Ash

–¡Eh, oye! —dijo Ash—. ¿No podríamos hablar del asunto?

El desconocido movió la cabeza en gesto de negativa.

—Ya he hablado suficiente contigo y con tu familia.

Ash se sobresaltó. ¿Qué significaba aquello? Observó la navaja del hombre sin mirarla directamente y retrocedió un paso. El desconocido acortó de inmediato la distancia que le separaba de ella.

«Haz que siga hablando —se dijo Ash—. Hasta que se te ocurra algo».

Buen plan. Magnífico. ¿Ocurrírsele, qué?

—¿Cómo he de tomarme eso? —preguntó—. ¿Y quién eres tú, por cierto?

Pero, nada más decirlo, Ash recordó los árboles, aquellos viejos pinos del bosque nevado que la habían estado observando, que habían espiado su avance con la misma mirada malévola que brillaba en los ojos de aquel individuo.

Tenía que ser uno de aquellos espíritus arbóreos.

—Tú vives en los árboles —afirmó—. Eres un… —buscó en su mente la palabra que Huesos había utilizado y por fin la encontró—… un manitú.

El desconocido volvió a mover la cabeza.

—No, nosotros no somos esos pequeños misterios; sólo somos los espíritus de los árboles. Los manitús tienen los mismos poderes que los chamanes, sólo que nacen con ellos, y los poderes nacen de la magia del humo y del tambor. Mi pueblo no es muy diferente del tuyo, excepto que nosotros vivimos más tiempo… y en los árboles.

—Lo que tú digas —asintió Ash. La muchacha trató de no fijar la mirada en la navaja. Lo único que quería era que el tipo siguiera hablando.

—No he encendido ningún fuego ni he roto ninguna rama —añadió, recordando lo que Lusewen le había explicado sobre el bosque—. ¿Por qué, pues, quieres hacerme daño?

—Me llamo Alver —reveló él, hablando lentamente, como si se dirigiera a un niño. Sólo sus ojos traicionaban la impaciencia que sentía—. En esa torre vive un espíritu femenino llamado Ya-wau-tse. Hubo un tiempo en que ese espíritu vivía libre como siempre han vivido los manitús, pero luego saboreó el gusto de la veneración y se apartó del girar normal de su Rueda. La veneración de sus fieles la mantuvo, erigió esta torre para ella y cambió su percepción del lugar que ocupaba en el orden natural del mundo. Pero sus seguidores desaparecieron y, ahora, Ya-wau-tse se marchita y busca la energía del alma de tu prima para alimentarse de ella.

—Todo eso ya lo sé —respondió Ash—. ¿Por qué, si no, crees que quiero detenerla?

—Donde vive Ya-wau-tse —continuó Alver como si la muchacha no hubiera dicho nada—, siempre es invierno. Las ramas están cargadas de hielo y de nieve y el frío penetra profundamente en el suelo. Y este invierno nos está matando.

—Ya entiendo —asintió Ash—. Si ella muere, desaparecerá la influencia que ejerce sobre vuestro bosque, ¿no es eso?

Alver asintió.

—Pero si se apodera de Nina, de mi prima, esa Ya-wau-tse recuperará toda su fuerza.

—Exacto.

—Entonces, ¿qué problema tienes conmigo? Los dos tenemos el mismo enemigo.

—Tú no podrás derrotarla —afirmó Alver—. Si fuera tan fácil, mi pueblo habría conseguido acabar con ella hace años.

—Pero…

—Y, aunque lograras rescatar a tu prima, Ya-wau-tse se limitaría a llevársela de tu mundo otra vez.

Ash recordó lo que le había dicho Lusewen antes de desaparecer.

Nunca hemos hablado de luchar.

No. Para salvar a su prima, Ash no debía intentar combatir contra Ya-wau-tse. Lusewen había salido con una idea realmente brillante:

Puedes ofrecerte tú en su lugar.

Pero la muchacha se dijo que, probablemente, el tipo de los ojos brillantes no aceptaría de buen grado tal solución.

Sus dedos se pusieron a jugar con el brazalete de los amuletos, deseando que éste no tuviera las limitaciones que Lusewen le había explicado. Deja de desear, se dijo, que entre los dijes hubiera un uzi, una espada o cualquier otra arma. Un simple escudo sería bien recibido, en aquel momento.

—¿De modo que has hablado con Nina y con mis tíos? —comentó.

—Con Nina, con tu tío y con otra chica.

—¿Y…? —Ash tragó saliva con esfuerzo—. ¿Y qué sucedió?

Alver levantó una mano hasta el costado de la cabeza y sus dedos rozaron apenas el cuero cabelludo, sin llegar a tocar realmente la piel. A pesar de ello, hizo una mueca de dolor. Al observarle con más detenimiento, Ash descubrió restos de sangre pegados a su corto cabello. No se había fijado hasta aquel momento porque había estado demasiado ocupada tratando de no volver la vista hacia la navaja o hacia los ojos desquiciados de su interlocutor.

