Mi biografía, toda mi biografía, como si el destino la hubiese dividido a hachazos, ofrece los aspectos más incongruentes y separados: junto al fragmento ligero y azul, el capítulo rojo; al lado del episodio sentimental el picante, la palidez torva del drama.
Durante aquel último cuatrienio yo había empezado a aburrirme un poco: hallaba mi vivir demasiado uniforme, y achacaba esta escasez de emociones a mis años, que iban siendo muchos. ¡La aventura ya no me quiere…! —discurría yo en mis soliloquios, constelados de melancolías y de recuerdos—. Y daba por definitivamente acabado el libro de mi vida, cuando la terrible y divina musa de los ojos de esmeralda, la que con sus sorpresas envejeció mis miembros de hierro y caoba, tornó a mirarme. Y… ¡de qué modo, con qué fuerza trágica…!
Es una página bermeja y ardiente, como un folletín.
Estábamos en Madrid, y las manecillas del reloj luminoso —ojo, de la estación— que preside el vaivén de los trenes, iba a darnos la orden de partir. Eran las diez y ocho y quince. Todos los coches, apretados fraternalmente unos contra otros, esperábamos la señal: teníamos encendidas las luces; la calefacción, alta; los frenos, bien graduados; las ruedas, engrasadas y prontas al movimiento: La Quisquillosa resoplaba prepotente, y el latir de sus ijares estremecía el convoy. Un viento frigidísimo barría los andenes, casi desiertos, pues era día de Difuntos y en fecha tan señalada y que entraña, al decir del vulgo, cierto maleficio, nadie quiere viajar. Los huéspedes del expreso no llegarían, en total, a cuarenta. ¡Mejor…! Vayan estos viajes, relativamente descansados, en alivio y desquite de aquellos en que la aglomeración de forasteros y de equipajes nos obligan a transportar, a cada uno, siete y ocho toneladas de peso. A la hila del tren, una voz lenta pregonaba: —¡Almohadas de viaje…! Y era su cadencia tan monótona, tan lánguida, que invitaba a dormir.
De mis compartimientos tres estaban vacíos. En otro había un matrimonio cincuentón y de empaque burgués, al que la presencia de varios parientes, que fueron a despedirle, retenía asomado a una ventanilla.
Especialmente en invierno estos saludos me molestan mucho, porque me enfrían. Además, son de una hipocresía repugnante, pues, en la generalidad de los casos, todos, así los que se quedan como los que se van, desean separarse. Ya se dijeron cuanto necesitaban decirse; ya varias veces se estrecharon las manos… ¡y el tren no sale…! ¿Qué hacer…?
—Pero… ¡márchense ustedes! —suplican los viajeros.
Los otros responden:
—De ningún modo…
—Nos da pena verles ahí; están ustedes molestándose.
—No es molestia, es placer…
—¡Cuánta amabilidad…!
Las frases, hechas, los lugares comunes de la cortesía y de la emoción, van… vienen… El protocolo de las despedidas ordena que —en un momento determinado— las cabezas varoniles se descubran, y los pañuelos salgan del bolsillo para saludar, y los ojos se nublen de tristeza: y para que este cuadro surta el efecto conmovedor apetecido, indispensable será que el convoy arranque. También las siguientes recomendaciones parecen absolutamente necesarias:
—Tengan ustedes buen viaje…
—¡No dejen ustedes de telegrafiar; no se lo perdonaríamos!
—Ya saben que pueden disponer de nosotros.
—¡Sí, sí…! ¡Muchas gracias…! ¡Hasta la vuelta…!
¡Ah…! Cuando considero el mezquino valer de los hombres, sus falsedades, sus perjurios, sus tracerías y el eterno carnaval de sus almas, siento tentaciones de descarrilar.
A la hora exacta, el jefe de estación dio la salida al expreso; silbó la locomotora, y partimos. ¡Espantosa noche! La lluvia había formado grandes charcos entre los rieles, y apenas dejamos atrás la marquesina que guarece los andenes, un furioso huracán de nieve nos envolvió. Por dicha, nuestro visitador en ruta cerró pronto una portezuela del coche-cama inmediato, que había quedado abierta, y por la cual penetraba una avendavalada manga de aire que iba helándonos a todos. El vagón que corría delante de mí, y al que apellidábamos El Pez, por lo ligero, se quejaba de un eje; yo lo oía chirriar.
—Eso es —hícele observar— un poco de frío; apenas llevemos rodando un rato y entres en calor se te pasará.
