Nina

Hoy no te he visto en la escuela, Nina —dijo Judy—. ¿Te encuentras mal?

—No. Simplemente, no he podido ir.

—Pues podrías avisarme cuando vayas a faltar. Te he buscado por todas partes. A la hora de comer, el Tanque y su grupo han terminado sentados en mi mesa. ¡Por poco me muero!

—¿Por qué no te has levantado y te has cambiado de sitio?

—¿Por qué iba a hacerlo? Yo estaba allí primero. Además, pensaba que tú o Laurie apareceríais para rescatarme, pero ella tampoco ha venido a clase esta mañana. Por cierto, ¿cómo es que has decidido hacer novillos?

—Anoche tuve otro de esos sueños y no he tenido ánimos para ir.

—¿Qué has sido esta vez? —preguntó Judy con una risilla—. ¿Un elefante?

—No tiene gracia.

—Lo sé. Lo siento. ¿Qué eras esta vez?

—Un conejo. Uno de esos gazapos minúsculos que se ven a veces por el campus de la Universidad Butler.

Si miraba entre sus zapatillas deportivas, que tenía apoyadas en alto sobre el alféizar de la ventana del dormitorio, Nina Caraballo podía distinguir el ornado campanario de Meggernie Hall, que se alzaba en la colina de la universidad, dominando el campus y el parque donde la noche anterior había soñado que…

El cuerpo le resultaba raro. Desproporcionado. Lo veía todo desde una perspectiva demasiado baja, como si estuviera tendida en la hierba, pero tenía la certeza de estar sentada con el cuerpo erguido. Su visión periférica era tan amplia que casi podía ver lo que sucedía a su espalda. Su nariz no cesaba de vibrar y era capaz de captar todos los olores presentes en la noche. La hierba recién cortada. La fragancia dulzona de las lilas cercanas. El aroma fascinante que desprendía un envoltorio de caramelo arrojado al suelo.

Inició un movimiento para investigar el papel y tropezó, hecha un lío de patas. Las extremidades posteriores eran demasiado largas y torpes, mientras que las delanteras resultaban demasiado cortas. De su garganta surgió un sonido demasiado parecido, para su gusto, al chillido de un cerdo. Allí tendida, tumbada desgarbadamente sobre la hierba, tuvo ganas de gritar.

Porque advirtió lo que había sucedido.

Estaba sufriendo otro de aquellos sueños horribles.

Torpemente, se incorporó y miró a su alrededor. Y se descubrió empezando a acicalarse, para lo cual lamía la suave piel del hombro con su pequeña lengua rosada.

Se detuvo de inmediato, asqueada por lo que estaba haciendo.

«¡Quiero despertar!», exclamó.

Las palabras surgieron de su garganta en forma de un nuevo chillido.

Seguido del silencio.

Pero de un silencio no absoluto. Sus largas orejas se irguieron al captar el rumor de unas pisadas sobre la hierba. Volvió la cabeza y descubrió una silueta enorme, en sombras, que se acercaba a ella con cautela desde el otro lado del parque.

Se quedó inmóvil, petrificada de miedo.

Era un mastín inmenso, un perrazo monstruoso del que se habría mantenido a distancia incluso si hubiera estado en su propio cuerpo.

El mastín hizo una pausa al advertir que había sido descubierto. Por alguna característica especial del sistema de visión del cuerpo que ocupaba, tan pronto como el perro se detuvo le resultó casi imposible reconocerlo. Miró con más detenimiento, tratando de distinguirlo, con el corazón galopándole al doble del ritmo normal en su minúsculo pecho. La extensión de hierba y la mole del mastín se confundieron en una sombra indistinguible.

Hasta que el perro se lanzó sobre ella.

Su gruñido la paralizó durante unos largos latidos más antes de reaccionar.

O de intentarlo.

Desorientada respecto a la extraña forma de sus extremidades y al movimiento que debían llevar, cayó tendida de nuevo. Antes de que pudiera recuperarse, el mastín se alzaba ya sobre ella, capturaba su frágil cuerpo y le trituraba los huesos mientras hundía los dientes en su carne…

—Y entonces he despertado —añadió.

—¡Oh, vaya espanto! —respondió Judy—. ¿De veras te has sentido morir? He oído decir que, si uno sueña que muere, no tarda en hacerlo de verdad.

Nina se cambió de oído el auricular del teléfono.

