Después de clases, Nina cogió uno de los anticuados sillones de mimbre de la parte de atrás de la casa y lo colocó en medio del sello de correos que tenían por jardín, iluminado por los últimos rayos del sol de la tarde. Fue a cambiarse de ropa —escogió unos pantalones cortos muy anchos y una blusa que se ataba holgadamente por encima del ombligo—, cogió un refresco y el último número de la revista Sassy y tomó asiento, colocando el vaso sobre uno de los anchos brazos del sillón y la revista en el otro.
Nina no estaba del mejor humor del mundo.
En primer lugar, Judy la había utilizado como excusa para largarse de paseo con Bernie Fine. A Nina no le importaba tapar a su amiga, pero querría haber hablado con Judy algo más que las cuatro palabras que habían podido cruzar en el almuerzo. Era lo malo de los chicos: siempre interferían en el serio asunto de una auténtica amistad.
Después, Nina había tenido que aguantar los gritos de su madre: que si la habían llamado de la escuela mientras estaba en el estudio, para comunicarle que Ashley había faltado de nuevo a clases, que si sabía ella dónde se había metido su prima, que si ya vería cuando le pusiera la mano encima a aquella muchacha, porque aquello ya era el colmo… Todo eso díselo a Ashley, había querido cortarla Nina. Pero, claro, Ashley no estaba, de modo que Nina había tenido que tragarse la bronca. ¡Ash se merecía que la dejaran sin salir durante un año!
Sin embargo, el auténtico problema de Nina eran sus sueños. Ya había sido suficientemente malo tenerlos una vez por semana, o así, durante todo un año. Pero últimamente estaban presentándose durante su vida cotidiana, y eso sí que no podía soportarlo. A aquel paso, pronto le cogería en pleno entrenamiento de balonvolea y se pondría a ladrar o algo parecido. Fantástico, ¿no? Ya tenía suficiente con que la mitad de la escuela la considerara una empollona; y que la otra mitad ni supiera que existiera.
No entendía a qué venía esa actitud de sus compañeras. Si una tenía que ir a la escuela, era lógico que tratara de hacer las cosas lo mejor posible. Además, muchas de las asignaturas —Historia, Lengua, pero sobre todo las Mates y las Ciencias— resultaban realmente interesantes. No era que no participase en bromas o no se saltara de vez en cuando alguna clase, escondida en los lavabos. Pero aquello no era suficiente, para ciertas personas. Si una quería estar de verdad en la onda, se suponía que no debía sacar, además, buenas notas.
Nina suspiró. Nada de aquello le servía para enfrentarse a su problema presente.
Pensó en el consejo con el que la había dejado Judy antes de largarse con Bernie a las galerías de Williamson Street. Judy decía que la siguiente vez, en lugar de dejarse llevar por el pánico, Nina debía intentar «meterse dentro» del animal que estaba soñando que era.
—Como en Caddyshack, ¿recuerdas? —le había dicho—. Cuando Chevy Chase está explicando el zen del golf.
—Sé la pelota —apuntó Nina antes de que Judy pudiera declamar el que consideraba el segundo mejor gag de la película (el primero era el comentario de Dangerfield sobre su propio pedo: «¿Alguien ha pisado un pato?»).
Caddyshack era una de las películas favoritas de Judy porque en ella trabajaban juntos dos de sus héroes, Bill Murray y Chevy Chase.
—Son demasiado viejos —se quejaba Nina más de una vez cuando entablaban una discusión al respecto.
—Pero son graciosos.
—A veces.
Las reposiciones de Saturday Night Live con la pareja en el espectáculo eran, desde luego, más divertidas que los programas más recientes, pero… ¿Sé la pelota? ¿Sé el animal? ¿No te dejes llevar por el pánico?
Claro. Como si pudiera conectar y desconectar sus miedos a voluntad.
Suspiró de nuevo. Empezaba a refunfuñar como una vieja, se dijo y volvió a concentrarse en la revista.
