulo sus maletas, compradas para la ocasión y que distaban de ser de primera calidad. Calmar había oído decir que los porteros de los hoteles de lujo juzgan a sus clientes por su equipaje, de la misma manera que ciertos hombres juzgan a las mujeres no por sus vestidos o sus abrigos de piel, sino por sus zapatos.
—¿Se dedica usted a los negocios?
—Más bien a la industria, la pequeña industria, pero no por mi cuenta.
No podía evitarlo. Aun cuando el otro no tenía derecho alguno a interrogarlo, él le contestaba con una sinceridad casi escrupulosa.
—¿Me permite?
Calmar se quitó la chaqueta; estaba empapado en sudor a pesar del aire, que seguía sacudiendo el estor y que amenazaba sin cesar con desprenderlo una vez más.
Se avergonzaba de los amplios cercos de los sobacos como si se tratara de una tara. También en el despacho hacían que se sintiera incómodo, sobre todo delante de las secretarias.
—Su hija será una mujer muy guapa…
¡Pero si apenas la había visto!
—Se parece mucho a su madre, aunque es más impetuosa…
Era cierto. A Dominique le faltaba ímpetu, espontaneidad, nervio, como suele decirse. A los treinta y dos años se mantenía esbelta, tenía rasgos agradables, unos ojos de un azul muy pálido y era de movimientos gráciles, pero había en ella algo desvaído, como si temiera llamar la atención y ocupar más sitio del que le correspondía.
—Su mujer tiene una hermosa voz de contralto.
Una sonrisa nerviosa apareció en el rostro de Justin. ¿Cómo se las había ingeniado ese hombre para darse cuenta de todo eso? Era cierto que la voz de Dominique, grave y aterciopelada, contrastaba con su aparente fragilidad y producía un efecto enternecedor.
Acababan de llegar a una nueva estación, Padua, con el consiguiente hormigueo en el andén, donde lo que parecían centenares de personas se lanzaban al asalto del tren: familias, muchos niños, bebés en brazos de sus madres e incluso una campesina gorda que llevaba pollos en una jaula.
Por todas las puertas entraba gente, que recorría el pasillo a empujones empeñada en alcanzar la parte delantera del tren para conseguir asiento.
—Ya verá como dentro de un rato no se podrá circular por los pasillos.
—¿Ha viajado usted ya en este tren?
—En este precisamente no, pero sí en otros parecidos. A veces me pregunto de dónde vienen y adónde van los italianos con tanto frenesí. Hay días que parece que toda Italia se pone en movimiento en busca de un lugar donde establecerse por fin.
Calmar no podía precisar de dónde procedía el acento del hombre.
—¿Ingeniero?
Una vez más, la pregunta lo sobresaltó. Aunque en esta ocasión tuvo por lo menos la satisfacción de que su compañero se equivocara.
—No, no soy un técnico. Trabajo en la sección comercial y mi título, puesto que en esta clase de negocios cada cual tiene el suyo, es director comercial para el extranjero.
—Do you speak English?
—He sido profesor de inglés en el Liceo Carnot —contestó Calmar, también en inglés.
—¿Habla alemán?
—Sí.
—¿Italiano?
—No, solo lo imprescindible para entender los menús de los restaurantes.
A causa de una curva en la vía, la tela azul restalló con fuerza y se desprendió de repente. El revisor, que acababa de entrar en el compartimiento, tardó varios minutos en sujetarla, y después les pidió el billete.
El de Calmar era un simple rectángulo de cartón, mientras que el del desconocido constaba de varias hojas amarillas grapadas. El revisor arrancó una de las hojas y se la metió en el portapliegos.
Si en el tren le hubieran preguntado cuáles eran sus impresiones, habría sido incapaz de expresarlas; seguramente se habría limitado a replicar de malhumor que estaba impaciente por llegar.
