Todas estas impresiones, que ya de antiguo conocía, sólo me entretuvieron durante las veintiséis horas de mi viaje primero. Quienes me interesaron y divirtieron grandemente fueron mis nuevos huéspedes, tan distintos de aquel mundo de aristócratas, empleados distinguidos, militares de graduación, artistas, toreros en boga y comerciantes ricos, que me habían frecuentado. Mi público de ahora lo componían los de abajo: obreros, trabajadores del campo, soldados, criadas, emigrantes… ¡los que tocaron; a más en el reparto del universal dolor…!
Al principio me molestaban: les aborrecía porque iban descalzos en su mayoría; porque olían a sudor; porque hablaban a gritos y se empujaban unos a otros, así para subir como para bajar, y salpicaban la conversación más trivial de interjecciones y blasfemias; les odiaba por ir siempre cargados de alforjas pestilentes y de gallinas; porque se estiraban los brazos y trataban a las mujeres sin respeto, y ahincaban clavos en mis paredes para colgar sus atadijos, y me emporcaban horriblemente con sus salivazos y los residuos de sus meriendas.
Después, según fui conociéndoles, comencé a estimarles: de sus toscas apariencias nada quiero explicar; peores no podían ser; su salvaje rudeza constituía entre ellos donaire y testimonio de masculinidad. Yo les oía discurrir: decir de alguien que era muy bruto, equivalía a considerarle muy noble, muy sin doblez, muy llano, muy bravo, muy hombre, en suma… Pero bajo esta caparazón troglodítica las almas —¡oh, milagros de la raza!— se conservaban limpias, y aunque violentas, las señoreaba una innata hidalguía: eran afectuosas, generosas, sencillas, y en tocándolas en los registros del valor o de la caridad, todas respondían. Así en poco tiempo conseguí perdonarle sus groserías a ese pueblo infeliz que, si peca de ineducado y analfabeto, es porque nadie se cuidó de educarle, y si anda —con escándalo de los extranjeros que nos visitan— sin camisa y descalzo, no es porque huya del trabajo, sino porque la rapacidad del caciquismo, de un lado, y de otro la incomprensión y dejadez de sus gobernantes, le tienen desnudo.
El pueblo, por ventura de los que lo mandan, es inconsciente; quiero decir que no mide bien su infelicidad, ni ha noción precisa del dolor que le rodea, ni de las mil negaciones seculares que pesan sobre él; nunca meditó —¿cómo, si nadie le enseñó a pensar?— que la vida es algo más que un jornal y una mujer… Y, merced a eso, a que no discurre, es bullicioso y comunicativo, y fraterniza pronto.
¡Lástima que los prohombres de la política siempre que salen de Madrid lo hagan en coche-cama! Pues a viajar en tercera, siquiera una vez, habrían podido acercarse al infinito dolor nacional y experimentado el sonrojo de sus torpezas y el ansia de remediar tanto daño, convencidos de que ser ministro en un país como el nuestro, o es una vergüenza o es un sacrificio. Hubieran sufrido, como yo, con la incultura y total abandono de esa plebe, y visto correr el río de lágrimas que dejan tras sí los emigrantes que se lleva el hambre y los millares de soldados que pide la guerra. ¡Ah, señores políticos! ¡Si ustedes supiesen cómo se llora en los andenes de los pueblos, cómo la desesperación retuerce los brazos y hace gritar, y cómo las madres, las esposas y las hijas maldicen al tren que se lleva a sus hombres… y corren luego tras él hasta caer, ensangrentadas, sobre los rieles…!
Estos cuadro de sufrimiento me ayudaron a estudiar la psicología del pueblo hispano, que pide al milagro la salud que no halla en la tierra. Yo, en cierta ocasión, llegué a Barcelona cargado de emigrantes que iban a embarcarse, unos para Buenos Aires, otros para Cuba, y al día siguiente regresé a Madrid abarrotado de peregrinos que volvían de Roma. Lo he observado: en las almas el dolor aumenta las calorías de la fe, y cuanto mayor es el abatimiento económico de un país, con mejor éxito sus congregaciones religiosas organizan peregrinaciones y romerías. Lourdes y Roma son los dos grandes Sanatorios adonde los enfermos de la fe acuden a remediarse; aunque tengo entendido que las curas que allí se realizan no son definitivas, pues, transcurrido algún tiempo, los pacientes necesitan volver…
A pesar de la amargura de estas consideraciones, no negaré que mi vida actual es más ruidosa y pintoresca que lo fue nunca. Antes yo ambulaba a través de España lleno de silencio; mis clientes eran discretos, reservados y elegantes, y la elegancia siempre conversó en voz baja: aquellas personas se parecían, sonreían sin ruido, gesticulaban sobriamente y casi siempre se hallaban de acuerdo en todas las de cuestiones. En mis huéspedes de ahora el buen humor, como la cólera, son estridentes; sus emociones no conocen matices ni perspectivas; todas, las pequeñas como las grandes, son primeros términos; diríase que llevan el corazón a flor de piel. A porfía gritan, bracean, se atropellan, fraternizan o riñen: no conocen la brida.
