Nina

Recostado en el sofá, el extraño parecía completamente relajado. Se comportaba como si la casa fuera suya y la intrusa fuese Nina. Para la muchacha era una sensación desconcertante, pero lo que más la confundía era que, pese a la dureza de sus flacas facciones, el desconocido no parecía demasiado amenazador, allí sentado.

Con excepción de sus ojos.

Eran unos ojos peligrosos. Unas luces fantasmales titilaban en sus profundidades con una promesa de amenaza que tenía a Nina paralizada de terror.

¡Por favor, que no me mate!, se repetía una y otra vez.

—Los sueños —dijo el desconocido.

—¿Quién… quién eres?

—Ésa no es realmente la pregunta que quieres hacerme, ¿verdad? —replicó él—. O, más bien, es sólo una parte.

—¿A qué te refieres?

—Lo que quieres es saber cómo lo sé todo de ti, qué estoy haciendo aquí, qué quiero de ti.

Nina asintió, inquieta.

«Lo que quiero es que te largues —quiso responder—. Que desaparezcas de mi vida».

—Mi nombre es Alver —prosiguió él—. Pero puedes llamarme Al… como en la canción. —De pronto, en sus ojos había aparecido un destello burlón—. ¿Qué? Esto no te dice gran cosa, ¿verdad?

Nina movió la cabeza en gesto de negativa.

—Estaba siguiendo a tu prima porque le gusta jugar con la magia —explicó Alver—, pero tú eres magia.

—¿Yo?

Alver asintió.

—Es la magia lo que nos llama… del Otro Mundo. Y es la magia lo que me facilitó encontrarte.

—¡Oh, vamos! —replicó Nina. No se le había pasado el miedo, pero aquello era tan ridículo que no pudo evitar una protesta—. Yo tengo tanta magia como un troncho de apio —añadió.

Alver sonrió.

—En realidad, algunas tribus indias utilizan la raíz y la semilla de la planta de apio como tónico y estimulante, incluso como sedante nervioso. Eso tiene algo de mágico, ¿no te parece?

Su sonrisa causó escalofríos a Nina.

—Supongo que sí, pero eso no me hace mágica a mí.

—Es cierto, pero ¿qué me dices de tus sueños?

—¿Qué sucede con ellos?

—¿Qué crees que son?

—Una tortura —suspiró Nina.

—¿Y si te dijera que son reales?

«Pensaría que estás chiflado», se dijo Nina, pero comprendió que debía ser más diplomática.

—No te creería —contestó.

—Ya veo.

Tras esto, el intruso permaneció largo rato callado, sin moverse del sofá. El brillo burlón desapareció de sus ojos reemplazado por una mirada perdida, casi melancólica, que llevó a Nina a pensar si no estaría viendo a través de las paredes, concentrado en algún paisaje remoto e invisible. Como si sus ojos fueran capaces de captar lo que nadie más podía.

Y lo que viera no lo llenase de felicidad.

—Deja que te narre un cuento —dijo por último—. Imagina que existe un lugar, un sitio remoto que no está en el aquí y ahora, en este mundo tuyo, sino… en otra parte. Un valle, escondido a los ojos curiosos incluso en ese otro mundo oculto. Las gentes que viven allí son como las hamadríades de vuestra mitología griega: viven en los árboles. Son, literalmente, parte del árbol. Como unidades móviles sensoriales, si quieres, pues no importa cuánto se alejen de su árbol-cobijo, siguen formando parte de él; una especie de esencia fundamental en cada uno de ellos permanece en el árbol. Y, a diferencia de la interpretación clásica de estos seres en tu mundo, están representados ambos sexos.

A Nina no le gustó cómo sonaba todo aquello. Alver le había dicho que imaginara aquel lugar y su gente pero, por su forma de describirlo, no parecía que lo estuviera imaginando. Daba la impresión de que lo consideraba real. Como el modo en que se refería repetidamente a «tu mundo» cuando hablaba sobre el único mundo que existía. O lo de que ella tenía magia. A aquel paso, pronto le confiaría que esas extrañas gentes tenían el interior de sus casas arbóreas forrado de papel de aluminio para esconderse de los extraterrestres y que Elvis era su rey y señor.

Las chifladuras estaban bien, pensó. Por ella, la gente podía volverse todo lo chiflada que quisiera. Pero así, no. Irrumpiendo en casa de una con unos ojos espantosos para contarle historias extrañas, no. Porque aquella clase de chaladura se parecía demasiado a esas otras en las que el tipo sacaba un arma y empezaba a exponer sus argumentos matando a un montón de gente.

