Ash descubrió que viajar por el mundo de los espíritus con Lusewen era como dar un agradable paseo por los recuerdos de su hogar. El viejo bosque donde había encontrado a su extraña acompañante no tardó en dar paso a un páramo que, a su vez, se convirtió en una serie de acantilados y pendientes sembradas de rocas hasta el mar. El paisaje podría haber sido arrancado de la costa norte de Cornualles, una zona por la que ella y su madre habían salido de excursión un fin de semana al mes durante todas las épocas del año.
Lusewen la guió a lo largo de la costa, siguiendo un estrecho sendero que se retorcía y serpenteaba entre las extensiones rocosas que bordeaban los despeñaderos. El aire estaba impregnado del sabor salado a mar. Las aves de Lusewen —la segunda era un azor, le había dicho la mujer al preguntárselo— compartían el cielo con incontables gaviotas chillonas. Bajo sus pies, el terreno estaba surcado de grietas y la tierra era gruesa y oscura allí donde quedaba acumulada entre las antiguas formaciones de arenisca.
—Este lugar es como un sueño —dijo Ash cuando se detuvieron a contemplar un pequeño rincón resguardado que se había abierto de pronto ante ellas—. Como debió de ser mi tierra, antes de ser poblada.
—El sueño somos nosotras —respondió Lusewen—. Al menos, en este lugar.
—¿A qué te refieres con eso?
—Sólo a que aquí, en este mundo de los espíritus, somos menos reales que el mundo en sí —explicó Lusewen con una sonrisa—. Igual que los habitantes de este mundo parecen fantasmas cuando penetran en el nuestro, nosotras también somos intrusas fantasmales aquí.
—La gente con la que vine decía que, cuanto más permanece una aquí con su forma física, más peligro corre —insistió Ash—. Decían que si una se queda aquí demasiado tiempo, empieza a volverse un poco loca. ¿Es verdad eso? —Dirigió una penetrante mirada a su compañera.
—Siempre se puede identificar a quienes han viajado a menudo y durante mucho tiempo por estas tierras —asintió Lusewen—. Sus ojos tienen una mirada misteriosa, una especie de luz desquiciada que les hace parecer como si no estuvieran del todo en su juicio. Sonríen cuando no hay nada gracioso y parecen observar cosas que no existen. Tales personas resultan desconcertantes para aquéllos que no han viajado hasta aquí; hacen sentirse incómodos a los demás, porque la locura (por muy levemente que haya rozado a alguien) siempre parece peligrosa a quienes no han conocido su tacto.
Ash pensó en los ojos de Huesos y en los de su compañera de viaje, ocultos bajo el velo pero suficientemente visibles como para revelar su brillo. Tanto Lusewen como el indio tenían aquella luz en los ojos. Los dos se sentían tan cómodos en el mundo de los espíritus como Ash en el suyo. Más incluso, quizá. Entonces se acordó del hombre que la había seguido a casa la noche anterior. Le había parecido que tenía unos ojos peligrosos, pero tal vez lo que había visto en ellos era aquella luz del mundo de los espíritus. Quizá también él había pasado un tiempo allí. Aunque eso no explicaba por qué la había seguido desde la tienda ocultista.
—Has dicho que los misterios seguían y envolvían a Nina —dijo—. ¿Por qué lo hacen?
—Porque tu hermana lleva una magia dentro de ella.
Exacto. A Ash todavía le costaba esfuerzo aceptar que su prima tuviera otras facultades especiales más allá de saber maquillarse perfectamente y de sintonizar con todo lo que estuviera de más rabiosa actualidad, fuera el nuevo disco de Madonna o algún estúpido programa de televisión.
—No —insistió—. Me refiero a por qué lo hacen.
—La magia los atrae.
—¿Tengo yo esa clase de magia dentro? ¿Ésa que atrae los misterios?
Los ojos de Lusewen brillaron bajo el velo mientras estudiaban a Ash largo rato.
—¿Eso te haría feliz? —preguntó por fin.
Ash se encogió de hombros.
—No estoy segura. Pero, decididamente, haría mi vida un poco más interesante. Me refiero a que, cuando miro el mundo real que me rodea, cuando pienso en qué guarda para mí, no le encuentro demasiados alicientes. Al menos, con la magia… No sé, quizá con ella las cosas serían algo distintas.
Pensó en su madre. Con la magia podría hacerla regresar, ¿no? Entonces, todo volvería a ser como antes de su muerte. Normal. No confuso y enmarañado como estaba ahora.
—Tienes un problema de enfoque —afirmó Lusewen.
Ash le lanzó una mirada feroz. ¿Cómo le salía ahora con ésas aquella especie de personaje de cuento?
—¡Como si estuvieras al corriente de todo! —replicó.
