Ash no se sintió capaz de ir a la escuela aquel jueves por la mañana. Desde que había pasado el fin de semana encerrada, llevaba tres días seguidos portándose lo mejor posible. Había asistido a la serie inacabable de clases aburridas sin saltarse ninguna, había vuelto a casa a la hora todas las tardes para sentarse sin hacer nada en la habitación que compartía con Nina y donde tenía que soportar la expresión enfurruñada de su prima, que la observaba cuando creía que Ash no la veía, y había ayudado en la casa como la buena gilipollas en que fingía haberse convertido.
Pero ya tenía suficiente. Necesitaba dedicarse una mañana a ella misma, o se volvería loca.
Así pues, se levantó temprano y salió de casa antes de que su prima se hubiera vestido siquiera. Cuando Nina se encaminaba a la parada del autobús con su madre, Ash ya había cruzado la ciudad y se había adueñado de un banco en el parque Fitzhenry, donde permaneció sentada mientras avanzaba la mañana, contemplando la entrada de los últimos empleados en los edificios de oficinas que daban al parque y disfrutando, luego, con la presencia familiar de los habituales del parque que se preparaban también a iniciar su jornada.
La primera en acudir fue la vieja de los gatos. Llegó empujando un desvencijado carrito de compras cargado con todas sus pertenencias y envuelta en tantas capas de ropa que parecía llevar puesto todo su vestuario. Sacó del carrito una bolsa de comida seca para gatos, que repartió a los animales que se habían congregado al pie del monumento a los soldados muertos en campaña, atraídos por sus canturreos —«mininos, mininos»— y por la promesa de comida.
En rápida progresión, aparecieron otros personajes: Pedro, el narrador de historias hispano que siempre llegaba pronto para hacerse con el mejor lugar junto a la fuente, desde el cual declamaba sus fábulas urbanas a los paseantes del mediodía; un par de músicos ambulantes, un violinista y una intérprete de salterio; esta última solía pasar más tiempo afinando que tocando, como sabía Ash de anteriores ocasiones; el hombre de la bicicleta y su triciclo, adornado con todos los accesorios imaginables —luces y espejos, banderitas y hasta un transistor—, que arrastraba un cochecito de niño y, sentado en él, su perro, Surfer, una criatura delgada y de pelaje ralo que lucía unas gafas de sol. Llegaron después varios mendigos, alcohólicos recién salidos del desayuno gratuito de la misión para hombres, otros chicos que se habían saltado la escuela y que se dedicaron a patinar con sus planchas cerca del monumento cuando la vieja de los gatos se hubo marchado, varios drogadictos de ojos turbios en busca de la dosis matinal, mujeres del barrio cercano paseando a sus hijos en cochecito o aupándolos en brazos mientras formaban corros y se dedicaban a chismorrear, practicantes de jogging, un par de chicos de edad universitaria que se lanzaban un disco playero, varios vendedores de comida rápida y bocadillos con sus carretillas y muchos otros, demasiados para mencionarlos a todos.
Desde su asiento, Ash los observó dedicarse a sus asuntos mientras hacía chocar las punteras de sus botas negras y lanzaba cautas miradas por si veía al causante de su mal encuentro de la noche anterior, pero el tipo, al menos, no hizo acto de presencia. Empezó a relajarse cuando el sol ya lucía en lo alto. La chica del salterio terminó de una vez de afinar el instrumento y, acompañada del violinista, empezó a tocar una vieja pieza de Gerry and the Pacemakers, Ferry Cross the Mersey, que sonó extraña pero no excesivamente miserable, teniendo en cuenta la insólita instrumentación escogida para interpretarla.
A su madre le gustaba aquella canción. Tenía el disco de la banda sonora de la película que se hizo a partir de la canción y solía poner la pieza una y otra vez, hasta que Ash creía que se volvería loca si la oía una sola vez más.
En aquel momento, habría dado cualquier cosa por volver a estar en casa, con su madre, escuchándola de nuevo.
Una extraña presión le atenazó el pecho y notó que las lágrimas se agolpaban en sus ojos.
«Olvídalo —se dijo—. Olvídalo todo».
Pero era muy difícil. Tres años era una eternidad, pero aún le parecía que fuera ayer cuando la señora Christopher, la vecina, la había despertado con suave insistencia.
Oh, pobre niña, tengo una noticia terrible…
Ash se frotó los ojos con los nudillos.
No estaba dispuesta a quedarse allí sentada, llorando en público como un bebé. Sin embargo, dentro de ella notaba un vacío, un hueco que su madre había dejado al morir y que nunca más podría llenarse. Ash estaba haciéndose una experta en ocultarlo, en fingir que no existía. Al menos, cuando no estaba sola. Pero allí en el parque, entre la música y sus recuerdos…
El agujero se abrió como las fauces inmensas de alguna antigua bestia monolítica, amenazando con engullirla entera.
—¡Eh, chica, dame un beso!
Por un instante, sólo percibió las palabras, no la voz que las decía ni su tono humorístico. Ash se volvió con una expresión de furia, pero enseguida volvió a suavizar el gesto.
—¡Oh, Cassie! —exclamó, y abrazó a la mujer, a quien no había visto acercarse al banco.
Cassandra Washington, una mujer que rondaba los treinta y que era habitual de las calles más por gusto que por necesidad, era lo más parecido a una amiga íntima que tenía Ash. Cassie tenía la piel de color café, llevaba el cabello recogido en un centenar de trenzas con abalorios en las puntas y era la mujer más guapa que Ash conocía. También tenía tendencia a las indumentarias extravagantes. Esa mañana iba con unos tejanos rojos muy ajustados, metidos en unas botas de caña alta anaranjadas, y una torerilla negra con una blusa amarilla; llevaba también brazaletes y pendientes, unos enormes aros de plástico que reflejaban todos los tonos del arco iris. Caída a sus pies había una abultada bolsa de lona roja que contenía los útiles de su oficio: un complicado rompecabezas de lona y madera que se desplegaba para convertirse en una mesilla y un taburete, un mantel bordado a mano con floridos dibujos herméticos, un pequeño cuenco de cobre para el dinero y, envueltas en seda y guardadas en una caja de teca, sus cartas del tarot.
