Nina

Nina despertó y se incorporó bruscamente, como impulsada por un resorte, hasta quedar sentada en la cama asiendo entre sus apretados puños la sábana revuelta y retorcida. Tenía el pijama húmedo y adherido a la piel. Todo su cuerpo temblaba como consecuencia de la pesadilla. Hacía frío en la habitación. Un frío glacial. Su aliento formaba una nubecilla de vapor ante su rostro cuando respiraba.

Pasó por su mente una rápida sucesión de imágenes.

El zoo. Los lobos. El macho alfa atacando.

Y Ashley.

Justo al final, la aparición de su prima en medio de la manada, dispersándola. Ashley y alguien más, aunque de la acompañante de su prima sólo guardaba el vago recuerdo de una figura con velo.

Aquello era cosa de magia, pensó, tiritando tanto a causa del frío como del miedo. ¿Qué, si no, cabía deducir de la aparición de Ashley en su sueño?

Dirigió una mirada a la cama vacía de su prima y se le cortó literalmente la respiración. Sus temblores se hicieron tan violentos que apenas conseguía tomar aire y casi no podía enfocar la vista.

De pie junto al lecho de Ashley había una figura alta, envuelta en una capa. En torno a ella, el suelo estaba cubierto de una escarcha blanquecina y unos pálidos copos de nieve flotaban como motas de polvo en el aire de la estancia.

La figura se puso a hablar con una voz de mujer, más estridente que ronca. Aunque Nina no entendió lo que decía, el mero tono de la voz le provocó nuevos escalofríos que le recorrieron el espinazo.

La muchacha continuó diciéndose que aquello era realmente cosa de magia. Su prima estaba utilizando hechizos contra ella. Primero, para provocarle aquellos sueños horribles; ahora, además, mandando a una especie de demonio para acosarla.

La figura volvió a hablar y, en esta ocasión, las palabras en aquel extraño idioma se ordenaron en la mente de Nina de tal modo que empezó a entender lo que decían.

Eres mía.

Nina, perpleja, movió la cabeza en un gesto de negativa.

Has sido consagrada a mí…

—¡Vete! ¡Déjame! —logró decir Nina. Le castañeteaban los dientes y apenas conseguía articular las palabras.

Mía.

La figura dio un paso hacia ella y todos los temores de Nina se fundieron en un grito aterrador que surgió desde su diafragma y le desgarró la garganta hasta estallar en su boca en un alarido agudo y penetrante. La figura titubeó y pareció emitir un débil resplandor, ondulando como un reflejo en un charco de agua estancada al que se hubiera arrojado una piedra.

Instantes después, la puerta del dormitorio se abrió con un estruendo y apareció la madre de Nina. La figura se desvaneció como si nunca hubiera estado allí. La escarcha desapareció, igual que los copos de nieve.

Pero la sensación de frío se mantuvo, arraigado en los huesos de la muchacha igual que el recuerdo de la mujer envuelta en la capa y su terrible mensaje.

Eres mía.

Has sido consagrada a mí.

Su madre cruzó la habitación rápidamente y se sentó al borde de la cama, rodeando a Nina con sus brazos.

—Dios mío —murmuró—. Estás helada.

Nina no pudo responder. Se limitó a seguir mirando, con un estremecimiento, hacia el lugar que momentos antes había ocupado la figura.

—Mañana no irás a la escuela —anunció su madre—. Esta mañana no debería haberte permitido que fueras.

—Yo… yo…

La madre le acarició el cabello, apartando de su frente los mechones empapados en sudor. Poco a poco, la mirada de Nina pasó del lugar donde había aparecido la visitante no deseada hasta el umbral de la habitación, donde se hallaba su padre con la misma expresión ansiosa de su madre.

—¿Todo en orden por aquí? —preguntó.

—Tiene fiebre —contestó la madre—. Y ha tenido una pesadilla, ¿verdad, cariño?

¿Pesadilla? Ojalá fuera sólo una pesadilla, pensó Nina.

—Iré a calentar un ponche con leche —propuso el padre.

—En seguida te sentirás bien —aseguró la madre a Nina mientras el hombre se alejaba del dormitorio—. Estás enferma y has tenido un mal sueño. Sucede a menudo, cariño. No por ello parece menos real, pero sólo ha sido un sueño. ¿Quieres que hablemos del asunto?

