–Tranquila —dijo Cassie—. No vamos a estar aquí mucho tiempo.
Dirigió una relajada sonrisa a Ash, como si aún estuvieran paseando por los jardines de Sileno, en lugar de encontrarse en una tierra de Nunca Jamás. Pero, por incongruente que fuera la sonrisa en tal situación, seguía siendo mucho más tranquilizadora que la mueca desquiciada y torcida de las facciones de Huesos.
—Claro —asintió Ash con una vocecilla—. No mucho.
Seguía sin poder creerse lo de «aquí». ¿Dónde estaba Upper Foxville? ¿Cómo habían salido de la ciudad? Desde el escarpado afloramiento de granito sobre el cual se encontraban, no se divisaba más que bosques vírgenes. Miles y miles de hectáreas de vegetación silvestre que se extendían hasta el lejano horizonte, interrumpidas únicamente por contados afloramientos aislados como el que ocupaban y que producían la impresión de viejos huesos de piedra abriéndose paso a través del bosque para alcanzar el cielo.
Aquel lugar parecía no haber conocido nunca la pisada de un hombre blanco, y mucho menos un bloque de pisos destartalados y en ruinas.
—No conviene quedarse demasiado tiempo en este lugar —declaró Huesos, cambiando la sonrisa por una expresión solemne. Con todo, la risa continuó burbujeando en el fondo de sus ojos.
Ash le dirigió una breve mirada y luego volvió la vista hacia la espesura. Sabía que el indio era amigo de Cassie y que debía confiar en él, pero aquel hombre tenía algo que le producía escalofríos. Y no era tanto él, reflexionó la muchacha, como lo que podía hacer. Por ejemplo, arrebatarlas de la realidad sin otra cosa que un cántico y unos efectos de hielo seco dignos de los Motörhead.
Aunque tal vez no habían sido arrebatadas. El humo que salía de la pipa… tal vez no era más que alguna droga extraña y sólo estaban imaginando que se encontraban en aquel lugar. Quizás, en aquel mismo instante, los policías estaban arrastrando sus cuerpos fuera del edificio mientras ellos seguían en plena alucinación. Maravilloso.
Sin embargo, lo que veía le parecía demasiado real. Ash no estaba segura de si ello le hacía sentirse más aliviada o no. Estaba tan inquieta por todo lo que estaba sucediendo que era incapaz de concretar sus sentimientos.
Finalmente, volvió a mirar a Huesos.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué sucedería si nos quedáramos aquí demasiado tiempo?
—Éste es el mundo de los espíritus —respondió él—, donde viven los manitús. No está hecho para que lo visitemos durante largos períodos con nuestra forma corpórea. Es un lugar al que viajan nuestros espíritus cuando buscamos conocimiento y sabiduría, o cuando queremos hablar con las sombras de nuestros antepasados, pero nuestros cuerpos crean ondas de disonancia, más numerosas cuanto más tiempo permanecen aquí. Unas ondas que cambian a los espíritus, que cambian la tierra. Y tales cambios no siempre son beneficiosos.
—¿Qué significa eso de hablar con los antepasados? —quiso saber Ash.
—A veces, los espíritus recorren esta tierra antes de renacer o de continuar su viaje.
—¿Y tú sabes invocarlos?
—He hablado con las voces del pasado —asintió Huesos.
—Pero no es una buena idea intervino Cassie. Su compañero se mostró de acuerdo:
—Los muertos no suelen recordar los detalles de sus vidas anteriores. Cuando uno los llama, rara vez le reconocen. Igual que los manitús, pueden hacerte malas pasadas; no adrede, por pura maldad, como los manitús, sino simplemente por haber cometido la tontería de haberlos invocado. Todo tiene su precio, especialmente en este reino, y a veces resulta caro.
—Demasiado caro —añadió Cassie—. Puedes salir loca.
—Y, a veces, ni siquiera vuelves a salir —dijo Huesos.
Pero su madre la reconocería, pensó Ash. ¿Cómo no iba a hacerlo?