Cassie era adivina y Ash no la había visto desde hacía meses.
—Pensaba que te habías ido al Oeste —le dijo después de un abrazo.
—Me fui. Y ya estoy de vuelta.
—Me alegro.
Cassie le dedicó una atenta mirada.
—Ya lo veo. Tienes cara de necesitar una amiga, muchacha. ¿Vuelves a pasar una época difícil?
—Igual que siempre —contestó Ash.
—¿Dándole vueltas a las cosas y aterrizando en el vacío?
Ash asintió.
—Bien, pues —continuó Cassie—, ¿por qué no nos acercamos entonces a la carretilla de Ernie, compramos unos tés y luego vemos si encontramos un lugar tranquilo donde podamos tomárnoslos y hablar?
Ash señaló la bolsa de Cassie con la puntera.
—¿Y el trabajo? —preguntó.
—¡Bah!, no necesito el dinero —le aseguró Cassie—. Ahora tengo un piso en Upper Foxville y a un vendedor de hierba instalado allí, un tipo llamado Huesos que sólo vive para hacerme feliz, de modo que no te preocupes por mí.
Se incorporó, se colgó la bolsa al hombro y luego tomó de la mano a Ash.
—Andando, chica. Vamos a hacer una sesión en serio.
Compraron las infusiones en el tenderete de Ernie y Cassie echó cinco cucharadas de azúcar en su bebida, lo que causó el asombro de Ash por un momento, pues había olvidado el gusto por los dulces de su amiga. Ernie, en cambio, no. El cubano, un hombre bajo y de tez oscura, sacó de un cajón de la carreta un bollo empapado en miel y se lo ofreció a Cassie.
—Tenemos galletas —dijo Cassie, dando unas palmaditas en la bolsa.
—Para ti —insistió Ernie—, invita la casa. Para celebrar tu regreso.
—Bueno, si se trata de eso… —aceptó Cassie con una carcajada.
Ernie las vio alejarse con una sonrisa radiante en el rostro.
En el interior del parque, centrado en torno a una serie de estatuas que representaban a un sátiro con una flauta de Pan en los labios y a tres ninfas bailando, había un pequeño montículo rodeado de cerezos en flor. El rincón era llamado los jardines de Sileno y había sido donado por un rico mecenas de las artes de Crowsea en honor al poeta Joshua Stanhold. Allí, los bancos eran de mármol, igual que las estatuas, y el aire estaba perfumado con el aroma embriagador de los capullos.
—Me encanta este lugar —dijo Cassie mientras tomaba asiento en uno de los bancos—. Cuando estoy aquí, me parece que estoy escondida de todo; no aislada, sino como si el mundo estuviera en suspenso. Es un buen sitio para hablar —añadió con una sonrisa.
Ash asintió.
—A mí también me gusta. A veces vengo a sentarme aquí de noche, sólo para… no sé, para pensar, supongo.
—¿Sabías que nunca han asaltado ni herido a nadie en esta parte del Fitzhenry? —comentó Cassie—. En el mundo hay espacios mágicos, sitios en los que creo que quien esté a cargo de todo (Dios, Alá, un pequeño contable gris con traje gris, una mágica madre del mundo, escoge lo que más te guste) ha decidido que sólo iban a tener buenas vibraciones, y éste es uno de ellos. Es difícil encontrar un espacio así en una gran ciudad. Y la mayoría de lugares, si lo tienen, es solamente uno. Aquí tenemos mucha suerte. Esta ciudad posee dos.
—¿Cuál es el otro? —preguntó Ash.
—Una casa vieja de Lower Crowsea. Ya te la enseñaré alguna vez.
Cassie quitó la tapa del recipiente del té, rompió una lengüeta en forma de tajada de torta y volvió a colocar la tapa sobre el vaso de plástico.
—La gente debería llevar su propio recipiente para el té. Así los vendedores no tendrían que utilizar esta basura —apuntó, observando el plástico con mirada crítica—. Va fatal para el medio ambiente.
Ash asintió.
—Y bien, ¿por qué no me cuentas qué es eso que te consume? —dijo Cassie.
Ash abrió la tapa de su vaso de té y no dijo nada durante un rato. Fijó la vista en las estatuas, que le parecieron muy felices y libres de preocupaciones, y se preguntó cómo sería sentirse así, no tener que llevar siempre consigo aquella carga de resentimiento.
Cassie le dejó todo el tiempo que quisiera tomarse. Mientras, engulló el bollo embadurnado de miel, que le dejó pringados los dedos y la barbilla, y tomó unos sorbos de té. Se comportaba como si estuvieran de picnic, como sí la conversación no fuera necesaria, no fuera deseada siquiera. Pero cuando Ash empezó a hablar por fin de lo que la inquietaba, prestó toda su atención a la muchacha.
—Nunca resulta fácil perder a la madre de esa manera —dijo, cuando Ash hubo terminado—. Pero todo esto ya lo hablamos en otra ocasión.
—Ya sé —asintió Ash—. Tengo que olvidarlo. Pero parece que soy incapaz de hacerlo.
—No —replicó Cassie—. Olvidarlo, no. Tienes que ver el hecho en su debida perspectiva, eso es todo. Las cosas sucedieron así y no puedes cambiarlas. Pero ahora debes continuar adelante.
—Supongo que tienes razón.
—Es lo que tu madre habría querido que hicieras.
—Pero no es sólo eso —añadió Ash con un suspiro—. Es… No sé. No me siento normal.
—No me gusta emplear estas palabras, chica, pero eso es parte de la maldición de tener la edad que tienes. Cuando pienso en las extrañas divagaciones en las que me metía a los dieciséis años… —Cassie le dirigió una sonrisa de añoranza.