Lo mismo, más o menos, habría ocurrido si le hubieran preguntado por las vacaciones. Estaba harto de sol, del hormigueo de los bañistas en la arena, del ruido de los vaporetti y de los motoscafi, de la plaza de San Marcos y de sus palomas, y también de las tiendas, donde todo parecía tan barato y en las que compraban objetos inútiles solo porque se hallaban lejos de su país. Estaba harto, cansado del ruido constante, tanto por la noche como durante el día, cansado de las canciones y las orquestas, de los gritos llamando a los niños y del ruido de pasos en la escalera.
Traducir a Josée y a su hermano la lista de los platos en cada comida y discutir con ellos lo que podían tomar se había convertido enseguida en una obsesión. Por no hablar de lo humillado que en el fondo se sentía al haber elegido una pensión que ni siquiera daba al mar.
Y, sin embargo, tenía la certeza de que, dentro de unas semanas, de unos meses o de un año, recordaría los días transcurridos en el Lido como unos de los más luminosos y más agradables de su vida y ansiaría volver a vivir otros semejantes.
Cada año sucedía lo mismo. Siempre era el año anterior el que había sido maravilloso, incluso los otoños y los inviernos, con sus gripes y las enfermedades sin importancia de los niños, que tanto le habían preocupado en su momento.
¿Acaso revelaba aquello una incapacidad para ser feliz de otro modo que no fuera a posteriori?
¿O era ese el destino de la mayoría de los hombres? Lo ignoraba, porque nunca se había atrevido a preguntárselo a nadie y mucho menos a sus compañeros de trabajo, pues se habrían burlado de él.
Ahora mismo, por ejemplo, se sentía incómodo consigo mismo y calculaba las horas que lo separaban de Lausana y, después, de París. Para empezar, estaba el calor, que conforme avanzaba la mañana resultaba cada vez más agobiante. En un momento dado fue a abrir la puerta del pasillo, pero como todas las ventanillas estaban abiertas, la corriente de aire era insoportable.
El estor se desprendió de nuevo y, esta vez, la varilla torcida solo permitió que la colocaran de través, por lo que un gran rayo de sol le abrasaba la cara.
Habría podido cambiar de asiento. En el compartimiento quedaban cuatro plazas libres aunque había cartelitos de reserva sujetos sobre cada uno de los restantes asientos. Seguro que los viajeros subirían en las siguientes paradas.
Lo que es estaciones, las había cada veinte minutos: Lonizo, San Bonifacio, Verona…
Y en cada una se producía el mismo tumulto, el tren era tomado por asalto y había el mismo desfile de gente alocada en el pasillo. Pero muy pronto se acabó ese ir y venir de personas, pues los viajeros de segunda clase obstruían casi herméticamente el espacio que quedaba fuera de los compartimientos. Los heteróclitos bultos ocupaban tanto como las personas: maletas atadas con una correa o con cuerdas, cestas, cajas de cartón y hatillos de formas imprecisas.
Todo aquello se apilaba hasta más arriba de las ventanillas y había algunos niños sentados en el suelo. Era preciso pasar por encima de ellos y avanzar de lado entre sus padres para acceder a los lavabos; algunas estaciones más tarde se hizo imposible acceder a ellos.
Sin embargo, nadie intentaba apoderarse de aquellos cuatro asientos vacíos, mullidos, confortables y tentadores. Algunas mujeres permanecían de pie mientras daban el biberón o amamantaban a sus bebés, zarandeadas por los vaivenes del tren y sin pensar siquiera que podrían sentarse. Sus ojos no traslucían envidia, rencor ni tristeza.
—¿Pasa usted los fines de semana en el campo?
—Sí, por la zona de Poissy. ¿La conoce?
—Está entre París y Mantes-la-Jolie, ¿verdad?
Bien mirado, más que preguntar, aquel hombre afirmaba. Parecía conocer de antemano las respuestas, como si solo preguntara para obtener una confirmación.
—¿Coche?
—Sí, un Cuatro Caballos. En París me hace falta, sobre todo para ir de las oficinas a la fábrica.