—Pero eso no es lo peor —añadió—. Esta vez tengo pruebas de que es Ashley quien me ha echado un hechizo.

—¡Vamos, vamos! —replicó Judy con una risilla nerviosa—. No irás a creerte en serio una cosa así…

—La he visto —sentenció Nina.

Se despertó en la cama, bañada en sudor y enredada en las sábanas. Su alivio fue inmediato. Por mucho que continuaran acosándola aquellas pesadillas —una vez por semana, más o menos—, seguían siendo sólo eso: malos sueños.

No eran reales.

Y ella no había estado a punto de morir en medio del prado, atrapada en el cuerpo de un animal.

No lo había estado, en realidad.

Pero aun así… ¡parecían tan reales!

Se estremeció con un súbito escalofrío y pensó que, por un instante, podría distinguir su propio aliento. Hacía tanto frío que cualquiera habría pensado que aún estaban en invierno. Exhaló una bocanada de aire a modo de prueba, pero no vio formarse ninguna nubecilla de vapor ante sus labios. La sala ya parecía mucho más cálida y se dio cuenta de que el escalofrío era una simple secuela del sueño.

De aquel estúpido sueño.

Que no era real. Todo el mundo tenía pesadillas.

Volvió la vista hacia el otro lado del dormitorio y observó que la cama de su prima estaba vacía. Temblando todavía, se levantó y cruzó la estancia arrastrando los pies, con los brazos apretados en torno a su flaco cuerpo, para asomarse al pasillo que se abría tras la puerta. Al otro extremo del breve corredor, el cuarto de baño tenía la puerta abierta y la luz apagada. Allí no había nadie.

Era más de medianoche. ¿Por qué no estaba Ashley en su cama?

Pasó de puntillas ante el dormitorio de sus padres y bajó con cuidado la escalera, evitando el tercer y el séptimo peldaño, pues sabía que ambos crujirían alarmantemente. A medio descenso, distinguió una luz mortecina procedente del salón. Sin embargo, debido a la cortina de cuentas ensartadas de su madre que colgaba en el dintel, no pudo distinguir con claridad el interior de la sala hasta que estuvo justo frente a la entrada.

Allí se encontraba Ashley, sentada en el suelo con las piernas cruzadas ante la falsa chimenea. El cabello negro teñido de su prima se alzaba casi diez centímetros del cráneo y se desparramaba luego por su espalda en mechones desgreñados. Llevaba una de sus típicas camisetas estampadas, no de las habituales —ajustadas y llenas de sietes—, sino una de tamaño exagerado, con la imagen de Metallica, que solía utilizar como pijama. A la luz de una vela que había colocado en el extremo de la mesilla auxiliar, estaba leyendo un libro. Nina no podía ver el título, pero sin duda se trataba de una de esas inquietantes obras de magia negra que tanto gustaban a su prima.

Ashley percibió su presencia y alzó la vista, clavando sus ojos en los de Nina a través de la cortina de cuentas. Una sonrisa que era más bien una mueca de burla se dibujó en sus labios; después, volvió a concentrarse en el libro sin hacer caso de su prima.

Nina corrió a refugiarse de nuevo en su dormitorio.

—Pero eso no demuestra nada —protestó Judy—. Que sea una tía rara no significa que sea una bruja.

—¿Qué otra cosa podía estar haciendo allí, a oscuras? —quiso saber Nina.

—Has dicho que tenía una vela.

—Más a mi favor. Las brujas siempre usan velas y cosas así para sus encantamientos. Me tiene hechizada, te lo aseguro. Hoy, mientras estaba sola en casa, he echado un vistazo a algunos de esos libros y todos tratan de hechizos y cosas terribles por el estilo.

—Sólo pretende meterte miedo —dijo Judy.

—Pues lo está consiguiendo, te lo aseguro.

—Deberías hablar del asunto con ella.

Nina soltó una risa abatida.

—No puedo hablar con ella sobre nada. Y, además, si no me ha echado mal de ojo, se lo irá contando a todo el mundo y no seré capaz de volver a salir a la calle nunca más. Si alguien más lo supiera, me moriría…

—Yo no se lo diré a nadie.

—Ya lo sé. Pero ella sí lo haría. Sólo para fastidiarme.

Al otro extremo de la línea, Judy suspiró.

—¿Quieres que veamos algo en la tele? —preguntó.