—Sé que las cosas no te han sido fáciles —empezó a decir Lusewen.
—¡Qué vas a saber! —la interrumpió Ash con una breve carcajada cargada de amargura.
—¡Claro que lo sé! —insistió la mujer—. Yo he pasado por lo mismo que tú. Mi madre murió cuando yo era muy joven. Mi padre me abandonó. Y he estado en la misma situación que tú ahora. Vagando de un sitio a otro llena de resentimiento, deseando desesperadamente integrarme pero incapaz de lograrlo porque me rondaban por la cabeza cosas para las cuales los chicos y chicas que me rodeaban no tenían el menor marco de referencia. Desde mi punto de vista, tal como recuerdo que veía las cosas cuando estaba en tu actual situación, hay dos caminos que puedes tomar. Puedes dejar que la amargura te arrastre y convierta el resto de tu vida en algo tan vacío o más de lo que te resulta ahora, o bien puedes hacer algo de provecho.
Ash deseó preguntar a Lusewen qué había sido de su madre. Deseó compadecerse de ella, compartir su dolor y mitigar, tal vez, la horrible tensión que sentía por dentro. Pero aquella cólera inexplicable no le permitía romper los muros que había erigido entre su yo interno y el resto del mundo. Unos muros necesarios pues, cada vez que se había abierto a alguien, había salido malparada. Sólo había un modo de sobrevivir, y era endureciéndose por propia cuenta.
Las dos necesidades lucharon entre sí. Ash notó que una parte de sí quería acercarse a Lusewen: la parte tierna, el corazón oculto que latía en lo más hondo bajo la apariencia externa de dureza, la niña que había recibido demasiados golpes.
Sin embargo, cuando habló, fue su genio más áspero el que puso una mueca burlona en sus labios.
—¿Ah, sí? ¿Como qué?
—Lo que estás haciendo ahora mismo, ayudar a tu prima, es un buen paso.
—Fantástico. Como si le hiciera un gran favor al mundo ayudando a la señorita Brillante.
—Podrías seguir el ejemplo de Nina en más de un aspecto —apuntó Lusewen.
Era lo mismo que le decían en la escuela, pensó Ash: ¿Por qué no te parecerás un poco a tu prima? Tienes tanta capacidad como ella, pero la estás desperdiciando.
Y el psiquiatra al que la habían llevado sus tíos no había resultado mucho mejor.
—Estoy harta de oír hablar de Nina —dijo, pues.
—Es una buena persona.
—¿Y yo no?
—No he dicho tal cosa.
—Sí, bueno, tal vez sea fácil ser como ella. Nina lo tiene todo a favor.
—¿A qué te refieres? —preguntó Lusewen. Su voz era suave, tranquilizadora.
Y debido a ello, debido a que —Dios sabría por qué— Lusewen parecía tener un genuino interés por ella, Ash notó que se le agolpaban las lágrimas.
«No voy a llorar —se prometió—. No lo haré».
Pero tenía el pecho tan tenso que le costaba respirar y notó que no podría seguir conteniendo las lágrimas.
—A nada —logró responder—. Vamos… vamos a dejar el tema…
El sentimiento de pesar se hizo insoportable.
—Pero… —insistió Lusewen.
—¡Pero al menos sus padres la quieren! ¿Vale? ¿Era esto lo que querías escuchar? Sus padres no dijeron, «no te queremos» o… o «que se muera».
Y el dique se desmoronó. Ash apartó el rostro, con las mejillas bañadas en lágrimas. Lusewen alargó la mano hacia ella, pero la muchacha rechazó el gesto.
—¡No me toques! —Ash retrocedió hasta llegar al borde del acantilado, sin dejar de llorar y temblando de pies a cabeza. Lusewen se mantuvo a distancia con los brazos en torno al pecho, el cuervo posado en el hombro con las plumas encrespadas de alarma y el azor volando en círculos sobre ella y llenando el aire con sus reclamos nerviosos y espectrales.
—Tu madre te quería —musitó Lusewen. Ash se limitó a redoblar su llanto—. No quería dejarte… abandonarte como lo hizo.
Al escuchar esto, el dolor que Ash sentía dentro de sí se hizo aún más intenso.
—Estás segura de eso, ¿verdad? —continuó la mujer. Ash sólo pudo asentir con un gesto. Sus lágrimas no cesaban—. Y tu padre es un idiota por no quererte.
—Es fácil… para ti… decir eso…
—Vamos, Ash. —Lusewen se acercó unos pasos más. Su voz parecía tener el efecto de un bálsamo sobre la muchacha—. El mundo está lleno de gente como él, gente que sólo piensa en sí misma, que no asume la responsabilidad de asuntos que le incumben. Gente que no sabe amar…
Ash se volvió hacia Lusewen con un rostro angustiado, aún bañado en lágrimas. Cuando habló, las palabras le salieron entrecortadas, entre hipidos.