Y, dado que ella era la única persona presente…

—¿Me has seguido hasta aquí? —quiso saber Alver.

Nina se apresuró a asentir, tratando de que no se alterase.

—Sí, claro.

«Síguele el juego —se dijo—. Tenle contento».

Mientras el intruso seguía hablando, Nina echó una ojeada al salón tratando de escoger qué utilizar para golpearle… en el caso, naturalmente, de que se presentara la ocasión. Se decidió por un jarrón que había hecho su madre en un curso de cerámica que había seguido hacía un par de años. Era lo bastante sólido como para dejarlo sin sentido, pero no lo mataría como un golpe del martillo que su padre había dejado olvidado por la mañana, al salir hacia el trabajo.

—Naturalmente —siguió diciendo Alver—, este bosque sería ni más ni menos que la vida, para esas gentes. Si los árboles muriesen, ellos también dejarían de existir. Sus vidas dependen del bosque y del ciclo de las estaciones. En primavera florecen, el verano es una época de actividad, el otoño un tiempo de recolección y en invierno se adormecen.

Hizo una pausa y volvió una mirada hacia Nina.

—Suena lógico —se apresuró a comentar ella.

El jarrón estaba al otro lado de la estancia, sobre una mesa junto a la ventana. ¿Cuántos pasos habría?

—Lo importante que debes recordar es que, al igual que estas gentes dependen del bosque, el bosque depende a su vez del ciclo estacional. Necesita el invierno para reposar y reunir fuerzas. Necesita el verano para crecer y absorber el sol. El equilibrio es importante. Cuando no existe, el orden natural se perturba y las cosas… cambian.

Nina volvió a concentrar la atención en él. Advirtió que había dejado de hablar como cuando apareciera ante la puerta. Seguía utilizando el mismo idioma, pero ahora lo pronunciaba con un acento indefinible. Las cadencias de su habla habían cambiado también, de una especie de descaro callejero a algo más parecido a como sonaba su profesor de Lengua cuando leía un texto en voz alta.

—Un año, el invierno llegó a ese valle —prosiguió Alver— como llegaba todos los años, pisándole los talones a las cosechas del otoño. Pero esta vez no se marchó. Esta vez se quedó en el valle. Pasó un año tras otro, y el invierno siguió. ¿Sabes por qué?

¿Porque unos alienígenas del espacio secuestraron a una monja enana?, quiso preguntar Nina, pero no era tan estúpida como para decirlo en voz alta. Se limitó, pues, a mover la cabeza.

—¡Porque ella había venido!

Alver se sumió de nuevo en el silencio.

El tipo se creía de verdad todo aquello, pensó Nina. Lo cual la ponía en un serio apuro. Echó otra breve mirada al jarrón y siguió buscando en la estancia otra cosa que le fuera más fácil de alcanzar si llegaba la ocasión. Sin embargo, sólo estaba el jarrón y el martillo de su padre; una cosa o la otra. Todo lo demás que se le ocurrió quedaba demasiado lejos.

—¿Quién es «ella»? —preguntó por último, cuando el silencio se prolongó excesivamente.

Alver parpadeó y sus pálidos ojos clavaron en los de ella su mirada amenazadora.

—Su nombre es Ya-wau-tse, una palabra kickaha que significa «ser de fuego blanco».

—Yo tengo sangre kickaha —declaró Nina, incapaz de contenerse y ocultar aquel dato—. Mi abuela paterna era una kickaha de pura sangre.

—Ya lo sé.

—¡Oh!

Como si fuera un crimen, pensó para sí. Aunque tal vez para él lo fuera. ¿Quién sabía qué había tras aquellos ojos que producían escalofríos? Tal vez tenía algo contra todos los descendientes de los aborígenes americanos, por poca sangre india que corriera por sus venas.

—Ya-wau-tse es un espíritu de la tierra —explicó Alver—. Un espíritu invernal. Allí donde establece su hogar, nunca desaparece la nieve. Nada puede crecer. La rueda de las estaciones deja de girar. Y cuando deja de girar, se detienen con ella las ruedas de nuestras propias vidas. Nos quedamos reducidos al estado de latencia invernal. Nuestro espíritu se marchita y envejece sin renovarse. Todos nos volvemos algo locos. Algunos mueren. Al final, todos moriremos.

Su voz era áspera, amarga. Sus ojos, penetrantes de dolor y de rabia.