—Pero yo siempre estoy enfadada —replicó Ash—. Siempre. Y eso no está bien. Sé que no lo está. No quiero sentirme así, pero parece que no puedo hacer nada por impedirlo. Mis tíos creen que se me pasará conforme madure. El consejero de estudios opina que sólo estoy tratando de llamar la atención, que sólo finjo tener problemas para poder holgazanear en clase.
—Tú sabrás cuál es la verdad —dijo Cassie—. Nadie puede conocer eso mejor que tú misma.
—Pero tal vez necesito… Ya sabes, ayuda en serio.
Cassie no dijo nada durante unos instantes y paseó la mirada por el jardín. Mientras lo hacía, Ash estudió su perfil y deseó parecerse a ella. Cassie daba la impresión de no tener nunca problemas.
—No me gusta dar sermones —dijo por último la negra—, pero eso es lo que me estás pidiendo, ¿verdad?
Ash asintió.
—Lo cierto es que todo cuanto te sucede lo estás provocando tú misma.
—¿Cómo dices?
—Verás, por lo general, si una piensa que las cosas van a ir mal, así resultan. La solución tiene que ver, ante todo, con tu propia actitud. Sé que esto recuerda a los tópicos de las reuniones de padres y maestros, pero es una auténtica verdad divina. Andas por ahí con una actitud negativa y, como es lógico, así sólo conseguirás atraer más problemas y dificultades. Y, en cuantos más líos se ve una metida, más fácil le resulta pensar que el mundo entero está en su contra.
—¿Pero cómo deja una de sentirse negativa?
Cassie movió la cabeza a un lado y a otro.
—Ésa es la auténtica cuestión, ¿no? Resulta difícil pensar en sentirse bien cuando todo parece estar mal.
Ash asintió.
—Tal vez deberías intentar ayudar a otros; ya sabes, hacer algo por alguien que tiene sus propios problemas, sin esperar nada a cambio. Por ejemplo, visitar a los viejos de una residencia. O hacer trabajos voluntarios en el hospital, como entretener a niños enfermos. Cosas así…
—Con el aspecto que tengo, no me querrían.
—No te digo que debas cambiar tu aspecto, pues es parte de lo que eres. Te sorprendería comprobar cuánta gente se tomaría el tiempo y la molestia de interesarse por lo que palpita debajo de esa indumentaria. Pero tú también debes tomarte ese tiempo y esa molestia. Estoy segura de que tienes tantos prejuicios respecto a los ancianos como ellos puedan tenerlos hacia ti.
A Ash estuvo a punto de escapársele una respuesta airada, pero logró contenerla antes de que se transformara en palabras. Porque Cassie tenía razón. Ash se inclinó hacia adelante en el banco de mármol y bajó la mirada hacia sus botas. Todo lo que Cassie le estaba diciendo tenía sentido. Ella también lo había pensado un millón de veces. Pero no la ayudaba a sentirse mejor.
—¿Qué te parece si te echo las cartas? —dijo Cassie.
Ash alzó la vista, sorprendida. Cassie no se había ofrecido nunca a leerle las cartas y Ash no se lo había pedido. Había dado por entendido que no era algo que Cassie hiciera con sus amigas.
—Pero tienes que tomarte esto con ciertas reservas —le advirtió Cassie—. Lo único que exponen las cartas son posibilidades; sucesos que tienen grandes posibilidades de producirse, eso sí, pero nada más. No se trata de profecías grabadas en piedra. Las cartas son más bien como mirarse en un espejo, sólo que en lugar de mostrar un reflejo de tu rostro, reflejan lo que sucede aquí dentro. —Cassie se dio unos golpecitos en el pecho—. ¿Te apetece?
—Desde luego.
Ash dirigió una mirada expectante a la bolsa de lona y toda su parafernalia, pero Cassie se limitó a sacar una baraja manoseada del bolsillo interior de su torerilla. Las cartas estaban sujetas con una goma elástica.
—Esto… —empezó a decir Ash. Cassie la cortó con una sonrisa.
—Debes de preguntarte por qué no uso las de aquí dentro, ¿no? —dijo, dando unas palmaditas en la bolsa. Ash asintió—. Ésas son las de lucir —continuó Cassie—. Son para el espectáculo. La gente saca el dinero, yo les doy una actuación: toda la parafernalia de símbolos, mucho misterio… lo que la gente espera.
—Tópicos —apuntó Ash.
—Exacto. La mayor parte de la gente considera que, si no paga un precio por una cosa, es que no tiene ningún valor. Y, si pagan por ella, entonces exigen un espectáculo. Por eso tengo esas cartas de fantasía para ellos, envueltas en seda y guardadas en una caja. Son preciosas. Tienen unos grabados preciosos. Pero estas otras —Cassie tocó con los dedos los naipes raídos que acababa de sacar del bolsillo—, éstas sí que son mágicas.
Quitó la goma elástica y se la colocó en la muñeca. Después, barajó las cartas.
—Necesitamos una carta del Consultante —dijo.
Ash asintió. En su casa tenía un tarot de Acuario y había leído algo sobre cómo se echaban las cartas, pero nunca había probado a hacerlo. Se suponía que una no se las echaba a sí misma y no se le ocurría a quién pudiera hacer participar en ello. ¿A Nina? Ni en broma. Su prima parecía muerta de miedo con sus discos de heavy metal, por no hablar de su pequeña biblioteca de ocultismo.
—El Paje de Pentáculos —murmuró Cassie—. Creo que éste servirá. Cabello negro y ojos oscuros… la Reina quizás es demasiado vieja, ¿tú qué crees?
Ash miró la carta que Cassie había colocado en el banco, entre las dos, y exhaló un brusco jadeo.
—Eso es…
Cassie la miró a los ojos con una sonrisa.
—Sí. Tú.
