Cuando su marido y su hija terminaron de explicarle lo sucedido, Gwen Caraballo permaneció callada, sentada a la mesa del comedor. Nina la contempló con admiración. La expresión pensativa y algo preocupada de su madre reflejaba exactamente sus pensamientos.
—Nos crees, ¿verdad? —dijo Nina.
Se sorprendió de sus propias palabras. Ella misma, que había estado presente mientras todo sucedía, aún no estaba segura de lo que había visto. Si alguien le hubiera venido a ella con semejante historia…
—Pues claro que os creo —respondió la madre—. Sé que lo que me habéis contado parece imposible, pero vosotros dos sois las personas que más quiero en el mundo y, si no puedo creer en vosotros, ¿en quién voy a confiar?
—¡Cielos! —exclamó Judy—. Ojalá mis padres fueran así de comprensivos…
Judy se había negado rotundamente a volver a su casa. Lo que había sucedido allí era aterrador, explicó, pero aún le daba más miedo pensar en estar en su casa, sola. Sabía que los fantasmas no la habían perseguido hasta entonces, pero no quería correr el riesgo de que, ahora que conocían su existencia, fueran también tras ella. En su casa, nadie podría ayudarla. Sus padres nunca lo entenderían.
—Quizá deberías darles un poco más de margen —dijo John.
—No hago más que intentarlo —respondió Judy—. Con cosas normales como tener una cita, pero son demasiado anticuados.
—Ya he podido oírlo —asintió el padre de Nina.
Había sido él quien había llamado a la madre de Judy para preguntarle si su hija podía quedarse a pasar la noche.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Nina.
—¿Llamar a los Cazafantasmas? —respondió la madre con una leve sonrisa.
—No tiene gracia.
—Ya lo sé. —La madre exhaló un suspiro y se volvió hacia su marido—. Tal vez deberíamos volver a llamar a la policía para ver si han averiguado algo más.
John Caraballo movió la cabeza en gesto de negativa.
—Ya les he llamado tres veces esta tarde. La última, me han dicho que telefonearían cuando tuvieran novedades, así que dejémosles hacer su trabajo en paz, por favor.
Por una vez, Nina no se descubrió pensando algo así como, «dejaos de darle vueltas a la desaparición de Ashley y preocupaos de mí y de esa bruja del hielo que me persigue» pues, cosa extraña, también ella se sentía preocupada por su prima. Por fin tenía lo que desde hacía tiempo soñaba —Ashley se había esfumado y volvía a tener a sus padres para ella sola—, pero ahora sólo deseaba que Ash regresara. Se sentía culpable de haberle deseado algún mal en alguna ocasión porque no podía acallar la irritante vocecilla que no cesaba de recordarle desde el fondo de su mente que, en parte, ella era la responsable de su ausencia.
Por desear continuamente que Ashley desapareciera de su vida.
Por tener un espíritu persiguiéndola y haber involucrado a Ashley en aquel embrollo por el mero hecho de ser su prima.
… Porque aquello era lo que debía de haber sucedido.
Aquella Ya-wau-tse debía de haberla capturado.
—¿Qué va a saber la policía de mundos mágicos y de espíritus de la tierra? —preguntó Nina.
—Tienes razón… —asintió su padre con un suspiro.
—Lo que necesitamos es un brujo —apuntó Judy.
—O un chamán —precisó el hombre. Nina notó un arrebato de excitación.
—¿Conoces a alguno? —quiso saber.
Su padre dijo que no con la cabeza.
—Pero podríamos indagar un poco, ¿no os parece? —propuso Gwen—. En la tienda de productos naturales hay una mujer que siempre habla de cristales curativos y vidas pasadas.
—Y está esa tienda donde Ashley compra todos esos libros raros —añadió Nina.
—Me sentiría un estúpido —protestó John.
—Para ellos, no lo serás —respondió Gwen—. Si realmente creen en lo que dicen, te tomarán en serio.