—¿El tío John te hizo esto?

—No —respondió Alver—. Fue tu prima.

«Vaya, vaya —se dijo Ash—. Nunca habría pensado que Nina fuera capaz de algo así».

—Pero no permitiré que vuelvan a sorprenderme tan fácilmente —continuó diciendo Alver.

Ash retrocedió otro paso.

—Lo siento —dijo él, avanzando hacia ella.

«Sí, seguro», pensó ella.

—Escucha… —probó de nuevo. Pero, de pronto, Alver se puso en acción. Se lanzó contra la muchacha con la navaja por delante, moviéndose más deprisa de lo que Ash habría creído posible. Ella metió el estómago e intentó hacerse a un lado, pero el arma quedó enganchada en los pliegues de la chaqueta. Mientras Alver trataba de soltar la navaja, Ash le empujó con ambas manos. Él resbaló en la nieve y cayó al suelo, arrastrando consigo a la muchacha. Ésta se revolvió mientras Alver caía. La navaja, aún prendida en la chaqueta de piel, se le escapó de las manos.

Alver cayó pesadamente. Ash, por su parte, consiguió parar el golpe con los brazos. La fuerza del impacto la sacudió de pies a cabeza, pero consiguió liberarse de las manos de su agresor. Los dedos de éste agarraron el bolsillo de la chaqueta de la muchacha, desgarrándolo en su intento de atraerla hacia él. Ash le soltó una patada, pero Alver detuvo inesperadamente su ataque.

La muchacha se apartó gateando e hizo una pausa cuando hubo puesto unos palmos de distancia entre ella y el espíritu arbóreo. Pero Alver ya no parecía interesado en seguir atacándola. Había desaparecido de él toda la agresividad; de pronto, toda su atención se concentró en el objeto que había caído del bolsillo desgarrado. El brillo severo de sus ojos se suavizó de sorpresa y temor reverencial.

La granada de metal con sus grabados icónicos estaba caída en la nieve entre los dos. Más cerca de ella que de Alver. Lentamente, la mirada de éste se alzó desde el objeto hasta los ojos de Ash.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.

—¡Vete a la mierda!

—No sabes qué es, ¿verdad?

—Claro que sí.

—Mientes.

—Entonces, dímelo tú —replicó Ash.

—Esas bandas grabadas se refieren a la Abuela Sapo, aquélla cuya Rueda es la luna, mientras que la fruta en sí es el corazón de la primavera. Su forma y su estructura interna son un símbolo de la reconciliación de lo múltiple y lo diverso en una manifiesta unidad. Ambas cosas juntas, como aparecen aquí, representan la promesa de que las Ruedas volverán a encontrar su adecuado equilibrio por mucho que se hayan desviado de su movimiento inicial.

Ash recordó las aves de Lusewen, el cuervo y el azor, cuyos nombres significaban «Confianza» y «Sueño», respectivamente. Al parecer, Lusewen era una gran amante de la simbología. La muchacha acarició el brazalete, cuyos amuletos también eran símbolos.

Pero ¿cómo debía interpretar todo aquello en conjunto?

—¿Y bien? —preguntó.

—Esa granada es un fetiche muy poderoso, con capacidades curativas. La…, la sangre que contiene en su interior curará nuestro bosque.

«Muchísimas gracias por informarme de todo esto, Lusewen», pensó Ash.

—¿Quieres decir que puede romper el hechizo al que os tiene sometidos esa como se llame?

—Ya-wau-tse —precisó Alver con un gesto de asentimiento.

—Entonces, cógela —dijo ella—. Es tuya. Y ahora, déjame sola para que pueda…

Dejó la frase sin terminar al observar la expresión que se adueñaba de Alver. Sus facciones eran presa de un terror absoluto. Un instante después, captó unas pisadas sobre la nieve, a su espalda. Alver dirigió una mirada a la granada, se puso en pie trabajosamente y huyó. Desapareció igual que había hecho Lusewen.

Temerosa de lo que se disponía a hacer pero consciente de que no podía tomar la misma opción que Alver y desaparecer, Ash miró hacia atrás desde el suelo y vio acercarse a ella una versión viva de la imagen que aparecía en la carta de la causa última del tarot de Cassie.

Ya-wau-tse tenía la piel morena más arrugada que la muchacha había visto jamás. Llevaba el mismo vestido de gamuza con cuentas y abalorios y la capa de piel que lucía en la imagen de la carta. Sus ojos eran aún más imperiosos en la realidad: dos abismos castaños, profundos e insondables, dos pozos de aguas oscuras sin fondo. Las cuentas y las pequeñas conchas de molusco sujetas a sus trenzas produjeron un leve tintineo cuando se acercó hasta quedar frente a Ash. En torno a sus pies danzaban pequeños remolinos de nieve, aunque la muchacha no notaba que corriera el menor viento. La aparición llevaba en una mano su báculo con un penacho de plumas. En la otra sostenía un sapo.

