XXVIII

Dos años después, un descarrilamiento acaecido entre las estaciones de Vallecas y Vicálvaro, sirvió de inesperado colofón a mi historia. ¡En verdad que no maliciaba tan cercano el fin…! Me sucedió lo que a esos ancianos, enteros todavía que, al salir de su casa, tropiezan o resbalan y se fracturan el cráneo contra el suelo. Así yo: arranqué de Madrid aquella mañana, contento, como siempre, y, de súbito —acaso porque mis frenos no me moderasen y embridasen lo necesario— mis ruedas se salieron de la vía y me abalancé por un terraplén, arrastrando en mi desgracia a los dos coches que me seguían. El gachapazo, del que resultó un viajero muerto, fue ingente. Al perder mi equilibrio caí sobre el costado derecho, a pesar de lo cual el impulso que me animaba me arrastró ocho o diez metros por el suelo: en seguida giré sobre mi imperial con un trágico revoltijo interior de pasajeros y de bagajes, y volví a tenderme para inmediatamente recobrarme y quedar, al fin, sobre mis ruedas.

Pero… ¡en qué estado…! Con el techo roto por varias partes, los flancos doblados, desencajadas las puertas, las tuberías y el dínamo hechos pedazos, las piezas vitales torcidas… ¡y aún debo felicitarme de que mi arquitectura, en su conjunto, resistiese…!

Varios días permanecí abandonado sobre aquel declive, en cuya tierra blanda mi rodaje iba hundiéndose poco a poco, y al lado de mis compañeros de infortunio, de los cuales uno, menos sólido que yo, quedó totalmente destruido. Al romperse, la agonía le dio un escorzo lúgubre, y, de noche especialmente, bajo el livor astral, su armazón magullada, desprovista de tablas, tenía un perfil de esqueleto. ¡Cuánto padecí…! Habíamos quedado a varios metros debajo de la vía por la cual los trenes continuaban pasando, llenos de gentes y de luces, y yo veía la curiosidad, no siempre compasiva, con que sus viajeros se asomaban a vernos. Nuestra desgracia era para ellos un entretenimiento, casi un regocijo, y nos señalaban con el ademán. Estábamos a fines de octubre, y el frío, apenas declinaba el sol, era considerable. De los dos camaradas que descarrilaron conmigo, ninguno hablaba, y su silencio acrecentaba el espanto de mi situación. Hallábame con una de mis plataformas empotrada en el suelo, desmantelado, a oscuras, todos los cristales hechos añicos, y por mis ventanillas indefensas el viento y la terrible escarcha de las horas madrugueras me traspasaban.

Al cabo, una máquina-piloto vino a recogerme, y, valiéndose de una fortísima maroma, haló de mí, en tanto desde lo alto de la vía muchos hombres lograban, con auxilio de cuerdas, mantenerme en posición vertical. Vacilando, sintiendo a cada momento que el equilibrio me abandonaba, tropezando con las piedras y enredándome en los hierbajos que obstaculizaban el repecho, conseguí verme izado hasta el camino férreo, y cuando mis ruedas tomaron nuevamente posesión de los rieles experimenté una alegría de resurrección, un júbilo de náufrago, porque la vía era para mí una playa…

Lentamente, pues mis gravísimas heridas me vedaban todo movimiento acelerado, fui reconducido a Madrid, y en un carril de descarga inmediato a los talleres de reparaciones, y expuesto a la intemperie, me dejaron. A mi alrededor había varios centenares de coches inútiles, unos de pasajeros, otros de carga, que daban a aquella parte de la estación una extraña fisonomía de ciudad. Eran luchadores vencidos, eslabones dispersos de antiguos trenes, comparsas dóciles de viejas locomotoras ya apagadas. En lo desvencijados y maltrechos se me parecían fraternalmente; y como algunos me conocían de vista o por haber trabajado conmigo, y sabían mi pasado aristocrático, pronto cundió entre ellos la noticia de mi aparición. Yo les oía cuchichear.

—Han traído al Cabal… —decían.

—Sí.

—¿Quién es…?

—Ese grande, el pintado de verde; descarriló hace poco y lo han remolcado medio muerto…

Y la leyenda de mis lances sobre las líneas de Hendaya, de Galicia y de Sevilla, iba de unos a otros. Para evitarme el trabajo de hablar, me encerré en una actitud displicente. El relente de las largas, noches de invierno y la lluvia que, a través de mis resquebrajaduras, caía libremente dentro de mí, recrudecían mis dolores. No hay carcoma que destruya como la humedad, ni lepra que roa como el abandono. A mí, la quietud me consumía: hora tras hora mis maderas se combaban, mis rodajes se enmohecían. Una noche, dos ratas —animal que yo no conocía— treparon a mí y me mordieron.