Yo me recreo mucho con ellos. Vamos a detenernos un minuto en una estación, que puede ser Torralba, o Ariza, o Puebla de Híjar… y desde que entramos en agujas veo cómo cuatro o cinco individuos sobrecargados de alforjas, de mantas, de botijos y cestas, y a quienes quince o veinte personas más van a despedir, corren, sin saber exactamente por qué, a lo largo del andén. Nerviosamente todos gritan, se apretujan y sus brazos se mueven como aspas: las mujeres son pequeñucas y cetrinas; los hombres, enjutos y de color terroso también, llevan chaquetas y calzones cortos de paño pardo, y a falta de sombrero se ciñen con un pañuelo la rapada cabeza. Apenas el convoy se detiene, aquella multitud, que no sabe leer, arremete instintivamente contra las unidades de lujo, por parecerles mejores. El interventor y los rutas les gritan: ¡Ahí no, brutos…! ¡A tercera…! ¡Ustedes a tercera…!
Ellos miran a una y otra parte, afligidísimos, desorientados; al fin, comprenden, y en avalancha se precipitan sobre mí. Yo voy completo; no queda en mí un solo asiento vacío, y, sin embargo, mis ocupantes, a pesar de comprender que con esto perjudican su comodidad, se aperciben a favorecer a los que llegan. En los vagones de categoría no existe esta hermosa solidaridad: los pasajeros son fríos, individualistas, y, lejos de ayudarse, procuran estorbarse oponiéndose mutuamente una resistencia pasiva. Las gentes de tercera, por el contrario, se sacrifican unas a otras, y con recias voces sinceras se llaman:
—¡Aquí, aquí es…! —gritan los de dentro.
Y echando el cuerpo fuera de las ventanillas ayudan a izar las desvencijadas maletas, los cestos llenos de frutas, las botas hinchadas de vino, los colchones repletos de ropas y atados con cuerdas, los incontables bultos de diversos colores y perfiles que constituyen la impedimenta de sus nuevos compañeros de viaje. Estos, entretanto, apresuradamente, se despiden de sus familiares: los ojos, así de los que se van como los de quienes se quedan, se arrasan en lágrimas vehementísimas; los brazos se enlazan y las manos se crispan sobre los cuellos.
—¡Hija de mi alma…!
—¡Madre, otro beso…!
Al principio estos adioses me enternecían, me parecían definitivos; más tarde, cuando supe que muchas veces el viajero que así se despedía debía quedarse en la estación inmediata, la ninguna razón de aquella desbordada pena me inspiraba risa.
El tren rueda otra vez. Voy totalmente lleno de personas y de bultos, y mi ambiente, impregnado antes de olores agradables, apesta ahora a gallinas, a pescado, a melones, a queso… De los viajeros que no hallaron plaza, unos se han acomodado sobre sus trebejos, otros permanecen de pie, y todos, a la vez, fuman y hablan. Nadie quiere ignorar lo que concierne a su vecino, y recíprocamente se descubren y confiesan sus nombres, sus ocupaciones, la familia que tienen, el lugar adonde se dirigen y el porqué de su viaje…
De pronto, uno exclama:
—¡Moño…! ¡No diga usted más…! ¡Ya sé con quién estoy hablando…!
A su interlocutor, con esta adivinación súbita, se le alegra el rostro.
—¿Usted no es don Fulano…?
—Ese es mi nombre.
—¿El casado con la Mengana, la del almacén de comestibles de junto a la iglesia?
—El mismo.
—¡Acabáramos, hombre…! ¡Bien decía yo que nos habíamos visto en alguna parte…!