La mujer-espíritu dijo algo que a Ash le sonó a un puro galimatías. Entonces, en el fondo de los ojos de Ya-wau-tse parpadearon unas chispas y la muchacha notó un zumbido en la cabeza pero, cuando la aparición volvió a hablar, Ash entendió sus palabras.

—Vaya, vaya —dijo Ya-wau-tse—. ¿Qué tenemos aquí?

Un débil rumor sordo parecía llenar el aire. Ash lo atribuyó al ritmo acelerado de sus propios latidos hasta que se dio cuenta de que procedía del exterior. Era como un trueno lejano.

O como el batir de unos tambores.

Ash empezó a incorporarse lentamente.

—Yo…

—¡Pero si veo que somos parientes! —le aseguró Ya-wau-tse, mientras a Ash se le ponía pastosa la boca y no lograba articular los sonidos como era debido.

—¿Parientes…? —consiguió balbucir.

—Lejanas, pero parientes —le aseguró la mujer-espíritu—. Tranquila, chiquilla. No voy a hacerte daño.

¿Ah, no?, pensó Ash. Entonces, ¿por qué se sentía como si estuviera a punto de morir?

De pronto, a pesar de la chaqueta con capucha, los pantalones de piel, las botas y el largo pañuelo en torno al cuello, se sentía helada. La aparición despedía algo, una especie de fuego frío invisible que penetró hasta los huesos de Ash, helándolos hasta la médula. Ahora sabía lo que debían de sentir los árboles helados de Alver. ¿Y ella tenía que ofrecerse a aquella extraña mujer?

Se obligó a pensar en Nina. Su prima no era como ella. Si algo le sucedía a ella, no significaría una gran pérdida para el mundo. Además, ¿quién la echaría de menos? Nina, en cambio… Nina aún tenía todo el futuro por delante. Era inteligente y estaba bien integrada.

«No como yo —pensó Ash—. Yo no valgo nada».

Lo único que tenía era su rabia. Y su desconcierto.

—Yo… —insistió—. He venido a… a proponerte un trato.

Ya-wau-tse enarcó las cejas inquisitivamente.

—A mí. Llévame a mí en lugar… en lugar de a mi prima. Para… ya sabes…

El ruido de tambores parecía haberse hecho más potente, pero Ash tuvo la certeza, en ese momento, de que sólo era el sonido de su propio pulso acelerado.

Ya-wau-tse alzó la mano en la que sostenía el sapo y declaró:

—Ya tengo lo que necesito.

Ash contempló al animal, sin comprender a qué se refería. El sapo parecía comatoso; una criatura pequeña, débil y arrugada sujeta en una mano que, si acaso, tenía aún más arrugas. Pero, en aquel instante, el animal se movió y abrió los ojos con un parpadeo. Y Ash vio aquellos ojos.

El corazón se le detuvo durante un largo y letal instante.

¡Oh, cielos!

Allí, atrapada, estaba Nina. Atrapada en el cuerpo de aquel sapo como antes lo había estado en el del lobo.

La búsqueda del tótem…

—Pero…

Ya-wau-tse soltó una risotada breve y áspera que sonó como el yip-yip-yip de un coyote.

—Vuélvete a casa, pequeña —murmuró.

A continuación, antes de que Ash pudiera replicar, la mujer-espíritu pasó junto a ella y se dirigió hacia la torre, dejando tras de sí remolinos de nieve. El rumor de los tambores continuó, pero volvía a sonar como un trueno lejano, difuminándose.

Ash, confusa, siguió con la mirada a Ya-wau-tse. No era así como se suponía que debían salir las cosas. Lusewen no le había dicho nada sobre la posibilidad de que Ya-wau-tse rechazara su propuesta…

—¡No puedes dejarme así! —gritó.

La mujer-espíritu no se volvió ni dio la menor señal de haberla oído. Ash recogió del suelo la granada y la guardó en el bolsillo que Alver no le había arrancado. Contempló la navaja, pero la dejó donde estaba. ¿Qué sabía ella de navajas? La mera idea de empuñarla la asustaba y se sentía incapaz de usarla.

Se puso en pie y volvió a gritar a la figura que se alejaba:

—¡Escúchame!

Tampoco esta vez tuvo respuesta. Era como si Ash ya no existiera para ella.

—¡No dejaré que me trates de esta manera! —murmuró la muchacha—. ¡Ya haré que me escuches!

¿De veras? ¿Y cómo haría para conseguirlo?

Pero se puso en marcha tras los pasos de Ya-wau-tse, deteniéndose sólo cuando creyó oír una voz que pronunciaba su nombre. Paseó la mirada por la llanura nevada y escuchó con atención, pero no tardó en comprender que debía haber sido su imaginación.

O un eco extraño del tamborileo.