—La muerte es parte de otro ciclo, de otra rueda —añadió—. Sabemos aceptarla, pero Ya-wau-tse nos la trae demasiado pronto. Y de una manera demasiado antinatural.

Guardó silencio de nuevo, pero esta vez quedó en el aire una tensión tan intensa que a Nina le resultó difícil volver a respirar. Notaba el pecho tan comprimido que los pulmones no parecían funcionarle como era debido.

—Yo… todavía no entiendo… —balbució.

—¿… qué tiene todo eso que ver contigo?

Nina asintió.

—Ni siquiera los espíritus son inmortales —dijo Alver—. La mayoría se limita a cumplir su ciclo vital, como nosotros. Pero algunos han saboreado la adoración y, con ella, han obtenido una fuerza que les ha permitido incluso prolongar su tiempo de vida. Estos llegan a necesitar la energía que les da esa adoración. Si no la consiguen, se marchitan y desaparecen. Se convierten en adictos a la idea de inmortalidad y a su propio poder. Cuando se les niega la adoración, buscan la energía por otras vías.

Nina descubrió al individuo mirándola de un modo que le puso la piel de gallina.

«Aquí viene», pensó.

Empezaron a temblarle las piernas.

—¿No… no estarás pensando en…, en mí para dársela, verdad?

Alver movió la cabeza en gesto de negativa.

—Todo lo contrario.

Una sensación de alivio recorrió a Nina; su tensión se relajó como el aire al escapar de un globo pinchado, hasta que Alver se llevó una mano al bolsillo interior de la gabardina y extrajo una navaja automática. Un rápido movimiento del pulgar y la hoja de acero inoxidable surgió del mango con un chasquido seco y volvió a disparar el pulso de Nina al doble de lo normal.

—Debo matarte, para que ella no tenga ocasión de utilizarte.

Había un tono de disculpa en su voz, un aire de tristeza en sus ojos, vueltos hacia ella, que expresaban algo más que el sufrimiento por su gente.

Nina no pudo hacer otra cosa que contemplar la navaja. Todo su ser parecía concentrado en el arma. Los reflejos que arrancaba la luz a la hoja. Los centelleos azulados en el metal. La perfección de su filo, delgado como una hoja de afeitar.

—¿Por…, por qué yo?

—Incluso seres como Ya-wau-tse tienen que seguir ciertas normas —explicó Alver—. No puede tomar una víctima al azar, sino sólo a alguien que le haya sido consagrado, y únicamente cuando haya alcanzado la madurez. Cuando Ya-wau-tse era objeto de adoración, podría haber tomado a cualquiera de sus seguidores puesto que todos estaban consagrados a ella, pero entonces no lo necesitaba. La propia veneración de que era objeto le proporcionaba energía. Ahora que precisa nutrirse, sólo te tiene a ti.

—¡Pero…!

—No creas que mi pueblo y yo estamos orgullosos de esto. Nosotros no lo deseábamos, pero no tenemos más opción, para sobrevivir. Ya-wau-tse se marchita día a día. Si logramos impedir que se recupere, pronto desaparecerá y seremos libres. La rueda de las estaciones volverá a girar y las ruedas de nuestras vidas girarán con ella. La atacaríamos directamente pero, aun en su debilidad, es demasiado poderosa para que saliéramos triunfantes en tal confrontación.

—Lo lamento de veras.

Cuando Alver inició un gesto para agarrarla, Nina se hundió en el sofá de lona para alejarse todo lo posible de él.

—¡Te has equivocado de persona! —exclamó—. ¡A mí nunca me han consagrado a nadie!

A no ser que…

¿No podía Ashley…?, se preguntó, pero en seguida se dio cuenta de que era una tontería. ¡Como si algo de cuánto estaba diciendo aquel individuo fuera real! El tipo era tan convincente que había terminado atrapándola en aquella pequeña fantasía de revista de supermercado, pero nada de todo aquello era verdad. Lo único real era que el tipo estaba chiflado. Y que ella estaba a punto de morir.

—Pues claro que has sido consagrada —replicó él en un tono de voz sereno que se contradecía completamente con el hecho de empuñar la navaja y con la fuerza de su mano al agarrar a la muchacha por el hombro y atraerla hacia sí—. De lo contrario, Ya-wau-tse no enviaría tu espíritu a la busca de tu tótem, ¿no te parece?

Ante la expresión de perplejidad de Nina, Alver añadió:

—Lo que has experimentado no eran sueños. Ya-wau-tse sólo podrá tomarte cuando hayas encontrado tu tótem, pues ésta es la señal de la madurez entre su pueblo. Ésta es la razón de que tu espíritu haya estado abandonando tu cuerpo y entrando en el de otras criaturas.