Habíamos traspuesto las estaciones mínimas de Vallecas y Vicálvaro, y las amenas praderas de San Fernando, y ya veíamos acercarse las luces tristes y diseminadas de Torrejón. Pasado Alcalá, La Quisquillosa aceleró su correr, y la calefacción aumentó. ¡Qué delicia…! Aquellas oleadas de vapor eran para nosotros lo que para el caminante aterido un vaso de alcohol.
El eje de mi compañero cesó de dolerse.
—¿Mejoras? —averigüé.
—Sí —repuso—; ya estoy bien.
—Pues, tira, hermano; porque El Viejo es un maula, y de no ayudarme tú no podré con él.
Hizo lo que yo le pedía, y se lo agradecí: era fuerte y bueno, y más joven que yo; con lo que declaro que me aventajaba en punto a lealtad y buena fe. Vivir es malearse…
Los andenes de Meco y Azuqueca huyeron de nuestro lado como sombras; en Guadalajara hicimos, según costumbre, un alto de cinco minutos, y seguidamente salimos para Fontanar.
El dining-car había apagado sus luces temprano, pues el pasaje, malhumorado, cenó de prisa, que nada acorta tanto la duración de las sobremesas como la melancolía. Los escasos inquilinos de los vagones-camas también mostrábanse soñolientos. En los coches de mi clase, los largos tránsitos aparecían desiertos y fantasmales, sacudidos por la marcha crepitante del convoy. Pasaron las estaciones de Junquera, Humanes, Espinosa, Jadraque, Matillas… y en Sigüenza, la vetusta, recogí un viajero. Distinguí su silueta mucho antes de que llegásemos a la estación, pues en el andén solitario no había más persona que la suya. Era un hombre como de treinta años, bien vestido y de gentil presencia, y advertí una nerviosidad, una precipitación de fuga, en su modo de ganar mi estribo y abrir la portezuela. Aquel individuo, evidentemente, huía de alguien: sus pupilas fulgían como las del bello Raúl, como las de Dommiot, como las de Cardini, el italiano… Ya en el pasillo, bajó un cristal y sacó la cabeza, observando espaciosamente a un lado y otro, cual receloso de que alguien hubiera subido al convoy; y así, en esta actitud de vigilancia implacable, permaneció hasta que dejamos la estación y comenzó a ser procelosa la velocidad de nuestro correr.
Entonces buscó uno de mis departamentos vacíos, y un gesto que hizo y el suspiro que se le escapó de la garganta me descubrieron su satisfacción de hallarse solo. Reducíase su bagaje a un maletín pequeño, que colocó en la red, y a un portamantas cuyas correas empezó a deshebillar. Sin razón, y acaso por obra sigilosa de un presentimiento —esto lo razoné más tarde—, redujeron mi curiosidad a esclavitud la lozana juventud de mi huésped, la vivacidad de sus grandes ojos novelescos, la abundancia de sus cabellos negros y naturalmente ondulados, la sólida complexión de su espalda y la elegante anatomía de sus manos y de sus pies.
—He aquí un hombre —medité— con quien el amor no debe ser esquivo…
Apareció el interventor y pude enterarme de que el nuevo viajero iba a Barcelona. Al quedarse solo, el desconocido extinguió las dos luces del compartimiento, cerró la puerta y, corrió todas las cortinillas. Hecho esto se acomodó en un ángulo, arrebujóse en su manta y alargó ambas piernas sobre el asiento. Volvió a suspirar, como quien sufre una pena o un temor secretos, y apagó en mi cenicero el cigarrillo que estaba fumando. En la oscuridad su figura desapareció casi por completo: únicamente sus botas de charol, flamantes —bien lo recuerdo— recogían no sé qué vagarosa claridad que llegaba a ellas desde el pasillo, y yo las veía fosforear en la tiniebla como azabaches. ¿Quién era aquel tipo, qué interés podía haber en su vida? Le comparé con don Rodrigo y le juzgué, incontestablemente, más hermoso que el amante de Raquel, pero también menos distinguido, porque era menos raro. Minutos después le oí roncar sonoramente, y yo mismo, traspuesta la estación de Arcos, me quedé dormido. Muchas veces los viejos vagones, con nuestra inveterada costumbre de rodar en traílla, y la, seguridad de que la locomotora cuida de nosotros y no nos dejará equivocar la ruta, caminamos, inconscientemente, y es este automatismo lo que nos permite ratos sabrosos de duermevela.
Una voz que gritaba:
—¡Alhama…! ¡Un minuto…!