—Dado que ésta es una tierra del espíritu, de la mente —continuó Huesos—, no podemos confiar demasiado en nuestras propias percepciones, sobre todo si hemos de verla a través de los toscos sentidos corporales. El tiempo sigue ciertos cursos y trayectorias, como una ráfaga de viento. En un curso determinado, viaja a la misma velocidad que el mundo que acabamos de abandonar. En otro curso, un minuto puede ser una semana. O una semana puede ser un día.
—Como en el país de las hadas —apuntó Ash, que había leído algo acerca de unos mortales que pasaban una noche perdidos en el país de las hadas y, al salir por la mañana, descubrían que habían transcurrido siete años.
—Esto es el mismo país de las hadas —afirmó Cassie—. El otro mundo donde viven los espíritus. Puedes llamarlos manitús, elfos o loa, eso no importa. Cada cual los ve de una manera diferente. Y ve la tierra diferente, pero siempre es el mismo lugar.
—Pero…
—Es hora de que nos vayamos —dijo Huesos, poniéndose en pie con agilidad—. Ya hemos estado aquí el tiempo suficiente.
—¿Irnos? —preguntó Ash, incorporándose a duras penas—. ¿No puedes llevarnos de vuelta con uno de tus encantamientos?
El indio asintió con la cabeza y añadió:
—Pero si lo hago aquí mismo, volveríamos a aparecer en el edificio, entre la policía. Lo que vamos a hacer es caminar un poco y poner cierta distancia de por medio. Considera esta visita como un atajo para llegar de un sitio a otro… sin que nos vea nadie de nuestro mundo.
Ash miró a su alrededor, perpleja no tanto por lo que Huesos había dicho como por lo que se había callado.
—¿Hay alguien aquí que nos observe? —preguntó. No había visto el menor rastro de vida.
—Los espíritus nos vigilan —respondió Huesos, en cuyos ojos había reaparecido aquel desquiciado brillo humorístico.
¿Que los espíritus los vigilaban?, pensó Ash. Tal vez su madre estaba allí, tras alguno de los árboles, observándola…
—Vamos —dijo Cassie.
Perpleja, Ash asintió y siguió a la pareja, que había empezado el descenso hacia los árboles por la ladera del abrupto promontorio rocoso que resultaba más practicable. Mientras avanzaba, no dejó de mirar hacia los árboles y de hacer una pausa cada vez que creía ver algo moviéndose, pero siempre resultaba ser un efecto de la luz en las ramas, o su propia sombra alargada entre los cedros y abetos.
—No te rezagues —le dijo Cassie cuando ella y Huesos se detuvieron por cuarta vez para permitir que Ash les alcanzara—. No te gustaría perderte en este lugar, créeme.
—No me voy a perder —le aseguró la muchacha.
Cassie asintió con la cabeza y continuó avanzando junto a Huesos, ambos seguidos por Ash. Sin embargo, poco después, la chica volvió a captar un movimiento y no pudo evitar quedarse muy quieta, intentando descifrar de qué se trataba. Esta vez no era su sombra ni un efecto de la luz. En esta ocasión no cabía ninguna duda: allí había alguien que la contemplaba. Ash entrevió un vago asomo de cabellos negros bajo un velo de gasa finísima que caía de un extraño casquete, dando forma a una figura bastante evocadora de las imágenes que aparecían en los cuadros y pinturas medievales. La aparición llevaba el cuerpo envuelto en ropas negras, un vestido largo o una capa. Por su silueta, Ash apreció sin ningún género de dudas que se trataba de una mujer.
—¿Quién eres? —le preguntó sin alzar la voz.
Cassie y Huesos se habían detenido de nuevo a esperarla.
—¡Ash! —gritó su amiga.
—¡Sólo un segundo! —replicó Ash.
Dio un paso hacia la misteriosa figura inmóvil. Tuvo una efímera sensación de que el suelo se movía bajo sus pies —una versión reducida del vértigo que había experimentado cuando Huesos les había transportado a aquel lugar desde la casa de Upper Foxville—, y a continuación cambió todo.
