XXVI

Otros tres años de vida monótona pasaron sobre mí, y ellos quisieron que, definitivamente, en el reloj de mi modesto destino sonase la hora otoñal. No me sorprendió. Desde la catástrofe de Toral de los Vados, yo, aunque reparado escrupulosamente, no volví a sentir aquel extraordinario bienestar —salud de atleta— de mis tiempos prístinos. Mi pendencia con El Majo también me dañó, y de las heridas que los apaches franceses me infirieron, me resentía de cuando en cuando. Las nieblas vascas, las humedades gallegas, los calores y sequías de Castilla, los esfuerzos que los caminos en cuesta —sea ascendente o descendente— exige de nuestra armazón, el recio vibrar de las marchas aceleradas, el tráfago de pasajeros, la fatiga de nuestros tabiques sobrecargados de equipajes, y el mismo cansancio que llevan consigo las emociones, lentamente habían desconcertado mis órganos capitales. La elasticidad de mis rodajes, la actividad de mis tubos de calefacción, la alegría de mis lámparas —¿a qué negarlo?— no eran las mismas. Las puertas de mis compartimientos no se ceñían, como antes, a sus marcos; los cristales de mis ventanillas no ajustaban; mis asientos eran menos blandos; la palangana y el espejo de mi Water-Closet estaban rotos, y usado y manchado deplorablemente el linóleo de mi tránsito: en las fotografías polícromas del corredor, en la oscura pátina de mi techumbre ahumada, en la melancolía de las cortinillas, en no sé qué de viejo, de desengañado, de triste, que había en todo mi cuerpo, yo comprendía que mi biografía iba acabándose.

El arreglo que me hicieron en los talleros de Valladolid apaciguó mi mal sin extirparlo, pues para las injurias del tiempo no se inventó remedio: yo, cuando mis curanderos me devolvieron a la vida rodante, parecía un veterano de los campos de batalla, cubierto de cicatrices; o un viejo verde, tiznado, recompuesto, que llevase los cabellos pintados y postiza la dentadura… y era natural, de consiguiente, que mi contrahecha y fingida mocedad durase poco. Acabaron con ella el sol, la lluvia, la escarcha, el relente…

Agréguese a esto el archivo de recuerdos —y quién dijo recuerdos, dijo melancolías— que ambulan conmigo.

Los polos del alma son la imaginación y la memoria: la imaginación es la facultad callejera que busca, que sueña, que descubre o inventa caminos; y la memoria, la dueña de la casa, que escrupulosamente anota y clasifica lo sucedido: la primera es artista y mudable; la segunda burguesa y quietista, y mientras aquella derrocha y se disipa y se adorna con cascabeles, su hermana va cargada de llaves y hace números.

En mí, acaso precisamente porque anduve mucho, mi fantasía peregrinó poco, y mi memoria adquirió preponderancia excepcional. Mi retentiva es formidable, y dentro de mí los recuerdos mantiénense limpios, prestos, con sus mínimos colores y detalles. Nada he olvidado: en los cristales de mi memoria las añejas imágenes reaparecen nítidas, vivaces, rotundas; recordar equivale, para mí, a hojear un álbum de postales iluminadas.

Esa rara capacidad que en todo momento me sitúa frente por frente de mi propia vida me hace sufrir mucho. Pienso, a cada rato: Yo he rodado sobre el cuerpo de un hombre; yo —aunque sin voluntad— maté a don Rodrigo; yo sentí cómo el bandido Cardini pisaba sobre los cabellos de una mujer desvanecida en el suelo de mi corredor; y vi tirar un cadáver a la vía, y degollar a Antonio del Rey, y presencié él salto mortal de Emma Sansori… Y considerando que conmigo ambularon en distintas épocas Méndez-Castillo, Conchita la Bruja, aquella Carmen de la falda azul y de la blusa blanca, Raquel, los recién casados de La Coruña, los amantes sin nombre, de Valdepeñas, y otras muchas personas, me digo: Yo, que tanto viajo, soy, a mi vez, como un camino: todo en el mundo es un camino, pues todo sirve para que todo se vaya…

Con esa aterradora lentitud con que opera lo inevitable, el fracaso ha penetrado en mí: día tras día mis largueros de encina y caoba se pandean, y el revestimiento de teka que me sirvió hasta aquí de broquel se agrieta; mis movimientos son ruidosos, ingratos, y a intervalos, en los ángulos de mis maderas crujen cual viejos huesos faltos de sinovia, o chirrían con algarabías ornitológicas. Hay en mí como un ruido de muletas…

De nada de esto hablo con mis colegas, a pesar de hallarles tan malparados como yo. Ya en diversas ocasiones oímos rezongar a los empleados que nos limpian: Este material está inservible, pero como la Compañía sólo piensa en ganar dinero, no lo remuda. El público, que antes me prefería entre todos los vagones de mi convoy, también empieza a murmurar. Muchas veces, por ejemplo, un matrimonio ha subido a mí, y después de examinar mis departamentos el marido ha dicho: Este coche es demasiado viejo; vámonos al otro… ¡Razón tienen para arrumbarme! Últimamente agrietóse mi techumbre en la parte correspondiente al cuarto-cama, y se formó una gotera que, afortunadamente para el viajero, no caía a plomo, sino resbalaba por un tabique, sobre el que dejó una huella bochornosa; una mancha cuyos contornos amarillentos recordaban la de los continentes en las cartas geográficas. La mayoría de mis inquilinos, refunfuñaba: ¡Qué vergüenza! ¡Este coche está inhabitable!… Algunos llamaban al vigilante de ruta, para demostrarle mi laceria; Yo pensaba, aterrado:

—Cuando me declaren definitivamente inservible, ¿qué será de mí? ¿Me destinarán a ser quemado?