—Y ha preferido el tren a las carreteras congestionadas. Lo entiendo perfectamente, sobre todo viajando con niños.
No obstante, habían estado a punto de ir a Venecia en coche. Huelga decir que era a Josée a quien le hacía gracia, a pesar de que siempre en cuanto llevaban recorridos veinte kilómetros ya empezaba a calcular el tiempo que faltaba para llegar.
También a él le tentó la idea.
«En ese caso, casi no podremos llevar equipaje. Ni la mitad de lo que cada uno haya previsto», fue la sensata intervención de Dominique.
—¿Casa de campo?
Aquel hombre no necesitaba enjugarse el sudor, pues en su frente no se apreciaba el menor rastro de este. De vez en cuando, si el tren se detenía cerca del carrito de los refrescos de alguna estación —que, por lo general, quedaba al otro extremo del tren—, pedía un bíter, y Calmar acabó por imitarlo.
—En el tren también hay un carrito, pero no creo que llegue hasta nosotros antes de Milán.
En el fondo, Calmar se avergonzaba de su docilidad. Respondía sin reservas a cuantas preguntas se le hacían, pero él no se atrevía a formular ni una de las que se le ocurrían.
Por ejemplo, había reparado en que su compañero no tenía bultos en el portaequipajes. ¿Estarían sus maletas en el furgón, o acaso viajaba sin equipaje?
El vagón procedía de Belgrado, vía Trieste, y bajo el asiento se hallaba un diario de algún país eslavo. Calmar se dijo si no debería haberle preguntado con naturalidad: «¿Viene usted de Belgrado?». O incluso: «¿Es yugoslavo?».
A juzgar por el aspecto del desconocido, eso era improbable. Hablaba el francés con la misma soltura que el inglés y el alemán, y se dirigía a los empleados del tren en un italiano correcto.
Sin embargo, vestía un traje de lo más corriente, de lanilla oscura, casi negra, que no estaba particularmente bien cortado. La corbata, cuyo nudo no había necesitado aflojar para abrirse el cuello de la camisa, también era anodina.
Entonces, ¿por qué se sentía Calmar como un niño en su presencia? ¿Y por qué, cuando los silencios se hacían demasiado largos, se sentía obligado a hablar mientras que su compañero se amoldaba a las largas pausas sin problemas y sin tener que fingir siquiera que dormitaba?
—A mi suegro se le ocurrió abrir una especie de granja-restaurante a las afueras de Poissy, sobre una colina que domina el Sena. En realidad, es una granja pequeña donde los animales hacen de decorado: dos vacas, un caballo viejo, una cabra, tres ovejas, algunas ocas, varios patos y unas cuantas gallinas. Los clientes comen en un salón que tiene las vigas vistas. Les encanta ese tipo de sitios.
—¿Va todos los domingos?
—Casi todos, sí. Mi mujer sigue muy unida a sus padres y a los niños les vuelven locos los animales. Mi hija se pasa las tardes dando vueltas por el prado a lomos del caballo.
Ya casi esperaba que el desconocido le preguntase: «¿Y usted?».
Lo que hacía casi siempre era echarse a dormir completamente vestido en la primera habitación que encontraba.
Por fin una estación pequeña, la de Sommacampagna, en la que no paró el tren. Luego vinieron Castelnuovo di Verona, Peschiera del Garda, Desenzano, Lonato…
—Esperaba poder bajarme en Lausana, pero me va a ser imposible; tengo que coger un avión en Ginebra y el tren me dejará allí con el tiempo justo…
¡Vaya! Por primera vez el desconocido hablaba de sí mismo. Sin embargo, eso no explicaba por qué viajaba en un tren tan malo, que se paraba hasta en las estaciones más pequeñas, ni por qué no se le veía equipaje alguno. Si venía de Belgrado o de Trieste, allí no debían de faltar aviones que lo llevasen a Ginebra.
—¿Es grande la empresa para la que trabaja usted? El hombre volvía a la carga.