Cedros y pinos habían desaparecido. También la luz del sol. Ahora, la penumbra caía opresiva sobre el bosque cuyos árboles eran predominantemente abedules, en lugar de los cedros y abetos que la rodeaban hacía apenas un instante. El terreno en ligera pendiente se había hecho mucho más empinado y Ash consiguió mantener el equilibrio a trompicones.
Se volvió a mirar por dónde había venido; sólo había dado un paso, pero era como si hubiera viajado hasta el otro extremo del mundo. Y tal vez lo había hecho, porque ya no le parecía hallarse en un bosque norteamericano. Más bien tenía la sensación de estar en uno del Viejo Mundo, como los de su añorada Inglaterra. Las ramas de gruesas hayas y de robles, de olmos escoceses y de abedules blancos, extendían un tupido dosel en las alturas. Abajo, el suelo tenía una gruesa capa de humus y estaba limpio de la mayor parte de maleza.
Y Cassie y Huesos habían desaparecido.
El único rastro de ellos que encontró fue el sonido de sus voces. Parecían lejanas, remotas, como si llegaran hasta Ash desde el otro lado de una montaña. O como si se filtraran a través de alguna barrera que actuara de sordina. La voz de Cassie, llamándola. Después, la de Huesos, que decía:
—Es demasiado tarde. Ha desaparecido donde no podemos seguirla.
—¡Tenemos que encontrarla! —replicó Cassie—. Soy responsable de que esté aquí y no puedo marcharme sin más y dejarla. Esa chica vino a pedirme ayuda y mira ahora lo que he hecho. Si no la encuentro, no podré seguir viviendo conmigo misma.
—No tendrás más remedio. Escucha, Cassie: Ash puede haber tomado mil y un caminos diferentes. Tal vez ha ido a parar a ayer. O a mañana. Puede haber caído en un tiempo que nunca existió, o que nunca existirá. No hay manera de que podamos ir tras ella. Podríamos pasarnos vidas enteras buscándola y ni siquiera acercarnos nunca a encontrarla.
Ash sacudió la cabeza. ¿Qué estaba diciendo aquel indio? ¿A qué se refería?
Cassie continuaba protestando, pero su voz iba y venía, como la señal fluctuante de una emisora de radio, y Ash no lograba distinguir lo que decía. Pero aún logró entender a Huesos.
—Lo único que podemos hacer es volver y esperar. Y desear que la chica sepa encontrar el camino a casa.
Cassie añadió algo que Ash tampoco consiguió captar.
—Rezar… —oyó responder a Huesos antes de que también la voz de éste se desvaneciera.
Ash miró hacia donde le pareció que habían sonado las voces.
Ahora sí que la había hecho buena, pensó.
Un miedo nervioso le recorrió la columna vertebral. Empezó a dar un paso hacia atrás, pero luego se detuvo y echó otra mirada a la figura misteriosa que la había seducido para que se apartara del camino que seguía. Ash casi esperaba que la mujer hubiera desaparecido, pero la descubrió sentada en un tocón redondo de olmo, con unos avellanos jóvenes a su espalda. Estaba contemplándola con una leve sonrisa que despertó en Ash el incómodo recuerdo del inquietante humor de Huesos.
El velo de la mujer sólo llegaba por delante hasta el puente de su nariz, ocultándole los ojos, mientras que por detrás le caía como una cascada hasta los talones. El casquete que lo sujetaba parecía hecho de cuero duro, incrustado de pequeñas piedras preciosas. Otra gema —una piedra azul engastada en oro— colgaba de una gargantilla como un medallón y reposaba en el hueco entre sus clavículas. Tenía la piel pálida, palidísima, y en la mano sostenía una granada, cuidadosamente rodeada de cintas plateadas con figuras icónicas.
Su belleza era de las que quitaban el aliento, como Ash recordaba que había sido la de su madre.
Mentalmente, Ash escuchó de nuevo las palabras de Cassie.
Puedes llamarlos manitús, elfos o loa, eso no importa.
Pero aquella mujer no era su madre.
Cada cual los ve de manera diferente.
Era una especie de reina de las hadas de los cuentos que su madre le leía.
Y ve la tierra diferente.
Igual que aquel bosque era como los de su tierra inglesa.
Pero es siempre el mismo lugar.