—¡Pero soy yo de verdad!
Los naipes parecían viejos, con los bordes gastados y las imágenes casi totalmente desgastadas en algunas partes. Pero el grabado que mostraba la carta que Cassie acababa de colocar en el mármol era el vivo retrato de Ash; incluso lucía el pendiente del esqueleto y el arete con el símbolo de la anarquía, la A en el círculo, que colgaban de su lóbulo izquierdo y el parche con el anagrama de Motörhead que llevaba en el bolsillo de la chaqueta tejana. Se le parecía tanto que habría podido ser una fotografía.
—¿Cómo…?
—Cartas mágicas —dijo Cassie—. No te inquietes, chica —añadió, entregándole el resto de los naipes.
—Pero…
—Barájalas —le sugirió su amiga.
Durante unos largos momentos, Ash no pudo hacer otra cosa que contemplar aquella imagen suya colocada en el banco. Notó caliente el mazo de cartas que tenía en las manos; más caliente de lo que había creído que estaría en aquel bolsillo de Cassie, junto a su pecho. Bruscamente, se dio cuenta de que hasta entonces había considerado todo aquello como un juego; ahora, de pronto, estaba convencida de que las cosas eran mucho más reales de lo que había creído.
Y el pensamiento la asustó.
—No es necesario que sigamos —apuntó Cassie con delicadeza.
Ash alzó la mirada y fijó sus ojos en los de Cassie. La mujer era amiga suya, pensó. Sucediera lo que sucediese, Cassie no permitiría que algo malo le ocurriera. Y si las cartas la ayudaban en algo…
—No —dijo, pues—. Adelante.
Barajó las cartas lentamente, pensando en lo que la preocupaba, y luego le devolvió los naipes a Cassie.
—Estamos en un buen lugar —afirmó ésta—. Recuerda que aquí nos protege algún ente benévolo.
Sacó una carta de la baraja y la colocó sobre la carta del Consultante. Una imagen de Nina miró a Ash desde su superficie.
—Esta representa la atmósfera general —indicó Cassie—. Voy a extender las cartas primero, y luego hablaremos de todo lo que salga, ¿de acuerdo?
Ash no pudo sino asentir. Ver en aquellos naipes su propia imagen, primero, y la de Nina a continuación, la había dejado en un estado de profundo aturdimiento.
Cassie colocó otra carta, atravesada sobre las anteriores.
—Y ésta representa las fuerzas en oposición —explicó.
La carta mostraba la imagen del desconocido que había seguido a Ash la noche anterior.
La muchacha reprimió un escalofrío.
—Esta indica la causa y el origen del asunto.
Cassie colocó la tercera carta en el mármol, al pie de las anteriores. El grabado mostraba la imagen de una vieja cuyas facciones eran una intrincada telaraña de arrugas, más numerosas aún en torno a sus ojos castaño oscuro, que parecían intemporales. Tenía los rasgos de alguna tribu india e iba ataviada con un vestido de suave ante con abalorios y, sobre los hombros, una capa de piel. Llevaba el cabello peinado en trenzas entretejidas de plumas, conchas de moluscos y más cuentas y abalorios. Sostenía una vara con adornos de plumas en el extremo y portaba una bolsita de piel de alce a la cintura, sujeta con tiras de cuero a un cinturón adornado con cuentas.
Ash no había visto a aquella mujer en su vida. Tampoco había visto una imagen parecida en ningún mazo de cartas del tarot pero, antes de que pudiera preguntarle nada a Cassie, su amiga sacó otra carta más.
—Esta muestra una influencia que ha desaparecido recientemente —dijo, colocándola a la izquierda de la carta del Consultante. En ella había una extraña imagen mecánica que parecía una síntesis de máquina y partes de cuerpo humano. Sus únicos colores eran tonalidades de gris. El grabado le recordó a Ash una pintura de Giger o algo sacado de la película Alíen.
—Esta muestra el futuro cercano.
La nueva carta, colocada junto al borde superior de la que representaba al Consultante, mostraba una llanura nevada y barrida por el viento en la que se alzaba una torre. No; se trataba de un árbol, pero parecía una torre con cientos de ventanucos abiertos en su superficie. La imagen provocó en Ash una sensación de absoluta desolación.
—Y ésta, el futuro lejano.
La mano de Cassie colocó la sexta carta a la derecha de la del Consultante, completando la forma de una cruz. El nuevo naipe tenía la imagen de un lobo tocado con una corona de ramas de rosal. Las hojas de las ramas aún estaban verdes y sobre la oreja izquierda del animal, entre las espinas, había un capullo rojo en plena floración.
—La próxima muestra tus miedos.
Cassie inició una hilera de cartas a la derecha de la cruz y colocó la séptima en la parte inferior. En ella se apreciaba el dibujo de los restos de un edificio devorado por el fuego. A Ash se le aceleró el pulso cuando cayó en la cuenta de que era el edificio de St. Ives donde había vivido con su madre.
—Esta representa la influencia de tu familia y tus amistades.
La octava carta fue colocada a continuación de la anterior, tocando su borde superior. En el dibujo se veía a los tíos de Ash en un prado estival, con los brazos y las piernas rodeados por las raíces y las ramas de la vegetación circundante. La imagen transmitió a Ash una sensación de esperanza y, a la vez, de amenaza.
—La siguiente indica tus propias esperanzas.
Situó la novena carta a continuación de las dos anteriores. El naipe mostraba una figura humana de espaldas, escalando una cumbre. La figura estaba a apenas unos palmos de su meta, pero no tenía dónde asirse para terminar la ascensión. Del borde superior del naipe surgía un brazo extendido para ayudar al escalador. Al aparecer en la imagen únicamente aquella extremidad, no había modo de saber quién era el que estaba en la cima, tendiéndola.
La figura que escalaba era ella, se dijo Ash. Pero ¿de quién era aquella mano?