Interrumpió a medias mi reposo: pero La Quisquillosa recobró su marcha y mis poros, mal despabrados, volviéronse de nuevo impermeables a la sensación, y mi conciencia tornó a sumergirse en las negruras insondables del no pensar.
Mucho tiempo transcurrió antes de que un pregón y una ruda presión de los frenos, me despertasen. Por añadidura mi vagón zaguero —El Viejo— acababa de darme, al detenerse, un fuerte encontrón; sin duda iba dormido. Reconocí la estación de Calatayud, callada y horriblemente triste bajo un abundantísimo aguacero. Ni un ruido. El jadear de la máquina desgarraba el silencio, y turbaba como el latir de un corazón. Al mismo tiempo, me pareció ver una sombra que trepaba al último primera, por el lado de la entrevía, lo cual me demostró que quien fuese cuidaba de no ser visto, y acaso intentaba viajar sin billete.
Media hora más tarde llegaba a mí con pasos aduendados y por el tránsito que me ligaba al Viejo, una mujer alta, de líneas esbeltas, que disimulaba sus facciones bajo un alucinante manto negro. Un extraño soplo trágico la animaba, la precedía…; la vi adelantarse por el corredor y unos segundos pude admirar sus manos blancas, la energía aguileña de su rostro, y el nimbo leonino que ceñían a su frente sus cabellos dorados: unos cabellos encrespados y magníficos, calientes y luminosos como hilos de sol. Brillaban con resplandor propio; vivían; no recuerdo haber visto nunca otros más bellos…
La desconocida detúvose ante mi primer departamento, cuya puerta descorrió suavemente; encendió una luz, miró rápida y, sin ruido, volvió a cerrar. En el departamento contiguo hizo lo mismo: abrió la puerta, asomó la cabeza, esquivóse de nuevo… Era evidente que buscaba algo. De repente asocié aquella pesquisa a la figura del viajero que subió a mí en Sigüenza.
—Le busca a él… —pensé.
Y tuve miedo, pues adiviné que algo siniestro iba a consumarse. Sobresaltado llamé la atención de mi compañero.
—Escucha, Viejo, y ayúdame a salir de dudas: ¿has visto pasar una mujer alta, vestida de negro?
—Sí; subió al tren en Calatayud, por la parte de la entrevía…
—La misma.
—Como si viniese huyendo…
—¡Exacto —exclamé—, todo eso lo pensé yo…!
—En el último vagón permaneció un buen rato; pasó después al otro, y luego a mí, donde el interventor le pidió el billete.
—¿Llevaba billete?
—Hasta Barcelona. En mi pasillo aguardó a que el interventor se fuese, y entonces registró, uno a uno, mis departamentos. Tiene cara de loca. Después se marchó. ¿Sabes dónde está?
—Aquí.
—¿Contigo?
—Sí.
—¿Qué hace?
—Busca.
La dama enlutada, efectivamente, proseguía su investigación, y en el tránsito solitario y bajo el claror pálido y trepidante de las lámparas, su silueta cobraba una virtud fantasmal. En su rostro lívido, su ojos negros tenían una expresión del drama. El destino, lo inevitable, miraban con ellos.
El Viejo, intrigado, me preguntó:
—¿Se fue ya?
—No.
—¿Qué hace ahora…?
—Busca… ¡calla…! déjame ver…
La misteriosa desconocida empujaba en aquel instante la portezuela del departamento donde el viajero de Sigüenza —le designaré así— dormía. ¡Oh, si yo hubiese podido despertarle…! Fueron unos segundos espantosos, uno de esos momentos en que nos parece oír a la Muerte caminar de puntillas, y dentro de nosotros toda nuestra alma acongojada adquiere el perfil de una interrogación.
La intrusa, apenas encendió, tornó a apagar, y, favorecida por la claridad del corredor, avanzó. Su brazo derecho extendido, que ahora, bajo el manto, parecía una enorme ala maléfica, esgrimía un puñal cuya hoja limpia pintaba en la penumbra un sutil triángulo de luz. Agachóse para mejor ver, y ahogando el aliento. Adelantó la cara, en cuya lividez eucarística los labios temblaban… Luego, con recio ímpetu, apoyó su mano izquierda en la boca del durmiente, para a la vez que le impedía gritar y le tapaba los ojos, obligarle a echar la cabeza hacia atrás; y cuando le tuvo así, mudo y cegado y con la garganta bien de manifiesto, de un solo golpe cruel le degolló. Hundióse el cuchillo hasta la cruz, y, al salir, por la herida brotó un chorro caudal de sangre, purpúreo y ancho como una lengua.