Nina tragó saliva con esfuerzo.

—Era…, era… —Las palabras se confundieron en su cabeza al intentar explicarse—. Era… Ashley —logró articular.

La madre exhaló un suspiro y continuó acariciando los cabellos de Nina.

—Ya lo sé, querida —murmuró—. A todos nos preocupa mucho.

—No, no es eso. Es sólo que…

—¿Has soñado con ella?

—Era horrible —contestó Nina, asintiendo.

—Sólo podemos esperar que no le suceda nada malo —dijo la madre—. Tu prima siempre ha tenido un carácter muy terco, pero jamás hubiera esperado que nos hiciera algo así. Dios sabe que nos hemos esforzado con ella.

«Pues no sabes ni la mitad de lo que ha hecho», pensó Nina.

—De todos modos —continuó su madre—, al menos una cosa buena ha resultado de todo esto. Tal vez no debería hablar así, pero tengo que reconocer que me alegro de verte preocupada por Ash. Supongo que tu subconsciente sabe lo que sientes de verdad, aunque creas que tu prima no te importa.

—¿Mi subconsciente? —replicó Nina. No estaba segura de dónde quería ir a parar su madre—. ¿Qué tiene eso que ver con…?

—Ahí es donde tienen origen los sueños —le explicó la madre—. A veces, los sueños son su medio de decirnos algo que creemos ignorar.

—¡Pero yo sé positivamente…!

Su madre la interrumpió, posando un dedo sobre sus labios.

—No te alteres, cariño. Lo que necesitas ahora es descansar.

Era inútil, pensó Nina. No tenía modo de explicar lo que sucedía sin que su madre creyese que lo estaba inventando para dejar en peor lugar a Ashley. En cualquier caso, era evidente que sus padres no iban a creerse lo de la magia y los hechizos. Bastantes problemas tenía ella misma para aceptarlo. Y, aunque consiguiera convencer a sus padres de que realmente había visto lo que decía, probablemente sólo conseguiría que la enviaran a ver a un psiquiatra como habían hecho con Ash unos meses atrás.

—Aquí estamos —anunció su padre al reaparecer en la habitación—. Ahora, bébete esto.

Traía un tazón de leche humeante con canela, nuez moscada y un chorrito de coñac. Nina se lo tomó, reconfortada por el calor del tazón que sostenía entre sus manos. El líquido cayó en su estómago como pequeñas brasas cuyo calor se extendió por todo el cuerpo. El coñac le produjo un ligero sopor.

—No te preocupes de levantarte mañana por la mañana —le dijo su madre mientras la arropaba cariñosamente—. Descansa todo lo que puedas, ¿de acuerdo?

Nina asintió, soñolienta. Cuando sus padres hubieron salido de la habitación, se volvió de costado y hundió el rostro en la almohada. Sin embargo, aunque se sentía adormilada, dudó de que consiguiera conciliar el sueño. El ponche de leche había eliminado el frío de su cuerpo, pero la sensación helada que le producía pensar en lo que Ashley le estaba haciendo y el recuerdo de la figura envuelta en la capa…

Eres mía.

… continuó envolviéndola como la escarcha sobre el cristal, gruesa y quebradiza.

¿Qué iba a hacer ahora?

Cuando por fin se durmió, pasó la noche inquieta y cambiando constantemente de posición, sin lograr sentirse cómoda hasta que el amanecer empezó a bañar con su luz el cielo oriental.

La mañana siguiente, Nina apenas tuvo una vaga conciencia de que, primero, su padre entraba sigilosamente en la habitación para ver cómo estaba antes de salir para el trabajo y, luego, su madre hacía lo mismo antes de marcharse al estudio. Hasta media mañana, Nina no despertó del todo, sobresaltada por el estridente campanilleo del teléfono que sonaba en la mesilla de noche.

—¡Habíamos quedado en que me avisarías cuando volvieras a saltarte las clases! —protestó Judy tan pronto como Nina murmuró un soñoliento «hola».

—Cuando supe que me quedaría en casa, ya era demasiado tarde para llamarte —respondió.