Su madre solía lamentarse de que leyera revistas de adolescentes por «el tipo de roles que presentan a unas mentes jóvenes e impresionables», por mucho que Nina argumentara que sus páginas de moda y maquillaje eran el mejor modo de mantenerse en la cresta de la ola. Sin embargo, a su madre no le importaba que hojeara Sassy desde que Nina le señalara que también llevaba artículos como el ¿Quién quiere cambiar el mundo? del último número, que habla de machismo, derechos de los animales, desarme nuclear y demás.
Nina pasó las páginas, conviniendo con un articulista en que el cantante de INXS no debería haberse cortado el pelo jamás y admirándose de que las modelos tuvieran siempre la cara tan limpia, pero sin dejar de pensar en los sueños. Cuando llegó a la columna del consultorio —en una carta, alguien preguntaba cómo saber cuándo un chico te está utilizando; otra quería saber qué significaba «orgasmo»— pensó que quizá debiera escribir exponiendo su problema.
Pero sabía cuál sería la respuesta: Ve a ver a un psiquiatra.
Al menos, eso responderían los de la revista, si eran honrados.
Cerró la revista. Era inútil. No podía sacarse los sueños de la cabeza; sobre todo, el que había tenido en la parada del autobús, esa mañana. Sólo de pensar en aquella extraña figura del fondo del callejón, le daban escalofríos.
Al cabo de un rato, se levantó y entró en la casa. Preparar un examen de Biología le ayudó a mantener la mente ocupada en otros temas hasta la cena, momento en el que las cosas se pusieron horribles porque tanto su madre como, ahora, su padre estaban furiosos y preocupados con la desaparición de Ashley.
«¡Por fin se ha largado!», fue el único pensamiento de Nina sobre el tema, pero tuvo el suficiente juicio para callárselo.
Después de cenar llamó a Judy, pero su amiga sólo quería hablar de Bernie. Bernie ha dicho eso y Bernie ha hecho lo otro. El chico la había invitado al cine el fin de semana y Judy quería pedirle que volviera a servirle de tapadera. Sólo iba a ser la segunda cita, pero era un poco como empezar en serio, ¿verdad?
Nina la escuchó un rato, pero cortó la charla a la primera ocasión con la excusa de que tenía pendientes los deberes, que ya había terminado. A continuación, se acostó.
Al menos, ahora estaría a salvo de sueños por un tiempo, pensó mientras se metía entre las sábanas, contemplando el techo.
Normalmente, rara vez los tenía más de una vez por semana. Pero aquella última semana ya había sufrido dos.
Se durmió preguntándose, entre amodorrada y medio interesada, qué le habría sucedido a Ashley…
… y despertó y descubrió que tenía la piel cubierta de pelo.
Empezaba a acostumbrarse a ello. No era que le gustara —no, no; rotundamente, no—, pero estaba llegando al punto en que lo primero que hacía era llevar a cabo un rápida inspección de sí misma para ver en qué clase de animal estaba soñando que se había convertido. El pánico siempre llegaba más tarde. Cuando intentaba moverse. Cuando tenía que moverse porque algo terrible estaba punto de suceder si no lo hacía…
Esta vez era un lobo.
No era justo. Ya era la tercera vez en dos días. Pero en una de las anteriores había sido un perro —un sarnoso perrillo callejero que apenas levantaba lo que un gato crecido— y ya estaba cerca de cogerle el truco a mover aquel cuerpo cuando un gran pastor alemán le había tomado por un buen bocado. El cuerpo de un lobo no era muy diferente, así que tal vez pudiera hacerlo obedecer sus deseos.
Ser la pelota.
Adelantó una pata con cautela, luego otra, concentrándose al máximo hasta haber dado algunos pasos vacilantes, con la cola muy recta tras el cuerpo para mantener el equilibrio. Sonrió y avanzó unos cuantos trancos más hasta que se encontró frente a una abrupta caída. Delante de ella se extendía una escarpada hondonada de cemento. Al otro lado había un muro bajo. Más allá, la penetrante visión nocturna del lobo le proporcionó una imagen de las amplias extensiones del zoológico de la ciudad.