—Es lo que hoy en día se llama una empresa en expansión. Empezó como ferretería, en Neuilly. Luego pasó a ser un taller, con sede en Nanterre, y en la actualidad tenemos una fábrica entre Dreux y Chartres, y otra en construcción en Finistère.
Llegaron a Brescia. Se apearon algunos pasajeros, pero los que subían, y se iban apretujando cada vez más en los pasillos, eran por lo menos el doble.
Cuando llegaron a Milán, Calmar tenía hambre y la camisa empapada de sudor.
—A lo mejor me da tiempo de… —titubeó.
—No le aconsejo que abandone el vagón. No tardarán en desengancharlo para unirlo a otro tren. Era verdad. Apenas si tuvo tiempo para hacerse con un bocadillo y un botellín de cerveza a través de la ventanilla antes de que una diminuta locomotora los sacara de la estación y los abandonase a pleno sol en medio de una maraña de vías.
—Dentro de un rato nos llevarán de nuevo a la estación.
—¿Ha cogido ya antes este tren?
—Bueno, lo conozco. Conozco casi todos los trenes. Nuestros compañeros de viaje subirán en Milán —le dijo el hombre mientras señalaba los cartelitos de la reserva—. Dos van a Lausana y uno a Ginebra. El cuarto se apea en Sion.
Y eso que ni siquiera se había levantado de su asiento para ir a hacer pipí… Aparte de ellos, el vagón iba casi vacío. solo había un par de norteamericanas en el compartimiento contiguo y, tres puertas más allá, un hombre gordo que dormía. Nadie iba de pie. Las norteamericanas, inquietas, se creían que se habían olvidado de ellos y lanzaban hacia las vías y hacia la lejana estación miradas llenas de desasosiego.
Hacía más calor que cuando el tren estaba en marcha.
—Supongo que en Lausana tomará usted el tren de las ocho y treinta y siete para París, ¿no? Había dado en el clavo. ¡Siempre daba en el clavo! Aquel hombre parecía Dios.
—Llegaremos a Lausana a las cinco y cinco. Me preguntaba si podría pedirle un favor. A menos, desde luego, que ya tenga planes.
—En absoluto. No sé qué hacer durante esas dos horas.
—¿Conoce usted la ciudad?
—No.
—¿Y no tenía intención de visitarla?
—Con este calor, ¡claro que no!
—En el andén uno, cerca de la consigna, hay varias hileras de taquillas —dijo el desconocido, y se sacó una llave del bolsillo—. Esta es la llave de la ciento cincuenta y cinco. En la taquilla hay un maletín que no pesa mucho ni abulta demasiado. Pero no quisiera abusar de usted…
—En absoluto. Se lo aseguro.
—Se trataría de recoger ese maletín. Tendrá usted que meter aproximadamente un franco y medio en moneda suiza. Aquí tiene un poco de calderilla. —Calmar hizo ademán de protestar—. ¡Escuche! Si el tren permaneciese durante el tiempo suficiente en la estación, yo mismo podría encargarme de hacerlo. Pero luego hay que llevar el maletín a esta dirección…
Escribió la dirección en una libretita de notas de color rojo, rasgó la hoja y se la tendió a su compañero junto con la llave.
—Queda a menos de cinco minutos en taxi de la estación. Permítame que le dé también algo de moneda suiza para el taxi.
Hubo una sacudida. Los engancharon a un tren que los remolcó hasta un andén de la estación diferente a aquel por donde habían llegado y donde aguardaba una hilera de viajeros.
—Se lo agradezco…
El camarero del vagón-restaurante pasaba repartiendo los tiques y el desconocido tomó uno para el primer turno. A Calmar le faltó valor para ir a comer. Todavía notaba en el estómago el bocadillo y la cerveza y, por otra parte, se sentía muy poco presentable con aquella camisa empapada, de modo que se contentó con comprar un bíter en el carrito de los refrescos.