Nina movió la cabeza, pasmada.

—Eso… eso no es verdad.

—Por el bien de todos, ojalá no lo fuera. Pero lo es. La prueba está ante nuestras narices. Puedo oler la presencia de Ya-wau-tse a tu alrededor. Alguien te consagró a ella y ahora ha venido a reclamar su regalo.

Nina siguió negando con la cabeza.

—¿Quién? ¿Quién lo hizo?

—No lo sé. Generalmente es cosa de los padres pero, en cualquier caso, eso no importa ahora. No afecta al asunto que nos ocupa en este momento.

Mientras el intruso tiraba de ella, Nina encontró por fin fuerzas para resistirse, aunque no sirvió de nada. Alver era más fuerte de lo que correspondía a su complexión y la mantuvo sujeta con la misma facilidad que si fuera un bebé, sin hacer el menor caso a los inútiles golpes que la muchacha descargaba sobre sus hombros. La brillante hoja de la navaja se alzó en el aire al mismo tiempo que su rostro, cegando a Nina con el miedo que despertó en ella.

—Perdónanos, por favor —murmuró Alver.

—¡No! —gritó Nina, sacudiendo la cabeza adelante y atrás mientras seguía golpeándole con sus puños—. ¡Estás loco! ¡Nada de esto es verdad!

En ese instante, escuchó un alarido. Un chillido prolongado y desgarrador que le taladró los oídos, agudo y estridente. Nina estuvo convencida de que era su propia voz hasta que Alver volvió la cabeza para mirar hacia la puerta del salón, de donde procedía en realidad aquel sonido.

Aprovechando el breve instante de distracción, Nina hizo un desesperado esfuerzo y consiguió liberarse de su captor. Rodó por el suelo, se incorporó en un abrir y cerrar de ojos y corrió al otro extremo del salón antes de volverse a ver qué había interrumpido a Alver cuando se disponía a matarla.

En el umbral de la puerta estaba Judy, con las manos en el rostro y los ojos dilatados de estupor. Cuando Alver se levantó del sofá, Judy giró sobre sus talones y echó a correr sin dejar de gritar. Mascullando una maldición, Alver fue tras ella.

Era su oportunidad, se dijo Nina. Probaría a escapar por la parte de atrás y llamar a la policía.

Pero estaba Judy. Si el tipo la cogía…

Tragando saliva con esfuerzo, Nina agarró el jarrón en el que se había fijado antes y corrió rápidamente al pasillo en busca de los dos.

Judy había conseguido llegar hasta la puerta principal, donde Alver la había acorralado contra la pared. La muchacha aún seguía chillando.

—¡Cállate! ¡Cállate! —gritaba él.

Nina se le acercó sigilosamente por detrás, con el jarrón levantado por encima de la cabeza.

«¡Por favor, que no falle!», suplicó en silencio.

Pero en el instante de llegar lo bastante cerca de él como para descargar el golpe, una especie de sexto sentido pareció advertir a Alver. Éste se volvió con un destello de rabia en sus ojos pálidos y una mueca bestial en los labios. Empezó a levantar una mano para protegerse, pero llegó tarde. Nina descargó el golpe y el jarrón impactó en un lado del cráneo. Por unos instantes, el intruso abrió los ojos de sorpresa ante el dolor y, a continuación, cayó al suelo como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. La navaja resbaló de su mano con la caída y rebotó por el pasillo.

Nina se quedó inmóvil, con el hombre a sus pies y el jarrón sujeto precariamente entre las manos. Sus dedos, adormecidos y sin fuerzas, se abrieron por iniciativa propia y el jarrón cayó al suelo, haciéndose añicos. Notaba un extraño zumbido en los oídos y le llevó un rato darse cuenta de que era el sonido monótono de su propia sangre, audible en el súbito silencio que había caído sobre el vestíbulo. Volvió los ojos hacia Judy, que tenía la mirada fija en el cuerpo caído de Alver y los brazos apretados en torno al cuerpo.

—¿Está… está muerto? —preguntó, temblando del susto.

—No lo sé —contestó Nina.

—¿No deberíamos averiguarlo?

Nina bajó la vista hasta el caído. Alver tenía sangre en la sien, donde había recibido el golpe. Y no se advertía ningún movimiento de su pecho.

—Yo… tengo demasiado miedo para tocarlo —murmuró. Judy asintió.

—Pero…, ¿no deberíamos hacer algo?