Por un instante, la asaltó la frustración. Allí estaba, en el cuerpo de un hermoso depredador de primera clase —¿a ver, quién se atrevería a meterse con un lobo?—, y no podía largarse a explorar con él. Por otra parte, sin embargo, se dio cuenta de que en aquel lugar también estaba a salvo de las amenazas exteriores. Ningún valiente gran cazador se pondría a dispararle al azar con su rifle. Tampoco tenía que preocuparse por encontrar un escondite, pues, ¿dónde podía estar más segura que encerrada allí, en el zoo? Era la oportunidad perfecta para aprender más acerca del animal y sobre qué estaba haciendo en su cuerpo.
Ser la pelota.
Tal vez haría el próximo trabajo de Biología sobre los lobos.
Dio unos cuantos pasos experimentales más y su confianza aumentó cuando empezó a cogerle el truco a moverse a cuatro patas. El fino olfato del lobo le abrió un mundo asombroso de olores exóticos y se movió entre los mil y un aromas disfrutando del reto de identificarlos uno a uno.
En el extremo opuesto del recinto de los lobos, algo se movió.
Un leve estremecimiento de miedo recorrió el espinazo de Nina, pero entonces vio que era parte de la pequeña manada de lobos del zoológico. Media docena de animales salía de entre las sombras más profundas, avanzando hacia ella. La pareja alfa, los jefes de la manada, venían delante seguidos del resto.
«Hola», quiso decir Nina.
Lo que salió de su garganta fue un atronador gruñido que la sobresaltó.
Parecía una voz salida de una película de hombres lobo, pensó.
Se echó a reír ante la ocurrencia, pero se detuvo al advertir que su gruñido había provocado una reacción adversa en los demás lobos.
¡Oh, cielos!, pensó. ¿Qué habría dicho en el idioma de los lobos?
El macho alfa se acercó con las patas rígidas y emitió un grave gruñido de respuesta desde lo más hondo de los pulmones.
«Tranquilo, chico —quiso decirle—. No traigo malas intenciones».
Las palabras salieron en forma de nuevos gruñidos. Al macho alfa se le erizaron los pelos del cuello. Continuó su avance y los demás miembros del grupo la rodearon.
Nina empezó a recordar cosas que había leído acerca de los lobos. Cómo lo íntimamente unida que estaba una manada y cómo expulsaban de su territorio a los extraños. Ahora ocupaba el cuerpo de uno de sus compañeros pero, seguramente, no estaba actuando como era debido. Probablemente, no olía como era debido.
Lanzó una rápida mirada a la zanja del recinto. Era demasiado inclinada para intentar el salto. Pero si no podía marcharse, si los lobos no podían expulsarla de lo que consideraban su «territorio», ¿qué harían?
La respuesta llegó en forma de un brusco ataque del macho alfa, que se lanzó sobre ella con los dientes al descubierto, buscándole el hombro. Ella saltó fuera de su alcance tan pronto como el lobo se movió y, aunque los dientes encontraron carne, sólo consiguieron pellizcarle el hombro sin llegar a hacerle un rasguño. De todos modos, el dolor fue intenso, un fuego ardiente en los músculos, y el pánico que hasta entonces había conseguido controlar con tanto éxito la dominó de nuevo, como si le clavaran unas zarpas en las terminaciones nerviosas.
Nina cayó de costado por el brusco movimiento de esquivar el ataque, se incorporó de inmediato con gestos frenéticos y retrocedió. Pero con ello le quedó la zanja a la espalda y la manada delante.
«Despierta —se dijo—. ¡Despiertadespiertadespierta!».
Pero no cambió nada.
Salvo que el macho alfa cargó de nuevo contra ella.