Hiciera lo que hiciese, en el fondo de Ashley Enys siempre había un poso de ira. En una ocasión había oído comentarlo a sus tíos. Según ellos, era consecuencia de la muerte de su madre y de la negativa de su padre a responsabilizarse de ella.
—Lo anormal sería que no estuviera enojada —había comentado su tío—. Ha sido desarraigada de todo cuanto conocía y siente que nadie la quiere: que su madre la abandonó, que su padre no tiene tiempo para ella y que nosotros sólo la tenemos aquí por obligación. ¿Quién no se mostraría resentido en una situación así? Hemos de seguir siendo pacientes con ella, eso es todo. Ya lo superará.
Era una hermosa teoría, pero Ash no se la tragó por un solo instante. ¿Qué sabían sus tíos, al fin y al cabo?
No eran más que un par de hippies colgados que se negaban a aceptar que los sesenta habían quedado atrás.
Por supuesto, le dolía que su padre la considerara un simple fardo inútil y que no la quisiera tener cerca, rondando e importunándole. Y, aunque ya hacía tres años de la muerte de su madre, seguía echándola de menos terriblemente. No podía negar que habría dado cualquier cosa por volver atrás en el tiempo hasta antes de su muerte, cuando vivían en el pisito de St. Ives e iba a su propia escuela y salía con sus propias amigas.
Había llegado un momento en que estaba perdiendo su acento y con él, sentía, su identidad. Culturalmente, Norteamérica estaba tan retrasada respecto a como eran las cosas en su país que, si regresaba ahora, lo más probable era que se sintiese tan fuera de lugar como se notaba allí. Pese a ello, volvería al instante, de tener ocasión. Volvería e intentaría encarrilar de nuevo su vida.
Aunque, sin mamá…
Era doloroso recordar. Añorar cómo habían sido las cosas. Intentar imaginar cómo podrían haber sido si su vida no hubiera quedado tan inapelablemente trastocada, reventada por la hoja de la navaja de un loco.
Lo lamentamos, habían dicho todos, pero ¿qué sabían ellos de lamentaciones? ¿Qué sabían de la impotencia que había sentido al saber que si su madre hubiera vuelto del bar por otra calle esa noche, hoy todo estaría bien?
Pero eso era dolor. Y, aunque el dolor podía ponerla furiosa —se enardecía, en efecto, cada vez que pensaba en la injusticia de que había sido víctima—, la hostilidad permanente que sentía parecía tener raíces más profundas que todo ello. Últimamente, cualquier cosa la ponía de uñas.
Y Nina resultaba un blanco tan fácil…
Tenían muy poco en común. Su prima era de las primeras de la clase, lo cual, naturalmente, hacía que las notas mediocres de Ash parecieran aún peores. Nina y sus amigas eran sanotas e inteligentes; no exactamente empollonas o pretenciosas, pero no exactamente en la onda, tampoco. La idea que tenían de una música estupenda era Debbie Gibson y no reconocerían un riff de guitarra decente aunque las agarrara por el cuello y las sacudiera… como toda buena música debe hacer. Y, en cuanto a cine, se dedicaban a ver bazofia como esas imitaciones baratas la gran película de Cocteau…
Suspiró mientras terminaba de desnudarse y se ponía una holgada camiseta de Mötley Crüe, tratando de desconectar del sonido metálico del televisor, sin mucha suerte. Recogió la ropa limitándose a amontonarla en la silla junto a la ventana, sacó de su mochila militar el libro que había comprado esa misma tarde y se sentó en la cama, apoyada en los cojines apilados contra el cabezal.
Por supuesto, no eran Nina ni La bella y la bestia lo que la había trastornado aquella tarde. Era aquel tipo inquietante que la había seguido hasta la casa desde la tienda de ocultismo del centro de la ciudad.
Normalmente, era capaz de sacarse de encima a los tipos que intentaban abordarla. Estaban los palurdos que se llevaban cortes de mangas como respuesta a sus piropos babosos. A los listillos y a los de la new wave no les hacía ni caso, pero si se trataba de punkies o cabezas rapadas… entonces, una los tanteaba para ver si eran interesantes y luego decidía si se los sacaba de encima o no.
Pero aquel tipo…
Le había dado grima.
No lograba encasillarlo. Era alto, con el cabello negro y corto y facciones delgadas. Parecía tres o cuatro años mayor que ella, por lo menos. Tal vez tendría hasta veinte. Llevaba botas y tejanos de skinhead, camiseta blanca lisa y una larga gabardina negra de cuero.
Y tenía unos ojos alarmantes.
Unos ojos peligrosos.
Lo había visto observarla mientras compraba un ejemplar de segunda mano del Libro rojo de las Nuevas Dimensiones, una recopilación de ensayos sobre ocultismo a cargo de Fortune, Butler, Regardie y demás. Después, camino de casa —a pie, pues había gastado los últimos billetes en el libro—, había notado que alguien la seguía. Había vuelto la cabeza y allí estaba, acechando en una esquina de la calle a la espera de que cambiara el semáforo, sin hacer el menor intento de esconderse. Se movía calmosamente, como si fuera el amo de la calle, mirándola.
Ash había dado un rodeo por Lower Crowsea para volver a la casa de sus tíos por la parte de atrás, que daba al campus de la universidad, pero el desconocido había seguido sus pasos, ni más cerca ni más lejos que cuando ella había advertido su presencia. Por último, había tenido que entrar en la casa —descubriéndole a su perseguidor dónde vivía— para no pasarse de la hora límite, pues tenía presente lo estricta que se había vuelto su tía a tal respecto. El último fin de semana ya lo había pasado castigada en casa —¡todo el fin de semana!— por haber llegado tarde el jueves por la noche.
Tras cerrar la puerta, se había asomado a la ventana y había visto al tipo pasar lentamente ante la casa. Se había detenido a la entrada del patio delantero, le había lanzado una sonrisa a través de la ventana (unos labios finos y crueles, unos ojos centelleantes), y luego había seguido su camino.
Pero había dejado algo tras él.
Una promesa.
Ash volvería a verlo.
Y esto era lo que tenía a la muchacha fuera de sí.
Habría querido hablar de aquello con alguien, pero no tenía a nadie. La solución de sus tíos sería, probablemente, no dejarla salir más a aquella hora. Los chicos que trataba se reirían de ella y, además, echaría a perder la reputación de tía dura que tanto se esforzaba en mantener. En cuanto a Nina…
Alzó la vista y descubrió a su prima observándola con una mirada extraña. Por un instante tuvo el impulso de confiarse a ella pero, de inmediato, despertó en su interior aquella inexplicable animosidad.
—¿Tengo monos en la cara? —se oyó a sí misma diciendo.
Nina volvió rápidamente su atención al televisor. A Ash se le escapó un nuevo suspiro; después, abrió el libro y empezó a leer el primer ensayo, de Fortune, titulado El mito de la Tabla Redonda.
Pero, mientras leía, el recuerdo de los peligrosos ojos del extraño permaneció instalado inquietantemente en el fondo de su memoria, resistiéndose a caer en el olvido.