La cabeza de Nina era un mar de confusiones. No estaba en absoluto preparada para la realidad de lo que estaba sucediendo. Aquello era muy distinto de cómo parecían funcionar las cosas en la tele o en las películas. Los héroes de la pantalla siempre parecían saber perfectamente qué hacer. Ella, en cambio, tenía problemas hasta para acordarse de respirar.

—Yo… supongo que deberíamos llamar a alguien —dijo por fin. Judy asintió otra vez.

—Deberíamos llamar a la policía… ¡Oh, mierda! Se supone que yo no tendría que estar aquí. Cuando se enteren, mis padres van a matarme.

Vaya cosas de comentar en aquella situación, pensó Nina. Acababan de sobrevivir al ataque de un maníaco armado con una navaja y a Judy le preocupaba que la pillaran saltándose la escuela. Aunque ella no lo estaba haciendo mucho mejor: Ahora que Alver estaba fuera de combate, todas aquellas cosas extrañas que le había contado volvían a zumbar dentro de su cabeza como moscas topando contra un cristal.

Su espíritu, a la busca de un tótem.

Gente arbórea en ruedas de tiempo.

Consagrada por alguien a un espíritu de la tierra.

—¿Nina?

Parpadeó y miró a Judy.

—¿Y si recobra el conocimiento mientras estamos llamando a la policía? —preguntó ésta. Nina asintió y, finalmente, salió de su inmovilidad.

—Tendremos que atarlo.

—¿Aunque…, aunque esté muerto?

—No creo que lo esté.

Nina no quería ni pensar en la posibilidad de haberlo matado. No importaba que él hubiera estado dispuesto a acabar con las dos. Aquella parte de lo sucedido ya no le parecía del todo real.

—Iré a por una cuerda —dijo.

—Y yo iré contigo —declaró Judy—. No podría quedarme aquí, sola con él.

Nina imaginó por un instante que se marchaban las dos y, al volver, descubrían que Alver había desaparecido. Eso sí que no podría soportarlo. Sería demasiado parecido a esas películas de sangre y vísceras donde, por muchas veces que se mate al maníaco, éste siempre regresa para seguir persiguiendo a los chicos…

—Entonces, ve tú a por la cuerda —dijo, pues—. Creo que mi padre dejó una en el armario de la cocina, bajo el fregadero.

Sacó del armario contiguo a la puerta el viejo bate de béisbol de su padre y se plantó junto al caído agarrando el mango con fuerza, hasta que los nudillos le quedaron blancos.

—Adelante —le indicó a Judy—. Cuando terminemos de atarle, llamaré a mi padre. El sabrá qué hacer.

Y entonces podría derrumbarse en los brazos de alguien y dejar de fingir que era muy valiente.

—De acuerdo —asintió Judy. Pasó con cautela junto al cuerpo de Alver y se dirigió a la cocina. Nina la oyó arrastrar cosas en busca de la cuerda y notó que le sudaban las manos, apretadas todavía en torno a la empuñadura del bate, envuelta en esparadrapo. No dejó de imaginar que veía moverse a Alver: un pequeño gesto con un dedo, un parpadeo… Judy tardó tres semanas en encontrar la cuerda, y otro mes en volver al vestíbulo con ella.

—Átalo —dijo Nina.

—¡De ninguna manera! —replicó su amiga moviendo la cabeza—. ¡Hazlo tú!

Intercambiaron la cuerda por el bate y Judy pasó a vigilar a Alver mientras Nina lo tocaba cautelosamente, primero con el pie para comprobar si se movía, y luego se lanzaba a inmovilizarle. Cuando hubo terminado, el intruso parecía una heroína de cómic atada entre las vías del tren, con metros y metros de cuerda enrollada en torno al cuerpo.

Una vez estuvo lista, telefoneó a su padre. Luego, le contó a Judy los desvaríos que había oído en boca de Alver.

Judy meneó la cabeza lentamente, mirando alternativamente a su amiga y al cautivo mientras Nina hablaba.

—Sólo era una broma —dijo, cuando Nina termino—. Eso que dije de que tus padres te prometieran a un hada mala, me refiero.

—No empieces —replicó Nina.

—De acuerdo, pero…

—Además, mis padres no harían nunca algo así, ¿vale? Simplemente, el tipo está chiflado.

—Entonces, ¿cómo ha sabido lo de tus sueños? Te aseguro que yo no se lo he contado.

—Yo…

Nina dirigió una mirada angustiada a su amiga.