Segura de haberle matado, la homicida, con repentina presencia de ánimo, enredó al alfiler que brillaba en la corbata del finado un largo cabello negro que preparado traía con este objeto, tiró el arma a un rincón y escapó. Al llegar al término del pasillo penetró en el cuarto-tocador, se lavó las manos y volvió a salir. Nadie la había visto. Sin perder instante abrió mi portezuela correspondiente a la entrevía, bajó al estribo y saltó a tierra fácilmente, pues íbamos llegando a la estación de Casetas y el convoy corría a menos de un cuarto de marcha.
Sentado, el occipucio apoyado contra una de mis cabeceras, la víctima, lívida y bermeja a la vez, no se había movido. A su alrededor y como nimbando su blancura mortal, todo aparecía tinto en sangre: el diván, el respaldo, la alfombra…
La presencia de aquel cadáver cuyo rostro, de minuto en minuto, era más blanco, me causaba indecible terror; añádase a esto la sensación de la sangre que me empapaba y rápidamente iba enfriándose. Sentía miedo, pena… y también un poco de asco. En los primeros instantes sólo compadecía al hombre; luego díome a meditar en la matadora, y a tener piedad de su dolor. ¿Qué desesperada historia se había desenlazado allí…? Y aquel cabello negro, ¿con qué objeto fue enredado en la corbata de la víctima, y a quién perteneció…? Instintivamente mi conciencia hidalga poníase de parte de la mujer y votaba en favor suyo.
Cuando ella se decidió a segarle la garganta —pensé— es porque antes él, a mansalva, la habría acuchillado el corazón. Entre amantes, una puñalada es muchas veces la liquidación de una deuda.
Apenas el expreso salió de Casetas, referí al Pez y al Viejo lo ocurrido, y aquel tanto se asustó con la idea de que un muerto le seguía, que comenzó a cabecear y a querer zafarse de mí. Un buen tironazo que le administré, para castigarle, le devolvió el juicio. No se enfadó por ello.
—¿Está muy pálido el cadáver? —balbuceaba.
—Mucho; parece de cera; parece también que el rostro se le ha enflaquecido.
—¿Y frío…? ¿Notas tú que está frío…?
—Sí: el frío de su carne es, por instantes, mayor: rato hace que traspasó sus ropas y empezó a invadirme… Ahora me penetra y llega muy hondo dentro de mí. ¡Es horrible…!
La noticia corrió velozmente de punta a punta del convoy, y los datos aportados por mis compañeros ratificaron cuanto, momentos antes, El Viejo me había dicho. La desconocida emprendió su trágico éxodo agarrándose a uno de los estribos del último vagón, en cuyo cuarto-lavabo estuvo encerrada más de una hora, de lo cual nuestro camarada coligió que aquella mujer, no obstante su bonísima traza, viajaba sin billete. Después dejó su escondite, ojeó todos los departamentos y pasó al segundo coche, donde hizo lo mismo.
—Yo, cuando la vi adelantar por mi pasillo —exclamó El Viejo— tan alta, tan delgada y envuelta en aquel largo manto negro entre cuyos pliegues los ojos la relucían como linternas, pensé que la Muerte había entrado en mí.
—¡Y era cierto que entraba —comenté—, porque el amor y la codicia son las dos sonrisas de la Muerte: cuando la Muerte no quiere asustar a los hombres y sí sólo perderles, se hace Dinero o se hace Mujer…!