—¿Qué hay de los tipos del festival del Renacimiento? —continuó preguntando Nina—. Los que organizaron lo de la ceremonia de consagración, por ejemplo.
—¡Señor!, no puedo creer que todo lo que está sucediendo sea consecuencia de eso —comentó la madre—. Era todo tan inocente: paz, amor y flores…
—Lo cual nos enseña una lección —dijo John—. Y demuestra perfectamente una verdad muy sencilla: Uno siempre ha de tomar responsabilidad de todo lo que hace, por trivial o frívolo que le parezca en el momento de hacerlo.
Nina puso los ojos en blanco. «Por favor —pensó—, el discursito sobre la responsabilidad, no». Si no lo había oído mil veces, no lo había oído ninguna.
—Sí, pero ¿qué me dices de los tipos del festival? —preguntó, con la esperanza de evitar la disertación.
—«El Mago»… Peter Timmons —apuntó su madre—. Él fue quien organizó reuniones como la danza de las cintas de las fiestas de mayo y la ceremonia de bautizo y consagración.
John asintió.
—Tienes razón, pero la última noticia que tuve de él fue que estaba en Marruecos.
—¿Otra vez?
—Mejor di «todavía». Wendy comentó que había recibido una postal suya hace unos meses. Al parecer, nunca volvió.
—Entonces, ¿qué hay de Paul Drago? ¿No trabajasteis juntos el invierno pasado?
Invierno. Al escuchar la palabra, a Nina le subió por la espalda un escalofrío como las zarpas de un gato. ¿Hacía más frío en la estancia, o eran imaginaciones suyas? Miró nerviosamente a su alrededor, pero pronto comprendió que no podía ser Ya-wau-tse. Ésta sólo se presentaba cuando Nina estaba dormida… ¿verdad?
—Esto no nos lleva a ninguna parte.
—Ya lo sé, cariño —su madre le puso la mano en el brazo—, pero todo esto es nuevo para nosotros. No sabemos qué debemos hacer. La única manera de que podamos sacar algo en claro es consultando con alguien que quizá lo sepa.
—Pero todos esos tipos de los que habláis no son más que…
Dejó la frase a medio terminar cuando se dio cuenta de lo que había estado a punto de decir.
—¿Viejos hippies? —sonrió su padre—. ¿Cómo nosotros?
—Bueno… Sí.
—Que en esa época fuéramos unos idealistas no significa que todo aquello en que creíamos fueran tonterías.
—Ya lo sé. Pero en eso vuestro había mucho de divague de alucinados: filosofías de regreso a la naturaleza y cosas así. ¡Esto es real!
—Los asuntos del medio ambiente también son muy reales —protestó su padre—. Y ayudar a los menos afortunados que nosotros, como hacían los Diggers y otros grupos en esa época, también era muy real.
—¡Igual que lo de consagrar a vuestra hija a un espíritu de la tierra! —soltó Nina. De inmediato, se llevó una mano a la boca.
Sus padres la miraron, dolidos.
—Lo siento —se apresuró a murmurar—. No pretendía decirlo así…
—Pues yo no tengo ninguna excusa para lo que hicimos —respondió el padre—. Repetir que no teníamos ni idea de lo que podía suceder no sirve de mucho, ¿verdad?
—Ya sé que no lo hicisteis a propósito —asintió Nina—. Que no sabíais que fuera a suceder todo esto. Es sólo que…
Se estremeció, presa de un frío que parecía penetrarle hasta los huesos.
—Estoy realmente asustada —añadió por fin.
—Nosotros también, cariño —dijo Gwen.
—Es que ahora mismo siento tanto frío… es como si ese fantasma viniera a por mí otra vez…
Sus padres intercambiaron unas miradas de preocupación. Judy empezó a temblar también, aunque no de frío, sino de puro miedo.
—¿Nina…? —dijo John, inclinándose hacia su hija. Ésta sólo alcanzó a ver una imagen borrosa de su padre.