—¿Estás enferma de verdad?

Nina no estuvo segura de qué responder. ¿Estaba realmente enferma? Eso dependía de lo que se entendiera por «realmente». Si la presencia de aquella mujer en la habitación sólo había sido producto de su imaginación…

—No lo sé —dijo por último.

—Has tenido otro sueño, ¿verdad?

—Sí. Y ha sido peor que nunca, porque ha continuado cuando he despertado.

—Eso no tiene sentido —apuntó Judy.

Así pues, Nina le explicó todo lo sucedido: la transformación en lobo del zoológico, el ataque de la manada y su retirada al aparecer Ashley y su misteriosa acompañante y, por último, el despertar en la habitación helada, con la escarcha en el suelo, la nieve en el aire y aquella figura horrible esperándola junto a la cama de Ashley.

—¿Y ahora, me crees cuando te digo que es Ashley? —preguntó cuando hubo terminado.

—No necesariamente.

—¡Judy!

—¡Para el carro, Nina! Acepto que lo del sueño fuera cierto, pero tal vez aún estabas soñando cuando creías haber despertado, ¿entiendes a qué me refiero? A veces me ha sucedido también a mí: soñar que estaba soñando.

—Supongo que…

—Pero, aunque en todo esto haya realmente algo de magia, no parece que sea Ashley quien lo causa; al menos, es lo que se deduce de lo que has contado.

—Pero estaba allí, en el parque… observando su obra.

—Más bien da la impresión de que te salvó el pellejo ante los demás lobos.

—No sé qué decirte —respondió Nina—. Es cierto que la manada huyó al verla aparecer, pero entonces se quedó allí quieta, mirándome…

… Como si no pudiera creer que fuese yo, comprendió de pronto Nina al revivir la escena mentalmente. Como si estuviera desconcertada de verme allí, devolviéndole la mirada a través de los ojos del lobo. Pero, si Ashley no era la causante de lo que le estaba sucediendo, ¿quién…?

Evocó el recuerdo de la figura de la capa, al pie de la cama de Ashley. La imagen era fácil de retener en su mente. Igual que su voz ronca e inquietante.

Eres mía.

Escarcha y nieve. Allí mismo, en mitad de su habitación.

Has sido consagrada a mí.

Se estremeció. ¿No estaba cada vez más fría la habitación? ¿No era escarcha aquello que contorneaba los cristales de la ventana?

—¿Nina? ¿Sigues ahí?

La voz de Judy, metálica a través del auricular pero reconfortantemente familiar, la sacó de su ensimismamiento.

—Sí, estoy aquí —respondió.

—¿Te encuentras bien?

—En realidad, no. Es como… Escucha: si no estoy loca, es que tengo a alguna bruja poderosa persiguiéndome. Y no sé cuál de las dos cosas es peor.

—Es como en un cuento de hadas, ¿no? —dijo Judy.

—¿A qué te refieres?

—A lo que dijo la mujer respecto a que le fuiste prometida. Ya sabes que, en los cuentos, la gente siempre anda prometiéndole su primer hijo a alguien.

—Muchas gracias. ¿De modo que, además, debo pensar que mis padres me metieron en esto, no? Ahora sí que me siento mucho mejor.

—No me refería a que lo hicieran de verdad. Eso sólo sucede en los cuentos.

—¡Pues esto es como estar viviendo uno de ellos!

—¿Quieres que vaya a tu casa a hacerte compañía? —preguntó Judy.

—¿Podrías hacerlo?

Los padres de Judy la controlaban tan de cerca que la muchacha debía hacer grandes preparativos para poder dar una simple vuelta por las galerías comerciales; eso, por no hablar de lo que le costaba poder acudir a una cita o saltarse la escuela. Para esto último había que falsificar una nota, lo cual no era precisamente lo más fácil del mundo porque el señor Woo tenía una caligrafía muy elegante y una rúbrica casi imposible de imitar. Danny, el hermano menor de Judy, había convertido en el trabajo de su vida perfeccionar la imitación de la firma de su padre. De momento, su versión era tan buena que la secretaria de la escuela era incapaz de distinguirla, lo cual, aunque no satisfacía al muchacho, era suficiente a efectos prácticos.