Entretanto, y si la hora de comer es llegada, las meriendas salen de sus cestas, las botellas y las botas de vino corren de mano en mano, y la virtud expansiva del mosto acelera la labor de simpatía que inició la conversación. El pueblo español es dadivoso, no obstante su pobreza, y cada cual brinda, de corazón, a los circunstantes lo poco que tiene: este ofrece un racimo de uvas, aquel una hogaza, estotro una tortilla o un plato de patatas al horno; quién reparte cigarrillos… Con el regocijo que acarrea el buen beber, las lenguas no sosiegan, cunde la hilaridad, se habla de unos compartimientos a otros, se oye el rasgueo de una guitarra, y pronto aquella multitud, unida por la vida de pobreza común a todos, parece una familia. Un grupo de mozos ha empezado a batir palmas; suena una copla…
En este momento aparece el revisor, y, a la vez, fulminante, virulenta, surge una disputa. ¿Por qué…? No se sabe. En primera las trifulcas son raras; en tercera no, porque aquí todo es impulso. Una voz, sin gritar, con esa templanza que usan los hombres para retar a la muerte, ha dicho:
—Yo, cuando el caso llega, le parto el pecho al Hijo de Dios.
Y otra voz, igualmente mesurada, ha respondido:
—Vamos a verlo, si usted quiere, ahora mismo.
Todos los viajeros se han puesto de pie, y el cantador, por oír, no ha terminado su copla. Las mujeres, acostumbradas a obedecer, dóciles, con una docilidad de muchos siglos, no se mueven de sus asientos y esperan, sin miedo, a que pase el drama. Por fortuna, el revisor interviene a tiempo: grita, amenaza con mandar detener el expreso y llamar a la Guardia Civil —yo volví a acordarme de Dos-Caras— y, al cabo, se impone: los beligerantes se encalman, sus rostros se suavizan y una frase graciosa, lanzada por cualquiera, pone término venturoso a la cuestión. El interventor, sin embargo, insiste; quiere consolidar su obra de pacificación:
—Antes de pegarse —dice con aire autoritario— cada cual debe hallarse convencido de sus derechos, y para eso es necesario conocer el Reglamento de los ferrocarriles. ¿Por qué no se toman ustedes el trabajo de leerlo? ¿No lo tienen ustedes ahí…?
Su diestra extendida señala hacia un Reglamento colocado debajo de uno de los entrepaños para bagajes. Unánimes los circunstantes siguen con los ojos aquel ademán, y hay un silencio. Alguien, de pronto, exclama regocijado:
—¿Que leamos en ese cuadro…? ¡Vaya una gracia! Por mí, puede llevárselo la Compañía: ¡yo no sé leer…!
Otro añade:
—¡Toma…! ¡Ni yo tampoco…!
La concurrencia rompe a reír, y yo me apresuro a seguir su ejemplo por no llorar ante la alegría de tanta ignorancia.
Otro de los pequeños episodios de que entonces fui testigo, y que juzgo digno de recordar por la enseñanza que hay en él, es el viaje de un joven matrimonio belga que recogí en Barcelona. Se dirigían a Madrid. Fueron de los primeros en subir a mí, con el deseo evidente de poder instalarse bien, y ambos se acomodaron cerca de una ventanilla y dando el rostro al camino, pues la esposa —luego lo supe— se mareaba. Llevaban una maleta, una cajita de bombones y una botella de agua, y todo lo colocaron sobre el entrepaño de los equipajes y en el lugar correspondiente a sus asientos. Eran dos tipos de traza insignificante, pero sus vestidos oscuros, aunque modestísimos y harto usados, estaban perfectamente limpios. Ella era pequeña, delgadita y medio rubia, y el único atractivo de su cara pecosa estaba en la expresión complaciente de los ojos. La nariz, la boca, no valían nada, y sus manos secas, que habían trabajado mucho —las uñas lo decían—, tenían inclinación a cruzarse. El marido también era parvo, y había algo cómico en su fisonomía, de pómulos rosados y alargada por una barbita negra, cortada en punta, sobre el lazo flotante de una chalina. Sus botas toscas, recién embetunadas, relucían bajo el asiento. Él cogió una de las manos tristes de su compañera, y preguntó:
—¿No tendrás hambre?
Ella repuso, sonriendo:
—No; el azúcar alimenta… Y, al mirarse dulcemente, parecían besarse con los ojos.