En Zaragoza, donde debíamos permanecer veintiún minutos mientras cambiábamos de máquina, sólo recogimos tres pasajeros, que subieron a los coches-dormitorios, situados a la cabeza del tren. Eran las dos de la madrugada. La Quisquillosa, que no pasaba de allí, se había desligado de nosotros, y el convoy quedó inerte y como acéfalo. Todos los vagones, sumergidos en tinieblas, parecían dormir, amodorrados por el cansancio y el frío. El Viejo y El Pez también se habían sosegado. Solamente yo velaba, y, a poder, hubiera pedido socorro con resonantes voces. Aquel difunto, cuyo rostro adquiría aún, por momentos, una albura de sudario, me helaba: ni don Rodrigo, ni aquel argentino tan misteriosamente asesinado en la línea de Sevilla, tenían su expresión: yo no quería verle, y, sin embargo, ni un segundo mi curiosidad se apartaba de él. Como acabó sin agonía, la muerte no había desconcertado la paz de sus facciones: los labios quedáronle entreabiertos, y la visera de la gorra le tapaba los ojos; pero los dedos de sus manos yertas y blancas —más que blancas, traslúcidas— sobre el fondo purpúreo de su traje cubierto de sangre tenían una expresión fascinante: estaban torturados, contraídos, retorcidos espantosamente: raíces parecían…
Un golpe inesperado me reveló que La Ronca —padecía este remoquete por lo mal que silbaba— se había unido a nosotros. Íbamos a partir, y me alegré, porque el movimiento debilita la voz de las ideas. En seguida… lo de siempre: una campana, un pito, una voz soñolienta, automática, que ordena: Señores viajeros… ¡al tren…!, la; locomotora que lanza un alarido corto y bufa, y el convoy que recobra su andar…
El crimen perpetrado entre Calatayud y Casetas se descubrió al hacerse la nueva requisa de billetes, ya pasado El Burgo. Inmediatamente el inspector manejó el timbre de alarma, y el expreso paró. Por segunda vez la noticia, semejante a una mariposa roja, voló de un extremo a otro del tren: despertados insólitamente todos los viajeros, algunos a medio vestir, precipitáronse fuera de sus departamentos y corrieron a mí. En mi corredor los curiosos se apiñaban, se oprimían y alargaban el cuello, con el ansia impaciente de ver. Los que hubieron la fortuna de obtener un puesto frente al teatro del atentado, enmudecían de espanto y no sabía disuadir los ojos del cadáver, cuyas facciones, ya endurecidas, parecían, bajo mis luces, de transparente mármol.
Como nada podía hacerse, el revisor cerró el compartimiento y el convoy persiguió su camino a gran velocidad para recobrarnos del tiempo perdido. En Caspe nos detuvimos, y por teléfono el jefe de estación llamó al Juzgado, que inmediatamente acudió y procedió al levantamiento del cadáver. Secundado por el escribano, el juez tomó circunstanciada decoración al inspector, al ruta y a varios pasajeros. El interrogatorio fue baldío; nadie sabía nada. Lo único cierto era que el asesinado tomó el tren en Sigüenza con propósito, según su billete de viaje acreditaba, de ir a Barcelona.
En la cartera de la víctima se halló una cédula extendida a nombre de Antonio del Rey, varias cartas, a las que, por abreviar tiempo, no se dio lectura, y cuarenta mil pesetas en billetes de banco: detalle este último que evidenciaba no ser el robo el móvil del asesinato. El juez advirtió en seguida el largo cabello negro —cabello de mujer joven— prendido al alfiler de corbata del finado, lo que estimó un dato revelador precioso; también examinó cuidadosamente el cuchillo, que era nuevecito y de los mejores y más bellos que producen los famosos armeros toledanos. En el acto, la presunción de un crimen por celos iluminó el espíritu de los circunstantes.
—¡Y es una mujer morena —exclamaron; a coro— quien le ha matado…!
Alguien dijo que ninguna mano femenina era capaz de asestar una puñalada así. Pero el voto contrario y unánime del público movióle pronto a cambiar de opinión. Mujer tenía que ser la autora del crimen. ¿Cómo, si no, explicar la presencia de aquel cabello? Precisamente ese cabello era el hilo del sangriento ovillo, el rastro que la homicida olvidó tras sí. A este dato añadíase otro no menos significativo, a saber: la primorosa belleza del cuchillo: era un arma genuinamente femenina, elegante y de persona rica. A un hombre, para vengarse, no se le ocurre comprar un objeto tan lindo.
Alrededor de la imagen de una mujer morena y joven, por todos aceptada, los comentarios se devanaron inagotables.
Ella debió de subir al tren en Sigüenza, sin que Él lo advirtiese; aunque, de estar noticiosa de su viaje —suposición muy admisible— pudo salirle al encuentro en la estación de Arcos, o en la de Alhama… y, hallándole dormido, le degolló. Después se quedaría en Calatayud…
La razón del crimen volvía obsesionante a los espíritus. Evidentemente, aquella mujer había matado por celos. Antonio del Rey, al recibir la puñalada, no se defendió; acaso la muerte fue tan instantánea en él que se adelantó al dolor; finó sin sufrir: lo proclamaban así sus ojos cerrados y la serenidad y compostura de su actitud.