Ash continuó apretando el paso tras la mujer-espíritu, dispuesta a encontrar algún modo de ayudar a su prima antes de que Ya-wau-tse le hiciera a Nina algo peor que convertirla en sapo.

Ya-wau-tse alcanzó la torre antes que Ash. Cuando ésta llegó, no halló puerta alguna. Ni siquiera pudo encontrar huellas de la mujer-espíritu en la nieve. Sobre la blanca superficie sólo había unas pisadas: las suyas. La torre se alzaba ante ella, redonda y cónica, empequeñeciendo a Ash hasta la insignificancia con su enorme altura. Los muros circulares del edificio, picados y desgastados por el viento y el paso del tiempo, eran de piedra labrada, gris y veteada de cuarzo. Cada piedra estaba encajada perfectamente con las demás y sólo unas mínimas rendijas indicaban dónde terminaba una y empezaba la siguiente. No sólo no había ninguna puerta, sino que tampoco se observaba en los muros abertura alguna. Ni siquiera una ventana.

Aquel edificio no se parecía en nada a la torre de la carta de Cassie, con sus filas de ventanas en lo alto del muro.

Ash dio un puntapié a la piedra con su bota.

—¡Déjame entrar! —exclamó.

Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Como si la torre estuviera desierta.

Volvió la vista en la dirección por la que había venido y no encontró rastro alguno de la tormenta de nieve a través de la cual había avanzado para llegar hasta allí. Sólo alcanzó a ver las llanuras, frías y desoladas, extendiéndose hasta el horizonte. El aire crepitaba con la promesa de una tormenta venidera. Escuchó un trueno… pero no, pensó mientras lo oía; las tormentas de nieve no traían rayos y truenos, ¿verdad?

Nina habría sabido decírselo con certeza. Nina, la asombrosa chica sapo…

Ash contempló de nuevo la torre y descargó un puño contra sus piedras.

—¡Tienes que cogerme a mí! —gritó.

¿Por qué habría de hacerlo?, le preguntó una voz incorpórea.

Ash se apartó unos pasos del muro y miró a su alrededor. Aunque no podía ver a Ya-wau-tse, reconocía su voz. Los oídos le zumbaban con una leve disonancia.

El rumor de fondo, de truenos o tambores o lo que fuera, se hizo cada vez más próximo. Seguía siendo confuso y poco potente, pero ahora producía una sensación de proximidad. Como si quienes lo producían estuvieran apenas a un pensamiento de distancia.

A ti no te importa nada, continuó Ya-wau-tse. Te da lo mismo vivir que morir. ¿Qué podría querer yo de un espíritu como el tuyo? Ni siquiera me necesitas para que te saque de tu Rueda. Ya has saltado de ella por tu propia cuenta.

—Eso… eso no es cierto.

¿Que no te importa nada, o que has saltado de tu Rueda?

Ash percibió en la voz de su invisible interlocutora un tonillo burlón que la enfureció.

—¡Ninguna de las dos cosas! —exclamó a gritos.

Ya, replicó la voz de Ya-wau-tse. Entonces, ¿qué me puedes ofrecer, chiquilla… chiquilla a la que todo importa tanto?

La pregunta estaba cargada de ironía.

—Desde luego que me importa —contestó Ash—. Es sólo que…

Pensó en su madre.

Ausente.

En su padre.

Ausente de otra manera, pero igual de lejano.

Ella les había querido a ambos.

Sus amistades.

Podía contarlas con un solo dedo.

Cassie.

Sus tíos.

Ocupándose de ella por obligación.

Nina.

Con ella no se había llevado bien desde el principio.

—… es sólo que yo no le importo a nadie —terminó la frase.

El espíritu que me ofreces está tan marchito como el mío, replicó Ya-wau-tse. ¿Por qué habría de quererlo?

—Porque… porque te lo ofrezco libremente.

El trato que me propones no me parece beneficioso. Un espíritu duro y arisco a cambio del de tu prima, lleno a rebosar de amor a la vida y por quienes la rodean. Incluso a ti, chiquilla. Ella tiene espacio hasta para quererte a ti.

—¡Y yo…, yo la quiero también! —exclamó Ash, y sólo al pronunciar aquellas palabras se dio cuenta de que lo decía de corazón.

Entonces, recuérdala con ese amor.

—Tómame a mí en su lugar.

Lo que tienes no me basta, replicó Ya-wau-tse.

Ash se postró de rodillas y apoyó la frente en el muro.

—Por favor —suplicó—. Ha de bastarte. Lo único que tengo es a mí.

No hubo respuesta.

—Por favor…

Ash enmudeció al darse cuenta de que la presencia intangible de la mujer-espíritu había cesado de nuevo. Apretó la frente contra las piedras hasta que sintió dolor y permaneció en aquella postura largo rato, con el frío calándole los huesos y la nieve golpeándole el rostro hasta formar una costra de hielo en torno a los ojos y la boca.

El sonido de los tambores casi había cesado.