Sin interrupción, mis inquilinos habituales, las mujeres y los hombres de las grandes cestas malolientes y de las repletas alforjas, iban invadiéndome con gran alboroto, y apenas entraban cuando asaltaban las ventanillas para recoger los trebejos que sus acompañantes les alargaban desde el andén. Excitados por la ufanía del viaje todos hablaban alto, se interpelaban a gritos, reían y cruzaban entre sí las interjecciones más crudas. Bajo el esfuerzo impaciente de tantos pies, algunos desnudos, mi solado crujía. Las mujeres, en su mayoría despeinadas, eran gordas, o lo parecían con las numerosas faldas que llevaban encima; muchos hombres, aunque la mañana no era calurosa, iban en mangas de camisa y calzaban alpargatas. En un santiamén mis plazas quedaron ocupadas, y mis entrepaños cargados, hasta la altura de mi techumbre, de cajones y de bultos. En mi tránsito, varios atadijos de mantas, una silla, dos jaulas de perdiz y algunos enseres de cocina metidos en una artesa, formaban barricada. Mis viajeros, con la satisfacción de hallarse ya colocados, hicieron tribuna de mis ventanillas. Una voz gritaba:
—¡Vamonos, maquinista, que ya es hora…!
Y otra:
—¡Arrea, hombre…! ¡Que en Caspe está aguardándome mi suegra…!
Estas y otras sandeces eran premiadas con grandes risotadas. Ante aquel vulgacho impetuoso y desbridado, el matrimonio extranjero permanecía cohibido y con los pies recogidos debajo del asiento. Su hermetismo, la pulcritud de sus trajes y cierta, distinción que en ellos había, molestaba secretamente el amor propio de los viajeros de aquel compartimiento. Se reconocían inferiores, lo cual les irritaba. A la esposa la encontraban fea, y al marido ridículo. Les parecía, además, que, tanto ella como él, se daban importancia. Empezaron a murmurar, pero lo bastante alto para que los aludidos les oyesen, como buscando con ellos, pendencia.
—Son muy finos para venir aquí —dijo uno.
—Pues, si no les gustamos —replicó destempladamente una mujerona—, que se vayan a primera, que nadie les ha llamado…
La Millanes, nuestra máquina, había sido bautizada con el apellido de su maquinista, silbó y partimos. ¡Alegría general…! Alguien sacó una bota, llena hasta la espita de buen vino aragonés.
—¿Quién quiere? —voceó.
Varias manos se adelantaron, como sedientas.
—Creo —dijo un viejo— que nadie ha de rehusar.
La bota pasó de unos a otros, y con tal amor la acogieron todos que cuando volvió a su dueño había perdido la mitad del peso. Aquel, sin embargo, la presentó al matrimonio:
—¿No beben ustedes…?
Lo hizo rudamente. El esposo, muy amable, contestó:
—Muchas gracias.
Y ella repitió:
—Gracias…
La mujer que habló antes, comentó, provocativa:
—Me alegro: la culpa no es de ellos, sino del tonto que quiere obsequiarles.
Alguien dijo:
—Es que en su país no tienen la costumbre de beber así.
La mujer replicó:
—¡Moño, pues que se vayan a su tierra…!
No obstante, el aspecto modoso y cortés de los extranjeros iba ganando la simpatía de todos. Transcurrió la mañana, durante la cual, por dos veces, la esposa había comido bombones y trasegado algunos sorbos de agua. No llevaban merienda, y esto me indujo a suponer que su situación era precaria, lo que me conmovió. Acaso no llevaban dinero ninguno…
A mediodía el pasaje sintió hambre y cada cual echó mano de sus vituallas, y de las cestas y de las rollizas alforjas emergieron tortillas de patatas, huevos duros, latas de conserva, chorizos extremeños, lonjas de jamón serrano, racimos de uvas y grandes trozos de pan que las navajas cortaban en rebanadas. Volvieron a circular las botas en zarabanda regocijadora, y las botellas cantaron sobre los labios sedientos.
Un hombrachón, con faja y zahones y en mangas de camisa, que se hallaba sentado enfrente de los belgas, les ofreció pan, sardinas y unos pimientos riojanos que aseguró quemaban como el fuego. El matrimonio, en quien el buen parecer se sobreponía al apetito, rehusó, aunque sin convicción. La voz antipática de la mujerona que parecía haberles declarado la guerra, intervino:
—¡No porfiadles…! ¡Si no quieren…!
El hombre de los zahones exclamó airado:
—¡Silleta, pero si no tienen qué comer! ¡Están chupando azúcar toda la mañana…! ¿Vamos a dejarles morir de hambre…?
Y encarándose con el belga, repitió:
—¡Coman ustedes, moño, remoño… que aquí en España lo que se ofrece es de voluntad…!