—Tanto frío… —murmuró.
Nina notó la mano de su padre posada en su brazo. Estaba caliente, al contrario que el comedor. La estancia parecía el interior de un frigorífico. Podía ver su propio aliento cada vez que respiraba y unos copos de nieve flotando en el aire sobre la mesa, aunque nadie más parecía verlos.
—Está helada —oyó que decía su padre, pero la voz le llegó como si estuviera muy lejos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó su madre, cuya voz sonaba también cada vez más lejana—. ¿Qué hemos de hacer?
Nina notó en el brazo el contacto de otra mano, muy caliente también.
—Nina, cariño —decía su madre—. ¿Puedes oírme?
Intentó asentir, pero la cabeza le pesaba demasiado y empezaba a caerle hacia la mesa, muy lentamente. El frío se adueñó de todas las partes de su cuerpo. Percibió un pitido en los oídos. La estancia olía a un día de invierno. Y, a continuación, la muchacha se sintió arrastrada lejos de allí.
Sumida en el frío.
Sumida en la fría oscuridad.
Oyó a su madre pronunciar a gritos su nombre, pero fue como una mota de sonido en un vasto océano de silencio sombrío.
Y, finalmente, la muchacha se desvaneció.
Sumida en aquella fría oscuridad.
Con un parpadeo, abrió los ojos a una nueva y extraña perspectiva. Una vez más, se encontró en un cuerpo ajeno. El cuerpo de un animal. Pero en esta ocasión, las sensaciones eran diferentes. Esta vez se sentía… a gusto.
Se hallaba en un extraño bosque de altas plantas verdes que tardó un poco en reconocer como simples hierbas. Su nuevo cuerpo era grueso, bajo y robusto, con la piel seca y llena de arrugas, pero las patas traseras estaban dotadas de una poderosa musculatura. Nina estaba tan cómoda en su nueva forma que casi se sentía mejor que en su propio cuerpo.
El frío había desaparecido.
Recogiendo las patas, dio un salto de prueba. El cuerpo prestado respondió con una gracia y agilidad que le hizo sonreír de placer.
Esta vez era un sapo.
Y se sentía estupendamente.
La búsqueda del tótem, pensó, había terminado. Y, ahora que lo había encontrado, Nina se preguntó por qué había experimentado tanto miedo en las anteriores ocasiones. El cuerpo del sapo, el extraño y acelerado funcionamiento de la mente del animal y su manera de entender instintivamente su relación consigo mismo y con todo lo que existía en torno a él produjeron en la muchacha una sensación de paz que la dejó sin respiración.
Aquello no tenía nada de alarmante; era pura belleza, en el sentido en que su padre había empleado el término en cierta ocasión al referirse al concepto que tenían de ella los indios: cada cosa en su sitio y todos los vínculos efectuados y entendidos. Una especie de armonía interna que se reflejaba en el entorno de aquél que la poseía, inundándolo de belleza.
¿Y no había dicho también su padre algo acerca de que el sapo tótem significaba buena fortuna?
Pues bien, ahora se sentía afortunada. Habían desaparecido todos los viejos temores: los cuerpos extraños, la torpeza con la que intentaba moverlos, el pánico total que sentía cuando estaba atrapada en su carne… Todo aquello había desaparecido.
Hasta que oyó los pasos.
Hasta que la enorme figura monstruosa apareció ante ella y un rostro viejo y arrugado, grande como una casa, descendió sobre su nuevo cuerpo de anfibio. Unos dedos dignos de un leviatán la atraparon y la arrancaron de su refugio entre las hierbas.
Ya-wau-tse.
—Bienvenida, hija —murmuró el espíritu.
De nuevo, las palabras sonaron en un idioma desconocido, pero Nina las entendió otra vez.
—Ahora que te he ayudado a descubrir quién eres, es momento de que me ayudes.
A Nina se le aceleró el pulso y el pequeño corazón del sapo se lanzó a latir en su tórax como un tambor frenético.