—Y, por último, ésta muestra el resultado final —anunció Cassie. Sacó del mazo la carta número diez y la colocó encima de la novena, completando así la hilera de cuatro cartas a la derecha de la cruz que había formado con las seis primeras.
Ash observó el naipe y alzó rápidamente la vista hacia su amiga. De pronto, el pulso se le había disparado al galope, como el frenético punteo de una buena guitarra de heavy metal.
—¿Qué… qué significa esto? —quiso saber.
En los ojos de Cassie advirtió una expresión que no había visto nunca. Su amiga parecía encerrada en sí misma pero, al mismo tiempo, tenía la mirada perdida en la lejanía. Era como si estuviera allí y, a la vez, en otra parte. Como si estuviera presente pero, al mismo tiempo, muy distante.
La inquietud de Ash se incrementó. El miedo se deslizó arriba y abajo de su espinazo como si estuviera dotado de pequeñas zarpas de rata.
—¿Cassie? —insistió al comprobar que su amiga no respondía—. ¿Qué sucede?
—Yo… no lo sé.
Las dos contemplaron de nuevo la última carta. Allí estaba. En blanco. Sin grabados ni dibujos. Con la superficie absolutamente libre de marcas.
La sensación reconfortante que envolvía el jardín a su llegada parecía estar desvaneciéndose y, de pronto, un intenso frío había hecho acto de presencia.
Cassie empezó a alargar la mano hacia aquella última carta cuando una ráfaga de viento se levantó de la nada y arrastró los naipes expuestos, que cayeron en el sendero a los pies de ambas y quedaron posados sobre el pavimento como otras tantas hojas caídas al azar. Cassie se quedó paralizada, con la mano extendida todavía para recogerlos y la vista perdida en el infinito.
Allí nunca sucedía nada malo, se dijo Ash mientras intentaba contener un escalofrío.
Pero ¿y si era ella quien había traído algo malo a aquel lugar? ¿Y si llevaba dentro de sí algo malévolo que se había desatado allí, adueñándose de la magia y pervirtiéndola? Igual que llevaba dentro de sí algo que no funcionaba bien…
De improviso, Cassie se estremeció. Su extraña expresión se suavizó y, sin más comentarios, se inclinó a recoger las cartas, devolviéndolas a la baraja. Se quitó la goma elástica de la muñeca y la puso en torno al mazo, que guardó acto seguido en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Cassie… —murmuró Ash—. ¿Qué sucede? ¿Por qué no había nada en la última carta? ¿Cómo es posible que en esos naipes aparezcamos yo, Nina y todos los demás?
—Ya te dije que eran cartas mágicas —replicó Cassie.
—¿Va sucederme algo malo?
—No, si puedo evitarlo.
La respuesta no resultaba demasiado tranquilizadora, pensó Ash.
—¿Qué decían las cartas?
—Nadie va a hacerte daño —le aseguró Cassie—. Te lo prometo, y Cassie Washington no falta nunca a su palabra. ¿De acuerdo?
—Pero las cartas…
—Aún estoy trabajando en eso —respondió Cassie—. Tengo que reflexionar un poco más antes de explicarte qué decían.
Se puso en pie y se echó la bolsa de lona al hombro.
¡Cielos! Cassie se disponía a marcharse, pensó Ash. No sabía si sería capaz de soportarlo.
—Creo que en este momento no podría quedarme sola —murmuró.
—¿Quién dice que pienso dejarte aquí? Tú vienes conmigo, chica.
—¿Adónde vamos?
—A mi casa. Quiero comentar una cosa con Huesos.
Al ver la mirada de desconcierto de Ash, Cassie sonrió.
—Ya te lo he contado, chica. Huesos es un hechicero de magia negra y creo que ésta es la fuerza que ha actuado aquí. Magia negra, densa e intensa. Lo que necesitamos es a un hechicero que nos explique qué significa.
Ash no tenía idea de lo que estaba sucediendo, pero confiaba en Cassie lo suficiente como para dejarse llevar fuera del parque y tomar el metropolitano hasta Upper Foxville, donde su amiga y Huesos compartían un edificio abandonado con otra docena de ocupantes.
Ash no había estado nunca en la zona de Upper Foxville donde se encontraban instalados Cassie y Huesos. El edificio quedaba un par de manzanas al norte de Gracie Street, justo en el centro del kilómetro cuadrado de casas vacías y solares cubiertos de cascotes que era lo único que quedaba de los bienintencionados proyectos de un consorcio inmobiliario que había intentado convertir la zona en una especie de barrio residencial en plena ciudad. En otro tiempo, toda el área había sido como los bloques al sur de Gracie, edificios de pisos y apartamentos de renta baja, pero ahora sólo acogía a ocupantes ilegales, drogadictos, motoristas y demás.
No era la clase de sitio que Ash habría visitado por propia iniciativa. Había lugares donde no merecía la pena meterse, aunque le fuera en ello la fama de dura. Incluso teniendo a Cassie a su lado, caminar por las calles cubiertas de cascotes la ponía nerviosa. Vio a unos drogadictos congregados en la boca de un callejón, con la mirada inquieta pendiente de ellas mientras pasaban. Las risas y silbidos de unos rufianes callejeros las siguieron al dejar atrás otra bocacalle. En una esquina, cerca de la casa de Cassie, un motorista solitario con la divisa de los Dragones del Diablo blasonada en la espalda de un sucio chaleco tejano las vio pasar con ojos entrecerrados, sentado a horcajadas en una Harley modificada.
Con considerable alivio, Ash cruzó un umbral detrás de Cassie para conocer a Huesos.
El interior del edificio estaba cubierto de pintadas de todo tipo, desde símbolos de anarquía pintados con spray a comentarios sobre diversas perversiones sexuales, toscamente garabateados. Basuras y desperdicios inundaban los pasillos y escaleras pero, en el primer piso, las paredes habían sido sometidas a una limpieza y los pasillos y habitaciones estaban despejados y barridos.