Pronto supe a qué atenerme. El Viejo, El Pez y yo, que ofrecíamos, aproximadamente, los mismos síntomas de ancianidad y derrota, fuimos desenganchados en Barcelona de nuestro expreso, y trasladados a Zaragoza, desde cuya Estación de Madrid —llamada también del Sepulcro por su proximidad al Campo de este nombre— nos llevaron a unos vastísimos talleres de reparaciones que yo desconocía. Varios días quedamos unidos y ociosos, hasta que un lunes, muy de mañana, nos separaron y yo fui rodado hasta una especie de cocherón que la actividad de innumerables martillos llenaba de estrépito.

Este es nuestro spoliarium —me dije—; mi historia de gladiador de los caminos, aquí acaba.

Pero no era destrozarme, sino infiltrarme una segunda juventud, lo que manos diestras y buenas —o más que buenas codiciosas de arrancarle a cada coche inválido su máximo de producción— pretendían hacer conmigo.

A la vez una docena de obreros, estos tapiceros y otros ebanistas, me atacaron, y las sierras, los taladros, las escofinas, las garlopas, los formones, las barrenas, las repasaderas… todos aquellos instrumentos supliciadores que conocí en mi infancia, y cuyos terribles dientes de acero no había olvidado, tornaron a morderme. Según la fiebre que ponían en su labor aquellos hombres parecían trabajar a destajo, y hubiese creído que sólo anhelaban destruirme a no haberles oído decir: Este coche todavía está bien; quedará como nuevo.

Consolado y fortificado por estas palabras, me resigné a sufrir. No son mis asesinos —pensé— sino mis cirujanos; sus golpes no me matan, me curan; lo que ellos supriman de mi cuerpo será lo inútil, lo podrido, lo irreparable, lo que absolutamente debe irse… Y, con esta convicción, me entregué a la alegría de volver a vivir, y di por alegres cuantos dolores me amenazaban.

Mis curanderos arrancaron todo mi linóleo, bajo el cual aparecieron algunos trozos usadísimos de alfombra; asimismo se llevaron mis colchonetas, mis respaldos y mis redecillas para equipajes, y desarmaron mis asientos: las cortinillas, las abrazaderas, los espejos, los anuncios, las mesitas de las entreventanas, los ceniceros… ¡todo desapareció…! Del compartimiento-dormitorio no quedó nada. Rápidamente iban dejándome hueco, mondo, y mi armazón enjuta adquiría aspectos de esqueleto. Ahora, sobre este vacío, mi imperial parecía más alta; la luz que llenaba mis ventanillas era cruda, desapacible, y advertí que, como en las casas desalquiladas, dentro de mí el menor ruido era campanudo y resonante.

Procedieron después mis operadores a reforzar los ocho ángulos máximos de mi cuerpo: cambiaron clavos, reafirmaron los tornillos, sustituyeron las maderas que por sus desgaste excesivo ya no ajustaban bien, enderezaron a martillo y a fuego las piezas que pandearon la humedad o el continuado esfuerzo, suprimieron todas las hendeduras de mis costados, taparon todas las quiebras o rajas de mi techumbre. A lo único que no tocaron fue a la tubería de la calefacción, ni a los hilos de la luz. Otro día me desmontaron, instaláronme sobre tres caballetes y se llevaron mis rodajes, lo que celebré, porque estaban desnivelados y sus muelles necesitadísimos de reparación. Yo sentía ganas de cantar, ganas de reir; yo era feliz como el muchacho a quien han prometido un traje y unos zapatos nuevos…

Esta inmensa alegría —júbilo de resurrección, ufanía de renacimiento— da la medida fiel del tremendo dolor, hecho de humillación, de vergüenza y de rabia, que experimenté al cerciorarme de que la Compañía me reformaba no con el propósito elegante de mantenerme en mi categoría de vagón de primera clase, sino para convertirme en humilde tercera.

Sin respeto a mi historia, querían degradarme, confundirme con el vulgacho, imponerme el desairado papel de noble venido a menos. De despecho y de cólera rompí a llorar, y transido de tristeza pasé la noche, hasta que las hadas misericordiosas de la reflexión y de la esperanza vinieron a consolarme. ¿A qué te preocupas de tus pergaminos? —decía aquella— ; lo importante es vivir, ser jocundo, ser sano… Y, la segunda: ¿Qué sabes tú de los buenos ratos que te esperan aún…?