—No debes tener miedo —dijo Ya-wau-tse—. No sentirás ningún dolor. Será como quedarse dormida, como caer en la eternidad donde esperan para recibirte los espíritus de tus antepasados. Alégrate. La Rueda gira y volverás a subirte a ella.
«¡No quiero morir!», gritó Nina en silencio.
—Hay cosas peores que la muerte —continuó el espíritu—. Como vivir sin esperanza. Como no haber conocido nunca el amor. Como no descubrir nunca quién es una misma. Tu vida ha sido breve, hijita, pero has conocido todas estas cosas y más.
Los dedos que la tenían apresada eran fríos como carámbanos. Nina estaba tan aterida que su cuerpo anfibio empezaba a adormilarse. Tuvo una breve visión de un edificio y lo reconoció como su propia casa.
Se encontraba en el patio de atrás de su casa, pensó, ocupando el cuerpo de un sapo. Por alguna razón, aquello le pareció gracioso. No gracioso de echarse a reír, sino lleno de ironía.
El frío estaba adormeciéndole el miedo, adormeciéndole la capacidad de pensar. La modorra era un bálsamo que la atraía hacia el oscuro abrazo del sueño.
Como quedarse dormida, había dicho Ya-wau-tse.
Caer en el sueño eterno…
Una parte de su ser intentó reunir la energía necesaria para combatir la somnolencia, intentó advertirle del peligro, pero estaba demasiado cansada para prestar atención. Cuando Ya-wau-tse pasó del patio trasero de la casa al otro mundo, Nina ya había dejado que la oscuridad se adueñara de ella.
John se incorporó de su silla y detuvo la cabeza de su hija justo a tiempo de impedir que golpeara la mesa. Apretó a Nina contra su pecho y notó sus músculos flojos, sus brazos colgando inertes como las extremidades flexibles de una muñeca de trapo.
—Está helada —dijo—. Está como…
No pronunció la palabra, pero ésta flotó en la estancia entre todos los reunidos.
Muerta.
Intentó encontrarle el pulso poniéndole los dedos en la muñeca sin saber apenas lo que hacía.
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer? —exclamaba Gwen entre lágrimas.
—No nos dejemos llevar por el pánico —respondió él, estrechando aún más contra sí el cuerpo frío y exánime de su hija—. Vamos a… ¡Oh, Dios!, no sé…
Gwen se había acercado a ellos y, con una mano, apartó un mechón de cabello de la frente helada de Nina.
—Tenemos que llevarla al hospital —dijo. Y, al contemplar las facciones cenicientas de su hija, notó que algo se le moría por dentro.
Y, en ese momento, sonó el timbre de la puerta.
Los padres de Nina se miraron, pero ninguno de los dos llegó a identificar el sonido.
Sentada a la mesa con ellos, completamente aturdida, Judy aún seguía temblando de espanto; un espanto que le subía por el espinazo como las afiladas zarpas de una pesadilla que no quería soltarla. ¿Por qué no se habría ido a casa? No quería estar allí. No quería ver a Nina con aquel aspecto. No quería saber nada más de magias y de horribles misterios.
El timbre volvió a sonar.
—Ya…, ya abriré yo —dijo.
Lo que fuera, con tal de salir de aquella estancia donde el olor a muerte parecía hacerse más intenso a cada momento que pasaba.
Abrió la puerta principal y observó a la pareja de tipos raros que esperaban en el porche. Una mujer negra y un indio. La mujer parecía que acabara de salir de uno de esos tenderetes de ropa y bisutería antiguas del mercado de Crowsea, cargada con la mitad de sus existencias. El hombre tenía el aspecto de un punk de Foxville, pero se le veía demasiado viejo para serlo. Sus ojos eran tan parecidos a los de Alver que Judy, involuntariamente, retrocedió un paso.
—¡Ma… señor Caraballo! —gritó.
John apareció en el pasillo con Nina en brazos. Él tampoco conocía a la pareja.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.