—Todas esas cosas que me ha contado… no pueden ser ciertas… ¿verdad? Gente que vive en los árboles y espíritus maléficos. ¡No tiene pies ni cabeza!

—Eres tú quien decía que Ashley es una bruja —respondió Judy.

—Sí, pero eso era…

¿Qué?, se preguntó Nina a sí misma. ¿Distinto?

Bajó la vista hacia Alver. Con los ojos cerrados, daba impresión de estar sólo dormido. Seguía teniendo un aire duro, pero también había en él una especie de inocencia.

—¿Cómo, si no, puede haberse enterado de todo? —insistió Judy—. Respecto a tus sueños, a ti, a tu familia…

—¡No logro entenderlo! —exclamó Nina con un escalofrío.

Y poco después llegó su padre. John Caraballo echó un vistazo al cuerpo inmovilizado y luego estrechó entre sus brazos a Nina.

—¡Cielos! —exclamó—. Cuando has dicho que había un pequeño problema… ¿Te encuentras bien, cariño?

Nina asintió, con la cara hundida en su pecho. Mientras acariciaba el cabello de su hija, el hombre miró a Judy, que aún blandía el bate de béisbol entre las manos.

—¿Qué tal estás tú? —preguntó.

—Ya estoy mejor, señor Caraballo.

—Gracias a Dios —murmuró él—. Quedaos aquí las dos un momento más, mientras llamo a la policía. —Se volvió hacia Nina y añadió—: ¿Ha dicho ese tipo algo sobre Ashley? Esto tiene que estar relacionado con la desaparición. Esta mañana he sido un completo desastre en el trabajo, de lo preocupado que me tiene.

—Esto… ¿papá?

—¿Qué sucede, Nina?

—Tal vez deberías escuchar lo que ese tipo tenga que decir, antes de llamar a la policía.

El señor Caraballo arrugó la frente.

—¿A qué te refieres?

—Verás, papá. Antes de que el intruso apareciera, he tenido desde hace algún tiempo unos sueños muy extraños y… resulta que él los conoce con detalle. Yo sólo he hablado de esos sueños con Judy y ninguna de las dos los ha comentado con nadie más, pero ese tipo sabía punto por punto lo que me sucede en esas pesadillas. Y luego se ha puesto a hablar de magia y de espíritus de la tierra kickahas y de…

Dejó la frase a medias ante la expresión de perplejidad de su padre. Éste lanzó una mirada valorativa a las dos muchachas y suspiró. Se agachó, comprobó los nudos de Alver y, por último, se sentó en el propio suelo del vestíbulo con las dos muchachas, Nina y Judy a un lado del prisionero y el padre al otro.

—Está bien —dijo—. Supongo que podemos posponer un par de minutos la llamada a la policía. ¿Qué es lo que te ha dicho este tipo?

Alver recobró el conocimiento casi al final del relato de Nina, aunque nadie lo advirtió hasta que la muchacha hubo terminado de explicárselo todo a su padre. Fue Judy la primera en darse cuenta de que Alver tenía los ojos abiertos y les miraba. Con una exclamación, se apretó contra la pared para alejarse de él cuanto fuera posible.

Nina entendía los sentimientos de Judy, pero ella ya no estaba asustada. Teniendo a su padre allí, no sentía miedo.

—Me advirtieron de que no hablara contigo —murmuró Alver, dirigiéndose a Nina—. Limítate a hacerlo, me dijeron, pero yo pensé que merecías conocer la razón.

Sin dar tiempo a que la muchacha contestara, su padre agarró a Alver por las solapas de la gabardina y lo incorporó del suelo hasta que sus rostros quedaron a apenas unos milímetros.

—¿Qué le has hecho a Ashley? ¿Qué le has hecho, miserable escoria del mundo?

—Yo no soy de este mundo.

La tranquila rotundidad de su respuesta puso a John Caraballo aún más fuera de sí.

—¿Dónde está? —insistió, subrayando cada sílaba con una sacudida lo bastante enérgica como para que le castañetearan los dientes al intruso. Nina no había visto nunca a su padre tan enfadado y su aspecto casi le asustó tanto como las amenazas de Alver un rato antes. No había imaginado que su padre pudiera perder el control de aquella manera. Alargó la mano y la posó en su brazo.

—¡Papá, no…! —dijo con voz nerviosa.

El hombre se volvió; los ojos de un extraño la contemplaron durante un largo momento hasta que el brillo de furia desapareció por fin de su mirada. Lentamente, depositó a Alver en el suelo; después, alzó las manos y miró a las muchachas con aire sorprendido. Las dos estaban temblando.