—¿Qué tal va? —preguntó Cassie mientras avanzaban por un largo corredor vacío.
—Bien, supongo. —Ash pensó en lo que había sucedido un rato antes en los jardines de Sileno y reconoció—: Pero aún estoy algo alterada.
—Yo también —asintió Cassie.
Ash la miró, preocupada. Saber que su amiga compartía sus temores la hacía sentirse un poco mejor. La cruz era que esperaba que Cassie le resolviera todos los problemas, y si ahora veía mal las cosas…
Cortó sus pensamientos antes de que siguieran por aquellos derroteros.
—Aguanta —le dijo Cassie—. Con Huesos de nuestra parte, tenemos una ayuda muy poderosa.
Huesos era un kickaha de pura cepa, un indio americano de una pequeña tribu local perteneciente al grupo lingüístico algonquino. Era algo mayor que Cassie, en torno a los treinta, lo cual lo convertía en un auténtico anciano en comparación con Ash. Su piel tenía un intenso tono cobrizo y sus facciones eran anchas: una nariz chata, unos ojos oscuros muy separados y un mentón cuadrado. Llevaba el cabello, negro y largo, en una única trenza casi tan larga como la de la tía de Ash, e iba vestido como un punk, con tejanos negros descoloridos y rotos en las rodillas, botas de trabajo de suela gruesa y una simple camiseta blanca.
Lo encontraron en una habitación trasera del primer piso, sentado con las piernas cruzadas ante un pequeño tipi de ramitas, entre las cuales había intercalada una serie de extraños objetos: caparazones de pequeños moluscos, plumas de paloma, algo que parecía las zarpas de un animal y pequeñas tiras de cuero con el pelaje del animal aún en ellas.
Huesos no se parecía en nada a lo que Ash había esperado. Tenía una expresión tan ausente como la de Cassie en el parque, con la mirada concentrada en sí mismo pero como si, al mismo tiempo, estuviera oteando algún lugar remoto e invisible. No dio la menor muestra de haber advertido su presencia.
Estupendo, pensó Ash. Todo aquel paseo para pedirle consejo a un chiflado por los psicodélicos.
Sin embargo, tan pronto como Cassie y Ash tomaron asiento frente a él, los ojos del indio se concentraron en ellas. Por un instante, emanó de él una sensación de poder tal que hizo crepitar el aire y erizó el vello de los brazos de Ash como si la atmósfera estuviera cargada de electricidad estática. A continuación, Huesos les dedicó una sonrisa que dejó al descubierto todos sus dientes y lo transformó en lo que a Ash no pudo por menos que recordarle a un payaso.
Huesos se sacó del bolsillo una bolsa llena de caramelos de goma, se llevó uno rojo y otro negro a la boca, y los mascó con fruición. Evidentemente compartía el gusto de Cassie por los dulces. Ash confió en que los caramelos no estuvieran cargados de algún tipo de droga.
—¿Qué, Cassie? —dijo entonces—. ¿Se te ha dado mal el día?
—Ni siquiera he empezado —respondió Cassie—. Me he encontrado a una amiga y tiene un problema.
Las facciones de cómico se volvieron hacia la muchacha.
—Hola, Ash. Me alegro de conocerte. —Le ofreció la bolsa de dulces—. ¿Quieres uno?
Ash dijo que no con la cabeza y miró a Cassie.
—Esto… quizá no ha sido tan buena idea que viniera… —empezó a murmurar, pero calló a media frase y miró a Huesos más detenidamente.
¿Cómo había sabido su nombre?
—Ya sé el aspecto que tiene —oyó decir a Cassie, hablando del indio como si él no estuviera presente—, pero confía en mí. No puede evitar comportarse como lo hace. Lleva demasiado de Nanabozho en la sangre.
—Nana… ¿qué?
—Hay que reír —proclamó Huesos—. Si uno no ríe, llora.
—¡Es bien cierto! —asintió Cassie.
Ash sacudió la cabeza. Allí estaba sucediendo algo; aquello tenía un extraño sentido oculto que era incapaz de concretar.
—El problema es el siguiente —añadió su amiga, y se lanzó a contar lo sucedido en el parque, describiendo a Huesos la frustrada tirada de cartas y cómo había sido interrumpida. Mientras hablaba de las imágenes de los naipes, los ojos mentales de Ash fueron reviviéndolas con la misma claridad que si aún las tuviera expuestas ante ella.
Se llevó un sobresalto cuando, de improviso, Huesos le preguntó:
—¿Qué significaban para ti esas imágenes?
No quedaba ahora nada del payaso, salvo una vaga y distante llamita humorística en el fondo de sus ojos. Ash se sintió impresionada por su súbita seriedad. Las imágenes de las cartas, tan claras en su mente cuando Cassie las describía momentos antes, se hicieron confusas y enmarañadas.
—Yo…
—Vayamos una por una —apuntó Cassie, sacándola del apuro—. La primera era la de una chica de tu edad.
—Sí. Mi prima Nina. —Ash le dirigió a su amiga una mirada de agradecimiento.
Con una ligera ayuda de Cassie, Ash fue recordando el resto de las cartas, explicando quiénes eran los que aparecían y la relación que tenían con su vida. Para algunas imágenes —el lobo con la corona de espinas, la anciana india—, no pudo encontrar explicación; sobre otras —las ruinas quemadas del edificio donde estaba el apartamento en el que había vivido con su madre en St. Ives, sus tíos en el claro de bosque con los brazos y las piernas enredados en ramas y raíces—, sólo pudo hacer suposiciones.
Cuando hubieron repasado los diez naipes, Huesos asintió con gesto meditabundo.
—Ya veo… —murmuró.
Buscó detrás de él y alzó del suelo una bolsita de cuero que guardó en su regazo. Cerró los ojos e introdujo la mano en ella. Ash captó un curioso sonido apagado que le recordó el de un sonajero cuando Huesos movió los dedos en el interior.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó a Cassie. Ésta se llevó el índice a los labios.