Respecto del cabello enredado al alfiler de la corbata, alguien dijo —y sus palabras merecieron la aprobación general que, una vez su venganza satisfecha, Ella, como Salomé, sentiría el deseo de besar los labios yertos del adorado— ¿no anduvieron el Amor y el Crimen siempre juntos? —y, al inclinarse para hacerlo, sus cabellos se agarraron al alfiler y una hebra, que sería brújula entre las manos de la Justicia, quedó prendida en él. El señor juez se acordaba de Teseo, y estaba encantado…
Asistiendo a estas divagaciones folletinescas, pero muy verosímiles, de la imaginación popular, yo me desesperaba. ¿Cómo decirles…? La criminal es rubia; su cabeza parece una brasa: ese cabello negro de cuyo hallazgo tanto se ufanan ustedes, lejos de ser un rastro, es una traición, una trampa, un ardid, para despistar… El único que lo sabía todo era yo, y no podía hablar. ¡Ah! ¿Cuándo los hombres que tantos inventos inútiles hicieron, descubrirán el modo de comunicarse con los objetos que comparten su vida…? ¿Habría robos si las cajas de caudales supieran pedir socorro? ¿Habría adulterios si hablasen las alcobas? ¿Cómo los sabios acosadores tenaces de la verdad, no pensaron en esto…? Porque entonces… ¡sí que la mentira se iría del mundo…!
Al dar el Juzgado por terminadas sus diligencias, unos camilleros se llevaron el cadáver del desdichado Antonio del Rey, y yo, con las portezuelas cerradas, fui desenganchado del convoy y trasladado a una vía lateral, en espera de las futuras investigaciones que el señor juez instructor se proponía practicar en mí.
—¡Te han fastidiado, Cabal! —me dijo El Viejo—; los hombres, para consolarse de no prender al asesino, te prenden a ti… y tardarán en soltarte.
El expreso arrancó de Caspe con dos horas de retraso. ¿Cómo decir el frío de silencio, el dolor de abandono, que me produjo verlo marchar…?
El resto de la mañana estuve durmiendo, bajo la lluvia. Al siguiente día padecí un severo registro, y tres días después otro. El juez, asesorado por el escribano, el alguacil y dos personas más, reconstituyó —y declaro que con bastante exactitud— la escena del crimen: la posición en que se hallaba la víctima al recibir el golpe; la estatura probable de la agresora, a quien todos supusieron alta; y luego examinaron prolijamente los rincones del compartimiento, y mis estribos, con la esperanza de sorprender en ellos algún vestigio esclarecedor del misterio. Una aguja descubierta por el alguacil bastó para que todos aquellos señores se perdiesen en nuevas e inútiles divagaciones, pero no añadió luz ninguna al sumario.
¡Cómo me aburría! ¿Por qué no me sacaban de allí…? Las jóvenes caspolinas que acostumbraban a pasear por el andén, no cesaban de ir a verme. Se detenían a corta distancia de mí, sosteniéndose unas a otras por el talle, y luego, a pasos lentos, daban una vuelta a mi alrededor. Mi imponente tamaño, mi lujo y mis cortinillas caídas, como en señal de duelo, sobre el enigma bermejo que había en mí, impresionaban teatralmente la fantasía popular.
—Aquí ha sido… —se decían mis mirones.
No pasaban de ahí; y, al marcharse, caminaban despacio y volviendo la cabeza, para mirarme. En Burgos, adonde me llevaron después del asalto del expreso de Hendaya, me sucedía lo mismo.
Pero esta notoriedad no me consolaba de mis días de inacción. Cada veinticuatro horas, febril y ruidoso, pasaba mi convoy, y mis compañeros, dichosos con su libertad, me dirigían burlas inocentes.
—¡Bien te diviertes, gandul! —decían.
Una semana más tarde y con la etiqueta de No admite viajeros, fui reincorporado al expreso y trasladado a Barcelona, donde sustituyeron los forros ensangrentados de mi asiento y del respaldo por otros nuevos. ¡Cómo lo agradecí! La alfombra no la reemplazaron, sino que la lavaron cuidadosamente, Una pequeña mácula de sangre, no obstante, quedó en ella; pero tan debilitada y poco visible, que los inspectores del material consideraron que pronto los mismos viajeros acabarían de limpiarla con la suela de sus zapatos. Estos recuerdos me estremecen aún. ¿No hay algo truculento en el destino de esa sangre, que fue juventud, esperanza, calor… ¡vida, en fin…! y que luego una multitud pisotea, indiferente, y se lleva en los pies…?