El lugar le sonaba familiar. Igual que la mujer.
Cosa extraña, a Ash le habían desaparecido todos sus temores. Estar perdida en aquella espesura no parecía tener importancia. Y tampoco la tenía el hecho de que hubiera algo peligrosamente atractivo en aquella mujer.
Confía en mí, decía todo su aspecto.
Excepto la sonrisa.
Si te atreves, era el mensaje de ésta.
Ash dio otro paso adelante y fue entonces cuando advirtió la presencia de las aves. Junto a la mujer, sobre el tocón del olmo estaba posado un cuervo con la cabeza apoyada en su regazo, al lado de la granada. Un halcón o gavilán acechaba desde una rama baja al otro lado de la mujer.
Magia, pensó Ash. Una dama de los pájaros mágica en un lugar mágico.
Una débil voz gritó una advertencia en el fondo de su cabeza. Era la voz de Cassie.
Puedes salir loca.
Tal vez ya lo estaba, porque toda aquella tarde tenía algo de locura.
Y, a veces, ni siquiera vuelves a salir.
Pero ¿qué la esperaba si volvía? Sólo líos y soledad y aquel horrible sentimiento de rabia que la corroía constantemente.
Allí, en el bosque, no se sentía furiosa.
Lo único que experimentaba era una sensación de asombro.
Avanzó un poco más. La mujer levantó la cabeza. Sus ojos brillaban a través del velo, pero su expresión esquiva permaneció oculta tras la gasa.
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo Ash.
—Deja que te enseñe una cosa —dijo la mujer sin hacer caso de la pregunta.
Tenía una voz grave, pero sus sonidos estaban matizados por un leve timbre como de campanillas. Dejó a un lado la granada de las cintas plateadas y echó hacia atrás la manga derecha del vestido, dejando a la vista un brazalete profusamente adornado con decenas de amuletos de plata. Los dijes tintinearon en armonía musical con la voz mientras la mujer extraía uno de ellos. Lo depositó un instante en la palma de la mano —Ash vio que era una reproducción en miniatura de ciertos grabados en piedra: un círculo de piedras transversales montado en un fino aro de plata— y, a continuación, lo arrojó al suelo entre las dos.
El cuervo lanzó un graznido y levantó la cabeza del regazo de la mujer. La otra ave entreabrió las alas con un rumor de plumas. Ash, por su parte, no pudo hacer otra cosa que quedarse plantada donde estaba y mirar a su alrededor, boquiabierta de asombro, mientras el amuleto crecía y crecía, echando hacia atrás el bosque hasta que la misteriosa mujer y la muchacha quedaron en el centro de un círculo de piedras enhiestas, viejas y desgastadas.
—Nada tiene que ser como parece, en este lugar —dijo la mujer—. Sólo como una lo percibe… como una necesita que sea.
Hizo un extraño movimiento con los dedos y el amuleto se encogió. El bosque se cerró de nuevo en torno a ellas, más tupido y tenebroso que antes. La mujer se agachó y recuperó el dije, que volvió a colgar del brazalete. Cuando se incorporó, sus ojos ocultos tras el velo estudiaron de nuevo a Ash.
—¿Entiendes lo que digo? —preguntó.
Ash movió la cabeza lentamente en gesto de negativa.
—¿Quién eres? —fue lo único que logró balbucir.
—Puedes llamarme Lusewen.
La mujer sonrió de nuevo (siempre aquella sonrisa exasperante) al ver la expresión de desconcierto de Ash.
—Pero un nombre no basta, ¿verdad? —continuó—. Lo que quieres es tener toda mi historia y mis antecedentes debidamente catalogados y etiquetados para poder clasificarme sin problemas en la casilla adecuada de tu mente. A pesar de toda tu presunta «actitud liberal», eres tan mala como tu hermana.
—No tengo ninguna hermana —replicó Ash.
—Tal vez no en el sentido más estricto de la palabra, pero vuestras madres eran gemelas, ¿verdad? Compartían los mismos genes y eso os hace lo bastante iguales como para ser casi hermanas, ¿no?
—¿Cómo… cómo es que sabes cosas de mí y de mi familia?