—¡Cielos! —murmuró—. Miradme.

—¿Y si es verdad, papá? —preguntó Nina.

—Imposible. —El padre movió la cabeza—. Esas cosas de las que te ha hablado no existen.

—Pero mis sueños…

Una expresión preocupada cubrió las facciones de su padre.

—Sueños de tótems —musitó.

Por su manera de decirlo, Nina comprendió que los sueños habían despertado algún recuerdo en él.

—¿Sabes algo de ellos? —insistió.

—Mi abuelo, el padre de Nana Tortuga Rápida, hablaba a veces de ellos. En los años sesenta, cuando empecé a interesarme por mis orígenes como cualquier chico que tuviera una sola gota de sangre india en sus venas, me habló de las dos clases de tótem: el del clan, que cuida de la familia en su conjunto, y el personal, el que uno tiene que encontrar a través de un viaje espiritual.

—¿Hiciste alguna vez ese viaje?

El padre suspiró antes de responder:

—No conocía a ningún chamán, pero hice muchos… experimentos con diversas cosas por esa época.

Lo cual era otro modo de decir que había probado drogas, pensó Nina.

—El tótem de nuestro clan era el barbo —añadió el hombre, lanzando a su hija una mirada apesadumbrada—. No es muy estimulante, ¿verdad?

—No mucho.

—Así pues, intenté encontrar mi tótem personal por mi cuenta. Esperaba que fuese un lobo, un oso o un águila, algo impresionante de lo que pudiera ufanarme ante la gente, ¿entiendes? O, si no iba a ser algo que deslumbrase de inmediato a un no indio, que fuese al menos algo especial para los kickaha, como el sapo, que tenía fama de dar muy buena suerte, o el cuervo.

—¿Y qué encontraste? —quiso saber Nina.

—Nada. Sólo conseguí probar muchas cosas raras y arriesgar la salud en algunos colocones idiotas. Tuve suerte y no salí muy malparado, al contrario que algunos de mis amigos…

Nina notó que tras los ojos de su padre se agolpaban unos recuerdos desagradables y comprendió que debía estar pensando en algún viejo conocido que se había hecho yonqui o había muerto de una sobredosis. La muchacha no había entendido nunca cómo había gente que jugaba de aquella manera con su salud. Desde luego, ella no pensaba probarlo nunca.

John Caraballo sacudió la cabeza.

—Bueno, ya basta. Es hora de llamar a la policía.

—Puedo demostraros que todo es real —dijo Alver cuando el padre de Nina empezó a ponerle en pie—. Puedo llevaros a mi mundo.

John le miro.

—Eso no importa. Aunque lo que dices fuera verdad, y ni por un segundo creo que lo sea, ¿qué te hace pensar que sacrificaría a mi hija por tu pueblo?

—Vuestra cárcel no me retendrá —amenazó Alver.

—Apuesto a que sí.

—Pero aunque tengas razón —añadió Alver—, e incluso si mi gente no envía a nadie más para terminar el trabajo que se me encargó, tu hija seguirá estando en peligro.

John Caraballo entrecerró los ojos en una mueca de furia.

—¡No me amenaces, amigo! ¡No me amenaces y no se te ocurra jamás tocar a mi familia!

—No soy yo quien te amenaza. Es el espíritu de la tierra al que consagraste a tu hija: Ya-wau-tse.

—Yo no he consagrado a mi hija a ningún…

Pero, de nuevo, se interrumpió a media frase como si nuevos recuerdos se agolparan en su mente.

—¡Cielos! —musitó por último.

—¿Papá? —Nina le miraba con los ojos desorbitados de estupor—. ¿Es verdad lo que dice?

—Yo… no había vuelto a acordarme de ello desde entonces…

—¿De qué, papá? —insistió Nina con voz aguda.

—Fue el verano que naciste —explicó el padre—. Tu madre y yo estábamos en un festival del Renacimiento, donde se celebraba la mitad del verano. Por entonces nos interesábamos más por el lado espiritual de las cuestiones medioambientales: la tierra es nuestra madre y ese tipo de cosas. Una noche había una gran hoguera y celebramos una improvisada ceremonia de imposición de nombres, en la que consagramos tu espíritu a la bondad de la tierra…

Las facciones de Nina se quedaron blancas.

—¡Oh, cielos! —murmuró—. Entonces, es cierto.

—Por supuesto que no —replicó el padre—. Entonces, tu madre y yo éramos apenas unos críos y nos interesábamos por un montón de estilos de vida y sistemas de vida alternativos pero, desde luego, no participábamos en ningún tipo de culto que exigiera el sacrificio de nuestra hija.