Los viajeros que iban a Ginebra eran ingleses y tuvieron dificultades para colocar sus bolsas de golf en el portaequipajes. La mujer tenía que apearse en Brig, y lo más probable era que el hombre, que leía La Tribune de Lausanne, se detuviese en esa ciudad.
Se quedó solo cerca de una hora, ya que todo el mundo se fue al oír el timbre del vagón-restaurante.
Al alcanzar la orilla del lago Majeur, en las estaciones pequeñas se produjeron de nuevo avalanchas y la gente volvió a abarrotar los pasillos.
—¡Arona!… ¡Arona! —oyó gritar entre sueños a lo largo del andén.
Luego vino Stresa, donde entreabrió los ojos y vislumbró los tejados rojos agrupados bajo las palmeras. Baveno, Verbania, Pallanza…
Los pasillos se vaciaron por fin en Domodossola y los carritos para transportar maletas se precipitaron hacia los vagones.
—Pasaportes…
Al suyo no le echaron más que un vistazo, al igual que al de los dos ingleses y al de la mujer. El policía examinó más detenidamente el pasaporte del desconocido, pero en la mirada que le dirigió tras estudiar la fotografía no había desconfianza. Antes de estampar el sello, se limitó a volver todas las páginas; después se lo tendió con cierto respeto y esbozó un gesto de saludo.
Calmar llevaba durmiendo cerca de una hora cuando el sol le bañó el rostro. Se despertó de mal humor y con mal sabor de boca, de modo que volvió a tomarse uno de esos bíters de color rojo que había probado ese día por primera vez.
—¡Aduana! ¿Algo que declarar? Vio a unos carabinieri en el andén.
—¿Qué lleva en esa maleta?
—Trajes y ropa interior.
Pese a que parecía que estaban listos para partir, aún hubo de transcurrir un cuarto de hora antes de que se dirigieran lentamente hacia el túnel del Simplón, cuya oscura entrada podía vislumbrarse si uno se asomaba por la ventanilla. En aquel preciso momento, Calmar estaba de pie junto a la ventana. Habían encendido las luces. Más que verlo, notó cómo su compañero se levantaba y se dirigía hacia el pasillo. Una vez que el tren se hubo adentrado en el túnel, volvió a sentarse frente al asiento vacío, subió la ventanilla y se dispuso a esperar.
No le gustaban los túneles. A la ida, este le había parecido interminable a pesar de la alegría de sus hijos. Pasados diez minutos le sorprendió que no hubiera regresado el hombre que desde las ocho de la mañana viajaba frente a él.
¿Por qué se levantó a su vez y se encaminó hacia el lavabo? Aunque esperaba encontrarse con el aviso de OCUPADO en la pequeña placa de esmalte, vio la palabra LIBRE y entró para lavarse las manos de una manera mecánica.
El hombre todavía no había regresado al compartimiento y tampoco estaba allí cuando el tren, que ya había salido a la luz del sol, se detuvo en la estación suiza de Brig, donde subieron de nuevo policías y aduaneros.
—¡Pasaportes!
—¿Algo que declarar?
—Trajes y ropa interior. Me dirijo a París.
El policía miraba el asiento vacío y la etiqueta correspondiente.
—¿No hay nadie?
—Había alguien. Salió del compartimiento al entrar en el túnel.
—¿Su equipaje?
—No llevaba. A menos que…
—¿A menos que qué?
—Que esté en el furgón de equipajes. —El hombre anotó algo en su libreta.
—Gracias.
Y eso fue todo. La mujer ya se había apeado. Algunos viajeros compraban chocolatinas. El tren volvió a ponerse en marcha, con los pasillos vacíos, y siguió el curso del Ródano, cuyas aguas blanquecinas parecían deliciosamente frescas.
Hubo dos paradas más, sin empujones, tumultos ni despedidas: Sion y, un rato después, al borde del Leman, Montreux.
El hombre aún no había aparecido al llegar a Lausana. Y Calmar había recorrido en su busca infructuosamente el tren de un extremo al otro.