Nina

Los padres siempre resultaban embarazosos pero, en ocasiones, Nina consideraba que los suyos lo eran especialmente. Ambos eran auténticos fósiles de los sesenta.

Su madre aún llevaba el cabello en una trenza larguísima que le llegaba hasta la rabadilla y tenía tendencia a llevar vestidos y faldas largos y holgados, de flores estampadas. Había llegado a Estados Unidos de su Inglaterra natal para trabajar de niñera, pero había terminado quedándose porque el Verano del Amor estaba en plena marcha y, siendo una hippie de corazón —aunque no lo supo hasta que llegó a Norteamérica—, había terminado encajando en él.

El padre era medio italiano y medio indio, lo cual, según le había confiado su madre a Nina en cierta ocasión, fue lo que le había atraído de él en un primer momento. Por esa época, cualquiera que tuviese unas gotas de sangre india era una pieza codiciada. Era un hombre corpulento, de hombros anchos y tez oscura, con aretes de oro en ambas orejas y el cabello tan negro que parecía absorber la luz. Lo llevaba largo y recogido en una cola de caballo. En una ocasión, Judy le había comentado a Nina que su padre parecía un motorista y que se llevó un susto de muerte la primera vez que había acudido a su casa a buscarla. Ahora, en cambio, lo consideraba un tipo muy correcto.

—Ojalá mis padres fueran como los tuyos —le había confesado a Nina en el dormitorio de ésta, pocas semanas después.

Los padres de Judy eran chinos americanos de segunda generación y aún tenían ideas muy raras acerca de lo que una chica podía o no hacer. Las actividades escolares fuera del plan de estudios —como el balonvolea, el grupo de teatro y cosas así— estaban bien mientras Judy siguiera sacando buenas notas, pero salir con chicos quedaba excluido. No importaba que ya hubiera cumplido los dieciséis. La única manera que tenía de salir un viernes o un sábado por la noche para ir a bailar o sólo para dar una vuelta por la alameda era mediante complicadas coartadas de que iba a visitar a Nina o a Susie, coartadas que los padres de Nina, con su actitud más abierta, se prestaban de buena gana a corroborar.

Esto hacía de sus padres unos tipos muy legales, pensaba Nina, pero aun así resultaba embarazoso contarle a alguien que su madre se ganaba la vida fabricando pendientes de abalorios y cosas por el estilo, que vendía en las ferias de artesanía, mientras su padre trabajaba en la construcción, no porque no tuviera capacidad para un empleo mejor sino porque, en sus propias palabras, «prefería construir algo tangible a pasarse el día manoseando papeles tras un escritorio».

A Nina no le disgustaba ayudar a su madre en el tenderete, pero habría preferido que se olvidaran de todo aquel folklore alternativo al terminar las ferias, en lugar de dejar que invadiera también la casa. En ésta, dondequiera que una mirase, encontraba pósters psicodélicos, mobiliario reciclado, hierbas y especias colgadas a secar, discos almacenados en cajas de plástico para leche y cosas por el estilo. En una de las paredes del salón había unas estanterías de ladrillos y tablones llenas de volúmenes de poesía de Ginsberg y Blake, un ejemplar manoseado del Catálogo alternativo y libros de cocina vegetariana, tomos de filosofía hippie como Monday Night Class, de un tipo que se hacía llamar simplemente «Stephen» y otros de Timothy Leary, Kahlil Gibran y Abbie Hoffman.

Era como si el tiempo se hubiera detenido para ellos.

Nina suponía que, en cierto grado, admiraba a sus padres por permanecer fieles a sus principios, por vivir de acuerdo con su filosofía en lugar de seguirla sólo de boquilla. En política, se inclinaban más bien por el liberalismo y se sentían comprometidos en cuestiones como los derechos de los animales, encontrar vivienda para los que carecían de casa y Dios sabía cuántos grupos ecologistas, todo ello cosas que Nina también consideraba muy importantes. Sin embargo, a veces deseaba que la casa tuviera muebles más normales y un televisor en color en el salón (había comprado su pequeño receptor en blanco y legro en una liquidación de trastos viejos, con el dinero ganado cuidando niños) y sentarse un rato en el jardín con una Coca-Cola y una hamburguesa, para variar.

Con todo, las cosas podían ser peores, suponía también. Sus padres podrían haberle puesto Nube o algún nombre semejante. O podría haber tenido unos padres como los de Judy, que ya estaban escogiendo el chico con el cual casarla cuando terminara la escuela. Mientras Nina se portara de forma razonable, sus padres le daban más libertad de la que disfrutaba la mayoría de sus compañeras. Como permitirle quedarse en casa y no ir a la escuela, el día anterior. No le habían hecho ninguna pregunta; sencillamente, habían mostrado su preocupación.