Volví a la circulación, y desde mi primer viaje tuve ocasiones de convencerme de que el asesinato de Antonio del Rey seguía encadenando la atención de la Prensa y del público. El crimen guardaba su misterio. Las declaraciones de los familiares de la víctima poco ayudaron a esclarecer el enigma: se supo que Antonio del Rey tenía en Madrid una amante italiana, rubia y alta, artista de café-concierto, llamada Emma Sansori; y también que pensaba casarse con una joven morena, de notable belleza, unigénita de un banquero que residía en Barcelona. Al principio, la pública opinión señaló a la Sansori como autora del crimen; pero ella consiguió demostrar que la noche de autos la pasó en Madrid; además, el oro de su pelo la protegía; su cabellera gritaba su inocencia… Entonces la Justicia enderezó sus investigaciones por otros derroteros, y detuvo a una aventurera a quien Del Rey conoció el verano anterior en el Casino de San Sebastián, y a su hermana. Esta nueva pista tampoco y dio resultados provechosos. La Policía avanzaba entre sombras, y se perdía. Desechada la suposición de que el asesino fuese un hombre, el fantasma de una mujer joven y de pelo negro renació triunfal. Aquel cabello detenido, al parecer casualmente, en la corbata de la víctima, se enredaba a los pies de la Justicia como un grillete y no la permitía andar.
Transcurrieron nueve o diez meses, que en esto de filar aprisa el tren de la vida nos da ejemplo a todos…
Una tarde, minutos antes de dejar Barcelona, oí vocear los periódicos con el crimen de ayer. ¿Qué nuevo drama era aquel? Desde el último asesinato de que fui testigo, la crónica roja ejercía una atracción morbosa sobre mí.
—Luego sabré de qué se trata —pensé.
Ya he dicho que, de cuanto sucede en el mundo, yo me informo por lo que oigo conversar a los viajeros, o leyendo en los diarios olvidados sobre mis asientos.
A poco de emprender el viaje, mi curiosidad empezó a ser satisfecha: varios pasajeros glosaban animadamente el sangriento suceso, cuyo relato campaba bajo titulares llamativas en la primera página de los periódicos. La muerta era una señorita, de la mejor sociedad barcelonesa, y que se hallaba en vísperas de contraer matrimonio. Se llamaba Mercedes Eloy. Según los reporteros, el día del crimen, por la mañana, Mercedes recibió una carta, que —al decir de una criada— la joven leyó con ademanes marcadísimos de inquietud, y se presume fuera un anónimo que la invitaba a una cita. Durante el almuerzo, la madre de Mercedes notó que esta tenía los ojos enrojecidos, como de haber llorado. Al anochecer, la señorita Eloy, vestida sencillamente, salió de su casa diciendo que iba a la iglesia del Carmen y volvería en seguida. Su portera la vio subir a un coche. Horas después, en un rincón solitario y umbrío del Parque, aparecía su cadáver, con dos puñaladas, una de ellas en el corazón.
Comentando el hecho, añadía un periódico:
Hay personas que atraen la tragedia como los pararrayos atraen la cólera de las nubes. Nuestros lectores no habrán olvidado que la señorita Mercedes Eloy fue novia de aquel don Antonio del Rey, asesinado misteriosamente en el expreso de Madrid.
Esta apostilla fue para mí una revelación. Vi claro.
—Entonces —exclamé— es Emma Sansori quien la ha matado.
No me era posible dudar. La italiana habíase impuesto una tarea exterminadora, que cumplió hasta el final: primero, Él; luego, Ella… ¡Oh, Italia…! País de arte y de pasión, tierra caliente donde la venganza tiene la fuerza de un culto bárbaro, ¡qué fielmente te retratas, a veces, en tus hijos…!
Y llego al desenlace de este folletín, que parece escrito por la misma inexorable mano de la fatalidad.
Días después salía yo con mi convoy de Barcelona, y en el Apeadero de Gracia subió a mí una mujer de estatura elevada, rubia, vestida de rigurosísimo luto, a quien reconocí en el acto: era Emma Sansori. ¿Y cómo no reconocerla si había visto sus ojos, y los ojos en que una vez leímos el deseo de matar no se olvidan nunca…? Quizás por haber adelgazado parecióme más alta, y advertí que, en virtud de inexplicables mixtificaciones psicofísicas, el dolor en su rostro se había hecho belleza. Luego examiné sus manos lívidas, nerviosas y torturadas, como remordimientos; especialmente aquella mano derecha, dos veces criminal, en la que la Muerte parecía haber dejado una llave…
La Sansori examinó uno a uno mis departamentos, que por azar rarísimo iban casi vacíos, y fue a instalarse en el mismo, precisamente, donde —pronto haría un año— apuñaló a su amante. ¿Quién la guio allí? ¿Por qué eligió aquel sitio y no otro? ¿Fue casualidad, o resultado de esas atracciones subconscientes que los objetos, testigos de un crimen, ejercen sobre el criminal…? Y, ante tales coincidencias alucinantes, ¿quién negaría que, desde que nace, cada alma lleva en sí su destino…?