—¿Cómo es que tú no sabes nada de mí? —replicó Lusewen.
—¡Si acabo de conocerte! ¿Cómo voy a saber quién eres?
La sensación de asombro se difuminaba por momentos, sustituida por un nuevo acceso de aquella ira siempre presente.
—Calma, calma —susurró Lusewen.
Ash tuvo ganas de abalanzarse sobre la irritante mujer, pero se contuvo justo a tiempo. Estaba ante una hechicera, se dijo, y debía mantener la calma pues, de lo contrario, Lusewen terminaría transformándola en un sapo.
—¿Dónde has conocido a esa hermana mía? —preguntó, pues.
—No la he conocido nunca —declaró Lusewen—. Sólo he visto a su espíritu vagar buscando tótems. Es una chica poco común. Siempre tiene misterios acechando a su alrededor.
—¿Misterios?
—Espíritus.
—¿Cómo tú?
Lusewen sonrió:
—¿Todavía intentas encasillarme?
—Eres tú quien ha dicho que lo hacía —replicó Ash—. Y no es verdad.
—Pero es lo que haces con todo el mundo. Lo sé.
—Yo…
Pero, a continuación, Ash reflexionó sobre las palabras de su interlocutora. Era cierto que se esforzaba por no emitir juicios de valor sobre la gente por su mero aspecto externo, pero ello no le impedía encasillar a cada cual en el oportuno compartimento de su mente. Punkies y carrozas, pandilleros y niñatos. Con unos se relacionaba, a otros los evitaba, a unos terceros no les hacía el menor caso…
—¿A qué te refieres con eso de «buscando tótems»? —preguntó para cambiar de tema.
—El espíritu de tu hermana abandona su cuerpo y se introduce en el cuerpo de diversos animales, como si buscara la influencia totémica que ha de guiar su vida.
—¿Nina? —exclamó Ash con claras muestras de incredulidad en la voz—. Debes de estar bromeando.
Lusewen se incorporó bruscamente y tomó de la mano a Ash.
—Mira —le dijo.
De nuevo, el bosque se disolvió, pero esta vez fue reemplazado por una visión familiar. Lusewen la había llevado al zoológico de la ciudad, justo en mitad del recinto de los lobos. Su aparición interrumpió lo que parecía una confrontación entre uno de los animales y el resto de la manada. En el momento en que Ash y Lusewen surgieron del mundo de los espíritus en medio de los lobos, la manada se dispersó. Todos los animales huyeron a otros rincones del recinto, salvo el que había sido objeto de la agresión de los demás. Éste se agazapó junto al borde de la zanja de cemento que impedía a los lobos escapar de su encierro y miró a las recién aparecidas con… con nerviosismo, sí, apreció Ash, pero en los ojos del animal se advertía también una excepcional inteligencia.
El lobo tenía ojos humanos.
De pronto, el corazón se le aceleró, desbocado.
Habría reconocido aquellos ojos en cualquier parte. Eran los ojos de Nina. Era Nina en aquel cuerpo de lobo…
O, al menos, había sido Nina hasta aquel instante. El lobo experimentó un violento temblor, parpadeó y, a continuación, su mirada volvió a ser la de un mero animal. Emitió un gruñido, descubrió los colmillos y, acto seguido, huyó igual que sus compañeros habían hecho momentos antes.
Pero Ash no tuvo la menor duda de que dentro de aquel cuerpo había estado Nina.
El zoológico desapareció de la vista, sustituido por el bosque del Más Allá al que Lusewen la devolvía. Ash sintió una flojera de rodillas que le obligó a sentarse allí mismo.
¿Cómo era posible que todo su mundo cambiara tanto en el plazo de una tarde? Diez horas antes, la magia era algo sobre lo cual leía en los libros de ocultismo deseando que fuera real, pero convencida, en el fondo, de que no lo era. Ahora, en cambio, estaba en mitad del mundo de los espíritus —donde la había conducido un chamán que también era un ocupante ilegal de Upper Foxville—, hablando con una especie de bruja, y acababa de descubrir que su dulce primita andaba metida, en realidad, en asuntos de magia de altos vuelos.