—Le diré a Danny que me escriba una nota —dijo Judy.

—¿Puedes permitírtelo?

Danny no hacía nada gratis.

—No tengo que pagar —respondió Judy—. Anoche lo sorprendí en el baño con un ejemplar de Playboy. Le dije que un poco de chantaje puede conseguir muchas cosas.

Nina no pudo evitar una carcajada.

—Se lo merece —continuó Judy—. Tal vez se lo diga a todas las chicas de su clase.

—Eres retorcida.

—Pero tengo buen corazón cuando es preciso. Vendré después de comer, ¿de acuerdo?

—Gracias, Judy.

—¡Eh! ¿Para qué están las amigas, si no?

Nina sonrió mientras colgaba el teléfono. La sensación de frío que había experimentado hacía un momento había desaparecido y se sentía mucho mejor sabiendo que Judy acudiría a verla; tanto, que se levantó de la cama, se puso unos tejanos y una camiseta y bajó a prepararse algo de comer. Había llegado hasta el último peldaño de la escalera cuando sonó el timbre de la puerta principal.

Sin pensar lo que estaba haciendo —«no abras nunca a desconocidos cuando estéis solas en casa», no cesaba de repetirles su madre a ella y a Ashley—, acudió a abrir. En el porche había un perfecto desconocido. Tenía unos veinte años, cabello corto y oscuro y facciones angulosas, e iba vestido con tejanos, una camiseta de manga corta y una larga gabardina negra de cuero. Parecía un tipo duro; lo bastante como para que Nina se arrepintiera en seguida de haber abierto la puerta tan confiadamente. Sin embargo, lo que realmente la asustó fueron los ojos del desconocido. Eran de un tono azul pálido —tan pálidos que casi parecían incoloros— y su intensidad hizo que Nina se sintiera incómoda al instante.

—¿Sí…? —musitó.

—Busco a Ashley Enys —dijo el individuo.

—Lo siento, pero no está —respondió Nina, y empezó a cerrar la puerta.

El desconocido apoyó la mano en la plancha de madera, impidiéndole que ajustara.

—Es importante —dijo.

Sus ojos brillaron amenazadoramente.

—Un… momento y… llamaré a mi padre. Puedes hablar con él.

Así podría salir por la puerta de atrás y acudir a la casa de al lado a llamar a la policía antes de que el tipo supiera qué estaba pasando. Pero el desconocido echó por tierra su débil plan sin darle ocasión de ponerlo en práctica.

—No lo creo dijo. Tu padre está trabajando y tu madre, en el estudio. Estamos solos tú y yo, Nina.

Nina le miró, desconcertada. ¿Cómo era que conocía su nombre y dónde estaban sus padres? Y, más en concreto, ¿qué buscaba allí?

El individuo abrió de un empujón y penetró en la casa como si fuera el dueño. Cuando llegó a la altura de la muchacha, ésta se recuperó lo suficiente como para intentar escapar, pero el tipo la sujetó por el brazo y la arrastró de nuevo al interior de la casa. Luego, cerró la puerta.

—Nadie va a hacerte daño —dijo—. Sólo quiero hacerte unas preguntas.

—¿Por qué? —replicó Nina, con todo el aplomo de que fue capaz—. ¿Qué eres? ¿Un policía, o acaso estás escribiendo un libro?

El extraño se echó a reír.

—Quizá soy un policía que escribe un libro.

Sin soltarla, se dirigió al salón y la obligó a sentarse junto a él en el sofá de lona. Acto seguido, le liberó el brazo y Nina se frotó la zona por donde la había tenido agarrada, aunque en realidad no le había hecho daño.

—¿Qué quieres de Ashley? —preguntó.

—En realidad —respondió él—, ahora que te he conocido, creo que estaba buscando a la que no debía.

Estupendo, pensó Nina. Ashley atraía a un chiflado y ahora le tocaba a ella lidiar con él. Como si no tuviera ya bastante con sus propias preocupaciones.

Como si no estuviera ya muerta de miedo.

El individuo se recostó en el sofá con los brazos cruzados detrás de la cabeza.

—Muy bien —dijo—, háblame de esos sueños.

De puro desconcierto, Nina no atinó a otra cosa que a mirarle con los ojos como platos.