Poco a poco, se incorporó con los hombros hundidos por el peso del fracaso.

¿No era aquello lo peor de todo? Había fracasado porque no era lo bastante buena.

Pero, en fin, aquello no era ninguna novedad, ¿verdad?

Desde luego, ésa era la opinión de su padre. Y de los inútiles que hacían de consejeros de estudios en la escuela, fingiendo preocupación por los alumnos. Y del psiquiatra al cual la habían enviado sus tíos.

Todos ellos eran iguales. Todos habían llegado al mismo veredicto. Que no era lo bastante buena.

Incluso tío John y tía Gwen debían de pensar lo mismo; si no, ¿por qué la habían mandado al loquero?

Se llevó las manos a los bolsillos. Una de las manos no encontró nada porque el bolsillo en el que intentaba introducirla estaba arrancado. La otra se cerró en torno a la granada. Ash la sacó y la estudió, siguiendo con la mirada los dibujos grabados en la plata. ¿Qué era lo que había dicho Alver de aquella combinación de fruta y plata? Algo respecto a que era un fetiche. Respecto a que cuando ambas cosas se combinaban…

Son una promesa de que las Ruedas volverán a encontrar su debido equilibrio por lejos que se hayan desviado de sus giros iniciales…

—Muy bien —dijo al fetiche—, equilibra esto.

Llevando el brazo hacia atrás, arrojó el objeto contra el muro de la torre con todas sus fuerzas. Al chocar, la granada produjo el estruendo de una campana enorme. En torno a Ash, el sonido mortecino de los tambores se intensificó de pronto. La fruta se había convertido en un amasijo de jugo y pulpa que bañaba las piedras, mientras la piel y las bandas de plata yacían en la nieve, al pie del muro.

El jugo parecía sangre que rezumara de las piedras.

Ash se acercó un paso y se llevó los nudillos a la boca, sin poder apartar la vista del líquido que resbalaba por el muro.

Era sangre de verdad.

La torre estaba sangrando.

El sonido de los tambores se intensificó hasta producirle dolor de cabeza.

Sus ojos siguieron el lento descenso de la sangre hasta el suelo. Allí donde tocó la nieve, se levantó un denso vapor y tras él apareció una capa de verdor, unos brotes de hierba y, luego, una flor: el pequeño capullo amarillo de un ranúnculo. La capa de verdor, que surgía de una tierra en acelerado deshielo entre siseos y crepitaciones, se extendió como agua derramada: tréboles y albahacas, dientes de león y matas de violetas, radiantes florecillas silvestres… Inmediatamente después de esta primera vegetación empezaron a crecer los arbustos y unos arbolillos jóvenes, coronados de yemas y brotes tiernos que formaron hojas y las desplegaron a una velocidad sólo comparable a la de una película filmada a cámara rápida. La atmósfera se llenó con el repentino y embriagador aroma de la primavera.

Curar, recordó Ash. Eso era lo que Alver le había dicho que haría el fetiche de la granada. Curar la tierra.

Pero la torre… Visibles grietas recorrían el muro que tenía ante ella. El movimiento de las piedras resonaba como la capa de hielo de un río al resquebrajarse en primavera. De las profundidades de la tierra surgía ahora un ruido sordo. La torre osciló y una nube de polvo de roca llenó el aire.

Ash retrocedió lentamente, con los nervios atenazados por el miedo.

Entonces, con un estruendo como el seco crepitar de un trueno, las piedras que había golpeado con el fetiche se derrumbaron. Durante unos momentos, a Ash se le nubló la vista. Cuando volvió a enfocarla, Ya-wau-tse había aparecido entre los cascotes, envuelta en polvo.

La mujer-espíritu tenía las facciones aún más ajadas y llenas de arrugas que en su anterior encuentro y, al observarlas, Ash evocó automáticamente la fotografía de un cadáver momificado que había visto en un número del National Geographic. Era como si todo el líquido contenido en su carne estuviera evaporándose. En sus ojos flameaban unas luces amenazadoras. Aún tenía el sapo en una mano y, con la otra, blandía el báculo en dirección a la muchacha.

—¿Qué has hecho? —exclamó a gritos Ya-wau-tse.

Una sensación gélida atenazó el pecho de Ash, le congeló el aire en los pulmones, detuvo su corazón y le heló de tal modo los tuétanos que tuvo la impresión de que los huesos se le rompían en mil pedazos.

—Yo…, yo…

No podía hablar. Apenas era capaz de articular sonido alguno. Todo estaba envuelto en una tenue bruma de escarcha y hielo.

—Chiquilla perversa —masculló la mujer-espíritu—. Te voy a hacer…

—No vas a hacer nada —intervino una nueva voz.

Ya-wau-tse volvió lentamente la cabeza y fijó la mirada más allá de Ash. Tan pronto como apartó la vista de la muchacha, ésta descubrió que podía moverse otra vez. Con jadeos entrecortados, llevó aire a sus torturados pulmones mientras se abrazaba a sí misma con brazos temblorosos. Muy despacio, se volvió para ver quién había interrumpido la amenaza de la mujer-espíritu.