Nina entendió perfectamente la intención de su amiga. Era momento de cambiar de tema. No le importó hacerlo, pues no había dejado de darle vueltas al asunto durante todo el día y ya estaba harta. Todo aquello la hacía sentirse a punto de volverse loca.

—Claro —respondió.

Se levantó de la silla junto a la ventana y se dejó caer en la cama. Después, alargando el brazo, conectó el desvencijado receptor de doce pulgadas en blanco y negro que tenía en la mesilla de noche.

—¿Qué dan?

—Hace unos diez minutos ha empezado La bella y la bestia en el canal tres.

Nina conectó el canal justo a tiempo de ver un anuncio de uno de los vendedores de coches de la ciudad, que tenía la tienda en la autovía 14. Un tipo gordo con un disfraz de superhéroe que le sentaba fatal estaba ensalzando las virtudes de «¡¡Cientos de coches usados a precios bajísimos!!».

—Odio este anuncio —comentó—. «Ed, el simpático» es un auténtico gilipollas.

Judy soltó una carcajada.

—Su hijo va a clase de inglés con Susie y, según ella, es clavado a su padre.

—Pobre chico.

Como vivían una en cada extremo de la ciudad, conectar sus respectivos televisores en el mismo canal y comentar juntas los programas era lo más parecido a quedarse un rato charlando que podían hacer las dos amigas los días de escuela.

Nuevos anuncios —uno de Coca-Cola light y otro de tampones— dieron paso finalmente al programa, que ya había empezado.

—Este episodio ya lo he visto —dijo Nina.

—Sí, es uno de los más sensibleros.

—¿No te has preguntado nunca por qué Catherine no se va a vivir ahí abajo con Vincent? Quiero decir que es un sitio tan estupendo. Yo me mudaría ahí en un abrir y cerrar de ojos.

—Siempre me he preguntado de dónde sacan la electricidad.

Interrumpieron la conversación mientras el personaje de la bestia recitaba unos breves versos.

—¡Ah!, me encanta esa voz —declaró Judy.

—Mmm…

—¿Irás al baile el viernes?

—Creo que no. Este fin de semana no me siento de humor.

—Eso significa que tú tampoco tienes pareja —dijo Judy, riéndose—. Podríamos ir juntas.

«Y pasarnos el rato plantadas como un par de gilipollas, igual que en el último baile de la escuela», pensó Nina.

—Mi padre dice que ponemos nerviosos a los chicos porque somos demasiado empollonas —comentó—. Se supone que las chicas no tienen que sacar buenas notas en matemáticas y cosas así.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Nada. Mi madre le ha llamado machista.

—¡Bien por ella!

—En realidad, papá no lo decía en serio —replicó Nina, defendiéndole—. Sólo me comentaba lo que piensan los chicos.

—Entonces, ¿quién los necesita?

Nina pensó en el chico que se sentaba al fondo del aula en la clase de cálculo. Tim Lockley. Estaba de muerte. Pero nunca la miraba dos veces.

—Supongo que tienes razón —murmuró—. De todos modos…

Se interrumpió al oír pasos en la escalera. No era el caminar ligero de su madre ni el de su padre, más pesado.

—Tengo que dejarte —dijo—. Ashley acaba de entrar.

No le gustaba que su prima escuchara a hurtadillas sus conversaciones telefónicas. Tras una rápida promesa de acudir a la escuela al día siguiente, colgó y adoptó una expresión de absoluta concentración ante el televisor.

Ashley se detuvo en el umbral de la habitación que compartían, ataviada con todo su equipo. Unos tejanos desteñidos muy ajustados, una camiseta de Def Leppard con las mangas arrancadas, una chaqueta de cuero y el cabello, de un negro intenso, formando un halo en torno a su cabeza como una melena de león.

—No puedo creer que veas esa bazofia —murmuró.

Nina alzó la vista.

—¿Qué tiene de malo?

—¿Cuántos capítulos crees que duraría esa serie si la bestia fuera la chica? —replicó Ashley.

Se quitó la chaqueta, la arrojó sobre la cama y empezó a despojarse del resto de la ropa sin el menor recato, con las cortinas de la ventana abiertas de par en par de modo que cualquiera que rondase por el terreno comunal tras las casas de la urbanización podría verla.

Lo cual, pensó Nina, era probablemente lo que su prima quería.

—¿Qué me dices? —insistió Ashley.

La única respuesta de Nina fue subir el volumen del aparato.