Entonces, con repentina alegría, los invitados aceptaron, y esto sirvió de señal para que un chaparrón de municiones de boca cayese sobre ellos. Con vehemencia conmovedora cada cual se aceleraba a darles de lo que comía: quién un pedazo de chorizo, quién un trozo de carne prensada entre dos rebanadas de pan, o un muslo de pollo, o unas manzanas asperiega…
Los belgas parecían contentísimos, y con el poco castellano que chapurreaban y gentiles inclinaciones de cabeza, procuraban corresponder a tan larga hidalguía. La mujer era la más emocionada, acaso porque fue la que mejor comió y bebió: la brillaban los ojos y tenía empurpuradas las mejillas y la risa fácil. El hombre de los zahones dijo al marido:
—¡Remoño… y no querían ustedes comer…! ¡Mire usted a su esposa: hasta guapa se ha puesto…!
Los forasteros, con sólo mostrarse amables, se habían granjeado las voluntades, y cada cual se propuso extremar sus cuidados para con aquellas dos personas, que seguramente echarían muy de menos su país. La tarde pasó, y cuando la noche nos alcanzó, allá por Sigüenza, la generosa escena del almuerzo se repitió. Terminada la colación, el hombre de los zahones preguntó al belga:
—¿Quieren ustedes almohadas…?
—No, muchas gracias…
El extranjero, comedido siempre, no quería molestar.
—¡Moño, tanta silleta con molestar! ¡Pero si no molestan ustedes…! ¡Si tenemos gusto en servirles…!
Así era, en efecto: un viajero les buscó dos almohadas; otro, una manta…
—¿Quieren ustedes más? —decían.
—No, no… ¡muchas gracias…!
Como las almohadas eran largas, el matrimonio se acomodó sobre una de ellas; la otra les sirvió de respaldo, y con la manta se cubrieron hasta más arriba del pecho. Habían comido bien, y la felicidad de sus estómagos les sugería ideas risueñas; amorosamente se estrechaban las manos. Él indagó:
—¿Te sientes bien?
—Sí. ¿Has visto qué buena gente es esta?
—Muy buena.
—Al principio, esta mañana, les tenía miedo; pero ahora, no: son toscos, pero buenos. ¿Quieres que te diga una cosa? Empiezo a querer a España…
Continuaron hablando, y a cada momento, ella a él, o él a ella, se preguntaban: ¿Estás bien…? La mujer se había descalzado, y él le palpó los pies para cerciorarse de que no los tenía fríos. Después, dulcemente, quedáronse dormidos con las cabezas juntas.
Los circunstantes, desde sus rincones respectivos, les miraban, diciéndose: ¡Cuánto se quieren…! Y luego volvían la cara hacia sus mujeres, como asombrados de no haberlas querido así nunca.
Yo pensaba: No; ellos no se aman más que vosotros amáis a vuestras esposas: es que se aman con mayor ternura. En España los cariños son grandes, violentos; aquí las pasiones llegan al sacrificio, llegan al crimen… pero no saben acariciar, no saben mimar… y la ternura está en la caricia suave. En España —yo lo he visto— en las relaciones de padres a hijos, de marido a mujer, la ternura no existe, quizás porque siempre hubo en la tierra nuestra demasiado dolor…
Entretanto, sentía con júbilo que todas aquellas personas, pertenecientes a dos razas distintas, habían sabido mostrarse recíprocamente lo mejor que en ellas había; y así, a la lección de dulzura, de los belgas, los españoles —tan pobres y tan ricos— supieron responder con un ejemplo de generosidad.
Cuatro años hace que sirvo como tercera, y estoy cierto de que la humanidad que ahora me frecuenta no es muy divertida. Su variedad, a primera vista tan abigarrada, es epidérmica; en el fondo, mis huéspedes de hoy se parecen extraordinariamente a los inquilinos de los sleeping-car: los mismos apetitos, las mismas figuras… de lo que deduzco que la aristocracia es una plebe bien vestida.
Hay un tipo, sin embargo, privativo de los coches de tercera, y que por su relieve y la frecuencia con que se manifiesta, merece recordación. Me refiero al gracioso.
El viajero gracioso, para producirse como hombre de humor ocurrente y cáustico, necesita tener público, porque la presencia de muchas personas acucia su ingenio. Tiene el ademán seguro, la réplica colorista y ágil, la voz entonada, y sabe muchos cuentos, casi todos picantes. Pasa ya de la segunda juventud y la costumbre de andar por el mundo le dio aplomo. Empieza por, trabar palique con las personas que halla cerca de él, y si sus dichetes son bien acogidos no tarda en ponerse de pie y charlar con todos.