Huesos empezó entonces a emitir un murmullo.
—¡Ay ye, ye-no, no-ya!
Al principio, Ash pensó que estaba gimiendo, pero luego se dio cuenta de que era una especie de cántico. La sensación de poder que había percibido durante unos instantes cuando ella y Cassie se habían sentado frente al indio volvía a notarse… y esta vez llenaba la habitación. Se le pusieron los brazos de carne de gallina y no pudo evitar un escalofrío que parecía surgir de muy adentro, de los propios tuétanos.
El cántico se hizo más potente.
—¡Ah-nia-hee, hey-no, hey-no!
Con un movimiento brusco e inesperado, Huesos sacó la mano de la bolsa y, abriendo los dedos, esparció su contenido por el suelo, entre él y el extraño tipi.
«Así que de ahí le viene el nombre…», pensó Ash.
Lo que había arrojado al suelo era un puñado de huesecillos, los cuales quedaron dispuestos en una configuración que no tenía ningún significado para Ash —y ésta pensó que, probablemente, tampoco lo tendría para Cassie—, pero que Huesos dio la clara impresión de saber interpretar. El indio se inclinó sobre los huesecillos con los dedos extendidos para seguir el dibujo, y mantuvo la mano sobre ellos unos breves instantes.
Ahora guardaba silencio. El único ruido en la estancia era el de las respiraciones. Ash estudió los huesos, intentando adivinar qué veía el indio en ellos.
¿De qué serían? ¿De ave? ¿De ratones? Quizás era mejor no saberlo.
El hombre recogió los huesecillos con un movimiento tan brusco como el empleado antes para arrojarlos y volvió a guardarlos en la bolsa.
—El problema no es tuyo —dijo, una vez los tuvo a buen recaudo—. Te afecta, pero tú no eres el objetivo. Tu dolor y tu cólera fueron los catalizadores, lo que atrajo al espectro desde el mundo de los espíritus; sin embargo, una vez aquí, ha encontrado a otro a quien acosar.
A Ash se le empezó a acelerar de nuevo el pulso.
—¿Qué… qué significa eso? —preguntó.
—Quiere decir que la fuerza de tus emociones ha atraído a un espíritu de la otra vida —explicó Cassie.
—¡Vamos, Cassie! —respondió Ash—. No me vengas con cuentos.
—El problema —continuó Cassie, como si Ash no hubiera dicho nada— es que ese espíritu ha encontrado a otra persona a la que perseguir.
Ash sacudió la cabeza.
—Aunque fuera cierto lo que dices, ¿qué tendría eso de malo? Ya no es cuestión mía, ¿no?
Cassie no dijo nada, pero en sus ojos era patente la reprobación. Huesos se limitó a bajar la mirada hacia el pequeño tipi colocado en el suelo entre él y las muchachas.
Ash lanzó un suspiro.
—Está bien —musitó—. No he pensado lo que decía. O, mejor, sólo pensaba en mí.
Huesos le dirigió una sonrisa alentadora.
—Así pues, decís que lo malo del asunto es que ese… —titubeó antes de pronunciar la palabra, pues el significado de la frase seguía dejándola perpleja—… ese espíritu anda acosando a otra persona, ¿no es eso?
Ash tenía una pequeña colección de libros de ocultismo y le gustaba pensar en las cosas que leía en esos libros, pero en lo más profundo de ella, donde no valían engaños, nunca había creído de verdad que nada de aquello fuera cierto. Porque, si lo fuera, seguro que su madre se habría puesto en contacto con ella. Ésta era la verdadera razón de que hubiera empezado a interesarse en explorar aquellos temas.
Pero su madre nunca había respondido.
Porque, cuando una estaba muerta, lo estaba y basta. Una ya no podía sentir nada. Ya no existía. Y todo le daba igual.
En cambio, para los que se quedaban, las cosas eran diferentes…
—Si el espíritu te quisiera a ti —intervino Huesos—, podríamos conjurarlo para que se manifestara ahora mismo y resolver el asunto. Sin embargo, tal como están las cosas, tenemos que averiguar a quién busca y convencer a esa persona de dos cosas: primera, que el problema es real, y segunda, que podemos ayudarla.
—Apuesto a que se trata de su prima —dijo Cassie.
—¿Nina? —Ash movió la cabeza en gesto de negativa—. Imposible. Estas cosas le interesan tanto como a mí sus ridículas amigas.
—Es el cazador quien escoge —sentenció Huesos—, no la víctima.
Tal vez, pensó Ash, ¿pero Nina? ¿Quién querría a Nina?
—¿Qué hay de ese tipo que me siguió anoche desde la tienda de ocultismo? —preguntó—. Yo diría que es un mejor candidato.
—A mí también me inquieta —apuntó Cassie.
Huesos asintió.
—Ese hombre no encaja. Y yo no creo en las coincidencias. Pero ese espíritu es un aspecto femenino (me lo dicen los huesos y también la carta que os salió en el parque) y, tradicionalmente, para una cacería como ésta debería buscar a alguien de su propio sexo.
—¿Por qué? —quiso saber Ash.
—Parece que estamos ante una de las pequeñas primas manitús de la Abuela Sapo.
—Pero si la Abuela siempre ha sido benefactora —protestó Cassie, frunciendo el entrecejo.
—Es cierto —asintió Huesos—, pero las manitús son amorales. Esta parece estar marchitándose y busca la energía de un espíritu femenino joven para compensar las fuerzas que está perdiendo.
—¿Como si fuera un vampiro, quieres decir? —preguntó Ash, sin poder evitar una risilla. ¿Una especie de chupasangres india persiguiendo a su prima? Sí, exacto…
—Algo parecido —respondió Huesos con expresión solemne.