—Entonces… supongo que…, que soy… igual que él…, ¿no es eso…?
Lusewen terminó de cubrir la distancia que las separaba y posó una mano en el hombro de Ash. Ésta se encogió, pero no se apartó cuando Lusewen la tomó por la barbilla y le hizo levantar la cabeza hasta que sus miradas se encontraron.
—Yo no lo creo —declaró Lusewen.
—¿Cómo…, cómo vas a saberlo? Tú no…, no me conoces apenas…
Pero el viento levantó el velo de los ojos de la mujer y Ash vio brillar algo entre ellos. Al instante, notó como si la mirada de Lusewen penetrara en su interior. Era como si pudiera ver hasta la última rendija, hasta la última grieta, que Ash había ocultado al mundo tras su muralla protectora. Como si pasara inspección a todo lo que Ash había sido, pensado o hecho, lo sopesara y no lo encontrara tan mal.
—Has cometido errores y has tenido mala suerte —sentenció—, pero en el fondo de tu corazón, donde realmente cuenta, eres una buena persona. Eso me basta.
Ash resolló con fuerza y se limpió la nariz en la manga. Cuando Lusewen la atrajo a sus brazos y la estrechó contra sí, Ash no protestó.
—Y a ti debería bastarte también —añadió la extraña mujer.
Transcurrió un rato hasta que reemprendieron la marcha. Antes, Lusewen extrajo un amuleto del brazalete. Cuando hubo recitado la invocación que le daba vida, apareció en mitad del páramo una mesilla, algo ladeada y apoyada contra un peñasco de arenisca, sobre la cual había dos tazas de té y una bandeja de pastelillos. Ash agradeció el té. No se sentía hambrienta pero, cuando hubo probado uno de los pastelillos —una especie de bollitos de miel y nueces, pero con la masa compacta—, terminó comiéndose cuatro. Incluso empezó un quinto, pero vio que no iba a poder acabarlo; Lusewen le enseñó entonces el nombre de sus aves y el truco de llamarlas a posarse en el hombro o en el brazo para darles de comer.
El cuervo se llamaba Kyfy y el azor, Hunros; los nombres significaban «confianza» y «sueño», respectivamente.
—¿Por qué les has puesto esos nombres? —quiso saber Ash.
—Para acordarme de confiar en mis amigos tanto como en mí misma, y para tener presente que, cuando las cosas van mal, aún es posible soñar, tener esperanza. A veces, el mero hecho de pensar de forma positiva consigue que las cosas vayan mejor. Y lo mismo puede decirse de lo contrario.
—Una cuestión de actitud apuntó Ash con una desvaída sonrisa.
—Algo así. ¿Te sientes mejor?
Ash asintió.
—¿Lo suficiente como para continuar?
Ash repitió el gesto de asentimiento. Se sentía mejor, realmente, aunque presa de un extraño decaimiento.
Como en respuesta a su cambio de ánimo, el paisaje se transformó mientras seguían avanzando. El páramo se hizo más yermo; los acantilados, más imponentes. No se veían más aves que Kyfy y Hunros. El aire se hizo cada vez más frío, hasta que Ash tuvo que abrocharse la chaqueta. Miró a su acompañante, pero Lusewen no parecía notar el frío.
Horas más tarde, después de atravesar un brezal cada vez más desolado, llegaron a la cima de una pequeña colina. A sus pies, oculto en un valle recogido, se extendía un bosque de pinos cargados de nieve. El viento que ascendía por la colina tenía el aliento del invierno. Hunros se posó en el hombro de Lusewen y protestó con su voz estridente. Kyfy cabalgó el frío viento en círculos descendentes hasta que también él buscó dónde posarse. Para gran placer de Ash, el cuervo escogió su hombro cubierto con la chaqueta tejana. La muchacha alargó la mano y acarició con cuidado sus brillantes plumas negras.
—Ahí es donde vive —anunció Lusewen.
La momentánea felicidad de Ash se evaporó. Se rodeó el cuerpo con los brazos, helada, tanto debido al frío como al lúgubre aspecto de aquel bosque. Kyfy captó su estado de ánimo y se movió con nerviosismo sobre su hombro, clavando las garras un poco más de lo que resultaba agradable.
—¿Quién? —preguntó. Pero ya lo sabía.
—Ya-wau-tse —respondió Lusewen—. El espíritu que reclama el alma de tu hermana.
Ash no se molestó en corregirla. Hermana o prima, supuso que no importaba demasiado. Se limitó a contemplar el bosque y estremecerse.