—Amigos de su hija —respondió la mujer—. Nosotros…
El hombre se abrió paso entre ella y Judy y corrió hasta donde se encontraba John, sosteniendo a su hija.
—¡No tengo tiempo para…! —empezó a decir John.
El desconocido alargó la mano y colocó la palma sobre la frente de Nina. Después, volvió la cabeza hacia su compañera.
—Hemos llegado demasiado tarde —le dijo—. Ya se la ha llevado.
—¡Te dije que debíamos venir en seguida! —exclamó ella.
—¿Qué diablos es todo esto? ¿Quiénes son ustedes? —volvió a preguntar John.
—Amigos de su hija —repitió la mujer.
—¿De qué hija? —intervino Gwen, quien también había salido al pasillo y estaba de pie junto a su esposo. Cuando Judy avanzó furtivamente por el corredor hasta ella, pasó el brazo en torno a los hombros de la aterrada muchacha y la estrechó contra sí.
—Tu hija Ash —declaró la desconocida—. Me llamo Cassie. Cassandra Washington. Y éste es Huesos. Conocíamos el peligro que corría Nina, pero no creímos que fuera tan inminente.
—No tengo tiempo para todas estas tonterías —le interrumpió John—. Salgan de en medio. Tengo que llevar a mi hija al hospital.
—Lo que le sucede a Nina, no se lo podrán curar en ningún hospital —sentenció Huesos.
—¿Ah, no? ¡Pues de todos modos voy a…!
—Mírame —dijo Huesos. Luego, con una voz que no admitía discusiones y un peligroso centelleo en los ojos, añadió—: ¿Qué ves?
Un indio loco, pensó John, pero el comentario murió antes de surgir de sus labios porque, de pronto, supo sin lugar a dudas quién era Huesos. No habría podido expresar con palabras cómo lo sabía, pero así era.
—La sangre llama a la sangre —dijo Huesos—. Ahora sabes que no te deseo ningún mal. ¿Cómo podría, si somos del mismo linaje?
Antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo, John se encontró inclinando la cabeza ante el chamán, en actitud de respeto.
—Mi… mi hija —murmuró.
—Intentaré aliviar su tránsito —respondió Huesos—, pero es de los vivos de quienes tenemos que preocuparnos ahora.
—Necesitamos algo que pertenezca a Ash —indicó Cassie.
Gwen se limitó a mirarla, aturdida. Lo que acababa de decir el chamán fue penetrando en ella lentamente.
Aliviar su tránsito…
—¿Nina…? —musitó.
—¿Quieres perder también a tu otra hija? —le preguntó Huesos.
—¿Qué…, qué es todo esto? —insistió John. Había desaparecido de su voz toda beligerancia. El hombre que hablaba ahora sólo parecía perdido.
—Es una historia muy larga —dijo Cassie—. Y te aseguro que ahora no tenemos tiempo para contarla.
Huesos tomó suavemente a Nina de brazos de John. Pese a su delgadez, el indio no pareció notar el peso del cuerpo exánime.
—Traedme algo de Ash —pidió mientras trasladaba a Nina al salón. Algo a lo que tenga aprecio.
—Yo… —empezó a decir John, pero calló, asintió y salió corriendo hacia la habitación de las chicas.
—Nina… —murmuró Gwen con una vocecilla mientras seguía a Huesos hasta el salón—. ¿Va a…? ¿Está realmente…?
Cassie recordó las cartas que había echado a Ash. La imagen del naipe en blanco se hizo muy presente en su mente. Rogó a Dios que no significara que Ash iba a terminar igual que su prima.
—¿Señorita…? Esto…, ¿Cassie?
Cassie se volvió hacia la mujer y sintió una profunda pena por ella. En aquel momento, Gwen estaba en pleno shock; tenía los ojos vidriosos y se movió con gestos tensos, a tirones hasta quedar de rodillas junto al sofá donde Huesos había dejado tendida a Nina.