Y descubrió al responsable del rumor de tambores que había estado escuchando.

Formando un semicírculo en torno a ella y a Ya-wau-tse había aparecido un grupo de gente; al menos, por tal la tomó Ash en un primer momento. Gente vestida con blusas y pantalones de cuero, tanto hombres como mujeres. Diversos adornos de abalorios y cuentas decoraban sus bandoleras, las bolsas de amuletos que colgaban de sus cintos y los propios cintos.

Y todos llevaban máscaras.

Había un zorro con un tocado de plumas. Un oso con trenzas entrecanas. Un cuervo con una cinta de abalorios en la frente. Una tortuga con un pañuelo de brillantes colores en la cabeza, como los de las viejas italianas de Foxville. Una rana arborícola de piel moteada de verde y amarillo con un gran sombrero negro de ala ancha. Un halcón con una cornamenta de ciervo. Un ratón con un casquete de cuentas de cristal. Un barbo, una liebre, un alce…

Y un lobo con una corona de brezo.

—No tenéis derecho a intervenir en esto —dijo Ya-wau-tse a los recién llegados.

—Ella nos ha dado el derecho —replicó la mujer-oso.

—Ella nos ha llamado —añadió el hombre-zorro.

Ash reprimió una exclamación de sorpresa.

Lo que estaba viendo no eran unas máscaras ingeniosas y elaboradas, sino las cabezas auténticas de aquellos seres.

—¿Qué… quiénes sois? —preguntó con una vocecilla curiosa.

—Soñadores —respondió la mujer-ratón.

—Nosotros llenamos el reino de los espíritus con nuestros sueños —añadió el hombre-sapo.

—Y mostramos sus Ruedas a los soñadores —terció el hombre-cuervo.

Sus voces provocaron en la cabeza de Ash el mismo zumbido que la de Ya-wau-tse, pero la muchacha no percibió peligro alguno en aquellos seres entre animales y humanos. Los contempló con asombro y placer, se fijó en los tambores colgados de sus cintos y observó los dedos que los golpeaban —primero un tamborilero, luego otro— y mantenían el ritmo simple que llenaba el aire con su sonido monótono.

—Sois…, sois tótems, ¿verdad? —apuntó.

La mujer-lobo inclinó la cabeza con gesto grave.

—Nosotros guiamos —dijo.

—Nosotros vigilamos —añadió el hombre-halcón.

—Nosotros soñamos —terció la mujer-alce.

—Vosotros os entrometéis —intervino Ya-wau-tse.

—No —replicó el hombre-barbo—. Sólo estamos aquí para darte la despedida en tu viaje largo tiempo aplazado.

—Y para asegurarnos de que no llevas contigo a aquéllos cuyo tiempo todavía no ha llegado —declaró el hombre-tortuga.

—No voy a hacer ningún viaje —les aseguró Ya-wau-tse.

—Contémplate —le contestó la mujer-liebre.

El proceso de momificación había continuado mientras hablaban. La carne de Ya-wau-tse sólo era ya una piel marchita adherida a sus huesos, los ojos eran dos profundos huecos y sus labios habían enflaquecido hasta el punto de desaparecer. Pero aún sostenía en alto a Nina con una mano esquelética.

—Ella me renovará —proclamó.

Sostuvo al sapo a la altura de la frente, apretó al pequeño animal contra su piel cuarteada e inició un cántico. Los dedos de los extraños seres batieron sus tambores y de éstos surgió una música, majestuosa y al tiempo alegre, cuyo ritmo contrarrestó el canto de Ya-wau-tse diluyendo su poder, difuminándolo.

De pronto, el aire volvía a ser cálido y las llanuras estaban radiantes de verdor. La torre había quedado reducida a un montón de piedras apiladas, como un enorme hito, detrás de la marchita mujer-espíritu.

—Me estáis matando —murmuró Ya-wau-tse.

La mujer-lobo movió la cabeza.

—Nada de eso. Sólo es tu Rueda, que vuelve a girar deprisa, deprisa, para recuperar todos los años que has hurtado al tiempo que te correspondía.

—Pero tu momento llegará otra vez —añadió el hombre-halcón.

—Entonces ya no seré la misma.

—¿Y por qué ibas a serlo? —replicó la mujer-liebre con una ligera risa—. Ya has agotado esta Rueda y es hora de que montes en otra.

—Yo…

Pero Ya-wau-tse no pudo seguir hablando. La carne reseca que sostenía su mandíbula cedió y el hueso cayó al suelo. Ash contempló, horrorizada y temblorosa, cómo el resto de la mujer se convertía en un amasijo de polvo y huesos que se derrumbaba sobre la verde tierra. El hombre-barbo cogió al vuelo a Nina antes de que se estrellara contra el suelo y se la entregó a Ash con un gesto solemne. El hombre-tortuga recogió el báculo de Ya-wau-tse y lo rompió en dos ayudándose de la rodilla. Después, clavó ambas mitades en el suelo, con los extremos astillados hacia abajo. Cuando se retiró unos pasos, las dos varas empezaron a desarrollar una maraña de ramas rebosantes de brotes tiernos.