Para triunfar pronto, el viajero gracioso sigue el camino más llano: el autobiográfico. Sus primeros epigramas contra sí mismo irán dirigidos, y su vida y figura servirán de blanco a su verbo dicaz. Generalmente el público ríe esta íntima exhibición de defectos, reales o fingidos. Enardecido el viajero gracioso poco a poco se convierte en histrión, y con recursos grotescos o a fuerza de desparpajo, suple la pobreza de su vena cómica. Si alguien le dirige un comentario agudo, sabrá contestar en seguida. Casi siempre las mujeres miran con simpatía al preopinante, mitad orador, mitad payaso: al cabo, representa la desenvoltura, la picardía; es algo imprevisto que sobresale, que brilla. Cuando el tren llega a una estación, el gracioso monopoliza una ventanilla y dice tonterías a los mirones del andén. Sus burlas tienen gracia unas veces, otras no; pero todas son reídas, porque en la psicología colectiva la hilaridad es una cuesta abajo.
Más tarde, cansado de satirizarse a sí propio, el gracioso dirige sus dardos contra otro pasajero. Este cambio de escena regocija al público. El agredido, ante el ridículo que le amenaza, se defiende con frases incoherentes. La hilaridad general arrecia. El viajero gracioso triunfa definitivamente: se le aplaude, se le ofrece vino. Las mujeres le llaman, quieren tenerle cerca, porque a su lado se creen protegidas.
Esta boga envidiable no es duradera. Ha cerrado la noche y, de pronto, el viajero gracioso calla: ha dicho cuanto sabía y está cansado, agotado. Inútilmente le buscarán la boca; ya pueden morderle la paciencia, que no hablará.
—Tengo sueño —declara—; basta de broma; ahora voy a dormir.
Y, envuelto en su manta, se tiende cuan largo es; una cesta o unas alforjas le servirán de almohada. Como ha sabido hacerse simpático a la comunidad, nadie le estorba. Luego se le oye roncar. Entonces, desde un compartimiento vecino, una voz ingrata pregunta:
—¿Pero, al fin se durmió?
—Sí.
—¡Demos gracias a Dios…!
Instantes después, todos le han olvidado.
A propósito de este tipo referiré una breve escena triste; o, lo que es lo mismo, grotesca; porque de lo grotesco, si lo exprimimos bien, siempre caerá una lágrima.
Rato hacía que estacionábamos delante de un pequeño andén, aguardando un cruce. Mis huéspedes se impacientaban. De súbito un viajero, medio en serio, medio en broma, dijo en voz muy alta algo que fue muy reído, y casi inmediatamente lanzó otro donaire que también arrancó carcajadas unánimes. Haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, aquel individuo consiguió obtener de su ingenio una tercera frase feliz, más dichosa, tal vez, que las anteriores. Asombrados, todos le miraron. ¿Quién podía hablar tan agudamente…? Mujeres y hombres habíanse levantado para conocer al viajero ocurrente, y la general simpatía estalló en una nutridísima ovación de risas y de aplausos.
Presencié entonces algo desolador. Aquel hombre, trastornado de repente por los vapores del éxito, enrojeció y perdió el dominio de sí mismo. Sin saber lo que hacía, se puso en pie; sus ojos brillantes iban de un lado a otro; fue como si se le hubiese extraviado el juicio. Desatóse su lengua y rompió a hablar casi sin ilación. A tente bonete dijo un chiste, que nadie comprendió; luego otro, que asimismo pasó inadvertido; lanzó tres o cuatro más, que también fracasaron… Ante el silencio severo del público, empezó a desconcertarse; las ideas se le barajaban. ¿Por qué antes hizo reir y ahora no…? Y se disponía a insistir, cuando una voz cruel le detuvo:
—¡Bueno, hombre, bastante…! ¡Cállate…! ¿No ves que no diviertes…?
Y el gracioso, que ya no tenía gracia, se sentó aturdido, y no habló más. Quedó oscurecido. Sólo yo observé el rubor de sus mejillas, la humildad de sus ojos bajos. Unos minutos el menguado saboreó las mieles del éxito, y, al ir a gozar de ellas, sus laureles se deshojaron. Su pena era la del cantante que, de súbito, pierde la nota que le hizo célebre; el dolor de la mujer que fue muy deseada… y dejó de serlo.