—¿Seguro que te encuentras bien para volver a la escuela? —le preguntó su madre cuando bajó a desayunar a mañana siguiente.

Tenían la cocina para las dos. Su padre ya había salido hacia el trabajo —tenía que estar en su puesto a las siete— y Ashley se había levantado pronto, cosa rara, y ya se había marchado también. Su madre salía para el estudio junto al mercado a la misma hora, aproximadamente, que Nina lo hacía para la escuela.

—Me siento mucho mejor —dijo Nina.

Al menos, durante la noche no había vuelto a tener aquel sueño.

—Si estás segura…

—Lo estoy.

Aunque si su madre quería de verdad que se sintiera mejor, lo que tenía que hacer era coger a la familia y mudarse a una casa donde Nina no tuviera que compartir su habitación con una bruja. Pero ya habían hablado de ello en otras ocasiones —no de que Ash fuera una bruja, sino de que no se llevaba bien con su prima— y había tantas posibilidades de trasladarse como de que su padre fuera a trabajar con traje y corbata. No podían permitirse un traslado, decía su madre. Y añadía: «¿Es que no sientes un poco de lástima por tu prima?».

¿Lástima? Claro que sí. A Nina le parecía terrible que Ashley hubiera perdido a su madre y que su padre no quisiera ocuparse de ella, pero ya llevaba tres años viviendo con ellos y la paciencia de Nina para con su prima se había agotado hacía mucho.

De todos modos, prefirió no volver sobre el asunto. En lugar de ello, le preguntó a su madre qué tal iban los preparativos para la gran muestra de artesanía de la primavera, lo cual les dio un nuevo tema de que hablar mientras daban cuenta del desayuno.

Salieron juntas nada más terminar, pero Nina tuvo que volver a entrar para coger una chaqueta tan pronto como pisó el porche.

—Quizá sea mejor que te tome la temperatura —dijo su madre cuando Nina apareció con la chaqueta tejana.

—¡Vamos, mamá…!

—Esta mañana no hace frío, precisamente.

Nina parpadeó, sorprendida. Tenía los brazos de piel de gallina.

—¿Ah, no…? —murmuró.

—Tal vez sería mejor que te quedaras en casa otro día —apuntó su madre—. Creo que tienes un catarro.

Oleadas de calor y de frío, pensó Nina. Síntoma seguro de una gripe. Salvo que el día anterior no se había sentido enferma, ni tampoco se encontraba mal esa mañana. Sólo tenía un poco de frío y ahora, con la chaqueta, ya se sentía perfectamente.

—No me pasa nada, de veras —protestó.

—En fin…

—Voy a perder el autobús.

Su madre exhaló un suspiro y dejó que su criterio, más experto, fuera desechado. Caminaron juntas hasta la esquina de Grasso y Lee, donde Nina tomaría el autobús hasta Redding High, en el centro de la ciudad. Su madre se despidió con un beso y tomó por Lee hasta su estudio, pero antes le arrancó la promesa de que volvería a casa si empezaba a encontrarse mal otra vez.

Nina se repantigó en el banco, haciendo todo lo posible por ignorar la presencia del tipo que estaba apoyado en el poste de la señal de parada del autobús. Era Danny Connick. Delgado como un palo de escoba, con unos enormes ojos saltones y vestido siempre con una americana raída, era el genio de los ordenadores del barrio y, por alguna extraña razón, se consideraba a sí mismo un auténtico don de Dios para las mujeres. Aprovechaba cualquier ocasión para abordar a Nina, así que, naturalmente, tenían que tomar el mismo autobús para ir a clase.

Esa mañana no dejaba de buscarle la mirada, de modo que Nina apartó el rostro y se ciñó más la chaqueta porque empezaba a sentir frío otra vez.

—¡Eh, Nina…! —la llamó Danny.

Cerró los ojos y fingió no haberle oído.

—¡Nina!

Una oleada de frío como el aliento helado de un viento invernal la atravesó, arrancándole un jadeo de sorpresa. Abrió los ojos con un sobresalto. Por un instante, vio el mundo a través de un velo de nieve. Luego, de pronto, se encontró…

En otra parte.

Fuera de su cuerpo. En uno ajeno. La sensación era demasiado familiar para no reconocerla. Bajó la mirada y se vio con las patas de un gato de callejón, gris y moteado. La visión volvía a estar distorsionada: la perspectiva no era la adecuada, la visión periférica estaba potenciada y los colores, apagados. Un mundo de aromas asaltó su olfato: gases de escape de los coches, basura y desperdicios del callejón. Los sonidos se multiplicaron, demasiado estridentes, estallando en sus oídos como cristales quebradizos.

Estaba colocada sobre la tapa de un cubo de basura, observando el extremo del callejón y la parada del autobús…

… donde aún seguía ella, sentada en el banco, esperando.