—Adiós, hermana —murmuró el hombre-sapo.

Con sumo cuidado, Ash sostuvo en la palma de la mano al pequeño animal que era su prima.

—Entonces… ¿esto era todo lo que tenía que hacer? —preguntó—. ¿Sólo tenía que romper la granada?

—No. El fetiche era un catalizador —explicó la mujer-ratón—, pero necesitaba un sacrificio para poder ser efectivo.

—Primero, tú tenías que morir —añadió el hombre-cuervo ante la mirada de desconcierto de Ash.

—Pero yo… nunca…

—¿Aún sigues siendo la misma que eras? —preguntó la mujer-lobo con suavidad. Ash movió lentamente la cabeza en gesto de negativa.

—Pues eso —dijo el hombre-tortuga—. ¿Lo entiendes ahora?

—¿Mi… mi viejo yo… ha muerto? ¿Y… y ahora soy otra persona distinta?

—Exacto.

—Pero… —Ash frunció el entrecejo—, esto parece demasiado fácil…

—¿Lo ha sido, realmente? —inquirió la mujer-lobo.

Ash volvió a mover la cabeza. No. Los cambios que había experimentado en su interior habían sido cualquier cosa menos fáciles.

—Y la tarea se hará todavía más ardua —apuntó la mujer-liebre—, pues ahora debes mantener lo que hace tan poco has conseguido.

—¿Te refieres a ser buena con los demás y hacer lo que me dicen y esas cosas?

El hombre-barbo hizo un gesto de negativa.

—No. Sólo sé honrada contigo misma. Todo lo demás de valor te llegará a partir de esto.

—Sal a recibir con alegría los días futuros, en lugar de esperar a que ellos vengan a ti —añadió el hombre-halcón—. De lo contrario, te convertirás en lo que Ya-wau-tse apuntó acertadamente: en lo mismo que ella. Pero tú te marchitarías antes de tu hora, en lugar de mucho después.

Ash pasó suavemente un dedo por el lomo del sapo, admirado de la finura de su piel. Desde el ancho rostro de la criatura, los ojos de Nina le devolvieron la mirada, llenos de confianza.

—¿Puedo…, puedo hablar con mi madre? —preguntó Ash.

—No está aquí —respondió la mujer-oso—. Ya ha montado en una nueva Rueda.

Ash intentó ocultar su decepción, pero notó un nudo en la garganta y tuvo que apartar la mirada para disimular el brillo de las lágrimas, a punto de saltarle de los ojos.

—Alégrate —dijo suavemente la mujer-ratón.

Ash alzó la vista. A través del velo de sus lágrimas, aquellos seres mitad humanos y mitad animales parecían otras tantas figuras oníricas. Irreales.

—¿Alegrarme?

El hombre-tortuga asintió.

—La canción de tu madre no tiene fin, muchacha. Todos, tu pueblo y el mío, formamos parte de la misma canción. Esa canción continúa eternamente. Nuestras características individuales siempre formarán parte de ella, no importa en qué Rueda nos hallemos.

—Entonces, mi madre… ¿está bien?

—Por supuesto que sí —le aseguró la mujer-lobo—. El dolor sólo existe para los que se quedan. Deshazte de tu pena. Recuerda a tu madre con alegría, con gran alegría, pero sacúdete de encima su influencia.

Ash asintió lentamente. Después, durante un largo rato, nadie dijo nada y sólo se escuchó el sonido de los tambores. Ash dejó que sus latidos se acompasaran al ritmo de aquellos hasta que la desesperación que sentía por dentro empezó a calmarse un poco.

—Supongo que ahora debo irme —murmuró—. Para llevar de vuelta a Nina. Todo esto debe de ser espantoso para ella.

—Ya no —contestó el hombre-cuervo—. Ahora que Ya-wau-tse ha seguido su camino, ya no. Tu hermana es feliz ahora porque, en su forma totémica, ve el mundo y su lugar en él como son realmente.

Ash ni siquiera pensó en corregir al hombre-cuervo respecto a su parentesco con Nina. Se limitó a aceptar que eran medio hermanas, como debería haber hecho hacía años.

—¿Y yo? ¿Tengo también un tótem?

—Búscalo —respondió el hombre-sapo.

—En sueños —añadió la mujer-lobo, sacando algo de un bolsillo y colgándolo del brazalete de amuletos de Ash. Era un pequeño dije de plata que representaba una cabeza de lobo—. Estaremos aquí para ayudarte a encontrarlo.