Terminada su obra de demolición, mis operarios comenzaron a restaurarme. Para facilitar la circulación del aire, la parte superior de los lienzos que antes aislaban mis departamentos quedó suprimida; el lugar de mis antiguas redecillas, con sus barras de acero tan firmes y tan sutiles a la vez, lo ocuparon sólidos entrepaños de madera; y mis divanes grises, aquellos cuya blandura conoció la hermosura y recogió el calor de tantas mujeres elegantes, fueron reemplazados por sólidos bancos. Todo cuanto en la época feliz de mi nacimiento tuve de mollar, de voluptuoso, de femenino, iba a tenerlo ahora de varonil e inhospitalario. No cambió la disposición o fundamental arquitectura de mis departamentos, pero sí su apariencia. Sobre mis ventanillas, en vez de cortinas hubo persianas; a mis cabeceras, antes tan blandas, sucedieron otras de madera; mis abrazaderas, mis mesitas y mis ceniceros, desaparecieron, y en el rectángulo que antaño ocuparon mis espejos colocaron un Reglamento de los ferrocarriles de España, impreso en caracteres minúsculos y harto prolijo y difuso para un país donde el ochenta por ciento de sus habitantes no sabe leer. Esto, desde luego, me pareció muy gracioso, y, por lo inoportuno, muy español. Mis paredes quedaron revestidas por una tablazón vertical, muy fuerte, de pino, mis suelos entarimados, y todo —solado, techo, tabiques, asientos— pintado de un color amarillo oscuro que, luego de bien barnizado, adquirió notable prestigio. Lucía bien: mostraba una sencillez plebeya, sana y chillona. Luego revocaron de verde todo mi exterior, borraron aquellas «AA» que durante más de treinta y cuatro años proclamaron mi aristocracia, y por dos veces escribieron sobre mis flancos un igualitario y muy cristiano número tres.

—¿Cómo ha de ser? —meditaba yo—; ¡paciencia! Están vistiéndome de blusa…

Otro día me trajeron unos rodajes flamantes, que me parecieron excelentísimos, y no bien me instalaron sobre ellos cuando experimenté el bienestar resultado de la simplicidad y del vigor de mi nueva categoría social, Yo era como un prócer arruinado, como un gran señor que ganado por el ambiente democrático de su época, y para seguir viviendo, hubiese aceptado un empleo.

De los talleres de Zaragoza, donde permanecí seis meses, salí, sin que ni El Pez ni El Viejo me viesen, de lo que me congratulé, y cuando fui enganchado al rápido que lleva primeras y terceras y sale de Madrid para Barcelona los martes, jueves y sábados, a las nueve y veinte minutos de la mañana, todos los vagones me miraban, y su modo de observarme me descubría una estimación unánime. Las primeras pensaban:

—¡Qué distinguido es…!

Y los terceras:

—¡No parece de los nuestros…!

Seguro de la nobleza de mi origen, entre los unos y los otros yo pasaba ufano. Ahora, como antes, yo era El Cabal

Después de medio año de reposo y de encierro, aquel primer viaje me causó extraordinaria alegría. Como antaño, de mozo, fue el paisaje lo que antes me cautivó. Por la mañana no me cansé de mirar los árboles, las casas, los repechos áridos sobre los cuales el sol proyectaba las sombras de los coches y de la máquina, con su largo penacho de humo. Toda la tarde corrimos por la llanura: siempre igual paisaje mezquino, las mismas aldehuelas de calor arcilloso, las mismas carreteras polvorientas, y, como horizonte, una línea de montes fragosos; mientras nosotros, los esclavos de la vía férrea, adelantábamos por el mismo camino recto… recto… inexorable como una orden. Las viejas impresiones, tan amadas, se repetían exactas. Anochecido llegamos a una pequeña estación —¿qué importa el nombre?—, donde permanecimos un minuto. La gente nos mira, nos envidia; nos envidia porque nos vamos, y, como en todas partes, un grupo de muchachas endomingadas sonríe a los viajeros. Suenan una campanada y un silbido: partimos… Ahora el campo se ha cubierto de sombras: nada se ve, pero el estrépito de nuestra carrera, los ecos que responden a los ¡alertas! de la locomotora, dicen que el panorama ha cambiado y que rodamos entre montañas. A intervalos, cuando el fogonero abre el horno para echar carbón en él, la entraña ardiente de la máquina arroja, a derecha e izquierda de la vía, un llampo rojizo que parece un presagio. La dirección del viento ha cambiado; hace frío; luego empieza a llover, y el agua y el carbón mezclados nos ensucian deplorablemente. Todo es húmedo, todo es negro… De pronto, la emoción escalofriante de un puente tendido sobre un tajo cuyo fondo no se ve; después, la tiniebla de un túnel: grita el vapor, vamos cuesta abajo y los frenos arrancan a nuestras ruedas alaridos horrísonos; ensordece el fragor con que nuestros topes se golpean, y la montaña granítica tiembla y parece abrirse. Al fin salimos de su entraña, y, bajo la lluvia, la huida delirante continúa a través de otros montes y sobre otros puentes…; hasta que, al día siguiente, recogidos ya ni el reposo de la estación terminal, el sol, con su calor, nos enjuga y nos limpia.