Una náusea le atenazó el estómago al verse desde fuera de su cuerpo.

«¡Por favor, que no sea real!», pensó.

Esta vez ni siquiera estaba durmiendo; ¿cómo podía, pues, ser un sueño?

A menos que se hubiera quedado dormida en el banco… Tal vez, si llevaba el cuerpo del gato hasta donde estaba sentada y saltaba a su regazo, el contacto rompería el hechizo que la había atrapado. Porque de un hechizo tenía que tratarse.

Un maleficio de Ashley.

Inició el avance y, tal como había sucedido invariablemente en sus sueños anteriores, el cuerpo extraño en el que estaba se movió desmañadamente, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de la tapa del cubo de basura. Su frustración se hizo audible en forma de un maullido quejumbroso.

Aquello era realmente excesivo, pensó. La próxima vez que viera a Ashley…

Con un sobresalto, advirtió un zumbido en la parte posterior de la cabeza. Era el sistema de alarma natural del gato, que el animal cuyo cuerpo ocupaba era capaz de reconocer aunque ella no supiera de qué se trataba. Volvió la cabeza lentamente, moviendo con cautela las extremidades del felino, y observó la forma vaga de una figura apostada en el fondo del callejón. La silueta estaba demasiado en sombras para reconocerla. Demasiado indefinida, pese a captarla a través de la vista finísima del gato.

El aire se llenó de olor a nieve. Y de un frío invernal. La escarcha cubrió las paredes de ladrillo y el suelo del callejón… emanando de la figura, donde la capa era más espesa.

La figura habló, pero Nina no entendió nada de lo que decía. Sólo oyó el sonido de su voz, grave y solemne, como el rumor del hielo al moverse y quebrarse sobre la superficie helada de un río.

«¿Qué buscas?», intentó preguntar, pues se daba cuenta de que la figura quería algo de ella, pero lo único que surgió de la garganta del gato fue un sonido sofocado.

La figura dio un paso adelante.

Nina notó que el frío se intensificaba. Creyó ver los copos de nieve en el aire. Oyó un tintineo, como el ruido de las cuentas de la cortina de su madre al rozarse, pero más suave.

En ese instante, el espíritu del gato tuvo una reacción de pánico y se adueñó nuevamente de su cuerpo. El animal dio media vuelta y salió huyendo a una velocidad espeluznante, que a Nina le habría revuelto el estómago… si hubiera sido el suyo. Si no estuviera convertida en una especie de espíritu incorpóreo instalado en la cabeza de un gato de callejón.

¡Sácamedeaquí!, gritó en silencio.

La figura en sombras la llamó, con palabras aún indescifrables. A Nina le daba vueltas la cabeza. Debido al frío, los extraños movimientos del gato, a la voz de la figura, que ahora sonaba aguda como astillas de cristal. El gato dobló la esquina de Grasso Street, escurriéndose entre las piernas de los peatones. Nina notó que la fuerza que la mantenía unida al animal, fuera lo que fuese, empezaba a soltarla. Era como caer en un abismo, como descender dando vueltas en un remolino cada vez más cerrado hasta que…

Abrió los ojos con un parpadeo y descubrió el rostro Danny Connick junto al suyo. La mano del muchacho la sacudía por el hombro.

—¿Qué…?

—Vamos, tía —dijo él—. El autobús ya está aquí.

Aún desorientada, se incorporó de su posición repantigada y se sentó muy erguida en el banco. El autobús apareció amenazador detrás de Danny, como un leviatán varado en la playa. Los ruidos de la calle formaban una disonancia áspera y desconcertante que resonaba dolorosamente en su cabeza. Nina notó unas punzadas detrás de los ojos.

—¿El autobús? —murmuró.

—¿Has tomado alguna droga, Caraballo? —preguntó Danny.

—No, yo…

¿Acaso había imaginado todo aquello? ¿De veras se había quedado dormida allí, en el banco, como una pordiosera chiflada?

Volvió la vista hacia el fondo del callejón. ¿Notaba todavía un viento helado procedente de allí? Y aquello que veía entre las sombras, ¿eran ojos —unos ojos que aún la observaban—, o meros trazos de pintada que reflejaban un rayo caprichoso de sol matutino?

El chófer del autobús hizo sonar el claxon.

—¿Vais a subir o qué, muchachos? —les gritó.

Danny ayudó a Nina a incorporarse y la condujo hasta los peldaños de la puerta del vehículo. Mostró su pase, rebuscó en el bolsillo de la muchacha hasta dar con el de ella y la acompañó hasta un asiento en la parte de atrás. Nina tuvo una vaga impresión de que todo el mundo la miraba, pero aún se sentía demasiado ajena a todo como para apurarse por ser el involuntario centro de la atención.