El año acabó y todo en torno mío continuó igual. Mis compañeros de destierro y de hospital —que de ambas tristezas participaba el rincón en que estábamos— no se quejaban; apenas si, muy de rato en rato, cambiaban algunas palabras; parecían muertos. Mi carácter rebelde se desesperaba en aquella paz. ¿Por qué no vienen a buscarnos? —me decía—; ¿no es preferible que, de una vez, nos reduzcan a leña, a dejarnos podrir aquí…? La intemperie minaba mi salud metódicamente y, al cabo, no hubo parte de mi cuerpo que no me doliese: los días de buen sol me secaban, los lluviosos me empapaban, y con estas alternativas mis graves heridas seguían abriéndose.

Una mañana recibimos la visita del director del material, a quien acompañaban dos individuos, y en su manera despectiva de mirarnos leí nuestra sentencia de muerte. No nos repararían porque no valíamos el dinero que costaría arreglarnos. Pertenecíamos a la sección de incurables, y éramos como esos enfermos a quienes ya no se medicina, porque es inútil. Caminando poco a poco por entre aquellas fúnebres andanas de coches moribundos, el señor director se acercó a mí y —lo que no hizo con ningún otro— se paró a examinarme. Sentí que sus ojos duchos, ojos de cirujano, me registraban bien.

—Este fue un buen primera —dijo.

Uno de sus acompañantes repuso:

—Si; pero después lo reformaron y lo hicieron tercera. Es muy viejo; ha trabajado mucho: mire usted por aquí cómo está…

Empinándose señalaba, por una rotura de mi flanco, mi suelo despedazado.

—¡Bien lo veo! —replicó el director—; ¡lástima de coche! Los que ahora se construyen son muy inferiores…

Y se marcharon. ¡Ahora, sí —suspiré— qué mi historia ha acabado! En medio, no obstante, de este dolor recibí una alegría: la satisfacción de que aquellos hombres, al mismo tiempo que me condenaban a morir, hubiesen proclamado mi mérito. Desfondado, despintado, ratonado, torcido, sucio… todavía era bello, todavía conservaba vestigios de mi antiguo poder, y aún podía decir: A mí me llamaron El Cabal

Pasó todo el invierno, aparecieron con abril las primeras alegrías vernales, y, al despertarme de un sueño que, según cálculos que luego hice, debió de durar varias semanas, vi que unas hierbas, nacidas debajo de mí, se enlazaban a mis ruedas, semejantes a esas ligaduras con que el reuma sujeta las piernas de los paralíticos. No sé qué amor, qué cariñoso deseo de retenerme adiviné en ellas, y su pequeño amor me conmovió:

—Ya no te irás de nosotras —parecían decirme.

Pero a mi destino aventurero no le plugo que yo finase allí, y después de darme a conocer la lucha, quiso darme la paz.

A principios de junio, una mañana, se acercaron a mí ocho o diez hombres, empleados en la estación. El que parecía capataz preguntó a un viejo que iba a su lado:

—¿Es este coche el que le pidió usted al director, señor Juan?

Me designaba con el gesto. El señor Juan repuso ufano:

—¡Sí; este mismo! Este…

—Buena casa va usted a tener —replicó el capataz, zumbón.

—No será mala; ya verás, en cuanto yo la arregle a mi gusto, qué bien queda.

Entre todos rodaron los coches situados delante de mí, y luego me empujaron, haciéndome pasar de unas vías a otras, hasta llevarme delante del camino de hierro principal. Yo bendecía mi sino, que decretó hacer de mí, hasta el último instante, una cosa útil.

Van a convertirme en vivienda —pensé—. Y recordé aquellos ancianos vagones, trocados en casucas de guardavías, que una mañana —la primera de mi vida— vi al salir de la estación de Irún.

En pocos días fui despojado de mis ruedas y de mis topes, y arrastrado al sitio a que me destinaban, y en el cual, y para mi mejor instalación, hallé dispuesto un entarimado, de dos palmos de alto, que había de servirme de apoyo o basamento.