Por dentro, toda Ash se puso en tensión. Cielos, se dijo, el indio parecía hablar totalmente en serio. Carraspeó y musitó:
—Entonces, hum… ¿qué podemos hacer al respecto?
—Es preciso que vea a tu prima —dijo Huesos.
¡Como si Nina fuera a acceder a acompañarla a Upper Foxville porque Ash se lo pidiera! ¿Y si invitaba a Cassie y a Huesos a cenar en casa? ¿Cómo se lo tomarían sus tíos?
Sus pensamientos inconexos se detuvieron al llegar a este punto.
Los padres de Nina.
—Tiene sangre india —respondió por fin—. Mi prima Nina, me refiero. Su padre es medio no sé qué.
Y, pensándolo bien, lo más probable era que los padres de Nina acogieran a Cassie y a Huesos en su casa sin pestañear. Desde luego, no podía decirse de sus tíos que fueran una pareja de yuppies, precisamente. Imposible, con sus viejos carteles psicodélicos del Fillmore colgados aún en la pared, veinte años después de que los conciertos fueran anunciados y celebrados. Los Grateful Dead. La Acid Test Band. Big Brother and the Holding Company.
—¿Está ahora en casa? —quiso saber Huesos.
Ash asintió.
—Su abuela era de no sé qué tribu, pero mi tío ha pasado aquí toda su vida, así que tal vez sea alguna tribu de esta zona.
—Me parece que diste en el clavo —dijo Huesos a Cassie—. Tendremos que…
Interrumpió la frase al escuchar un súbito clamor procedente del piso inferior del edificio.
—¡Oh, mierda! —exclamó Cassie.
—¿Qué sucede? —preguntó Ash. Cassie suspiró:
—La policía está haciendo otra de sus redadas en los edificios abandonados.
—¿La policía? ¿Con qué objeto?
—La empresa propietaria de los edificios ha convencido a algunos miembros del consejo municipal para que el departamento de Policía detenga y disperse de vez en cuando a la gente que se aloja en ellos.
Cassie parecía estar citando de corrido un artículo de periódico.
—¡Pero no hay derecho! Si nadie más utiliza los edificios, ¿por qué no podéis…?
—Porque si a alguien le sucede algo en uno de ellos y decide poner una querella, los propietarios serían declarados responsables legales y, como puedes apostar lo que quieras a que no tienen asegurado nada de esto…
Ash empezó a incorporarse.
—Entonces, salgamos de aquí. ¡Sólo me faltaría que mis tíos tuvieran que depositar una fianza para sacarme del tribunal de menores!
Cassie posó una mano en la rodilla de Ash, impidiendo que se levantara.
—¡Cassie! ¡Me castigarían sin salir durante meses!
—No tengas miedo —dijo su amiga—. Pero sólo tenemos una manera de salir de aquí sin que nos cojan.
Ash captó las voces bruscas de los policías en la planta baja, de donde procedían a desalojar a todos los ocupantes ilegales que encontraban. Oyó gritos y discusiones al fondo del pasillo, y un ruido como el de una puerta derribada a patadas.
—¿De qué estás hablando? —replicó.
Cassie se limitó a mirar a su compañero.
—¿Huesos?
El indio ya estaba canturreando. Esta vez, la salmodia era distinta.
—Oh-na, oh-nya-na, hey-canta, no-ua-canta…
Huesos sacó una pipa de alguna parte. Una pipa de boquilla muy larga y de cuya cazoleta colgaban unas tiras de cuero ensartadas de cuentas, conchas y plumas.
Ash le vio cargar la cazoleta con unas hojas de tabaco muy oscuras. Y oyó los pasos de los agentes subiendo la escalera.
—Cassie… —empezó a decir. De nuevo, intentó incorporarse, pero la mano de Cassie se cerró dolorosamente sobre su muslo impidiendo que lo hiciera.
—Lo siento, Ash —dijo su morena amiga—, pero es mejor que vengas con nosotros.
—¡Pero si no os movéis!
Huesos interrumpió el cántico y encendió la pipa. El aire se llenó de un humo espeso, en una cantidad que Ash nunca hubiera creído posible que saliera de una pipa tan pequeña y en tan poco tiempo. La invadió una súbita sensación de vértigo, como si estuviera bajando demasiado deprisa en un ascensor. Notó un nudo en el estómago y un principio de náusea. También seguía notando la mano de Cassie sobre la rodilla, pero ya no la apretaba con tanta fuerza. Sin embargo, debajo de ella, donde había estado el suelo…
Un escalofrío le subió por el espinazo.
¡Oh, cielos…!
El suelo de madera había desaparecido y en su lugar notó la superficie áspera y desigual de una piedra. Entonces se levantó una ráfaga de viento que agitó sus cabellos y rasgó la cortina de humo, dispersándolo.
El pánico de Ash se convirtió en perpleja incredulidad al darse cuenta de que los tres estaban sentados en la cima de un enorme afloramiento de granito, por encima de una inmensa extensión de bosque, las copas de cuyos árboles formaban un mar verde que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones.
—¿Cassie…? —murmuró, con la garganta tan seca que le costaba formar las palabras—. ¿Dónde… dónde estamos…?
—En el mundo de los espíritus —respondió Huesos.
Ash lo miró. En los ojos del indio volvía a brillar aquella llamita humorística, pero la muchacha ya no encontraba nada de divertido en el hombre. Huesos era un auténtico y genuino chamán. Alguien que podía hacer aquello… podía hacer cualquier cosa, ¿no? Entonces, ¿cómo era que estaba allí, refugiado en una casa abandonada en Upper Foxville?
¿Qué quería de ella?
—No tengas miedo —volvió a decir Cassie en tono tranquilizador.
No estaba asustada, quiso contestarle Ash. Lo que estaba era aterrorizada. Pero se le había formado un nudo en la garganta y lo único que pudo hacer fue seguir mirando a su alrededor y esforzarse en despertar de lo que tenía que ser un sueño.