—Eso díselo a la tal Ya no sé qué…

—Ya-wau-tse —apuntó Alver. Al unísono, padre e hija le lanzaron una mirada cargada de rencor.

—Nina, todo esto sólo son tonterías —insistió John Caraballo.

—¿Ah, sí? Bueno, ¿y si esa Ya-wau-tse ha cometido el mismo error que Alver y es ella quien tiene a Ashley?

—Yo… —Su padre sacudió la cabeza—. Es imposible… Todo este galimatías de espíritus de la tierra y otros mundos y demás que nos cuenta este tipo no puede ser verdad. Tal vez tenga algo que ver con la desaparición de Ashley, pero será una relación muy tangible, muy de este mundo. Dejemos que sea la policía quien lo investigue.

—Tú verás… —murmuró Alver.

—¡No! —replicó John—. ¡Serás tú quien verá! —Se volvió hacia Nina—. ¿Podrás vigilarle mientras llamo a la policía, cariño?

Nina asintió.

—Así me gusta.

Cuando el padre se puso en pie, Alver empezó a hablar de nuevo, pero esta vez lo hizo en un idioma que ninguno de los tres entendió. Emitía los sonidos con una tonalidad nasal, arrastrándolos y uniéndolos hasta fundirse unos en otros. Al escucharle, a Nina le subieron por la columna unos pequeños escalofríos de temor reverencial. La voz de Alver se convirtió en un canturreo al tiempo que el sudor empezaba a perlar su frente. Tenía los ojos completamente cerrados.

—¿Papá…?

—No sucederá nada —le aseguró él, y se dirigió a toda prisa a la cocina para realizar la llamada.

En el vestíbulo, las dos muchachas contemplaron a su prisionero cantor.

—¡Señor, realmente, sólo de mirarle me dan escalofríos! —dijo Judy.

Nina asintió, pero no hizo comentarios. Volvía a estar asustada porque iba a suceder algo. No sabía qué; sólo tenía la certeza de que en el relato de Alver había algo más que las divagaciones de un chiflado. De pronto, la atmósfera del vestíbulo parecía cargada de electricidad. Se le puso la piel de gallina y no pudo evitar un estremecimiento.

—¿Nina…? —empezó a decir Judy. Pero Nina también lo había visto.

El aire se estaba nublando. Una extraña niebla surgía del suelo donde estaba tendido Alver y llenaba el vestíbulo.

—¡Papá! —gritó Nina.

La sensación de algo inminente se agudizó de pronto. Cuando su padre estuvo de vuelta, sin haber hecho la llamada todavía, el pasillo estaba lleno de una niebla densa. Seguían oyendo el canturreo de Alver, pero éste se había convertido en apenas un susurro, como si les llegara de muy lejos.

—¿Qué diablos…? —inició una pregunta el padre de Nina.

El canturreo ceso.

Nina y Judy se pusieron en pie trabajosamente y se quedaron detrás de John mientras éste avanzaba unos pasos y alargaba la mano hacia donde el prisionero quedaba oculto en aquella niebla misteriosa.

Pero la mano no encontró nada que agarrar.

La bruma se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido. Cuando se hubo aclarado, comprobaron que Alver había desaparecido con ella. Lo único que quedaba del intruso eran las vueltas de cuerda con las que le habían atado, que ahora formaban un montón desordenado sobre el suelo.

Nina y Judy se abrazaron, temblando. El padre de Nina dio otro paso adelante y se inclinó lentamente para recoger la cuerda. Cuando se volvió a mirar a las muchachas, la cuerda colgaba de su mano, laxa.

—Esto… esto es imposible —murmuró. Pero la evidencia estaba allí, en su mano, a la vista de todos.

Lo único que pudo pensar Nina mientras miraba la cuerda fue que, si Alver podía hacer aquello, si era capaz de desaparecer mágicamente como lo había hecho, ¿no tenía que dar como cierto todo lo demás?

Otros mundos y búsquedas de tótems y espíritus de la tierra…

Ya-wau-tse.

A quien sus padres la habían consagrado.

Un espíritu que se marchitaba y necesitaba sangre nueva para rejuvenecer.

Estaba condenada, se dijo Nina.

Aquel convencimiento le cayó como una losa fría en la boca del estómago. Miró a su padre, pero no halló consuelo en su reacción de desconcierto. La realidad de la magia de Alver parecía haberle absorbido las fuerzas.

Condenada.