La prisa y cuidado con que los carpinteros emprendieron la tarea de mi transfiguración, me dijo que trabajaban cumpliendo órdenes de la Compañía, la cual, reformándome, halló manera de ahorrarse la construcción de una vivienda. Por tercera vez los martillos, los formones, las barrenas, las sierras amputadoras, me torturaron. Todos mis asientos fueron suprimidos, y de cada dos de mis compartimientos, quitando el tabique o lienzo que los separaba, hicieron uno. El lavabo fue convertido en despensa, y en el cuarto-cama instalaron una cocina de hierro, a cuya chimenea dieron salida por un agujero circular que me abrieron en la techumbre. En mi costado correspondiente al corredor, y que enfrentaba la vía, sólo dejaron tres ventanas, con sus batientes de cristales; las restantes desaparecieron, así como a mis antiguas puertecillas de corredera sucedieron otras mayores y con goznes. Una de mis plataformas quedó mudada en lavadero, y la otra continuó sirviendo para entrar en mí. Después me pintaron el techo de rojo, y las ventanas y la puerta de blanco, lo que dio extraordinaria animación a mis cuatro fachadas revocadas de verdegay. Me parecía a esas casitas, de fabricación alemana, con que juegan los niños.

Una mañana, rayando el día, aparecieron detrás de un carro cargado de muebles, mis nuevos inquilinos; los últimos, sin duda…

Componían la familia: el señor Juan, empleado en la Compañía Madrid-Zaragoza-Alicante desde hacía más de medio siglo; su hijo Roberto, esposo de María Luisa; y dos nietos: Lolita, que ya empezaba a mocear, y Miguelín, de tres años.

Toda aquella copiosa impedimenta, nueva para mí, me interesó muchísimo: sin perder detalle vi armar las camas, y el funcionamiento de los cajones de una cómoda, y cómo adornaban mi interior con fotografías y modestos espejos de marco dorado, y la distribución que daban en la cocina a los trebejos de guisar. El moblaje fue discretamente repartido: en la habitación —llamémosla así— destinada al matrimonio, se colocaron el lecho más ancho y la cómoda; en la otra dispusieron la mesa de comer y la cama de Lolita; y en la tercera, que conservaba sus dimensiones primitivas y era por consiguiente, la menor, el catre donde habían de dormir el señor Juan y Miguelín. Antes de mediodía el pequeño ajuar estaba ordenado, y yo no me cansaba de observar toda aquella vida íntima, uniforme, recogida, que sólo de lejos conocía. Hasta entonces no empecé a saber cómo el tiempo se desliza lento en los hogares, ni cómo se lavaba la ropa, ni cómo se encendía la lumbre y se preparaba una comida.

El hallarme, no suspendido en el aire, como antes, sino bien pegado a la tierra, me infundía una ignorada y confortadora impresión de quietud, de estabilidad: me sentía más a plomo y dueño de mí mismo, cual si mi personalidad hubiese crecido. ¡Qué diferencia entre mi abrigado bienestar actual y aquellas implacables noches de olvido y de frío que siguieron a mi descarrilamiento! El alma de mis habitantes iba invadiéndome rápidamente: a la semana de tenerles en mí, la humedad me dejó: yo olía a dormitorio y a cocina; olía a hogar… y estaba contento de oler así.

—Voy aburguesándome —pensaba.

Acabó de rendirme a discreción la voluntad, el buen carácter de aquellas gentes. El señor Juan, que era guardabarrera, sólo se ocupaba de coger el banderín con que daba paso a los trenes; Roberto, carpintero de oficio, trabajaba todo el día en los talleres de la Estación; María Luisa, que estaba embarazada, era una mujercita dulce, hacendosa y un poco triste, que siempre andaba sacudiéndome; Lolita también me cuidaba mucho, y las inocentes travesuras de Miguelín, unas veces me enternecían y otras me hacían reír.

La tarde de un sábado, Roberto trajo sobre una carretilla buen número de cañas y de listones, con los cuajes, y aprovechando el asueto del día siguiente, construyó junto a mí un emparrado. Otro domingo me rodeó de una cerca alta, de cuatro o cinco palmos, entre la cual y yo mediaba un espacio como de tres metros, que las manos hadadas de Lolita poblaron en seguida de flores, y así tuve un jardín minúsculo y gracioso como un juguete. Hizo más la muchacha: exornó mis ventanas con trepadoras que sembraba en vasijas rotas o en latas que fueron de pimientos; y plantó junto a mí una hiedra que creció en poco tiempo e invadió la mayor parte de mi techumbre, dándome un pintoresco aspecto de gruta; y yo pude verme poco después en una postal, obra de un fotógrafo amigo de mis huéspedes, y quedé sorprendido —por no decir enamorado— de mi carácter rústico.