—¡Cielos! —exclamó.
—¿Me crees ahora? —inquirió Lusewen. Ash asintió lentamente.
—¡Cómo no, si lo acabo de ver con mis propios ojos! No tenía la menor idea de que Nina llevara eso dentro.
—¡Ah!, tu hermana no ha hecho nada —explicó Lusewen—. Por lo que a ella respecta, lo que le sucede no es más que una pesadilla. Un mal sueño repetido en el que se descubre encarnada en cuerpos de animales sin entender la causa.
—¿Y bien, cuál es esa causa? —preguntó Ash.
¿Y por qué no le estaba sucediendo a ella, que al menos sabría apreciar la experiencia?, añadió para sí.
La única respuesta de Lusewen fue un encogimiento de hombros, pero Ash recordó entonces la interpretación que le había hecho Huesos horas antes, la lectura de los huesecillos de animales que había realizado en la casa en ruinas de Upper Foxville para aclarar el sentido de la consulta al tarot de Cassie.
El problema no es tuyo, había dicho el indio. Te afecta, pero tú no eres el blanco.
La agitada confusión de sus emociones había atraído algo del mundo de los espíritus (del lugar donde ahora se encontraba) y entonces…
Había encontrado a otra a quien acosar.
Había encontrado a Nina. Y… Cerró los ojos, intentando recordar qué había dicho Huesos antes de que ella empezara a burlarse de él con comentarios sobre vampiros. Algo acerca de un espíritu que estaba debilitándose… No, la palabra que había utilizado era «marchitándose», y buscaba la energía de un espíritu femenino joven para reabastecerse y compensar la pérdida de la suya.
Ash abrió los ojos y miró a Lusewen con repentina suspicacia.
¿Qué mejor candidato a ser ese espíritu acechante, se dijo, que la mujer que tenía sentada ante ella?
—¿De qué va el asunto? —exigió saber—. ¿Qué quieres de mí?
Lusewen le lanzó aquella irritante sonrisa.
—No he sido yo quien ha venido en tu busca, sino al contrario… —murmuró.
—Sí, sí. Soy yo quien ha tropezado contigo, pero ha sido un accidente…
—En el mundo de los espíritus no existen las coincidencias.
—¡Me estás volviendo loca! —exclamó Ash. Lusewen movió la cabeza en gesto de negativa.
—Lo que vuelve loca es este lugar —comentó—. Recuerda lo que te he dicho: aquí, nada tiene por qué ser lo que parece. Todo es sólo como tú lo percibas… como necesites que sea.
—Necesito ayuda —dijo la muchacha.
—Para eso estoy aquí.
Ash entrecerró los ojos. Estudió de nuevo las facciones de Lusewen y, aunque la mujer seguía conservando aquel aire que a Ash le recordaba a Huesos, no parecía estar burlándose de ella. ¿Por qué sería que sus facciones seguían resultándole familiares? Había algo en ella… como esos nombres que una tenía en la punta de la lengua pero no había modo de pronunciar.
En este lugar, nada tiene por qué ser lo que parece.
De acuerdo. ¿Dónde la llevaba eso?
Todo es sólo como tú lo percibas, como necesites que sea.
¿Era real la propia Lusewen? ¿O había hecho surgir a la mujer de su propia imaginación?
—¿Puedes devolverme a mi casa? —le preguntó. Lusewen asintió.
—Pero ¿y tu hermana? —añadió, sin embargo.
—¡No es mi…! —inició una réplica la muchacha; luego, exhaló un suspiro.
En fin, tal vez lo fuera, en algunos aspectos. O quizá debía empezar a tratar a Nina como si lo fuese.
—¿Qué sucede con ella? —preguntó.
—Si quieres ayudarla, tendrás que hacerlo desde aquí.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Enfrentarte al origen de lo que la está perturbando.
Estupendo. Para Nina, lo mejor que podía pasarle en la vida era que Ash se largara de su habitación —se largara de la casa— y no volviera a aparecer jamás. ¿Y ahora se suponía que debía ayudar a su primita?
Soltó un nuevo suspiro y murmuró:
—Bueno, ¿por dónde empiezo?