Ya muy tarde, pasada la estación de Reus, Emma Sansori —como si magnéticamente mis pensamientos llegasen a ella— comenzó a darse cuenta de dónde estaba. Larguísimo rato había permanecido inmóvil, el mirar perdido en el espacio. De súbito la estremeció el choque de un recuerdo, y miró en torno suyo. Después se levantó, lanzó una ojeada rápida al desierto corredor, cerró la portezuela y tornó a sentarse. Dos veces cambió de lugar: primero se puso de espaldas a la máquina, luego de frente. Yo, que no cesaba de observarla, comprendía que su nerviosidad iba en crescendo alarmante. Los labios silenciosos de su alma repetían, sin cesar, un nombre: Antonio… Antonio…; y como en el espíritu de don Rodrigo vi, tantas veces reflejarse la figura de Raque, así en el de Emma apareció la cabeza —únicamente la cabeza— del asesinado, con una blancura de hostia en las mejillas, los párpados cerrados, y una tremenda puñalada roja, todavía sangrienta, en el cuello. Cuando esta tétrica imagen se borraba, la conciencia de la Sansori se oscurecía de modo tal que no quedaba en ella ni un mínimo resquicio de luz. De súbito las tres sílabas del nombre adorado y aborrecido, se encendían: An-to-nio…; y nuevamente, cual si resurgiese de la tiniebla de la tumba, el rostro exangüe del degollado volvía a dibujarse. Empezó a hablar con él: ¿Por qué no abres los ojos? ¿No quieres verme…? Pero los ojos continuaron herméticos. Por su cerebro cruzó, semejante a un pájaro negro, esta sospecha: ¿Sería este el vagón donde le maté…? El instinto la llevó al sitio que Del Rey ocupó, y lo examinó cuidadosamente; miró luego la alfombra, en la que aún subsistía, aunque muy desvanecida, una huella de la sangre, y sus manos dibujaron un ademán de horror: sobre el manto que cubría su cabeza, sus dedos de cera se crisparon agonizantes. Con el ansia de ver mejor, se hincó de rodillas en el suelo. Entonces comprendió; había reconocido el lugar: fue allí mismo… Aquella mancha era de sangre; de la sangre que ella adoró, y por la que hubiese dado la suya…
Se levantó, ahogando un grito, y su figura enlutada pareció alargarse y tocar al techo. En sus ojos desorbitados la locura acababa de encender sus luces amarillas. La Sansori, quiso escapar al corredor y tropezó con la puerta, y la rudeza del golpe —que a mí también me hizo daño— la derribó sobre un asiento. Por segunda vez intentó salir, y volvió a chocar contra el recio cristal y a caer. Pareciéndola que unos brazos invisibles da sujetaban por detrás, perdió valor. Juntó las manos, sus labios lívidos temblaron y se derrumbó de hinojos.
—Antonio… Antonio… Antonio… —musitó tres veces.
De un salto se incorporó; consiguió, al fin, abrir la puerta, y salió al pasillo. Miró a un lado y otro: nadie. Parecía haber recobrado su serenidad, pero su alma estaba en tinieblas.
—Va a suicidarse —pensé.
Y en el acto me convencí de haber acertado. Iba a suicidarse. Hay momentos en que las resoluciones adquieren tal intensidad, que son visibles sobre las frentes como un cartel pegado a un muro. Emma Sansori ganó mi plataforma delantera, abrió la portezuela contraria al lado de la entrevía, y con un fuerte salto se arrojó al espacio. Cruzábamos un puente. La enorme ráfaga de viento que levantaba la marcha del tren la arrancó el manto de los hombros y esparció su melena dorada. Instantáneamente su cuerpo, vestido de negro, se borró en la infinita opacidad nocturna; no así sus cabellos, que flamearon unos segundos, semejantes a una llama, en la ingente tiniebla, y fueron como un coágulo de sol que bajase al abismo.
Nadie la vio.
En aquellos momentos el expreso, enloquecido, como si huyese de sí mismo, corría a noventa kilómetros por hora.