El sonido de los tambores bajó de intensidad. Ash se volvió y contempló, por primera vez en mucho rato, el lugar donde se hallaba. Las llanuras habían desaparecido y ella y los extraños seres se encontraban en un claro de bosque. A su alrededor, verdes y llenos de vida, estaban los árboles del bosque de Alver. La muchacha notó de nuevo la presencia de los espíritus arbóreos observando al grupo, pero en esta ocasión no captó en ellos rencor ni malicia, sino mera curiosidad.

Cuando se volvió otra vez hacia el grupo de seres mitad humanos y mitad animales, sus rasgos ya no estaban tan definidos como antes. Era como si empezaran a desvanecerse.

—¿Por qué no detuvisteis a Ya-wau-tse vosotros mismos? —preguntó.

—¿A Ya-wau-tse? —repitió el hombre-zorro.

Ash asintió.

—No nos correspondía a nosotros hacerlo —explicó la mujer-liebre—. Cuando los humanos se entrometen con los manitús, tienen que asumir la responsabilidad de sus actos.

—Nosotros sólo podemos observar —dijo la mujer-alce.

—Y esperar —apuntó el hombre-cuervo.

Sus voces se hacían cada vez más distantes y Ash ya podía ver a través de sus cuerpos.

—¿Lusewen es una de vosotros? —se apresuró a preguntar. Había tantas cosas que necesitaba saber…

—No —contestó el hombre-barbo.

—Pero es una querida amiga nuestra —añadió la mujer-lobo.

El grupo casi había desaparecido ya. Sólo quedaban unas siluetas borrosas, fantasmales.

—¿Volveré a veros? —gritó Ash.

Las siluetas desaparecieron por completo. El débil sonido de los tambores respondió a su pregunta y continuó apagándose hasta hacerse inaudible. Pero en su ritmo dejó una promesa.

Ash contempló el sapo que tenía en la mano.

—Bueno, es hora de volver a casa —dijo. Se sentía eufórica y capaz de cualquier cosa—. ¿Que cómo vamos a hacerlo? —preguntó a Nina sin esperar respuesta—. Observa.

Colocó el sapo en el suelo y se quitó la chaqueta de piel, dejándola caer sobre la hierba. Después se sentó para quitarse los pantalones y las botas. En comparación con el clima que reinaba allí cuando Ya-wau-tse dominaba el territorio, hacía un calor bochornoso. La muchacha hizo materializarse el tipi con uno de los amuletos, guardó en su interior la ropa de invierno y volvió a colgar el dije en el brazalete. Tras repasar los restantes amuletos de éste, Ash descubrió por fin uno que estaba segura de encontrar: un pequeño grabado en plata de una casa de Lower Crowsea, incluido un patio trasero del tamaño de un sello de correos. Descolgó el amuleto del brazalete, recogió del suelo a Nina y se puso en pie.

—Allá vamos —dijo.

Pero antes de que pudiera arrojar el amuleto al suelo y despertar su hechizo, una figura apareció de entre los árboles al otro extremo del claro.

Alver.

Esta vez no blandía ninguna navaja, pero sus ojos conservaban aquel brillo desquiciado del mundo de los espíritus.

—Sólo quería… darte las gracias —empezó a decir.

Ash lo miró largo rato, tratando de sentir cólera por lo que había estado a punto de hacerle. Pero sus esfuerzos fueron vanos.

—Está bien dijo al fin.

Acto seguido, arrojó el amuleto al suelo.

Ante ella apareció al instante la parte de atrás de la casa de sus tíos. Estaba en el patio trasero. Agachándose, dejó suelto al sapo. El pequeño animal alzó el rostro hacia ella, con los ojos de Nina aún presentes, y la contempló durante un largo momento, tras el cual volvió a ser un simple sapo. Ash, aún en cuclillas, dio media vuelta sobre sus talones para observar cómo se alejaba a saltos. Después, muy despacio, se incorporó y contempló la pared de la casa.

Era hora de entrar.

Era hora de que la nueva Ash iniciara su nueva vida.

Llegó hasta el hueco de la puerta del salón y se detuvo allí a observar la escena. Sus tíos rodeaban a Nina dando rienda suelta a sus emociones. Tía Gwen abrazaba a su hija entre lágrimas; tío John parecía a punto de llorar. En el salón estaba también una de las amigas de Nina —Ash no recordaba su nombre—, sentada en una silla con una expresión feliz y, al mismo tiempo, aturdida. Cassie y Huesos también se encontraban allí, tan contagiados de entusiasmo por el milagroso regreso de Nina como el resto de los presentes.

Había cosas que nunca cambiarían.

Todo el mundo prestaba atención a Nina. Como siempre.

Ash notó que la determinación que tanto esfuerzo le había costado adquirir en el mundo de los espíritus se tambaleaba y, finalmente, se desmoronaba.

Mientras daba media vuelta con la intención de abandonar la casa otra vez, se preguntó si alguien habría llegado a echarla en falta.