Cassie ayudó a Judy a acomodarse en una silla. Luego, se acercó al sofá y posó la mano en el hombro de Gwen en gesto consolador.
—Confía en Huesos —le dijo—. Es el mejor en lo suyo. Va a hacer todo lo que pueda por ella.
La adivina se odió a sí misma por las falsas esperanzas que estaba dando a la mujer pero ¿qué otra cosa podía hacer? Era preciso seguir pensando en Ash.
Ash, perdida en algún lugar del Otro Mundo.
No deberían habérsela llevado allí con ellos. No debería haber permitido que la muchacha se viera involucrada en nada de aquello. Pero el mundo de los espíritus ya llevaba mucho tiempo actuando sobre esa familia. Bastaba con ver a la pobre chica tendida en el sofá.
¡Maldita fuera!, ¿por qué no habrían llegado antes?
Aquella tarde lo había hablado con Huesos.
—No podemos quedarnos de brazos cruzados —había dicho ella.
—Ya estamos haciendo algo. Buscar a Ash. Ésta es nuestra responsabilidad prioritaria.
—Pero ¿y su prima?
—¿Qué podemos hacer nosotros? —había respondido Huesos con un suspiro—. ¿Crees que su familia va a recibirnos cuando llamemos a su puerta? A ellos, todo esto les va a sonar a fantasías increíbles. Lo primero que harán no será escucharnos, Cassie, sino llamar a la policía. Y nosotros no somos lo que se entiende por ciudadanos, así que, ¿imaginas dónde terminaremos?
En comisaría, había pensado Cassie. Porque eran gente sin casa, gente de la calle. No importaba que, en su caso, hubieran escogido esa vida voluntariamente y no como otros, que se veían arrojados a aquella existencia. Los «ciudadanos» tenían empleos, vivían en casas, pagaban impuestos y consideraban a los policías como empleados suyos. ¿Que había un problema? Llamada a la policía. Cuando una vivía en la calle, no se podía permitir el lujo de llamar a los hombres de azul en cuanto las cosas se ponían un poco peligrosas. Una resolvía las cosas por sí sola. Como mejor podía.
Y cuando se trataba de espíritus…
Huesos tenía razón. No podían ir a ver a los Caraballo pero, al pensar en lo que sucedería cuando el espíritu que perseguía a la prima de Ash la atrapara finalmente…
—No te preocupes —había dicho Huesos, adivinando sus pensamientos—. No es probable que el espíritu vaya a adueñarse de ella tan pronto.
Cassie había asentido y había dejado que Huesos volviera a la tarea de seguir el rastro de Ash en el mundo de los espíritus, pero la tarde había transcurrido sin éxito. Al caer el crepúsculo, Huesos se había dado finalmente por vencido.
—Necesito algo que le pertenezca, un objeto personal había dicho. Me dará la precisión extra que necesito para penetrar en los velos. Hoy forman una capa muy tupida. Debe de haber mucho movimiento en el mundo de los espíritus.
—Yo no tengo nada de ella.
—Bien, parece que finalmente tendremos que hacer esa visita a los Caraballo. ¿Tienes la dirección?
Cassie movió la cabeza.
—No, pero creo que estaba por Lower Crowsea. Podemos buscar la calle y el número en una cabina, mientras vamos para allá.
—Espera —había replicado Huesos—. Puede que Ash esté perdida en el mundo de los espíritus, pero seguro que aún soy capaz de rastrear dónde vive en este mundo.
Donde no había tantos pliegues del tiempo incompatibles superponiéndose unos a otros, pensó Cassie. Ni manitús haciendo trucos con la percepción de una.
Tras esto, Huesos había cerrado los ojos mientras sus dedos jugueteaban con el cristal de los sueños que colgaba de la presilla del cinturón de sus tejanos, sujeto con una tira de cuero con abalorios. Cassie se había preparado para una larga espera, pero Huesos había abierto los ojos con un parpadeo apenas unos segundos después de cerrarlos. Y se había puesto en pie a toda prisa.