Hallábame enclavado a medio kilómetro de la Estación, y muy cerca de la gran arteria ferroviaria por donde corren los trenes de Barcelona, de Andalucía y de Valencia, que tantos recuerdos tenían para mí: veía pasar las máquinas raudas, ululantes, tempestuosas, y perdidas en su torbellino negro las siluetas de los fogoneros, teñidos dantescamente de rojo por el incendio del horno; veía huir cuajados de luces los expresos veloces, los correos, los mercancías interminables y oscuros; oía la voz sibilante de las locomotoras, las cornetas de los guardavías, el fragor de los convoyes… y no experimentaba nostalgia ninguna. Un día, en una cuatro mil que pasaba, reconocí a La Regadera; también descubrí a Dos-Caras, disfrazado de tercera, en el mixto de Alicante, y mi regocijo de verles fue absolutamente limpio. Me holgaba de que continuasen viviendo su vida, la que fue mía también; mas no sentía deseos de rodar a su lado. Vi asimismo al Rubio, al Negro, a la Primera Actriz, al Barba… y a otros varios camaradas que iban y venían con el terrible anhelo de siempre, y tuve cierta misericordia de su servidumbre inexorable. Medité: Ellos se mueven, y yo no: ¿pero acaso la tierra me esclaviza más que a ellos el movimiento?…

Mucho tiempo aquellos viejos compañeros fueron y tornaron sin fijarse en mí; luego, como mi situación de vagón inmóvil les sorprendiese, comenzaron a examinarme, y al cabo me reconocieron. El que antes cayó en la cuenta de quién yo era, fue Dos-Caras. Una mañana, al pasar, me gritó:

—¿Eres tú, Cabal?

—Yo soy, viejo —le repliqué.

Y no tuvo tiempo de decirme más porque su convoy iba de prisa. La noticia de hallarme convertido en habitación cundió rápidamente, llevada por los trenes, y todos mis amigos, unos burlones, otros compasivos, me preguntaban:

—Adiós, Cabal; ¿te aburres mucho?

Yo siempre contestaba:

—No; no me aburro.

—¿Eres feliz?

—Sí, lo soy: nunca lo fui más…

¡Y era cierto…! Pues hogaño, merced, precisamente, a la soledad que me circundaba, podía descender más hondo en el misterio de la vida.

Las personas que traté antes permanecían a mi lado unas horas, cuando más una noche; mientras estas de ahora envejecían conmigo: yo las veía dormir, comer; yo las oía hablar… y su experiencia era mía también, íntegra.

Con esta quietud volvía a parecerme a mis antecesores, los árboles. La tierra me atraía, y, cosido a ella, conforme el tiempo filaba, insensiblemente, hallábame mejor. Empezaba a comprender la poesía de las fiestas domésticas, la razón de la Nochebuena, la enorme fuerza emotiva y pensante del silencio; porque mientras la materia reposa es cuando fulgen mejor las luminarias del espíritu. Considerando la vejez desvalida del señor Juan, y oyendo hablar a su hijo, supe cómo a lo largo de los siglos el capitalista perpetúa en el obrero, su hermano, el fratricidio de Caín, y vislumbré el mecanismo del tinglado social, esa rueda trágica en que el salario se transmuta en pan, y el pan en esfuerzo y dolor que luego serán salario otra vez. Vi a María Luisa dar a luz, y me expliqué el amor; y observando a Miguelín, divertido en alinear soldaditos de plomo, echar barquitos en el agua enjabonada de la artesa y arrastrar por el jardín ferrocarriles de hojalata, me di cuenta de que en este mundo —de las paradojas y de los viceversas— el niño juega y se ríe con lo mismo que hace llorar al hombre.

Va para tres años que soy hogar, y no echo de menos, ni en un ápice, mis mocedades trashumantes: el tercer vástago de María Luisa y de Roberto, se cría muy bien. Lolita ya tiene novio, y a esto atribuyo que cante tanto por las mañanas; Miguelín aprendió a escribir y se divierte en eternizar su nombre en mis paredes.

Todo esto, que ya forma parte de mí mismo, me regocija y me acompaña. Voy pareciéndome al señor Juan. Tengo algo de abuelo, y soy feliz con estos seres que crecen a mi lado, con las flores que me rodean, con la hiedra que me cubre y parece traerme un abrazo de la tierra.

Mis antiguos hermanos del camino, todos los días me dicen algo:

—¿Querrías venirte con nosotros, Cabal?

—¿Para qué? —les respondo—, si en ningún punto del mundo en que os halléis vuestro horizonte será mayor que el mío.

Efectivamente: No estoy hastiado, sino satisfecho, y no deseo, porque conocí el movimiento y gusté la quietud; todo lo que hay: y porque llegué a viejo… y ser viejo es hallarse en condiciones de recordar y de perdonar, y nada más dilecto que el recuerdo, ni más elegante que el perdón. La vida es buena, pues siendo tan breve, proporciona tres grandes goces: en la niñez, el anhelo de vivir; en el presente de indicativo, de la juventud, la alegría de vivir; en la vejez, el placer generoso de ver vivir a los demás.

Madrid, octubre 1922.