—¿No sabes adónde pueden llevarte las drogas? —le cuchicheó Danny cuando se hubieron sentado—. ¿No ves el aspecto que tienes? Y aún no son las nueve de la mañana… Siempre había pensado que eras lo bastante lista como para no meterte en…

—Yo… no he tomado ninguna droga —replicó Nina.

—Entonces, ¿qué te sucede?

Nina se encogió de hombros.

«Si te lo dijera —pensó—, no me creerías». Y entonces se dio cuenta de que tenía al tipo sentado a su lado y que iba a seguir allí hasta que llegaran a la escuela. Maravilloso. Sólo le quedaba la esperanza de que no los viera juntos nadie que la conociese. Si corría la noticia, se moriría.

—En fin, me tenías preocupado —declaró Danny.

Nina se volvió a mirarlo —a mirarlo de verdad— y, de pronto, se sintió fatal. El chico seguía siendo un fastidio, pero allí estaba, ayudándola, después de que ella lo hubiese desairado un día tras otro desde que guardaba memoria. Ayudándola y mostrándose amable. Y lo único que se le ocurría a ella era pensar en la vergüenza que le daría que alguien la viera con él.

«Sí, eres realmente encantadora, Nina», se dijo a sí misma.

—Me temo que aún no me he recuperado por completo del catarro de ayer —explicó.

—Tal vez deberías haberte quedado en casa otro día.

—Vaya, dices lo mismo que mi madre.

—¡Muchas gracias!

Nina no pudo evitar reírse al ver la mueca que ponía.

Se encontró con Judy en los lavabos de las chicas, junto a la rotonda en torno a la cual se había construido el resto de la escuela, como radios que surgieran del centro de una rueda. La sala estaba llena de humo de cigarrillos y de chismorreos de las muchachas, que exprimían los últimos momentos de libertad antes de entrar en clase. Judy estaba inclinada ante un espejo, poniéndose el maquillaje con el que sus padres no la dejaban salir de casa, y lanzó una sonrisa a Nina cuando la vio entrar. Ya se había cambiado el cursi conjunto de blusa y falda que le había comprado su madre por un par de tejanos descoloridos y un añejo blusón de flores.

El eco de las conversaciones las envolvió.

—¿Has oído lo de Valerie y Brad?

—Sí, anoche rompieron.

—¡Con lo bueno que está…!

—¡Superior!

—Valerie ha de ser idiota para romper con él.

—Me han dicho que fue él quien la dejó porque ella estaba tonteando con ese Keith Larson.

—Creo que me está saliendo un grano dentro de la nariz.

—¡Ah, qué asco!

—A Debbie le salen en el culo.

—Noticia de última hora: Beth Grant ha dejado la escuela para irse de bailarina a Pussy’s.

—¡Pero si es un club de striptease!

—Dímelo a mí…

Nina dejó que los chismorreos prosiguieran en torno a ella, esperando con impaciencia a que Judy terminara de maquillarse.

—¿Qué tal estoy? —preguntó por fin su amiga.

—Definitivamente impactante —le aseguró Nina.

Y era cierto. Judy tenía una piel clarísima, por la que Nina hubiera sido capaz de matar, y un cabello que cogía la permanente como si fueran rizos naturales. Nina, en cambio, tenía que pasarse siglos cada mañana para que sus cabellos retuvieran algo más que una ligera onda.

Esperó hasta que estuvieron en el pasillo, camino de las aulas, antes de contarle a Judy lo que le había sucedido un rato antes.

—Es extrañísimo —musitó Judy cuando hubo terminado.

—¿Me estoy volviendo loca, o qué? —añadió Nina—. Danny pensaba que había tomado alguna droga.

Judy hizo una mueca ante la mención de aquel nombre.

—¿Y si me sucede en clase? —prosiguió su atribulada amiga.

—¿No puedes controlarlo en absoluto?

Nina movió la cabeza en gesto de negativa, pero pareció algo dubitativa.

—No sé —respondió—. Siempre me entra tanto pánico que ni me detengo a pensar en nada. Lo único que quiero es salir del cuerpo en el que me descubro.

—Pero… —Judy vaciló—. Seguro que te has quedado dormida mientras esperabas el autobús, ¿no es eso?

—Yo…

Nina pasó revista a sus recuerdos, tratando de situar en su orden exacto los sucesos de por la mañana.

—No lo sé —dijo por último—. Me da la impresión de que sólo he cerrado los ojos durante un segundo y que en ese instante ha empezado a suceder todo.

—Bueno, tal vez…

Sonó el timbre y en el pasillo se formó un alborotado tumulto de taquillas que se cerraban y de chicos y chicas que corrían a sus respectivas aulas.

—Después hablaremos —dijo Judy mientras ella y Nina se unían al alboroto para no llegar tarde.