—¡Vamos! —había exclamado entonces, ayudando a incorporarse a Cassie y arrastrándola después por el pasillo del edificio—. ¿Llevas encima dinero para un taxi?
—Claro —había respondido Cassie, azorada de preocupación—. ¿Qué sucede?
—El espíritu viene a por la prima de Ash.
—¿Esta noche?
—Ahora mismo —había asentido Huesos con un gesto de cabeza.
Habían tenido la suerte de encontrar un taxi apenas salieron a Gracie, pero luego habían tardado mucho en encontrar la casa de los Caraballo porque Huesos sólo había podido señalar direcciones al taxista, y no un número concreto de una calle: Vuelva a la derecha por aquí, siga de frente tantas manzanas, tome a la izquierda…
Cuando llegaron, era demasiado tarde. El espíritu se había presentado y se había llevado a la prima de Ash al mundo de los espíritus dejando tras ella un cuerpo vacío, como un cascarón. Y éste, carente de un alma que lo animara, no tardaría en morir.
Cassie contempló a la desdichada Nina y se le desgarró el corazón al verla. La pobre muchacha, pensó, ni siquiera había llegado a saber qué le sucedía.
El tío de Ash regresó entonces con un osito de peluche viejo y deshilachado en la mano.
—Ash siempre quiso… quiere mucho a este muñeco —dijo.
Huesos miró a Cassie, que ocupó su lugar al lado de Nina y acarició con suavidad la frente helada de la muchacha. Hubiera querido hacer algo por ella, pero las hierbas no servían de mucho cuando entraba en juego una magia tan poderosa como aquélla. De todos modos, si podía de algún modo aliviar el tránsito de la desdichada…
—Pon un poco de agua a hervir —dijo a la madre—. ¿Podrás hacerlo?
Gwen asintió débilmente y salió de la estancia. Mientras estaba ausente, Cassie rebuscó en su bolsa de lona y sacó un saquito de tela lleno de paquetes de hierbas secas, cada cual envuelta por separado en papel marrón. Detrás de ella, Huesos ya había tomado el osito de manos del padre y estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, el muñeco entre ellas y los ojos cerrados.
Encendió la pipa y el humo formó unas volutas en torno a él, haciéndose más espeso de lo que podría considerarse normal. Judy y el padre de Nina le miraron con los ojos como platos.
Huesos empezó a canturrear.
Le habló al humo y ladeó la cabeza como si escuchara su respuesta. Cuando Gwen regresó con un tazón y la tetera expulsando vapor por el caño, el humo ya se desvanecía.
—No la encuentro —dijo Huesos.
—Vamos, inténtalo otra vez —replicó Cassie.
Huesos le dirigió una breve mirada al oír el tono impaciente de su voz; luego, asintió y encendió la pipa de nuevo. Cassie escogió un paquete de hierbas. Llenó el tazón de agua hirviendo, echó las hierbas en el líquido y luego sostuvo el tazón bajo la nariz de Nina para que el vapor penetrara en el organismo de la muchacha aprovechando su respiración, apenas perceptible. El vapor devolvió un poco de color a las mejillas de Nina y la respiración se hizo un poco más profunda pero, aparte de eso, no hubo más respuesta.
Gwen se acuclilló en el suelo junto a Cassie, con las manos temblorosas en torno a las rodillas. Judy permaneció sentada en la silla donde la había acomodado Cassie y parecía incapaz de hablar o de moverse. John estaba arrodillado en el suelo delante de Huesos, contemplando con esperanza el humo que formaba espirales alrededor del chaman.
Por la expresión de su rostro, Cassie adivinó que Huesos no estaba teniendo más suerte en la búsqueda de Ash que ella en sus esfuerzos por reanimar a Nina.
Cerró los ojos con gesto de cansancio.
¡Oh, vaya!, exclamó para sí. ¿Alguna vez había tenido alguien una nochecita peor?